Fernando VI y la España discreta

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Las estrategias políticas y los matrimonios regios

La reina Isabel debía pensar en las cortes europeas para asegurar el futuro de la dinastía, exactamente igual que hacía el resto de Europa. Con una prole tan nutrida, las estrategias matrimoniales empezaron incluso antes del reinado de Luis I y, contra lo esperado, con una intensa dedicación del rey Felipe V, pues, a pesar de lo que se ha divulgado, el rey pensó seriamente en asegurar a sus primeros hijos. El primer intento data de 1721 aunque no prosperó. Se trataba de lograr una triple boda, significativamente política, pues Luis y Fernando casarían con dos archiduquesas y la infantita María Ana Victoria, Marianina, con Luis XV.

La infanta española, una niña de cuatro añitos, fue enviada a Versalles en enero de 1722, de donde fue devuelta a los tres años al haber sido reemplazada por María Leszcynska; los reyes, humillados, hacían lo mismo con las princesas de Orleans, mademoiselle de Beaujolais, propuesta para casar con el infante Carlos, y la esposa del ya difunto Luis I, Luisa Isabel de Orleans, a las que ponían en la frontera acompañadas del embajador. Se llegó a pensar en el matrimonio de Marianina con el zar, pero la idea fue pronto abandonada. Cuando en septiembre de 1725 se divulgó el tratado secreto de Viena, firmado el 15 de abril, y se anunció que los infantes Carlos y Felipe se casarían con las dos archiduquesas, Europa se preparaba para la guerra. Francia había sido humillada con la reversión de alianzas.

Poco después llegó la oferta de bodas al rey de Portugal, una nueva maniobra política efecto de aquel cambio de alianzas entre amigos y enemigos que había conmocionado a Europa. En las conversaciones secretas de Viena salía mal parado Fernando pues quedaba relegado; ahora era su turno, al acceder Juan V al compromiso del príncipe de Asturias con su hija Bárbara. La política matrimonial era, en definitiva, una pieza más de la política exterior, aunque la boda portuguesa acrecentó los juicios negativos contra la «casamentera», de la que se decía que esta vez no había apuntado tan alto como lo haría para buscar esposas para sus verdaderos hijos. El papel de víctima de una madrastra dominante que acompañaba desde el primer día a Fernando incluirá desde ahora a Bárbara, una niña de quince años.

De infante a Príncipe de Asturias

El niño Fernando en la corte

Hay información rutinaria sobre la niñez de Fernando, pero no reviste interés salvo para ilustrar, con una más, las escenas típicas de la corte española del XVIII: robustas nodrizas de procedencia norteña, dueñas de honor, ceremonias bautismales, actos de presentación, primeras mercedes regias a niños recién destetados, primeras letras... La abundante documentación del Archivo del Palacio Real permite reconstruir su alimentación, su vestido, las decisiones del médico sobre la lactancia, los gastos de crianza, detalles que, desde luego, obligan a aceptar que un rígido protocolo dirige todo en la corte y que lo que llamaríamos educación de príncipes es más bien un asunto trivial al que los reyes dedican poca atención.

Los maestros enseñan muy poco del mundo, son hombres de corte, es decir, de un mundo aparte en el que cuenta sobre todo la imitación de gestos, de actos rígidamente pautados. El arte cortesano por excelencia, la conversación, se aprende oyendo y callando mucho; el mundo se vislumbra a través de las noticias que los embajadores hacen llegar, vía ministro de Estado, a la real familia, a cuyos miembros se destinan siempre las primeras líneas sobre la salud de las lejanas familias regias —casi todas con algún miembro emparentado—, los primeros chismes sobre los compromisos matrimoniales y los nacimientos.

Las primeras letras de los niños son cartas con copias de fórmulas protocolarias, con las que, de paso, se va aprendiendo francés, el idioma en que se escriben los infantes, el rey y la reina y, prácticamente, toda la realeza y la diplomacia europeas. Por supuesto, ya tempranamente, los Borbones españoles se hablan de caza. Así lo hace el niño Fernando, con bastante mejor caligrafía que su hermanastro Carlos, por cierto. «Mon chere frere —escribe con grandes letras—. Vostre belle chasse m’a tant fait de plaisir que si j’y avois eu moi mesme la plus grande part»...

También pescan. Menos Fernando que el segundo Luis, por ejemplo, mucho más aficionado a la vida rústica, a disfrutar de la naturaleza, y el más alborotador y vulgar. La enseñanza de la religión, en manos de confesores personales y de los muchos eclesiásticos de la Casa, y la rutina diaria de la corte que se aprende con la práctica, con la presencia en segundo término en muchos actos, siempre al lado del ayo y de otros cortesanos de su familia —así se llama al personal cortesano a su servicio— conforman la vida diaria del infante. Había pasado el tiempo de los specula princeps del Renacimiento y de los preceptores humanistas.

Como sus hermanos, Fernando vivió con normalidad la pobre formación que proporcionaba esta rutina cortesana. Sus tardías aficiones melómanas, que remotamente recordaban las de Luis XIV, gran aficionado a la ópera, y que solo se manifestaron al lado de Bárbara, no parece que se inculcaran de niño; llegaron cuando espontáneamente el joven acompañaba a los músicos de palacio para compartir con su mujer el «pasto ordinario» que empezó a proporcionar Carlo Broschi, Farinelli (1705-1782), desde que en 1737 llegó a España llamado por Isabel de Farnesio. Bárbara, sin embargo, tenía grandes dotes para la música y una buena formación, cantaba y tocaba muy bien el clave y disfrutó —así se lo hacía saber a su familia en Lisboa— tanto con Farinelli como con su maestro Scarlatti (1685-1757). Fernando llegó a acompañar a su mujer ante las teclas. No hay más destrezas del futuro rey probadas salvo su afición a los relojes, de los que se dice que llegó a entender algo, aunque lo que consta es que daba cuerda a los muchos que llegó a poseer.

El cuarto del infante y el compromiso portugués

El primer acto protocolario relevante en la vida del infante Fernando es el nombramiento de su «cuarto» en 1721. Entre el personal aparecen ya dos personas de enorme influencia en su futuro, Carlos Arizaga, un oscuro cortesano que llegó a ser compensado con el nombramiento de capitán general en 1754, y el conde de Salazar, que moriría en 1736. Todavía cuando Fernando llegó al trono se mantenía la tutela del ayo Arizaga, hombre servicial cuyo oficio rutinario parecía consistir en mantenerle en una dorada ingenuidad, supeditado en todo a los reyes padres, lo que a Bárbara le acabaría resultando insoportable.

La tutela a través de ese primer cuarto infantil se amplió cuando se formó el que le correspondía como Príncipe de Asturias, una vez muerto Luis I. El día 25 de noviembre de 1724 se celebró en San Jerónimo la ceremonia de jura de Fernando como Príncipe de Asturias ante las Cortes convocadas a tal fin y poco después se nombraba al personal de su Casa con el duque de Béjar (1680-1747) a la cabeza. El nuevo mayordomo acompañará a Fernando hasta el trono en 1746; murió al año siguiente, pero su heredero en la casa de Béjar seguiría en la intimidad del rey hasta el lecho de muerte. Como sumiller de corps de la Casa se nombraba al antiguo ayo, el conde de Salazar, y como primer caballerizo a Carlos Arizaga, el que había sido teniente del ayo desde 1721; estaban también el conde de Santisteban (1714-1782), el marqués de los Balbases (1696-1757), que sería su «casamentero» en Lisboa (en 1728 pasaría al servicio de Bárbara), y otros gentileshombres, además de un nuevo confesor, el padre Bermúdez, pues el padre Marín había muerto.

Era natural que el siguiente acto, tan pautado como los anteriores, fuera la elección de una esposa para el príncipe. Cuando se llevaba con normalidad, el asunto suponía la discreta movilización de embajadores y la apertura de un largo proceso de selección de candidatas. Pero, en el caso de Fernando, los hechos se precipitaron a causa de la reciente reversión de alianzas. España tenía que abordar de nuevo las siempre difíciles negociaciones con Portugal y solicitaba «alguna alianza que la afirme y radique más por medio de algunos casamientos». Así lo comunicaba Grimaldi, secretario de Estado de Felipe V al embajador español en Lisboa, el marqués de Capiciolatro, en carta de 12 de abril de 1725, quien, contento con su misión, enviaba buenas noticias sobre la candidata portuguesa.

Como era presumible, el embajador mencionaba su «buena índole, inclinación y costumbres», pero no podía ocultar que la novia elegida para Fernando «ha quedado muy mal tratada después de las viruelas y tanto que afirman haber dicho su padre que solo sentía hubiese de salir del reino cosa tan fea». Empezaba el calvario de Bárbara. Cuando el embajador pidió un retrato de la joven —«quisiera antes de adelantarse la materia tuviesen nuestros Amos un retrato fiel», escribía previsor—, se encontró con que la princesa estaba sometida a toda clase de remedios para «igualar los hoyos de la cara y divertir el humor que destila por los ojos». No se le permitía mostrarse en público, menos ser retratada. En estas, la corte portuguesa envío un retrato de los novios a Madrid. Capiciolatro, que no estaba dispuesto a pasar por tonto, se apresuró a informar que los retratos «los vio persona de mi satisfacción, quien me asegura que el de la señora infanta no está nada semejante». Desde Madrid se le pidió un retrato fiel, pero Capiciolatro nunca lo consiguió.

En Lisboa las bodas se publicaron por todo lo alto el 10 de octubre de 1725, pero en Madrid, donde se difundió el compromiso el 2 de octubre, las celebraciones no pasaron del marco oficial. La impresión de que la boda de Fernando era el fruto de un arreglo apresurado de la humillada Farnesio, dispuesta ante todo a reparar el desdoro de su hija Marianina y vengarse de Luis XV, mermó la habitual alegría popular ante este tipo de celebraciones regias. Antes al contrario, un amplio sector de la opinión empezó a considerar a Fernando un juguete en manos de la reina y a mostrar por el joven príncipe una mezcla de sentimientos de lástima y de admiración que el pueblo de Madrid le mantendría siempre. El ayo Salazar intervino más tarde ante los confesores de los reyes pretextando escrúpulos contra la boda por la poca edad de Fernando; como todos los cortesanos afectos al príncipe, creía que la boda era desproporcionada y que un futuro rey podía aspirar a mejor partido.

 

Durante un tiempo, el asunto fue arrinconado a causa de numerosos sobresaltos políticos que mantuvieron a la corte española en tensión hasta 1727. El asunto Ripperdá, la caída de Grimaldi y, en general, la situación internacional, potencialmente bélica, además de los problemas de familia derivados de las malas relaciones con Francia, mantuvo a los reyes en permanente agitación. Al fin, la salud mental de Felipe V resultaría agravada, mientras Isabel atravesó una de las peores épocas de su reinado, constantemente preocupada por los deseos de abdicar del rey y por su estado de salud, siempre cercano a la demencia irreversible. Por el lado portugués, Juan V resistía las presiones a favor de diferentes alianzas y mantenía la neutralidad dilatando negociaciones, contento por un matrimonio que realmente creía ventajoso.

En esa situación se activó la preparación de la boda. El marqués de los Balbases, nombrado embajador extraordinario y con el «poder» de Fernando para representarle en la boda, salía hacia Lisboa a fines de marzo de 1727, mientras Juan V nombraba para tal fin al marqués de Abrantes. Iba a empezar la carrera de demostraciones de orgullo de las dos cortes ibéricas que acabaría en rivalidades ridículas a orillas del Caya casi dos años después. Desde que el numeroso cortejo del marqués de los Balbases entró en Lisboa desplegando un lujo artificioso y desmedido, la corte de Juan V se vio obligada a hacer lo mismo. Fue muy comentado que hubo que ampliar los arcos de acceso al palacio por los que no cabía la lujosa carroza del embajador español; para colmo, este decía que los portugueses «viven embebidos en el ceremonial».

Llegó luego el periodo de las prioridades y las disculpas. Madrid ordenaba en julio al embajador que no iniciara la ceremonia de la firma hasta que no se hubiera hecho en Madrid, mientras se solicitaba dispensa al papa por la corta edad de Marianina y las consanguinidades, que no llegó hasta septiembre. Tras varios protocolos previos y algunas quejas insulsas, el domingo 11 de enero de 1728 tuvo lugar la magna ceremonia de presentación en Lisboa y se ratificó el acuerdo de que la boda se celebraría en la ciudad de Badajoz con asistencia de los reyes. También se acordó la dote de la infanta. La novia aportaba medio millón de escudos de oro y cien mil pesos en calidad de arras y otras joyas. En la misma dinámica de ostentación, como desquite de Juan V por la exhibición del marqués de los Balbases en su propia corte, Bárbara acudiría a Badajoz cubierta de oro, perlas y brillantes, y acompañada de una numerosísima corte, de lo más descollante de la nobleza y el clero portugueses —hasta 77 canónigos— y de un número desmesurado de soldados.

La corte de Bárbara en Madrid

El paso siguiente era la formación de la corte de la ya princesa de Asturias. Como en el caso de Fernando, una nueva nube de personal cortesano pasaba a ejercer los tradicionales cargos, en apariencia poco relevantes pero que permitían el contacto personal, confidencial a veces, con la reina: era su «familia». Algunos de los nombramientos eran solo para las jornadas nupciales y la ceremonia, pero otros lo serían ya de por vida. Formaron la primera corte para esperar a la princesa en Badajoz la duquesa de Montellano como camarera mayor (lo había sido de la esposa de Luis I, Luisa Isabel de Orleans), las condesas de Fuensalida y de Montijo y la duquesa de Solferino como damas, varias señoras al cargo de diferentes oficios, el confesor padre Laubrussel, el duque de Gandía como mayordomo, el marqués de los Balbases que sería el encargado de hacer su entrega oficial en las bodas, el marqués de Mejorada y el conde de Valparaíso (1696-1760), primer caballerizo, el hombre fuerte en la corte de la reina, amigo de Ensenada, que luego llegaría a ministro y a secretario particular de Bárbara.

También serían relevantes en el entorno de la reina una mujer de gran personalidad, la marquesa de Aytona, que asistiría en el lecho de muerte a Bárbara y sería llamada a Villaviciosa al del rey, y la marquesa de la Torrecilla, íntima de la reina y de don Zenón de Somodevilla (1702-1781), el apuesto «galant homme», «bien vu a la Cour chez les femmes» que decía el embajador francés La Marck del futuro marqués de la Ensenada.

Terminados los fastos preparatorios de Lisboa, empezó la espera de la ceremonia regia de Badajoz, más que dudosa por la salud de Felipe V, que seguía provocando desazones. Los rumores de abdicación y las viruelas que pasaría Fernando ese año —la enfermedad de la que murió su hermano el rey Luis I— pusieron una nueva nota de incertidumbre. Mientras, el príncipe guardaba el retrato de Bárbara en su habitación sin enseñárselo a nadie y Juan V estaba «gozosísimo de tener ya a su hija princesa de Asturias», según decía el marqués de los Balbases.

Las viruelas que sufrió Fernando en mayo de 1728, con la consiguiente cuarentena, le apartaron más de la vida pública. Una vez repuesto, le recibía su padre el 17 de junio y tenía una conversación con Isabel sobre las dificultades que supondrían a su edad el peso de la corona y los peligros de ser gobernado por un consejo, instrumento de intrigantes que no pertenecían ni a su familia ni a su estirpe francesa. Durante unos meses, las relaciones familiares mejoraron. La crisis parecía resuelta, pero Isabel no podía estar tranquila mientras Felipe V estuviera en riesgo de muerte. Había habido graves calumnias en los pasquines, como una que daba por hecha la partición del Reino entre Carlos y Fernando, y sabía que el influyente cardenal Fleury le había retirado el favor a la espera de un anunciado desenlace que pusiera en el trono a Fernando, con quien ya se había iniciado la política de gestos de Versalles, vía embajada en Madrid.

La locura de Felipe V continuaba igual cuando llegó la gran noticia: Luis XV podía morir a causa de la viruela. Felipe abandonó el lecho inmediatamente y dio pruebas de una enorme energía. La posibilidad del añorado Versalles pasó de largo una vez más, pero Felipe V parecía otro: desde mediados de noviembre cazaba, visitaba Atocha y hablaba más con Fernando. Isabel no desaprovechó la ocasión y recordó el proyectado viaje a Badajoz, que parecía olvidado, y anunció que la corte partía de boda. Fernando iba a recoger a su esposa en medio de una opinión aún más contrariada por el último desdén de un Felipe V que había hecho público otro «au revoir» a las Españas. Las esperanzas puestas en Fernando, español de nacimiento —algunos, por el matrimonio portugués, todavía más ilusionados ante una posible unión ibérica—, renacían.

Badajoz, de boda

Blanco de la artillería portuguesa durante cinco días durante la guerra de Sucesión, la ciudad de Badajoz, pobre y olvidada, fue elegida como punto de encuentro entre las familias de Juan V y Felipe V solo porque era la última población española en el camino más corto entre Lisboa y Madrid. Nadie pensó en su estado deplorable.

Un 19 de septiembre de 1727 el corregidor de Badajoz recibió la real cédula en la que se comunicaba la decisión regia de realizar allí la doble boda entre las casas de Portugal y España, pero habría de pasar más de medio año hasta que la corte mostrara interés de nuevo, así que el concejo se lo tomó con calma. El 28 de mayo de 1728 recibía una real cédula en que se le ordenaba la tala de 1.500 troncos para la construcción de los estrados en los que se situaría la Corte española en el río Caya, una decisión sin duda funesta para los paupérrimos bienes comunales de la ciudad, pero la primera que hacía concebir esperanzas.

Tras la larga espera, la fijación de la fecha se hizo con inusitada precipitación. En Badajoz se conocía el 20 de diciembre de 1728 que la Comitiva Real tenía previsto salir de Madrid el día 7 de enero, la misma noticia que llegaba a Lisboa el 22 de diciembre. Apresuradamente, el concejo pacense aprobaba un humilde programa a base de dos corridas de toros, fuegos artificiales, tres arcos triunfales, luminarias y demás. Los regidores pensaron salir a recibir al rey uniformados «con casaca y calzón de terciopelo negro y chaqué de persiana, pluma y medias de color de perla y sombrero negro», y acordaron un protocolo de recepción, el usual en las visitas reales a las ciudades castellanas, que se basaba en el tradicional respeto monárquico hacia la institución municipal, sus costumbres, fueros y privilegios. Sin embargo, pronto notarían las novedades.

A los cuatro días, el propio marqués de la Paz se encargó de comunicar a los regidores de la ciudad que solo debían esperar al rey y darle un sombrerazo «respecto de que llegando cansados sus Majestades no parece oportuno a la mayor brevedad de su Real recibimiento». Al día siguiente los reyes entraban en la ciudad y nadie los vio hasta el día del besamanos después de las ceremonias. La casa real se alojó en el Palacio Episcopal, a escasos cien metros del templo nupcial. A Fernando y su casa les hospedaron en un palacio de menores dimensiones y a los infantes Carlos y Felipe en otro.

El deslumbrante encuentro en Caya

Pasaron tres días hasta que se celebró en Caya el intercambio. Formadas las tropas a cada lado de la frontera —unos seis mil soldados por cada corte—, los portugueses hicieron avanzar a sus infantes hasta el puente en dirección a la familia real española y otro tanto hicieron los españoles con la infantita María Ana Victoria y con Fernando. En este preciso instante, quienes no conocían a Bárbara, que eran la mayoría, temieron lo peor. La muchacha estaba muy gorda y era de una fealdad extraordinaria. Fernando, un adolescente de 15 años, no puedo ocultar su turbación. Benjamin Keene lo contaba así: «me coloqué ayer de modo que vi perfectamente la entrevista de las dos familias, y observé que la figura de la princesa, aunque cubierta de oro y brillantes no agradó al príncipe de Asturias, que la miraba como si creyese que le habían engañado.»

Cuando acabaron los actos en el Caya volvieron todos en comitiva hasta la catedral de Badajoz, un edificio de aspecto militar y con evidencias de que estaba todavía a medio construir después de siglos de obras: lo más alejado del gusto clásico dieciochesco. En solemne ceremonia, el cardenal Borja confirmaba la boda. Dos días después, el 22 de enero, el Ayuntamiento era recibido por la Real Familia, primero por Felipe V e Isabel, luego, repitiéndose el protocolo, por Fernando y Bárbara y, por último, por Carlos y Felipe.

No hubo más celebraciones populares, ni siquiera los típicos alardes militares a los que se recurría con cualquier pretexto. Lo único que había interesado, por parte de las dos cortes, fue mostrar masivas comitivas en cada lado y rivalizar en la exhibición de trajes dorados y plateados, joyas y demás. En la ciudad hubo que despedir a los danzantes, devolver las máscaras y los fuegos artificiales y repartir los dulces entre los pobres. Ni siquiera hubo toros. La Real Familia salió precipitadamente hacia Sevilla, donde el rey se estableció hasta 1733 en el viejo Alcázar mudéjar que Pedro I redecorara para su concubina. Allí pasarían Fernando y Bárbara sus cuatro primeros años de vida conyugal.