Amigos de Dios (bolsillo, rústica, color)

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Hijos de Dios, Amigos de Dios: esa es la verdad que Mons. Escrivá de Balaguer quiso grabar a fuego en los que le trataban. Su predicación es un constante mover a las almas para que no piensen «en la amistad divina exclusivamente como en un recurso extremo»[52]. Jesucristo es verdadero Dios y verdadero Hombre: nuestro Hermano, nuestro Amigo; si procuramos tratarle con intimidad, «participaremos en la dicha de la divina amistad»[53]; si hacemos lo posible por acompañarle desde Belén hasta el Calvario, compartiendo sus gozos y sufrimientos, nos haremos dignos de su conversación amistosa: calicem Domini biberunt —canta la Liturgia de las Horas— et amici Dei facti sunt, bebieron el cáliz del Señor y llegaron a ser amigos de Dios[54].

Filiación y amistad son dos realidades inseparables para los que aman a Dios. A Él acudimos como hijos, en un confiado diálogo que ha de llenar toda nuestra vida; y como amigos, porque «los cristianos estamos enamorados del Amor»[55]. Del mismo modo, la filiación divina empuja a que la abundancia de vida interior se traduzca en hechos de apostolado, como la amistad con Dios lleva a ponerse «al servicio de todos: utilizar esos dones de Dios como instrumentos para ayudar a descubrir a Cristo»[56].

Se engañan los que ven un foso entre la vida corriente, entre las cosas del tiempo, entre el transcurrir de la historia, y el Amor de Dios. El Señor es eterno; el mundo es obra suya y aquí nos ha puesto para que lo recorramos haciendo el bien, hasta arribar a la definitiva Patria. Todo tiene importancia en la vida del cristiano, porque todo puede ser ocasión de encuentro con el Señor y, por eso mismo, alcanzar un valor imperecedero. «Mienten los hombres, cuando dicen para siempre en cosas temporales. Solo es verdad, con una verdad total, el para siempre cara a Dios; y así has de vivir tú, con una fe que te ayude a sentir sabores de miel, dulzuras de cielo, al pensar en la eternidad que de verdad es para siempre»[57].

Mons. Josemaría Escrivá de Balaguer conoce ahora directamente esos sabores y dulzuras de Dios. Ha entrado en la eternidad. Por eso sus palabras, también las de estas homilías que presento, han adquirido —si cabe— más fuerza, penetran más hondamente en los corazones, arrastran. Termino con un texto que puede servir para contagiarnos de otra de sus pasiones dominantes:

«Amad a la Iglesia, servidla con la alegría consciente de quien ha sabido decidirse a ese servicio por Amor. Y si viésemos que algunos andan sin esperanza, como los dos de Emaús, acerquémonos con fe —no en nombre propio, sino en nombre de Cristo—, para asegurarles que la promesa de Jesús no puede fallar, que Él vela por su Esposa siempre: que no la abandona. Que pasarán las tinieblas, porque somos hijos de la luz (cfr. Eph V, 8) y estamos llamados a una vida perdurable»[58].

ÁLVARO DEL PORTILLO

[*] Texto escrito por Álvaro del Portillo para la primera edición de Amigos de Dios, en diciembre de 1977 (N. del E.).

[1] San Agustín, Sermo 51, 26 (PL 38, 348).

[2] Lc XIV, 10.

[3] Hacia la santidad, n. 296.

[4] Ps XXVI, 8.

[5] Vida de oración, n. 247.

[6] El trato con Dios, n. 145.

[7] Hacia la santidad, n. 296.

[8] 1 Thes IV, 3.

[9] La grandeza de la vida corriente, n. 5.

[10] Ibidem, n. 7.

[11] Humildad, n. 108.

[12] La libertad, don de Dios, n. 38.

[13] Humildad, n. 96.

[14] Ioh III, 30.

[15] Mt XI, 29.

[16] Humildad, n. 108.

[17] Vida de fe, n. 202.

[18] Vivir cara a Dios y cara a los hombres, n. 173.

[19] Cfr. Camino, n. 355.

[20] Virtudes humanas, n. 89.

[21] Hacia la santidad, n. 294.

[22] Tras los pasos del Señor, n. 140.

[23] El tesoro del tiempo, n. 43.

[24] La esperanza del cristiano, n. 205.

[25] La grandeza de la vida corriente, n. 22.

[26] La esperanza del cristiano, n. 208.

[27] Trabajo de Dios, n. 71.

[28] Hacia la santidad, n. 295.

[29] Vida de oración, n. 255.

[30] Ibidem, n. 251.

[31] La libertad, don de Dios, n. 33.

[32] Ibidem, n. 35.

[33] San Agustín, De vera religione, 14, 27 (PL 34, 134).

[34] La grandeza de la vida corriente, n. 7.

[35] Hacia la santidad, n. 298.

[36] Humildad, n. 105.

[37] Hacia la santidad, n. 301.

[38] El trato con Dios, n. 143.

[39] Vivir cara a Dios y cara a los hombres, n. 174.

[40] Para que todos se salven, n. 260.

[41] Hacia la santidad, n. 294.

[42] Ibidem, n. 313.

[43] Lc XXIV, 29.

[44] Hacia la santidad, n. 314.

[45] Ibidem, n. 314.

[46] Ibidem, n. 310.

[47] Ibidem, n. 313.

[48] Mt XXV, 21.

[49] Virtudes humanas, n. 75.

[50] Ioh XV, 15.

[51] La libertad, don de Dios, n. 35.

[52] Vida de oración, n. 247.

[53] Hacia la santidad, n. 300.

[54] Responsorio de la segunda lectura, del oficio en la Dedicación de las Basílicas de los Santos Apóstoles Pedro y Pablo.

[55] Porque verán a Dios, n. 183.

[56] Para que todos se salven, n. 258.

[57] Vida de fe, n. 200.

[58] Hacia la santidad, n. 316.

LA GRANDEZA DE LA VIDA CORRIENTE

[Homilía pronunciada el 11-III-1960]

1

Íbamos hace tantos años por una carretera de Castilla y vimos, allá lejos, en el campo, una escena que me removió y que me ha servido en muchas ocasiones para mi oración: varios hombres clavaban con fuerza, en la tierra, las estacas que después utilizaron para tener sujeta verticalmente una red, y formar el redil. Más tarde, se acercaron a aquel lugar los pastores con las ovejas, con los corderos; los llamaban por su nombre, y uno a uno entraban en el aprisco, para estar todos juntos, seguros.

Y yo, mi Señor, hoy me acuerdo de modo particular de esos pastores y de ese redil, porque todos los que aquí nos encontramos reunidos —y otros muchos en el mundo entero— para conversar Contigo, nos sabemos metidos en tu majada. Tú mismo lo has dicho: Yo soy el Buen Pastor y conozco mis ovejas, y las ovejas mías me conocen a Mí [1]. Tú nos conoces bien; te consta que queremos oír, escuchar siempre atentamente tus silbidos de Pastor Bueno, y secundarlos, porque la vida eterna consiste en conocerte a Ti, solo Dios verdadero, y a Jesucristo, a quien Tú enviaste [2].

 

Tanto me enamora la imagen de Cristo rodeado a derecha e izquierda por sus ovejas, que la mandé poner en el oratorio donde habitualmente celebro la Santa Misa; y en otros lugares he hecho grabar, como despertador de la presencia de Dios, las palabras de Jesús: cognosco oves meas et cognoscunt me meae[3], para que consideremos en todo momento que Él nos reprocha, o nos instruye y nos enseña como el pastor a su grey[4]. Muy a propósito viene, pues, este recuerdo de tierras de Castilla.

Dios nos quiere santos

2

Vosotros y yo formamos parte de la familia de Cristo, porque Él mismo nos escogió antes de la creación del mundo, para que seamos santos y sin mancha en su presencia por la caridad, habiéndonos predestinado como hijos adoptivos por Jesucristo, a gloria suya, por puro efecto de su buena voluntad[5]. Esta elección gratuita, que hemos recibido del Señor, nos marca un fin bien determinado: la santidad personal, como nos lo repite insistentemente San Pablo: haec est voluntas Dei: sanctificatio vestra[6], esta es la Voluntad de Dios: vuestra santificación. No lo olvidemos, por tanto: estamos en el redil del Maestro, para conquistar esa cima.

3

No se va de mi memoria una ocasión —ha transcurrido ya mucho tiempo— en la que fui a rezar a la Catedral de Valencia, y pasé por delante de la sepultura del Venerable Ridaura. Me contaron entonces que a este sacerdote, cuando era ya muy viejo y le preguntaban: ¿cuántos años tiene usted?, él, muy convencido, respondía en valenciano: poquets, ¡poquitos!, los que llevo sirviendo a Dios. Para bastantes de vosotros, todavía se cuentan con los dedos de una mano los años, desde que os decidisteis a tratar a Nuestro Señor, a servirle en medio del mundo, en vuestro propio ambiente y a través de la propia profesión u oficio. No importa excesivamente este detalle; sí interesa, en cambio, que grabemos a fuego en el alma la certeza de que la invitación a la santidad, dirigida por Jesucristo a todos los hombres sin excepción, requiere de cada uno que cultive la vida interior, que se ejercite diariamente en las virtudes cristianas; y no de cualquier manera, ni por encima de lo común, ni siquiera de un modo excelente: hemos de esforzarnos hasta el heroísmo, en el sentido más fuerte y tajante de la expresión.

4

La meta que os propongo —mejor, la que nos señala Dios a todos— no es un espejismo o un ideal inalcanzable: podría relataros tantos ejemplos concretos de mujeres y hombres de la calle, como vosotros y como yo, que han encontrado a Jesús que pasa quasi in occulto[7] por las encrucijadas aparentemente más vulgares, y se han decidido a seguirle, abrazados con amor a la cruz de cada día[8]. En esta época de desmoronamiento general, de cesiones y desánimos, o de libertinaje y anarquía, me parece todavía más actual aquella sencilla y profunda convicción que, en los comienzos de mi labor sacerdotal, y siempre, me ha consumido en deseos de comunicar a la humanidad entera: estas crisis mundiales son crisis de santos.

5

Vida interior: es una exigencia de la llamada que el Maestro ha puesto en el alma de todos. Hemos de ser santos —os lo diré con una frase castiza de mi tierra— sin que nos falte un pelo: cristianos de veras, auténticos, canonizables; y si no, habremos fracasado como discípulos del único Maestro. Mirad además que Dios, al fijarse en nosotros, al concedernos su gracia para que luchemos por alcanzar la santidad en medio del mundo, nos impone también la obligación del apostolado. Comprended que, hasta humanamente, como comenta un Padre de la Iglesia, la preocupación por las almas brota como una consecuencia lógica de esa elección: «Cuando descubrís que algo os ha sido de provecho, procuráis atraer a los demás. Tenéis, pues, que desear que otros os acompañen por los caminos del Señor. Si vais al foro o a los baños, y topáis con alguno que se encuentra desocupado, le invitáis a que os acompañe. Aplicad a lo espiritual esta costumbre terrena y, cuando vayáis a Dios, no lo hagáis solos»[9].

Si no queremos malgastar el tiempo inútilmente —tampoco con las falsas excusas de las dificultades exteriores del ambiente, que nunca han faltado desde los inicios del cristianismo—, hemos de tener muy presente que Jesucristo ha vinculado, de manera ordinaria, a la vida interior la eficacia de nuestra acción para arrastrar a los que nos rodean. Cristo ha puesto como condición, para el influjo de la actividad apostólica, la santidad; me corrijo, el esfuerzo de nuestra fidelidad, porque santos en la tierra no lo seremos nunca. Parece increíble, pero Dios y los hombres necesitan, de nuestra parte, una fidelidad sin paliativos, sin eufemismos, que llegue hasta sus últimas consecuencias, sin medianías ni componendas, en plenitud de vocación cristiana asumida y practicada con esmero.

6

Quizá alguno de vosotros piense que me estoy refiriendo exclusivamente a un sector de personas selectas. No os engañéis tan fácilmente, movidos por la cobardía o por la comodidad. Sentid, en cambio, la urgencia divina de ser cada uno otro Cristo, ipse Christus, el mismo Cristo; en pocas palabras, la urgencia de que nuestra conducta discurra coherente con las normas de la fe, pues no es la nuestra —ésa que hemos de pretender— una santidad de segunda categoría, que no existe. Y el principal requisito que se nos pide —bien conforme a nuestra naturaleza—, consiste en amar: la caridad es el vínculo de la perfección[10]; caridad, que debemos practicar de acuerdo con los mandatos explícitos que el mismo Señor establece: amarás al Señor Dios tuyo con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente[11], sin reservarnos nada. En esto consiste la santidad.

7

Ciertamente se trata de un objetivo elevado y arduo. Pero no me perdáis de vista que el santo no nace: se forja en el continuo juego de la gracia divina y de la correspondencia humana. «Todo lo que se desarrolla —advierte uno de los escritores cristianos de los primeros siglos, refiriéndose a la unión con Dios—, comienza por ser pequeño. Es al alimentarse gradualmente como, con constantes progresos, llega a hacerse grande»[12]. Por eso te digo que, si deseas portarte como un cristiano consecuente —sé que estás dispuesto, aunque tantas veces te cueste vencer o tirar hacia arriba con este pobre cuerpo—, has de poner un cuidado extremo en los detalles más nimios, porque la santidad que Nuestro Señor te exige se alcanza cumpliendo con amor de Dios el trabajo, las obligaciones de cada día, que casi siempre se componen de realidades menudas.

Cosas pequeñas y vida de infancia

8

Pensando en aquellos de vosotros que, a la vuelta de los años, todavía se dedican a soñar —con sueños vanos y pueriles, como Tartarín de Tarascón— en la caza de leones por los pasillos de su casa, allí donde si acaso no hay más que ratas y poco más; pensando en ellos, insisto, os recuerdo la grandeza de la andadura a lo divino en el cumplimiento fiel de las obligaciones habituales de la jornada, con esas luchas que llenan de gozo al Señor, y que solo Él y cada uno de nosotros conocemos.

Convenceos de que ordinariamente no encontraréis lugar para hazañas deslumbrantes, entre otras razones, porque no suelen presentarse. En cambio, no os faltan ocasiones de demostrar a través de lo pequeño, de lo normal, el amor que tenéis a Jesucristo. «También en lo diminuto —comenta San Jerónimo— se muestra la grandeza del alma. Al Creador no le admiramos solo en el cielo y en la tierra, en el sol y en el océano, en los elefantes, camellos, bueyes, caballos, leopardos, osos y leones; sino también en los animales minúsculos, como la hormiga, mosquitos, moscas, gusanillos y demás animales de este jaez, que distinguimos mejor por sus cuerpos que por sus nombres: tanto en los grandes como en los pequeños admiramos la misma maestría. Así, el alma que se da a Dios pone en las cosas menores el mismo fervor que en las mayores»[13].

9

Al meditar aquellas palabras de Nuestro Señor: Yo, por amor de ellos me santifico a Mí mismo, para que ellos sean santificados en la verdad [14], percibimos con claridad nuestro único fin: la santificación, o bien, que hemos de ser santos para santificar. A la vez, como una sutil tentación, quizá nos asalte el pensamiento de que muy pocos estamos decididos a responder a esa invitación divina, aparte de que nos vemos como instrumentos de muy escasa categoría. Es verdad, somos pocos, en comparación con el resto de la humanidad, y personalmente no valemos nada; pero la afirmación del Maestro resuena con autoridad: el cristiano es luz, sal, fermento del mundo, y un poco de levadura hace fermentar la masa entera[15]. Por esto precisamente, he predicado siempre que nos interesan todas las almas —de cien, las cien—, sin discriminaciones de ningún género, con la certeza de que Jesucristo nos ha redimido a todos, y quiere emplearnos a unos pocos, a pesar de nuestra nulidad personal, para que demos a conocer esta salvación.

Un discípulo de Cristo jamás tratará mal a persona alguna; al error le llama error, pero al que está equivocado le debe corregir con afecto: si no, no le podrá ayudar, no le podrá santificar. Hay que convivir, hay que comprender, hay que disculpar, hay que ser fraternos; y, como aconsejaba San Juan de la Cruz, en todo momento «hay que poner amor, donde no hay amor, para sacar amor»[16], también en esas circunstancias aparentemente intrascendentes que nos brindan el trabajo profesional y las relaciones familiares y sociales. Por lo tanto, tú y yo aprovecharemos hasta las más banales oportunidades que se presenten a nuestro alrededor, para santificarlas, para santificarnos y para santificar a los que con nosotros comparten los mismos afanes cotidianos, sintiendo en nuestras vidas el peso dulce y sugestivo de la corredención.

10

Voy a proseguir este rato de charla ante el Señor, con una nota que utilicé años atrás, y que mantiene toda su actualidad. Recogí entonces unas consideraciones de Teresa de Ávila: «Todo es nada, y menos que nada, lo que se acaba y no contenta a Dios»[17]. ¿Comprendéis por qué un alma deja de saborear la paz y la serenidad cuando se aleja de su fin, cuando se olvida de que Dios la ha creado para la santidad? Esforzaos para no perder nunca este punto de mira sobrenatural, tampoco a la hora de la distracción o del descanso, tan necesarios en la vida de cada uno como el trabajo.

Ya podéis llegar a la cumbre de vuestra tarea profesional, ya podéis alcanzar los triunfos más resonantes, como fruto de esa libérrima iniciativa que ejercéis en las actividades temporales; pero si me abandonáis ese sentido sobrenatural que ha de presidir todo nuestro quehacer humano, habréis errado lamentablemente el camino.

11

Permitidme una corta digresión, que viene perfectamente al caso. Jamás he preguntado a alguno de los que a mí se han acercado lo que piensa en política: ¡no me interesa! Os manifiesto, con esta norma de mi conducta, una realidad que está muy metida en la entraña del Opus Dei, al que con la gracia y la misericordia divinas me he dedicado completamente, para servir a la Iglesia Santa. No me interesa ese tema, porque los cristianos gozáis de la más plena libertad, con la consecuente personal responsabilidad, para intervenir como mejor os plazca en cuestiones de índole política, social, cultural, etcétera, sin más límites que los que marca el Magisterio de la Iglesia. Únicamente me preocuparía —por el bien de vuestras almas—, si saltarais esos linderos, ya que habríais creado una neta oposición entre la fe que afirmáis profesar y vuestras obras, y entonces os lo advertiría con claridad. Este sacrosanto respeto a vuestras opciones, mientras no os aparten de la ley de Dios, no lo entienden los que ignoran el verdadero concepto de la libertad que nos ha ganado Cristo en la Cruz, qua libertate Christus nos liberavit[18], los sectarios de uno y otro extremo: esos que pretenden imponer como dogmas sus opiniones temporales; o aquellos que degradan al hombre, al negar el valor de la fe colocándola a merced de los errores más brutales.

12

Pero volvamos a nuestro tema. Os decía antes que ya podéis lograr los éxitos más espectaculares en el terreno social, en la actuación pública, en el quehacer profesional, pero si os descuidáis interiormente y os apartáis del Señor, al final habréis fracasado rotundamente. Ante Dios, y es lo que en definitiva cuenta, consigue la victoria el que lucha por portarse como cristiano auténtico: no cabe una solución intermedia. Por eso conocéis a tantos que, juzgando a lo humano su situación, deberían sentirse muy felices y, sin embargo, arrastran una existencia inquieta, agria; parece que venden alegría a granel, pero arañas un poco en sus almas y queda al descubierto un sabor acerbo, más amargo que la hiel. No nos sucederá a ninguno de nosotros, si de veras tratamos de cumplir constantemente la Voluntad de Dios, darle gloria, alabarle y extender su reinado a todas las criaturas.

 

La coherencia cristiana de la vida

13

Me produce una pena muy grande enterarme de que un católico —un hijo de Dios que, por el Bautismo, está llamado a ser otro Cristo— tranquiliza su conciencia con una simple piedad formularia, con una religiosidad que le empuja a rezar de vez en cuando, ¡solo si piensa que le conviene!; a asistir a la Santa Misa en los días de precepto —y ni siquiera todos—, mientras cuida puntualmente que su estómago se quede tranquilo, comiendo a horas fijas; a ceder en su fe, a cambiarla por un plato de lentejas, con tal de no renunciar a su posición... Y luego, con desfachatez o con escándalo, utiliza para subir la etiqueta de cristiano. ¡No! No nos conformemos con las etiquetas: os quiero cristianos de cuerpo entero, de una pieza; y, para conseguirlo, habréis de buscar sin componendas el oportuno alimento espiritual.

Por experiencia personal os consta —y me lo habéis oído repetir con frecuencia, para prevenir desánimos— que la vida interior consiste en comenzar y recomenzar cada día; y advertís en vuestro corazón, como yo en el mío, que necesitamos luchar con continuidad. Habréis observado en vuestro examen —a mí me sucede otro tanto: perdonad que haga estas referencias a mi persona, pero, mientras os hablo, estoy dando vueltas con el Señor a las necesidades de mi alma—, que sufrís repetidamente pequeños reveses, y a veces se os antoja que son descomunales, porque revelan una evidente falta de amor, de entrega, de espíritu de sacrificio, de delicadeza. Fomentad las ansias de reparación, con una contrición sincera, pero no me perdáis la paz.

14

Allá por los primeros años de la década de los cuarenta, iba yo mucho por Valencia. No tenía entonces ningún medio humano y, con los que —como vosotros ahora— se reunían con este pobre sacerdote, hacía la oración donde buenamente podíamos, algunas tardes en una playa solitaria. Como los primeros amigos del Maestro, ¿recuerdas? Escribe San Lucas que, al salir de Tiro con Pablo, camino de Jerusalén, nos acompañaron todos con sus mujeres y niños a las afueras de la ciudad, y arrodillados hicimos la oración en la playa[19].

Pues, un día, a última hora, durante una de aquellas puestas de sol maravillosas, vimos que se acercaba una barca a la orilla, y saltaron a tierra unos hombres morenos, fuertes como rocas, mojados, con el torso desnudo, tan quemados por la brisa que parecían de bronce. Comenzaron a sacar del agua la red repleta de peces brillantes como la plata, que traían arrastrada por la barca. Tiraban con mucho brío, los pies hundidos en la arena, con una energía prodigiosa. De pronto vino un niño, muy tostado también, se aproximó a la cuerda, la agarró con sus manecitas y comenzó a tirar con evidente torpeza. Aquellos pescadores rudos, nada refinados, debieron de sentir su corazón estremecerse y permitieron que el pequeño colaborase; no lo apartaron, aunque más bien estorbaba.

Pensé en vosotros y en mí; en vosotros, que aún no os conocía, y en mí; en ese tirar de la cuerda todos los días, en tantas cosas. Si nos presentamos ante Dios Nuestro Señor como ese pequeño, convencidos de nuestra debilidad pero dispuestos a secundar sus designios, alcanzaremos más fácilmente la meta: arrastraremos la red hasta la orilla, colmada de abundantes frutos, porque donde fallan nuestras fuerzas, llega el poder de Dios.

Sinceridad en la dirección espiritual

15

Conocéis de sobra las obligaciones de vuestro camino de cristianos, que os conducirán sin pausa y con calma a la santidad; estáis también precavidos contra las dificultades, prácticamente contra todas, porque se vislumbran ya desde los principios del camino. Ahora os insisto en que os dejéis ayudar, guiar, por un director de almas, al que confiéis todas vuestras ilusiones santas y los problemas cotidianos que afecten a la vida interior, los descalabros que sufráis y las victorias.

En esa dirección espiritual mostraos siempre muy sinceros: no os concedáis nada sin decirlo, abrid por completo vuestra alma, sin miedos ni vergüenzas. Mirad que, si no, ese camino tan llano y carretero se enreda, y lo que al principio no era nada, acaba convirtiéndose en un nudo que ahoga. «No penséis que los que se pierden caen víctimas de un fracaso repentino; cada uno de ellos erró en los comienzos de su senda, o bien descuidó por largo tiempo su alma, de modo que debilitándose progresivamente la fuerza de sus virtudes y creciendo, en cambio, poco a poco la de los vicios, vino a quebrantarse miserablemente... Una casa no se derrumba de golpe por un accidente imprevisible: o había ya algún defecto en sus fundamentos, o la desidia de los que la habitaban se prolongó por mucho tiempo, de forma que los desperfectos en un principio pequeñísimos fueron corroyendo la firmeza de la armadura, por lo que, cuando llegó la tempestad o arreciaron las lluvias torrenciales, se destruyó sin remedio, poniendo de manifiesto lo antiguo del descuido»[20].

¿Os acordáis del cuento del gitano que se fue a confesar? No pasa de ser un cuento, un chascarrillo, porque de la confesión no se habla jamás, aparte de que yo estimo mucho a los gitanos. ¡Pobrecillo! Estaba arrepentido de veras: padre cura, yo me acuso de haber robado un ronzal... —poca cosa, ¿verdad?—; y detrás había una mula...; y detrás otro ronzal...; y otra mula... Y así, hasta veinte. Hijos míos, lo mismo ocurre en nuestro comportamiento: en cuanto concedemos el ronzal, viene después lo demás, viene a continuación una reata de malas inclinaciones, de miserias que envilecen y avergüenzan; y otro tanto sucede en la convivencia: se comienza con un pequeño desaire, y se acaba viviendo de espaldas, en medio de la indiferencia más heladora.

16

Cazadnos las raposas, las raposas pequeñas, que destrozan la viña, nuestras viñas en flor [21]. Fieles en lo pequeño, muy fieles en lo pequeño. Si procuramos esforzarnos así, aprenderemos también a acudir con confianza a los brazos de Santa María, como hijos suyos. ¿No os recordaba al principio que todos nosotros tenemos muy pocos años, tantos como los que llevamos decididos a tratar a Dios con intimidad? Pues es razonable que nuestra miseria y nuestra poquedad se acerquen a la grandeza y a la pureza santa de la Madre de Dios, que es también Madre nuestra.

Os puedo contar otra anécdota real, porque han transcurrido ya tantos años, tantísimos años desde que sucedió; y porque os ayudará a pensar, por el contraste y la crudeza de las expresiones. Me hallaba dirigiendo un curso de retiro para sacerdotes de diversas diócesis. Yo los buscaba con afecto y con interés, para que viniesen a hablar, a desahogar su conciencia, porque también los sacerdotes necesitamos del consejo y de la ayuda de un hermano. Empecé a charlar con uno, algo brutote, pero muy noble y sincero; le tiraba de la lengua un poco, con delicadeza y con claridad, para restañar cualquier herida que hubiera allá dentro, en su corazón. En un determinado momento, me interrumpió, más o menos con estas palabras: yo tengo una envidia muy grande de mi burra; ha estado prestando servicios parroquiales en siete curatos, y no hay nada que decir de ella. ¡Ay si yo hubiera hecho lo mismo!

17

Quizá —¡examínate a fondo!— tampoco merezcamos nosotros la alabanza que ese curita de pueblo cantaba de su burra. Hemos trabajado tanto, hemos ocupado tales puestos de responsabilidad, has triunfado en esta y en aquella tarea humana..., pero, en la presencia de Dios, ¿no encuentras nada de lo que no debas lamentarte? ¿Has intentado de verdad servir a Dios y a tus hermanos los hombres, o has fomentado tu egoísmo, tu gloria personal, tus ambiciones, tu éxito exclusivamente terreno y penosamente caduco?

Si os hablo un poco descarnadamente, es porque yo quiero hacer una vez más un acto de contrición muy sincero, y porque quisiera que cada uno de vosotros también pidiera perdón. A la vista de nuestras infidelidades, a la vista de tantas equivocaciones, de flaquezas, de cobardías —cada uno las suyas—, repitamos de corazón al Señor aquellas contritas exclamaciones de Pedro: Domine, tu omnia nosti, tu scis quia amo te! [22]; ¡Señor!, ¡Tú lo sabes todo, Tú sabes que te amo, a pesar de mis miserias! Y me atrevo a añadir: Tú conoces que te amo, precisamente por esas miserias mías, pues me llevan a apoyarme en Ti, que eres la fortaleza: quia Tu es, Deus, fortitudo mea [23]. Y desde ahí, recomencemos.

Buscar la presencia de Dios

18

Vida interior. Santidad en las tareas ordinarias, santidad en las cosas pequeñas, santidad en la labor profesional, en los afanes de cada día...; santidad, para santificar a los demás. Soñaba en cierta ocasión un conocido mío —¡nunca le acabo de conocer bien!— que volaba en un avión a mucha altura, pero no dentro, en la cabina; iba montado sobre las alas. ¡Pobre desgraciado: cómo padecía y se angustiaba! Parecía que Nuestro Señor le daba a entender que así van —inseguras, con zozobras— por las alturas de Dios las almas apostólicas que carecen de vida interior o la descuidan: con el peligro constante de venirse abajo, sufriendo, inciertas.

Y pienso, efectivamente, que corren un serio peligro de descaminarse aquellos que se lanzan a la acción —¡al activismo!—, y prescinden de la oración, del sacrificio y de los medios indispensables para conseguir una sólida piedad: la frecuencia de Sacramentos, la meditación, el examen de conciencia, la lectura espiritual, el trato asiduo con la Virgen Santísima y con los Ángeles custodios... Todo esto contribuye además, con eficacia insustituible, a que sea tan amable la jornada del cristiano, porque de su riqueza interior fluyen la dulcedumbre y la felicidad de Dios, como la miel del panal.

19

En la personal intimidad, en la conducta externa; en el trato con los demás, en el trabajo, cada uno ha de procurar mantenerse en continua presencia de Dios, con una conversación —un diálogo— que no se manifiesta hacia fuera. Mejor dicho, no se expresa de ordinario con ruido de palabras, pero sí se ha de notar por el empeño y por la amorosa diligencia que pondremos en acabar bien las tareas, tanto las importantes como las menudas. Si no procediéramos con ese tesón, seríamos poco consecuentes con nuestra condición de hijos de Dios, porque habríamos desperdiciado los recursos que el Señor ha colocado providencialmente a nuestro alcance, para que arribemos al estado del varón perfecto, a la medida de la edad perfecta según Cristo [24].

Durante la última guerra española, viajaba yo con frecuencia para atender sacerdotalmente a tantos muchachos que se hallaban en el frente. En una trinchera, escuché un diálogo que se me quedó muy grabado. Cerca de Teruel, un soldado joven comentaba de otro, por lo visto un poco indeciso, pusilánime: ¡ése no es un hombre de una pieza! Me causaría una tristeza enorme que de cualquiera de nosotros se pudiera afirmar, con fundamento, que somos inconsecuentes; hombres que aseguran que quieren ser auténticamente cristianos, santos, pero que desprecian los medios, ya que en el cumplimiento de sus obligaciones no manifiestan continuamente a Dios su cariño y su amor filial. Si así se dibujara nuestra actuación, tampoco seríamos, ni tú ni yo, cristianos de una pieza.