Fernando VI y la España discreta

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Los hombres del rey

El ministerio bifronte

Se ha hablado mucho sobre el binomio Carvajal-Ensenada, generalmente con ánimo comparativo y deseando que resalte su oposición. En el fondo de su carácter, los dos hombres eran ciertamente opuestos, sin embargo, sus diferencias no obstaculizaron planes de gobierno ni uno intrigó contra el otro ante los reyes, que es lo que importa. Cuando Carvajal pudo —al principio del reinado— no quiso; después, ante el auge de Ensenada, ya no pudo. Quizás Carvajal, un Abrantes, Lancáster, grande de España, universitario y culto, se dio cuenta tarde de que su acrisolada nobleza había servido para cobijar a un en sí nada que su entorno natural pronto empezó a llamar déspota.

Todos estaban pendientes en la Corte para ver quien de los dos subía o bajaba, según la expresión empleada por el embajador Vauréal, o hacia dónde se inclinaba el favor real: «está vario, ya inclina a un lado, ya a otro», decía Rávago en marzo de 1750. «Este teatro está cada vez más escabroso por la desunión y todo recae sobre mí», añadía el confesor que, ganado por Ensenada y con poco trato con Carvajal, quizás se otorgaba un excesivo papel como intermediario. Pronto, los reyes se inclinarían a favor del marqués, aunque Carvajal siguió gozando del respeto y la admiración de los monarcas. Incluso en su papel más importante, el de provisor de personal en las embajadas, Carvajal fue poco a poco suplantado por Ensenada. El 20 de junio de 1749, al hacer mención a Grimaldo, apoyado por Ensenada, Keene decía «todos los ministros últimamente nombrados lo han sido por Ensenada y no por Carvajal».

El ministro de Estado tenía un problema que él mismo conocía bien: era incapaz de la amistad. Ante él siempre había que aparentar rectitud. «No juego, no bailo, no puteo», le decía desde París Huéscar que, precisamente, se estaba granjeando fama de lo contrario, de profiter du carnaval y de entretener a una «amiga». Ante el cristianismo profundo del «filosófico» Carvajal no había más que formalidad y decoro. «Su genio es cerrado —decía Rávago en marzo de 1751— y ni él me habla jamás de mis cosas, ni yo de las suyas». Era además absolutamente desinteresado —lo más anormal en el siglo— y se sabía que no admitía ni condecoraciones ni regalos ni alabanzas. No era extraño que le desesperara Ensenada, el alegre, confiado y sobornable ministro, el «amigo», el «jefe», el «maitre» de la «farándula de don Zenón», siempre en fiestas y cenas a las que invitaba a lo mejor de Madrid. El marqués era un perfecto seductor con los reyes que había hecho suya una sentencia del padre Rávago: «los príncipes son todos buenos mientras no se les toca en sus antojos: quien quisiera cortarlos no lo logrará y perderá crédito».

Ante esto Carvajal, austero y virtuoso, al que Huéscar le decía «serías mejor si no quisieras ser tan bueno», solo podía refunfuñar. Hasta la ópera le molestaba a don José, que se refugiaba en su oficina con cualquier pretexto para no acudir a las fiestas. El ministro parecía no vivir más que para el trabajo y ni se preocupaba de buscar partidarios que le defendieran, ni supo delegar en hechuras. Él mismo se retrataba así cuando llevaba dos años en el gobierno: «Más es mi meditación que mi entendimiento. Soy rígido en los dictámenes y tenaz, y no es por vanidad sino es que no puedo acallar en mi interior las punzadas de lo que entiendo sin razón. Mi modo de disputar es asperísimo y echo a perder mi razón si logro tenerla. En fin, tengo mil defectos».

Ensenada, por el contrario, nunca reconoció ni uno, ni perdió el tiempo en introspecciones: «Si yo discurriese y fatigase las potencias como ustedes —le decía a su amiga la marquesa de Salas en 1745—, no tendría tiempo para servir mis empleos, porque no me alcanzaría para reñir pendencias y dar suspiros, pero empléole en lo que conduce a desempeñarme, no permito se me hable de mi persona y tiro adelante».

Las hechuras zenonicias y la soledad de Carvajal

Junto a los ministros formaban ya algunos de los que serían sus principales hechuras. Ensenada no contaba todavía con su célebre «cofradía» —buena parte de la red ensenadista se creará cuando el ministro ponga en práctica sus proyectos—, pero tenía muchos amigos, especialmente los que había conocido durante las campañas del rey de Nápoles en Italia. Entre ellos estaban el general Mina, el duque de Montemar (1671-1747), ya viejo y retirado desde 1742 pero influyente, el marqués de Salas, ligado desde el principio a Carlos de Nápoles; la mujer de este, de la que estaba separado, la más íntima de Zenón. Pero, entre los primeros ensenadistas, ya sobresalían Agustín Pablo de Ordeñana (1711-1765), el que iba a ser de por vida el «brazo derecho» del ministro, y Alonso Pérez Delgado, el militar que fue su oficial mayor en la Secretaría de Marina desde 1747. Los dos caerían con él el 20 de julio de 1754.

El joven bilbaíno Ordeñana acompañó a Ensenada como secretario desde que este entró al servicio del infante Felipe en 1737. En 1746 era la principal hechura ensenadista en el Consejo de Hacienda, al que pertenecía desde que Ensenada fue nombrado ministro en 1743. Sin embargo, el trabajo de Ordeñana se desarrolló siempre entre bastidores y fue más diversificado que el de Pérez Delgado o el del resto de la red ensenadista, los Banfi, Orcasitas, Francia, Mogrovejo, a los que hay que añadir los muchos amigos que tuvo Ensenada entre los altos cargos del clero, en España y en Roma, especialmente los grandes nautas de la operación concordataria, el cardenal Valenti, secretario del papa, y el auditor Manuel Ventura Figueroa. La tesis doctoral de Cristina González Caizán, La red política del marqués de la Ensenada, publicada en 2004, da idea del alcance nacional e internacional del ensenadismo.

Carvajal tuvo su pequeña «cofradía», pero el ministro, como jefe de la diplomacia exterior, trataba personalmente poco a sus «amigos» y pronto fue oscureciéndose en temas que llevaba el «secretario de todo», como llamó el padre Isla a Ensenada. A algunos de los embajadores a su servicio, Carvajal no les vería durante los largos años de sus embajadas, a otros no les conocía cuando les destinó al servicio exterior, como fue el caso de Ricardo Wall, el «dragón». Contra lo que se suele decir, Wall no fue hechura ni amigo de Carvajal. El propio ministro confesaba que nombró a Wall porque dominaba la lengua inglesa, pues ni siquiera lo conocía personalmente. Ministro y embajador mantendrían una constante correspondencia durante siete años, bien que siempre oficial, pero solo se vieron durante un corto viaje que Wall hizo a España en 1752. Cuando Wall volvió a Madrid en 1754, era precisamente para suceder al ministro que había muerto el 8 de abril de ese año.

Entre las hechuras zenonicias destaca un personaje fascinante: Carlo Broschi, Farinelli. Llegado a España en 1737 a solicitud de Isabel de Farnesio, fue pronto el hombre de confianza de Bárbara de Braganza y, luego, un poderoso intermediario para acceder a los reyes. No eran los tiempos de validos, menos con ministros tan fuertes como Carvajal o Ensenada, pero el pueblo vio pronto que en la Corte «privaba» Farinelli. Sin embargo, el cantante fue mucho más discreto que lo que su situación parecía permitirle. Se mantuvo siempre al lado de los ministros, sin estorbar; especialmente fue amigo de Ensenada, que confesaba en 1750 «yo estimo particularmente a este sujeto», pero no pudo entrar —es evidente— en el círculo de Carvajal, en el que el Capón era constantemente menospreciado.

El rey y la reina encontraron siempre en el cantante un apoyo franco, un amigo íntimo discreto y servicial al que colmaron de regalos. Nunca lo consideraron un sirviente más. Ensenada no le incluyó en la nómina de músicos de palacio, en la que sí estaba por ejemplo Domenico Scarlatti (1685-1757), a pesar de que este genial músico napolitano no se había separado de Bárbara desde que era niña. Maestro de la infanta en Lisboa desde 1721, Scarlatti fue llamado al servicio de la princesa de Asturias tras su boda en 1729. Fue desde entonces hasta su muerte en Madrid el 23 de julio de 1757 el primer maestro de su cámara.

Pero Farinelli fue más que un músico. Todo lo relacionado con el teatro, la decoración de escenarios cortesanos, la reforma y embellecimiento de los Sitios Reales y, en fin, el buen gusto palaciego pasaba por el célebre Farinelli, un hombre que había recorrido las cortes de toda Europa y que trajo a Madrid el mejor gusto de cada una de ellas. Su labor como director de escena en fiestas y ceremonias se completó cuando hizo venir de Venecia a Giacomo Amigoni (1680-1752), el pintor abierto al gusto europeo que retrató a los reyes, a Farinelli, a Ensenada, y mejor congenió con las ideas estéticas de Bárbara.

A este boceto de primeros hombres del rey habría que añadir algunos nombres, especialmente los que componen los servicios de palacio, gente altanera, soberbia y, como dirá el marqués de la Ensenada ya pensando en la reforma de las Casas Reales, «personas nacidas y criadas en la ignorancia de la economía». Los cambios se harán esperar hasta 1749, pero con el anuncio de la «nueva planta» algunos dimitirán siguiendo la estela del marqués de San Juan, de Maceda o del caballerizo del rey, el duque de Albuquerque (1694-1757), que también reaccionó contra la reforma, hoy mejor conocida gracias a un excelente estudio de Gómez Centurión, y a otros que siguieron del amigo desgraciadamente fallecido en diciembre de 2011, tan imprescindibles como su gran libro Alhajas para soberanos, una obra capital para conocer el interior de la Corte y la familia borbónica. Probablemente, el marqués de Montealegre (1683-1757), mayordomo mayor de Bárbara, luego sumiller de corps de Fernando VI —sustituyendo al dimitido San Juan— y el marqués de Villafranca del Bierzo (1683-1753), colateral de los Alba, nombrado mayordomo mayor del rey desde diciembre de 1747, representan mejor el nuevo estilo que los ministros, ya seguros, quieren para la nueva Corte.

 

El amplio cortejo de geltilhombres del rey y de damas de la reina se completaba con la nutrida corte de pintores, escultores y músicos, sobre todo músicos, además del resto de la «familia» entre la que hay que contar necesariamente a los médicos —pronto llegaría el célebre Andrés Piquer (1711-1772)—, los sacerdotes y los militares al servicio personal de los reyes. Entre los hombres del rey habrá que contar también a los intelectuales, es decir a los que ponen su pluma al servicio de la monarquía. Feijoo fue protegido directamente por Fernando VI, otros como Mayans o el padre Flórez buscaron su apoyo directamente —con distinta fortuna, nada halagüeña para el sabio Mayans—, mientras los más encontraron la intermediación de los ministros y de Rávago.

El nuevo tono del reinado y su relación con los intelectuales lo da mejor que nadie el padre Flórez (1702-1773) en su España sagrada, cuyos dos primeros tomos se publicaron en 1747, sin duda con el aplauso de Carvajal y Ensenada. El historiador agustino se ponía del lado del pacífico y de sus ministros «españoles» en la dedicatoria de su obra: «las Artes y Letras pueden conquistar dentro de un Reino tanto como fuera las Armas, y acaso con más utilidad, más seguridad y menores dispendios». No podía ser más elocuente en su apoyo al rey. Con vehemencia y esperanza concluía: «Solo ahora podemos conseguir la Ilustración».

El rey pacífico. Primeros pasos, primeras impresiones

Simbolismo y despacho

En los retratos del nuevo rey, los pintores no solo plasmaron sus facciones, de por sí bastante agradables, sino además los símbolos del universo filosófico y político que se quería para la nueva monarquía. Cuando Amigoni pintó en la sala de la conversación del palacio de Aranjuez las Virtudes que deben adornar a la monarquía, eligió para las sobrepuertas la Fortaleza, la Concordia, la Mansedumbre, la Liberalidad, la Humildad y la Fidelidad. Ya no hay Marte señalando el trono ni alegorías de la casa madre Borbón cuyas armas aterraban a Europa como en tiempos de Louis Le Grand. El nuevo rey debía ser virtuoso y discreto a imagen de lo que España estaba destinada a ser en el nuevo concierto de las naciones. Solo la Fortaleza de Amigoni, con armadura, se encargaba de mostrar que no sería con humillación. «Que conozcan las potencias extranjeras que hay igual disposición en el Rey para empuñar la espada que para ceñir las sienes con oliva», escribía en 1746 Ensenada.

El riojano Antonio González Ruiz, pintor de cámara, retrató al rey en medio de un escenario repleto de símbolos, todos intencionados. El rey aparece vestido con armadura militar a la antigua usanza, pero se alza sobre un pedestal en el que hay arrinconadas viejas corazas y espadas rotas veladas por un angelote que duerme y otro, despierto, que muestra el plano de un edificio. Al lado están, tendiendo al rey sus atributos, alegorías del progreso de las ciencias y de la agricultura. No es lo que era el rey, sino lo que se quería del rey, para lo que hacía falta su benevolencia o si se quiere su conciencia, un atributo que de concepto religioso debía pasar, por obra de los ministros y de Rávago, a instrumento capital para justificar las decisiones regias.

Benevolencia y, conociendo el natural de los reyes, tenacidad y confianza: esta fue la primera virtud que alumbró la obra de Carvajal y Ensenada en su deliberado plan de «aprovechar» al nuevo rey: había que convencerle primero de su alta misión. «Dios ha destinado a Vuestra Majestad para restablecer la opulencia y el antiguo esplendor del dilatadísimo imperio español», le decía Ensenada en una de sus reiterativas representaciones. Cuando el éxito acompañaba, los ministros sabían cederlo al rey: «Esta fortuna de España no experimentada en los precedentes reinados, la ha reservado Dios para el de Vuestra Majestad en premio de sus virtudes».

En efecto, los ministros supieron tratar al rey hasta involucrarlo en sus proyectos. Fue obra de Carvajal convencerle de que España podía mantener la neutralidad sin arriesgar el prestigio de la monarquía y sin lesionar más aún las relaciones con Francia; pero, sobre todo, fue trascendental lo que Didier Ozanam ha llamado «bombardeo psicológico» de Ensenada sobre el rey. A través de sus representaciones y de su chispeante conversación, el ministro logró que los reyes se le confiaran por entero. Necesitó rodearles de atenciones, buscó joyas, relojes, partituras de música por toda Europa para que los reyes se hicieran regalos y sintieran la opulencia de la corona; organizó fiestas para su diversión y contó con el padre Rávago, que le hablaba antes al rey de la conveniencia de sus proyectos políticos, indicándole luego cómo tenía que abordarle.

«El rey se aflige con papeles largos», decía el embajador portugués Vilanova. Todos sabían que al rey no se le podían exponer problemas porque se fatigaba y podía aparecer la temible cólera o lo que era peor, la melancolía y el abandono. «No se atrevía nadie a dar cuenta al rey de este suceso —decía Rávago a raíz del asunto de Noris y la decisión papal— con que fue preciso que yo le preparase antes». Había que darle la solución o, mejor, sugerírsela antes a través de intermediarios, siempre reiterando que había acuerdo entre todos sus sirvientes. Cuando las desavenencias entre Carvajal y Ensenada trascendían y llegaban al rey, el padre Rávago se empleaba a fondo para evitar su sufrimiento: «Para consolarle añadí, y le gustó mucho, que yo no sabía cuál fuera peor para un Estado, si la unión o desunión de sus ministros, no siendo ellos muy santos; porque si están muy unidos se cubren unos a otros, y nunca llegan a saberse sus yerros.» Así escribía el confesor al cardenal Portocarrero el 25 de noviembre de 1749, «con la ocasión de haber sabido el rey de París que allí se hablaba de haber discordia entre estos dos ministros».

La entereza del rey ante la política francesa

Inusitadamente, colaboró con los planes ministeriales la torpe política francesa, ya precedida de lo que Fernando concibió como humillaciones de su familia desde que fue príncipe de Asturias y que llegaría al máximo durante las últimas operaciones del ejército aliado en Italia en los años 1746 y 1747. Las noticias que trasmitía Mina sobre el comportamiento desleal de los franceses ponían todavía más fácil a los ministros acabar con los últimos escrúpulos familiares del rey, que a pesar de todo, seguía mirando a Versalles con esperanzas de ser querido por su primo Luis XV. Solo tras conocer los preliminares de Aquisgrán —sobre todo tal y cómo astutamente se los presentó Carvajal—, en los que Francia volvía a abandonar a España, Fernando VI se convenció de que las relaciones familiares no significaban para él ningún seguro.

Pero no fue así al principio del reinado. El 29 de julio de 1746, Fernando VI escribía a Luis XV, respondiendo a la que este había escrito el 17 tras conocer la muerte de Felipe V. Bien lejos de mostrarse pacífico, Fernando VI le decía que su deseo era «caminar a la paz por medio de la guerra» y «mantener con V. M. la armonía más perfecta». De nuevo había alusiones del rey a «la causa común e intereses de nuestra familia» y se ratificaba en el proyecto de «asegurar el reino de Nápoles y establecer al infante don Felipe, mi hermano». Fernando VI no hacía otra cosa que reflejar el parecer oficial de Ensenada que, en realidad, era consciente de lo difícil y lo caro que estaba resultando conquistar un trono para el infante y de que, por ser un asunto sin interés para los franceses, no quedaba más remedio que resignarse y aguantar, esperando una paz que sabía que toda Europa deseaba.

A diferencia de Carvajal, que no ocultaba su desprecio por Francia, Ensenada dirá «con la Francia no urge otro paso que el de la disimulación». Estaba seguro de que la suerte del infante dependía de factores que ni siquiera Francia podía garantizar y, en vez de desesperarse como Carvajal por la perfidia de los diplomáticos, la aceptaba a sabiendas de que él era capaz de hacer lo mismo. Pensaba objetivamente, como Montemar, que era natural «que nuestros aliados, aun en las negociaciones, mirarán por sus intereses, omitiendo nuestras pretensiones» y también sabía que el rey no abandonaría al infante Felipe. Era un deber sagrado que tributaba a la memoria de su padre, según decía el rey, pero también, como advirtieron con sagacidad los ingleses, una forma de librarse del hermanastro, teniéndolo lejos.

«El carácter conocido del infante don Felipe es un motivo suficiente para impedir su vuelta; es de cortos alcances y también muy francés en todo, al punto de que hace alarde de no entender la lengua castellana». Walpole, de quien son estas palabras, no desconocía en junio de 1747 que el objetivo de continuar la guerra en Italia «no es por conformarse con la política antigua de la reina, sino para satisfacer a los soberanos actuales». Estaba ya seguro de que España aceptaría la paz próxima con solo ceder en eso aunque no obtuviera nada de Inglaterra —Gibraltar, Menorca, etc., los objetivos tozudos de Carvajal—, que era en realidad lo que todo el mundo pensaba, incluido Ensenada.

Isabel de Farnesio se estaba valiendo del infante cardenal don Luis para sus intrigas, a la vez que mantenía con su hijo Felipe una correspondencia plagada de dicterios contra los nuevos reyes, todo ello con el conocimiento de Fernando VI, que no dejaba de soportar encontronazos y desplantes como el de la propia reina viuda cuando respondió airada a la orden del rey de 3 de julio de 1747 que la obligaba a retirarse a San Ildefonso. «He visto con sumo dolor mío —escribía Isabel— lo que me participa. Yo estoy pronta a hacer lo que fuese de su agrado, pero desearía saber si he faltado en algo para enmendarlo». Fernando VI reaccionará de inmediato ante esta respuesta, que juzgó insolente, dejando ver dos de los componentes de su personalidad, ya avisados desde tiempo atrás: la altivez que proporciona el poder absoluto, al expulsar a Isabel sin contemplaciones vista su resistencia —«lo que yo determino en mis reinos no admite consulta de nadie», respondió a las protestas de la viuda— y la capacidad de disimulo, al pretender que fuera la reina viuda la que, manteniendo el secreto de la orden regia que llevaría en persona Rávago, solicitara su retiro.

A un año de empezar el reinado, Fernando VI se presentaba con más energía y actividad políticas de lo que se esperaba. A mediados de 1747, los reyes demostraban sosiego y actividad, además de un conocimiento perfecto de todos los recursos de la política de su tiempo, incluida la hipocresía y la doblez. Con la viuda, por ejemplo, pasados los forcejeos de julio, la correspondencia fue amable, igual que la que mantenía Fernando con sus hermanastros, menos y mucho menos regular con el infante Felipe. Bárbara demostraba una enorme seguridad al escribir regularmente a Isabel con el tono de autoridad regio no exento de los cumplimientos de etiqueta. A juzgar por Vauréal, la despedida de Isabel y los reyes en los Afligidos había sido también protocolaria y agradable para Isabel de Farnesio, ya reconciliada con su destino.

Aquisgrán y el orgullo regio

Las relaciones de Fernando VI con su primo Luis XV también acabaron pasando por el tamiz del protocolo, pues la razón política se impuso a los cada vez más lejanos sentimientos familiares. El acuerdo secreto firmado por Francia e Inglaterra el 30 de abril de 1748, que dejaba al margen los derechos de España —navío de permiso, asiento de negros, Gibraltar—, fue la última traición francesa (así se tomó en la Corte española). En adelante, el rey seguirá afectando sentimientos de familia —con la característica soberbia—, pero no se dejará arrastrar por Francia a un nuevo pacto, aunque, como sabía todo el mundo, el rey jamás actuaría contra sus primos. Nunca más volvió a confiar en la doblez de los ministros de Luis XV, que intentaba justificar torpemente su actitud al precipitar el acuerdo separado con Inglaterra nada menos que apelando a los infelices súbditos españoles «a los que la presente guerra no ha costado menos sangre y dinero que a los míos», según decía en su carta personal a Fernando VI de 5 de mayo de 1748.

En respuesta, Fernando VI, que contestaba el día 12 del mismo mes, le decía tajante que ««se quite de los preliminares el artículo de suplemento de asiento de negros y navío de permiso, punto sobre el cual no se me ha hablado, y que me trae el mayor daño que se me puede hacer». El rey, del que luego diría Vauréal que no era nadie, reaccionaba duramente hasta el punto de hacer temer al embajador maniobras secretas de la diplomacia española en torno a Austria y, abiertamente, en Londres. Fernando VI lo dejaba entrever en su carta descubriendo a Luis XV que se le habían hecho «sugestiones», «con bien ventajosos partidos para que me apartase de V. M.», y que las había rechazado «debido a nuestra sangre, amistad y alianza». El rey declaraba su orgullo al decir a Luis XV que él también podía haber logrado lo mismo por separado: «se quisieron ajustar los ingleses conmigo si yo hubiera querido dejar a V. M.», le espetaba.

 

Carvajal debió trabajar lo suyo para hacer reaccionar a Fernando VI con tanta dureza, pues, en realidad, se esperaba ya algo parecido de la actitud de los franceses. «Sobre viles, son menguados», decía el ministro, al que lo que más le dolía era que «si de veras hubieran querido y aún si quisieran nos hubieran librado de la maldita espina». Era «el maldito artículo 10 [de los preliminares] que me ha irritado hasta el cielo», decía Carvajal el 14 de mayo, en referencia a la «espina» de Utrecht: el navío de permiso, el asiento de negros y Gibraltar. El ministro prometía «si no tengo forma de vengarme, me moriré con desconsuelo», repitiendo lo que había escrito dos días antes: «si yo duro y tengo poder, me vengaré a satisfacción nuestra».

En realidad, Carvajal se mostraba irritado hacia el exterior, pero estaba verdaderamente complacido porque había conseguido uno de sus objetivos: que Fernando VI no volviera a pensar en una alianza con Francia y que Bárbara, en perfecta sintonía con su padre, viera en esta nueva humillación francesa la disculpa para aproximarse a Inglaterra en el futuro sin temer las reacciones —el «soy Borbón»— de su marido. Además, la paz en sí misma —el fin de los gastos— y el establecimiento del infante que quedaba confirmado en los preliminares suponían una enorme alegría para el rey y sus ministros.

Carvajal, al fin, se sinceraba así con Huéscar: «si tus cartas y las de Massa [Masones de Lima] no hubieran venido tan calientes, yo hubiera apretado menos arriba [al rey] y hubiera sido aplaudido [el tratado]». Aunque no le importaba mucho que el rey hubiera mostrado entereza ante Francia y que Wall hubiera hecho correr por Londres 500 anónimos sobre negociaciones bilaterales con España y aun noticias de que continuaría sola la guerra contra Inglaterra. Todavía se podía negociar alguna ganancia antes de firmar la paz definitiva, lo que tendría lugar casi medio año después en Aquisgrán.

Carvajal quería aprovechar «ahora que está el yerro caliente» y, un tanto crípticamente, involucraba al rey que «si se enfría, acaso se levantarán vaporcillos de yo soy Borbón que me han desconcertado mis medidas algunas veces». Con todo se acabaría haciendo de Aquisgrán un hito feliz a pesar de que no se conseguía más que Parma, Plasencia y Guastalla para el hermanastro, lo que, sin embargo, era suficiente para que, pasado un tiempo, la Corte celebrara por todo lo alto el gran logro del rey pacífico.

Aquisgrán era una «paz a la espera», una tregua antes de una nueva guerra que todos creían segura. Pero, para los ministros de Fernando VI era el mejor regalo que podían hacer al rey y el mejor fundamento para sus proyectos. No hay más que leer la carta del 28 de octubre de 1748 remitida por Carvajal a Huéscar: «Amigo querido. Sea mil y más veces enhorabuena, que ya estamos en paz y libres de fatigas y de asechanzas. Ella [la paz] es excelentísima atendidas las circunstancias y en sí sola mirada es mejor que todas las de este siglo y que las últimas del pasado».

Fernando VI podía exhibir un primer triunfo. Solo había una sombra, aunque ahora pasó desapercibida: Carlos de Nápoles no había firmado el tratado. Siempre recriminó a su hermanastro que se había despreocupado de él y ya los recelos entre la dispersa familia de los Borbones españoles no cesaron.

Pero la paz, que pronto sería uno de los bienes ilustrados por excelencia, permitía al rey convertirse en «padre de vasallos», tal como Ensenada le requería. Hasta ahora los cambios se habían producido en el plano internacional y en el interior de la Domus Regia; venía ahora el tiempo de aplicar el remedio a la «nación enferma», el símil que se empleaba abiertamente para designar los males de España a la llegada de Fernando VI al trono.

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