El hechizo de la misericordia

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Misericordia y ayuno

Y finalmente, examinar un poco el ayuno. Daos cuenta de lo que es actualizar el criterio. Yo aquí no me voy a detener ya, porque ya vale con lo que he dicho. Me parece que no hay más que aplicarlo, porque ya lo sabéis. Claro, que el ayuno no es sólo el prescindir de alimentos, pero ya lo he advertido muchas veces, tened cuidado cuando se dice: «no es sólo una cosa», que no se entienda: «no es esa cosa». Porque de decir: «el ayuno no consiste sólo en no comer», pasamos a decir: «el ayuno no consiste en no comer»; de decir: «la pobreza no es sólo el individuo que no tiene dinero, hay otras formas de pobreza», se pasa a decir: «el no tener dinero no importa, ni que la gente se muera de hambre, vamos a atender a las viejas ricas si están un poco abandonadas de sus familiares que las tienen en casa porque esperan la herencia, pero maldito el caso que les hacen». ¡No, no!, eso será también una pobreza, pero la otra pobreza es mucho más dura todavía, porque los duelos con pan son menos, ¡hombre!, y entonces resulta que hay muchísimas personas en esa misma situación y, además, con otra serie de agravantes, claro está. Fijaos que puede ser que realmente lo sientan menos, porque están tan embotados ya de sufrir que pueden sentirlo menos, pero eso no les hace menos indigentes, les hace más. A este respecto hay una degradación humana, porque no es que como ellos están llenos de paciencia y de deseo de sufrir no sienten siquiera el sufrimiento, ¡no, no! Simplemente es que están embotados, están hartos de sufrir, han sufrido tanto que ya ni lo sienten. Y entonces, naturalmente, pues es una degradación; y de ahí hay que sacarlos.

Lo mismo digo del ayuno. El ayuno no consiste sólo en no comer, ¡pero el ayuno consiste en no comer!, claro, y esto es lo que dice la Liturgia, cuarenta veces. Os recomiendo que repaséis antes de que empiece la Cuaresma, así un poco por encima, las oraciones y las lecturas, y veréis la cantidad de veces que aparece el ayuno material, vamos, el no comer, sencillamente. Pero bueno, no sólo eso, y entonces me refiero a todas estas cosas que ya sabéis: ayuno de curiosidades, ayuno de gustos, ayuno de comodidades, ayuno de estarse a gusto con la televisión y todas estas cosas. Aquí me parece además que, por una parte, el ayuno tiene su valor mortificante: puede suceder que no sienta ninguna molestia, pero no deja de ser una mortificación de la tendencia de la carne que, aunque no me la registre no dejo de tenerla, claro, de alguna manera. Me privo de algún gusto, aunque no lo sienta como una aflicción, no hay ninguna pena, ninguna tristeza, ni sienta grandes ansias de tener aquello, pero, de hecho, no lo tengo, me quito un gusto que podía tener.

Ayuno-oración-limosna

Después, claro, el ayuno está íntimamente relacionado con la oración. Cuanto más ayune de cosas, pues más abierto estoy a la oración. Yo no digo que la expresión que voy a usar ahora mismo sea perfectamente exacta, pero a mí muchas veces se me ocurre. Se me ocurre, porque lo he leído en una serie de santos que decían estas cosas: «Si tuviéramos menos deseo de comida material, tendríamos más hambre del Pan Eucarístico». Cuando estamos suficientemente saciados de las satisfacciones naturales, parece normal que no sintamos el deleite del Espíritu de la Eucaristía y, cuando un individuo, va prescindiendo de los gustos que puede encontrar en el mundo, siempre encontrará cosas agradables, porque las hay, pero vamos, él prescinde de lo que puede, pues me parece normal que sienta el gusto, el sabor, sensible también, de la Comunión, de la Eucaristía. El ayuno, en este sentido, es fruto de la oración. Simplemente, si me dedico a hacer oración, me quito un montón de gustos, eso está claro.

Y el ayuno, tiene un sentido de la misericordia respecto de los demás, porque es evidente, que cuanto menos coma yo, más puedo dar de comer a los demás. Y esto no sólo porque se puede materializar con cierta facilidad, pues tengo la comida. La historia de san Pío X en esta faena, se cuenta muchas veces. Lo que pasa es que entonces algunas personas, como mi hermana, dicen: «Pero la santa era su hermana que se lo consentía». Cuentan, por lo menos cuando estaba de párroco, que iba un pobre y le daba lo que había para comer y llegaba la hermana, tranquila de que tenía la comida hecha, y ahí no había comida, ni hecha, ni sin hacer, es que había desaparecido todo. Claro, san Pío X se la había dado al primer pobre que se había encontrado. Bueno, y mi hermana dice: «La santa era su hermana que aguantaba semejante rollo continuamente», y bueno, pues puede que los santos fueran los dos.

Entonces, no es sólo por esta materialización, es que, naturalmente el ayuno me lleva a un género de vida, en el que podemos en primer lugar vivir pobres, con lo cual podemos dar más, eso es evidente; y, en segundo lugar, podemos dar un testimonio que hace que los demás se pongan a dar también. Y, lo mismo sucede en las demás cosas, claro está. Si yo estoy haciendo por gusto, viendo un rato la televisión por gusto, recalco lo del gusto, porque si estoy viendo en la televisión una cosa que me parece que necesito verla, para ayudar al prójimo, entonces no hay ayuno que valga, pero si estoy dejando de ver aquello, quiere decir que tengo un rato más, o para rezar pidiendo por el prójimo, o para atenderle, la cosa está clara. Es decir, el ayuno tiene una relación inmediata con la oración y con la limosna.

Revisad un poco, cuando sea, pero antes de que empiece la Cuaresma: ¿de qué cosas podría yo ayunar? Y otra vez, con los mismos dos aspectos: ¿de qué cosas podría, veo ya que podría, prescindir?; y segundo, ¿de qué cosas puedo? Y entonces Dios nos irá iluminando para que ejercitemos lo que podemos, que quizás de momento sea muy poco, y estemos abiertos y vayamos recibiendo mucho más. Esto es lo que aparece en todos los santos.

El santo vive al borde del milagro

Ahora, para terminar, no es más que recordar lo que he dicho ya que, durante estos días, en la Cuaresma, procuremos leer biografías de santos, escritos de santos. Y nos demos cuenta de que han ido por un camino que es el normal, porque recuerdo muchas veces, es curioso porque la gente te dice: «no hay que pedir a Dios milagros», y yo digo: «y ¿por qué no hay que pedir a Dios milagros?»; porque en el Evangelio, desde luego, estoy viendo pedir milagros continuamente. Porque ¿a qué se acercaba la gente a Jesucristo? A que le hiciera un milagro. Bueno, pues ¡no sé por qué rayos no lo voy a pedir yo!, ni por qué rayos voy a pensar yo que no los hago, o que no los puedo hacer; otra cosa es si los hago o no.

El otro día, el Papa, como lo habréis leído más o menos, ha estado teniendo unas catequesis sobre los milagros, sobre Jesucristo y sobre los milagros. Van con toda naturalidad los apóstoles y hacían milagros; y por eso, en cierto sentido, se convertía la gente. Y que en la Iglesia siempre hay milagros, y no hay más milagros porque hay muy poca fe, si no, habría muchos más. No quiere decir que cada cristiano tenga que hacer milagros, quiere decir que no es ninguna cosa extraordinaria que hay que hacer milagros. Las llamamos cosas extraordinarias porque no las hacemos, pero también llamamos extraordinaria a una actitud de un poco más de caridad, porque no la tenemos; pero que nos demos cuenta de que el desorden es que en una Iglesia tan grande haya tan pocos milagros, y el desorden, por supuesto, mucho más importante es que en un Iglesia tan grande brille tan poco la caridad. Hombre, algo sí de caridad, pues es implícita, porque está el Espíritu Santo actuando, están los Sacramentos, etc., pero vamos, ¿en cuanto participada por nosotros?

Que nos demos cuenta de que el Señor quiere concedernos esto en unos grados muy altos, y que lo que ha hecho con los santos lo quiere hacer con nosotros. Porque, evidentemente, así como una realización práctica que pongamos de antemano nos llevaría a hacer una serie de obras –objetivamente duras, quizá admirables a los ojos de los hombres–, pero no movidas por el Espíritu Santo; así la mediocridad en que vivimos –que puede pesar mucho sobre nosotros– nos impide el abrirnos a los prodigios de Pentecostés. Esto que san Ignacio dice tantas veces: «señalarse, querer hacer grandes cosas»; y «quería hacer mucho por Dios y lo que hicieran los santos, lo quería hacer él». Ciertamente en el principio de su vida, está muy marcado por su temperamento, pero es lo que le permite, en cuanto que también está movido por el Espíritu Santo, le permite estar abierto a lo que Dios le diga.

Examinad si no tenemos ya el prejuicio de que en cuanto se nos ocurra algo que valga la pena, digamos enseguida –como justificándonos– que «no hay que hacer extravagancias». Si hay que hacerlas o no hay que hacerlas ya lo veremos cuando se nos presente la iluminación, pero desde luego, si partimos de que todo lo que es un poco fuera de lo corriente es una extravagancia (en el mal sentido de la palabra, porque extravagancia sí que es, es vagar fuera, que es extra vagar), pero ¿vagar fuera de qué? Si andamos fuera del modo de andar la gente de alrededor, pues cabalmente, los extravagantes son ellos, porque es que andamos por el camino, que es Cristo, que es por donde todos tenemos que andar. Para eso hace falta la «carota», que yo la tengo hace muchos años. Ya lo he contado muchas veces: «Es que es usted un despistado», y contesto: «No, perdón, el despistado es usted, porque está pendiente de dónde están los comercios y no sabe usted dónde está Nuestro Señor Jesucristo que vive dentro de usted». Claro, la gente se queda… Cuando te dicen: «¿por qué no te cepillas esto?», y digo: «¿y por qué no hace usted examen de conciencia?».

Bueno, total, es ir contestando a la gente si tenéis suficiente cara –yo os recomiendo que la tengáis–, pues hombre, se puede contestar sin agredir, un poco en broma, ¿no?, diciendo a la gente que estamos en otro mundo. Estamos viviendo en el seno del Padre, no estamos viviendo en el conjunto de una humanidad que está medio, bueno medio no, mucho más que medio idiotizada.

 

Entonces, ver: en el punto de partida de mi esperanza, ¿está la eliminación voluntaria, deliberada, no necesariamente sentida, ni luego espontanea en cada caso, de hacer tabla rasa de los gustos del mundo? Porque por lo demás, sencillamente, es que nos engulle el mundo. Y tened en cuenta que el ambiente, en general, que tenemos los sacerdotes mismos y las administraciones diocesanas es un ambiente mundano. Y sencillamente, pues «que no hay que exagerar» y aquí lo único exagerado es el amor propio que tenemos todos, rebosantes de comodidad o lo que sea.

No sé si lo recordaré esta tarde, y con esto termino, pero yo me admiro muchas veces. Acabo de leer, pero no he acabado del todo, porque estoy subrayando el texto catalán, porque lo he leído en castellano y luego lo he leído en catalán, una figura que no conoceréis probablemente, que es el padre Tarrés. El padre Tarrés era un médico catalán, barcelonés, que estaba en la zona roja, estuvo de médico en el Ejército Rojo, y quería ser sacerdote ya entonces, y se va preparando. Es conmovedor, porque claro, como tiene un diario, no todos los días, pero escribe muchos días; sí, es conmovedor cómo dice: “Hoy he estudiado tres cuartos de hora de Filosofía. Esto de la esencia no acabo de entenderlo, a ver si el doctor ‘nosécuantos’ me lo explica. Le he escrito para que me mande una explicación», «Hace tres días que no estudio Filosofía». Claro está, lo embarcan para la batalla del Ebro, por ejemplo, comprenderéis que el ambiente… Cuando uno oye a los seminaristas: «Hoy no he podido estudiar porque es que –qué sé yo– no me funcionaba el brasero…».

Sobre este padre –yo he pensado muchas veces–, aparte de la santidad personal (está iniciado el proceso de canonización, o de beatificación), pienso: Bueno, durante tres años, el Ejército Rojo en la zona Roja, y el Ejército Nacional en la zona de Franco tuvo arrestos para mantenerse en la guerra, en el frente, naturalmente porque eso ya me lo sabía, pero bueno, leyendo es como se actualiza, la cantinela esa de “no hay comida”. No hay comida, sencillamente, porque no me llega, no me surten en el frente, y no se come, no se lavan, no se afeitan, y no pueden lavar la ropa. El día que pueden lavar la ropa se ponen tan contentos. Tres años. Y se tienen arrestos, porque no es que sea él, es que es en todo el Ejército Rojo que está haciendo lo mismo, y perdiendo la guerra, y viendo que se están reduciendo continuamente, y ahí siguen, tan termes. Y en la zona Nacional, pues igual, solo que ganando, y exponiendo la vida continuamente, como es natural, y perdiéndola continuamente, todos los días había bajas, claro. Y el Espíritu Santo ¿no tiene capacidad para movernos a nosotros a una vida semejante a esa? ¿Es natural que los hombres para matarse se pongan en situaciones durísimas, en todos los sentidos, de hambre, de frio? ¡Hombre!, yo creo que ya habréis oído alguna vez por lo menos, que en el frente de Teruel se moría la gente de frío, literalmente hablando, se quedaban helados, vamos, o perdían los miembros, para mantener el frente en Teruel, cuando era Nacional o cuando entraron los Rojos. Hicieron el cuartel en el Seminario, luego lo perdieron, en fin, allí se establecieron durante una temporada, se quedaban helados, literalmente. Y nosotros por Jesucristo, ¿no podemos esperar que nosotros mismos y la gente, vibre? Eso quiere decir que no creemos en Jesucristo. Fijaos que ésta es la actitud, por ejemplo, de san Ignacio, tantas veces, aquello del perverso caballero17.

Recuerdo la actitud de san Vicente de Paul, cuando mandan los primeros Paules. Unos cuantos van a Madagascar y se mueren todos y, en fin, los Paules, el Consejo, deciden que no se puede mandar más gente, que se mueren; entonces san Vicente de Paul da esta luminosa contestación: «Cuando en una batalla mueren unos cuantos soldados, se mandan más, ¿no?». Lo que se suele decir es: «Hombre, como ahí resulta que disparan, pues no vamos», pues claro, porque disparan es por lo que hay que ir. A la batalla del Ebro iba más gente y más gente y más gente, porque era una ensalada de disparos impresionante y morían unos y otros, pues los dos mandaban más gente todavía. Ahora bien, llegó un momento en que se retiraron, naturalmente. Y, si en las batallas se manda más gente cuando mueren unos, «nosotros, por Cristo ¿vamos a hacer menos?». Y, automáticamente, claro, votaron por la ida de unos cuantos y se ofreció, me parece, todo el grupo que había allí.

Entremos en la Cuaresma, con este sentido práctico, pero con estas actitudes fundamentales que son naturalmente espirituales, sobrenaturales; pero que son totalmente prácticas, porque son las que fundan las realizaciones prácticas después. Y que, con esta actitud, veamos qué es lo que nos quiere conceder Dios y cómo hay que ser humilde, para que nos lo conceda. A lo mejor no nos concede casi nada de realizaciones concretas, pero a lo mejor nos concede mucho. Lo que importa mucho es que no perdamos nunca la esperanza de la acción de Dios. Lo que he dicho antes: Sigo deseándolo… Yo tenía en un cuaderno antes de irme al Seminario –o sea que tendría 15 años o, por ahí, 16–, «Un santo es un hombre que vive siempre esperando el milagro», es decir, esperando la obra de Cristo, el “quiero, queda limpio” (Mc 1,14). Está esperándolo siempre, hasta que llega el momento y, al menos, llegará antes de morirse, pero lo que es inconcebible es que no muramos siendo santos, y lo que es inconcebible es que no santifiquemos a la gente alrededor.

2. Misericordia y fruto pastoral

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Se trata de una meditación de retiro a sacerdotes, en febrero de 1988 [76-A]. El contexto de esta charla está marcado por la preparación de los sacerdotes para vivir la Cuaresma, en clave de santificación personal del mismo pastor. Solo así podrá dar fruto. La obra de la misericordia en este tiempo santo pasa por la tarea absolutamente necesaria de la abnegación. Para ello, hay que fijarse en lo que Dios ha obrado en los santos, así será fecunda nuestra esperanza.

Sería cosa de aplicar toda esta esperanza que venimos contemplando para ver con qué ánimos y con qué ganas tratamos de aprovechar la Cuaresma para santificarnos nosotros. No hago más que un poco de esquema.

Proporcionalidad entre santidad y fruto pastoral

En primer lugar, repasar un poco y actualizar la conciencia de esta proporcionalidad –que aludo siempre que hablo– entre mi santidad (mi vida espiritual) y mi fruto pastoral. La conciencia de la llamada a la santidad como única realidad y que, por tanto, no puedo ser fecundo más que en proporción a la santidad que tengo. Es cierto y seguro –y caso por caso– que, además, mi fecundidad solo anormalmente –por obra extraordinaria– será suplida por otras personas. Quiero decir aquella frase de S. Agustín que recuerdo muchas veces: “Si el pastor no es buen pastor y las ovejas son alimentadas por otro pastor, pues las ovejas no morirán claro, porque las alimentan, pero yo soy homicida”. Aquellas ovejas que Dios me ha encomendado, realmente –con todo el misterio que queramos– dependen de mí. Entonces, no solo no es que yo soy infecundo, sino es que yo «infecundizo» a los demás, es decir, que aquí no hay término medio: o estoy en una directriz adulta y fervorosa o estoy infectando. Y esto, darnos cada vez más cuenta, porque los principios son válidos desde el comienzo hasta ahora, pues ciertamente hay circunstancias que están en el plan de Dios, sea produciéndolas, sea permitiéndolas, en que ciertos aspectos toman más agudeza. La gente hoy evidentemente es más crítica, y se da más cuenta de las cosas, es más difícil engañarlas, y estamos escandalizando en el sentido negativo y en el sentido positivo. Como he recordado muchas veces, nuestros defectos (me refiero a defectos espirituales, claro) invalidan nuestras virtudes como valor de testimonio, porque la gente toma pretexto de los defectos que tenemos para no admitir los impulsos de virtud que podamos dar con una vida mediocre; y toma pretexto de las virtudes que tenemos para justificar los propios defectos nuestros: «D. Fulano no es tan obediente y mira qué bien trabaja, será que no hace falta ser tan obediente»; o «D. Fulano no trabaja, pero como es tan obediente será que no hace falta trabajar»; y «Entonces, no hay que tomarse las cosas tan en serio». Yo creo que tenéis todos experiencia abundante, que esto lo dicen.

Por otra parte, cuando el ambiente en general está no solo mediocre, sino mucho peor que mediocre, entonces las solicitaciones y la fuerza de las solicitaciones del mundo, del demonio y de la carne tienen una fuerza particular que es evidente; hay un déficit de gracia sencillamente por la falta de colaboración de las personas. Antes, no hace muchos años, a pesar de que digo que las cosas iban hacia abajo y, por tanto, estaban mal, sin embargo, todavía se podían encontrar ciertas compensaciones espirituales, quiero decir, y cierta energía menor del mal que actualmente. Ese muchacho podía ser en un pueblo más o menos despistado, pero tenía siempre una cobertura de un ambiente relativamente religioso, con cierta facilidad, por lo menos un grupo y además no tenía especiales solicitaciones al mal. Es que actualmente no pasa eso, claro: se está solicitando al mal descaradamente por todas partes y le están llegado los criterios de una solicitación al pecado mortal continua, una situación de pecado mortal continua. Lo que se podrá dudar es si hay culpa interior, pero vamos, de que efectivamente ve el mal, eso está claro.

Entonces, esta conciencia de la llamada a la santidad y, como recuerdo siempre, la llamada inmediata, porque el mal está funcionando ya y está creciendo ya. También aquí hay que señalar lo mismo. No podemos decir: «A ver si nos mantenemos por lo menos». Aquí no se mantiene nada, las cosas o crecen o se hunden. Podrá haber alguna persona que, más o menos, de manera un poco misteriosa, se mantenga en un crecimiento muy lento y muy mediocre, pero, en fin, por lo menos crezca. Pero es que lo general es que el conjunto del pueblo cristiano va hacia abajo con una velocidad tremenda y una fuerza del mal tremenda también aquí, en estas regiones nuestras. Y, por consiguiente, yo estoy allí metido. Que nosotros somos vulnerables, no creo que nos haga falta tener una humildad heroica para reconocerlo, y que somos vulnerables en cuanto a las tentaciones últimas está bastante claro, y que somos vulnerables en cuanto a las tentaciones no últimas, quiero decir no de situación de pecado mortal, pero sí de meternos en la pura mediocridad y en la tibieza, pues eso es tan evidente que no hace falta comentarlo, pues ya lo vemos.

Cuando hace relativamente pocos años decías cosas de éstas, te contestaban: «Hombre, pues no hay que exagerar y éste es buen sacerdote»; y estos buenos sacerdotes, que eran tan buenos, ahora están secularizados un cincuenta por ciento. Y algunos están sin fe; por lo menos eso dicen ellos. Bueno, nosotros no somos de mejor madera. Cuando estaba yo en el seminario o los primeros años de cura parecía una especie de amenaza bíblica: «Podemos caer»; al fin y al cabo, sabías una historia así de un sacerdote, de otro, un caso escandaloso, pero vamos, el exterior era mediocre, pero nada más; en cambio, a esta gente, no hace falta más que verlo cómo está el ambiente, estamos rodeados de sacerdotes mismos caídos.

Por tanto, esta conciencia de urgencia de respuesta a la santidad personal, por nosotros y por los otros que tenemos que responder, por un montón de personas y porque, aunque no tuviéramos que responder, supongo que tenemos todos suficiente sensibilidad para espantarnos de pensar que un montón de gente se condene o por lo menos lleve una vida de pecado, aunque puede que in extremis se salve.