El caso de Betty Kane

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Sari: Hoja de Lata #34
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La joven llevaba puesto su abrigo del colegio y unos zapatos de tacón bajo, también parte del uniforme, que le daban un aire algo torpe e infantil, por lo que a Blair le pareció más joven de lo que había imaginado. No era muy alta y desde luego no era especialmente bonita. Sin embargo, tenía —¿cómo decirlo?— cierto atractivo. Los ojos, de un azul oscuro, bien separados en uno de esos rostros de los que la gente dice que tienen forma de corazón. Su pelo era de color castaño claro, pero nacía de su frente dibujando una hermosa línea. Bajo cada uno de los pómulos, un leve hoyuelo, delicadamente moldeado, que daba encanto y cierto dramatismo al conjunto de su cara. El labio inferior era generoso y, sin embargo, su boca resultaba demasiado pequeña. Y también sus orejas eran demasiado pequeñas y estaban excesivamente pegadas al cráneo.

Una muchacha corriente, después de todo. Desde luego no de las que destacan entre la multitud. Mucho menos el tipo de heroína que acapara portadas en la prensa sensacionalista. Robert se preguntó qué aspecto tendría con otro tipo de ropa.

La mirada de la muchacha se detuvo primero en la anciana y después siguió hasta encontrarse con Marion. Sus ojos no traslucían ni sorpresa ni triunfo, y tampoco demasiado interés.

—Sí, estas son las mujeres —dijo.

—¿No tienes ninguna duda? —le preguntó Grant, y a continuación añadió—: Es una acusación muy grave.

—No, no tengo ninguna duda. ¿Cómo podría?

—¿Son estas dos señoras quienes te retuvieron, te arrebataron la ropa, te obligaron a coser ropa de cama y te azotaron?

—Una embustera excelente —dijo la anciana señora Sharpe, en el mismo tono en que podría haber dicho: «Un retrato excelente».

—Sí, estas son las mujeres.

—Dices que te invitamos a tomar café en la cocina —dijo Marion.

—Sí, lo hicieron.

—¿Puedes describir la cocina?

—No presté mucha atención. Era grande, con suelo de piedra, creo. Y una hilera de campanillas.

—¿Cómo eran los fogones?

—No me fijé en los fogones pero el cazo en el que la anciana preparó el café era de color azul pálido con el borde superior azul oscuro y muy descascarillado en la parte inferior.

—Dudo que haya una sola cocina en toda Inglaterra en la que no haya uno exactamente igual —dijo Marion—. Tenemos tres de esos.

—¿Es virgen la chiquilla? —preguntó la señora Sharpe, con el mismo tono amable e inofensivo de quien pregunta: «¿Es un Chanel?».

En la incómoda pausa que siguió al comentario, Robert no pudo dejar de percibir la escandalizada expresión de Hallam, cómo la sangre ruborizaba las mejillas de la muchacha y la llamativa ausencia de algún comentario recriminatorio por parte de la hija. Se preguntó si su silencio era de tácita aprobación o si después de toda una vida en común la señorita Sharpe ya estaba inmunizada ante ese tipo de sobresaltos.

Grant intervino con frialdad, diciendo que dicha cuestión carecía de relevancia en el asunto que les ocupaba.

—¿Eso cree? —dijo la anciana dama—. Si yo hubiera desaparecido de mi casa durante un mes, es lo primero que mi madre querría saber. En fin, da igual. Ahora que la chica nos ha identificado, ¿qué es lo que propone? ¿Arrestarnos?

—Oh, no. No adelantemos acontecimientos. Quiero llevar a la señorita Kane a la cocina y al ático, para que sus descripciones puedan ser verificadas. De ser así, informaré sobre el caso a mi superior y él será quien decida qué medidas se han de tomar.

—Ya veo. Admirable precaución, inspector —se puso lentamente en pie—. Pues bien, si me disculpan, intentaré retomar mi interrumpido descanso vespertino.

—Pero, ¿no quiere estar presente cuando la señorita Kane inspeccione?… ¿Oír lo que tiene que…? —soltó bruscamente Grant, perdiendo por primera vez la compostura.

—Oh no, querido —dijo la anciana en tono irascible y frunciendo levemente el ceño mientras alisaba con ambas manos su vestido negro—. ¡Han logrado dividir átomos invisibles, pero a nadie se le ha ocurrido inventar un material que no se arrugue! No me cabe la menor duda de que la señorita Kane podrá identificar debidamente el ático. De hecho, me sorprendería muchísimo que no lo consiguiera.

Comenzó a caminar hacia la puerta y en consecuencia hacia la muchacha y, por primera vez, los ojos de la joven transmitieron cierta emoción difícil de definir y un espasmo de alarma crispó su rostro. La funcionaria de la policía dio un paso hacia delante, con ademán protector. La señora Sharpe continuó su parsimonioso avance hasta detenerse a algo más de un metro de distancia de la joven para que pudieran mirarse cara a cara. Durante cinco segundos, mientras la anciana observaba con interés aquel rostro, todos se mantuvieron en silencio.

—Para ser dos personas que supuestamente han llegado a las manos no estamos muy familiarizadas —dijo finalmente—. Espero llegar a conocerla mejor antes de que todo este asunto termine, señorita Kane. —Se volvió hacia Robert e hizo una leve inclinación con la cabeza—. Adiós, señor Blair. Espero que siga encontrándonos interesantes.

E ignorando al resto del grupo salió por la puerta que Hallam mantenía cortésmente abierta para ella.

En cuanto se hubo marchado, una evidente sensación de decepción pareció apoderarse de todos los presentes y Robert, en parte a su pesar, sintió cierta admiración por la anciana señora. No era poco meritorio conseguir arrebatarle el protagonismo nada menos que a una heroína ultrajada.

—¿No tiene inconveniente en permitir que la señorita Kane vea las partes relevantes de la casa, señorita Sharpe? —preguntó Grant.

—Por supuesto que no, pero antes de seguir adelante me gustaría declarar ahora lo que pretendía decir antes de que trajera a mi casa a la señorita Kane. Me alegra que ella esté presente para poder oírlo. Es lo siguiente. No había visto a esta joven en toda mi vida. No la he llevado en mi coche a ninguna parte, jamás. Ni mi madre ni yo la hemos traído a esta casa y menos aún ha permanecido aquí encerrada. Me gustaría que eso quedara claro.

—Muy bien, señorita Sharpe. Comprendemos que su actitud es la de negar por completo la historia de la muchacha.

—La niego rotundamente, de principio a fin. Y ahora, ¿quieren ver la cocina?

3

Grant y la muchacha acompañaron a Robert y Marion durante la inspección de la casa, mientras Hallam y la agente esperaban en el salón. Cuando llegaron al rellano de la primera planta después de que la joven examinara la cocina, Robert dijo:

—Según la señorita Kane, el segundo tramo de escaleras estaba cubierto por «algo duro». Sin embargo, la misma alfombra continúa hasta la segunda planta.

—Solamente hasta donde gira la escalera —dijo Marion—. Lo suficiente para «aparentar». De ahí en adelante no hay más que una simple esterilla. Era un modo típicamente victoriano de ahorrar. Hoy en día, si uno es pobre, se limita a comprar una alfombra más barata con la que cubrir la escalera de principio a fin. Pero en aquellos tiempos aún importaba lo que los vecinos pensaran. De modo que los artículos de lujo llegaban solo hasta donde alcanzaban las miradas indiscretas. Ni un centímetro más.

La joven también estaba en lo cierto con respecto al tercer tramo de escaleras. Los peldaños que conducían al ático también estaban al descubierto.

La estancia de tan crucial importancia era una diminuta habitación cuadrada, cuya techumbre se inclinaba bruscamente siguiendo el tejado a tres aguas de esa parte de la casa. La única fuente de iluminación provenía de la pequeña ventana redonda que daba a la fachada delantera, separada del pretil por un breve tramo de tejado cubierto con pizarra. El vano estaba dividido en cuatro, y uno de los cristales presentaba una grieta con forma estrellada. Era evidente que aquel ventanuco no había sido diseñado con la intención de que nadie lo abriera.

El ático carecía por completo de mobiliario. Se diría incluso, pensó Robert, que estaba anormalmente vacío, puesto que se trataba de una estancia de fácil acceso dentro de la vivienda, idónea para ser utilizada como almacén.

—Había muchas cosas aquí cuando nos instalamos en esta casa —dijo Marion, como si le respondiera especialmente—, pero en cuanto tuvimos claro que no contaríamos con ninguna ayuda decidimos deshacernos de todo.

Grant se volvió hacia la joven como si tuviera intención de preguntarle algo.

—La cama estaba allí —dijo ella, señalando la esquina más alejada de la ventana—. Y junto a ella había una cómoda de madera. En esta esquina, tras la puerta, había dos maletas y un arcón de tapa plana. Y también una silla, pero ella se la llevó cuando intenté romper la ventana —se refirió a Marion sin emoción alguna, como si no estuviera presente—. Justo ahí está el golpe.

A Robert le pareció que la grieta llevaba ahí mucho más que unas pocas semanas, pero era innegable que allí estaba.

Grant se acercó a la otra esquina y se agachó para examinar el suelo desnudo, aunque no habría sido necesario. Incluso desde donde estaba Robert, de pie junto a la puerta, se podían ver las marcas de ruedecillas sobre el suelo, donde la cama había estado.

—Ahí había una cama —dijo Marion—. Fue unas de las cosas de las que nos deshicimos.

—¿Qué hicieron con ella?

—Déjeme pensar. Ah, se la dimos a la mujer del vaquero de la granja Staples. Su hijo mayor había crecido demasiado para compartir habitación con sus hermanos y lo trasladaron al desván. Siempre le compramos los lácteos a Staples. No se puede ver su granja desde aquí, pero solo nos separan cuatro parcelas por encima de esa loma.

—¿Dónde guardan los baúles que no usan, señorita Sharpe? ¿Tienen otro trastero?

 

Por primera vez Marion pareció dudar.

—Tenemos un gran baúl cuadrado de tapa plana, pero mi madre lo utiliza para guardar sus cosas. Cuando heredamos La Hacienda había una cómoda cajonera muy valiosa en el dormitorio de mi madre. Pero la vendimos y por eso usamos en su lugar un baúl con tapizado de cretona. Mis maletas las guardo en el armario del primer rellano.

—Señorita Kane, ¿recuerda cómo eran las maletas?

—Oh, sí. Una era de cuero marrón con esa especie de remaches en las esquinas. Y la otra una de esas de estilo americano, con forro de lona a rayas.

Bueno, la descripción era bastante precisa.

Grant examinó la habitación durante unos instantes, estudió la vista desde la ventana y se dio la vuelta para salir.

—¿Podemos ver las maletas del armario? —le preguntó a Marion.

—Por supuesto —dijo Marion, pero no parecía alegrarse.

En el primer rellano de la escalera abrió la puerta del armario y se apartó para que el inspector pudiera echar un vistazo. Cuando Robert se hizo a un lado para dejarle paso pudo ver, durante un segundo, la irreprimible expresión de triunfo en el rostro de la muchacha. Alteró de tal modo la expresión tranquila y casi infantil mantenida hasta el momento, que se sobresaltó. Aquella era una emoción salvaje, primitiva y cruel. Y verdaderamente sorprendente viniendo de una colegiala de quien se decía era el orgullo de sus tutores y maestros.

El armario tenía varios estantes con ropa de cama y en el suelo había cuatro maletas. Dos de ellas eran de fuelle, una de fibra prensada y la otra de piel sin curtir. En cuanto a las otras dos, una era de cuero con protectores en las esquinas y la otra una sombrerera cuadrada de lona con una ancha franja de rayas multicolores en el centro.

—¿Son estas las maletas? —preguntó Grant.

—Sí —dijo la joven—. Esas dos.

—No tengo intención de volver a importunar a mi madre esta tarde —dijo Marion, con repentino enfado—. El baúl de su habitación es bastante grande y de tapa plana, pero ha estado ahí sin excepción durante los últimos tres años.

—Muy bien, señorita Sharpe. Ahora el garaje, si hace el favor.

En la parte trasera de la casa, donde los establos habían sido reconvertidos en cochera largo tiempo atrás, el pequeño grupo se detuvo al entrar para contemplar el desvencijado y viejo coche gris. Grant leyó la poco técnica descripción que había hecho la muchacha. Se ajustaba, aunque por otra parte también habría sido perfectamente válida para más de un millar de coches que aún circulaban por las carreteras de toda Gran Bretaña, pensó Blair. No probaba nada. «Una de las ruedas estaba pintada de un tono diferente a las otras y daba la impresión de no pertenecer al mismo coche. Era la rueda delantera del lado en que yo iba sentada», terminó de leer Grant.

En silencio, los cuatro observaron el gris notablemente más oscuro de la rueda delantera derecha. No había mucho más que añadir, al parecer.

—Muchas gracias, señorita Sharpe —dijo Grant por fin, cerrando su cuaderno y guardándolo en el bolsillo—. Muy amable, su colaboración nos ha sido de gran ayuda. Le doy las gracias. Quizá necesite llamarla en algún momento por teléfono durante los próximos días.

—Oh sí, inspector. No tenemos intención de irnos a ninguna parte.

Si Grant percibió la evidente ironía en la respuesta de la mujer, no dio muestras de ello.

Dejó de nuevo a la muchacha al cargo de la funcionaria de la policía y las dos mujeres salieron sin volver la vista atrás. Y a continuación, él y Hallam se despidieron. Este último aún con la expresión de quien pide disculpas por haber entrado sin pedir permiso en propiedad ajena.

Marion los había acompañado hasta la entrada, dejando a Blair a solas en el salón. Cuando regresó sostenía una bandeja con una botella de jerez y dos copitas.

—No espero que se quede a cenar —dijo mientras dejaba la bandeja sobre la mesilla y llenaba las copas—, en parte porque nuestras «cenas» son simples y frugales; algo a lo que no creo que esté usted acostumbrado. ¿Sabía usted que las comidas de su tía son famosas en Milford? Incluso yo he oído hablar de ellas. Por otro lado, bueno, como bien dijo mi madre, imagino que Broadmoor está muy lejos de su línea de trabajo, si no me equivoco.

—En cuanto a eso —dijo Robert—, ¿se da usted cuenta de que esa joven tiene una enorme ventaja sobre ustedes? En lo que se refiere a las pruebas, quiero decir. Es libre de describir cualquier objeto que le plazca como parte de su casa. Si por casualidad está, será una prueba a favor de ella. Si no aparece, tampoco será una prueba a favor de ustedes; pues se inferirá que se han deshecho de él. Si las maletas, por ejemplo, no hubieran estado, ella podría haber argumentado que usted las ha tirado, ya que —siempre según su versión— las había visto en el ático y podían ser descritas.

—Pero el hecho es que ha podido describirlas, sin haberlas visto nunca.

—Ha descrito dos maletas. Si sus cuatro maletas fueran parte de un mismo juego tan solo habría tenido una posibilidad, quizá entre cinco, de acertar. Sin embargo tiene usted una de cada clase y de las más comunes, lo que ha hecho que jugase con ventaja.

Cogió la copa de jerez que ella había dejado a su lado, tomó un trago y se sorprendió al encontrarlo delicioso.

Ella le sonrió y dijo:

—Nos vemos obligadas a ahorrar, pero no escatimamos con el vino.

Y él se ruborizó ligeramente, preguntándose si su sorpresa había sido tan obvia.

—Y también está la rueda del coche. ¿Cómo ha podido saberlo? Toda esta situación me resulta extraordinaria. ¿Cómo nos conocía a mi madre y a mí o cómo ha podido saber cómo es nuestra casa? Las puertas nunca están abiertas. Incluso en el caso de que hubiera podido entrar… Aun así, sigo sin comprender qué estaría haciendo ella a solas en esta apartada carretera… Aunque hubiera conseguido abrirlas y entrar a la casa, ¿qué podía saber de mi madre y de mí? ¡Nada!

—¿No es posible que conociera a alguna de las sirvientas? ¿O al jardinero?

—Nunca hemos tenido jardinero. Aquí solo crece la hierba. Y hace más de un año que no tenemos asistenta. Ahora suele venir a limpiar una vez a la semana una chica de la granja.

—Es una casa muy grande para que una sola persona se haga cargo de ella —dijo Robert, empáticamente.

—Cierto, aunque hay dos cosas que ayudan. No soy de esas mujeres que se enorgullecen de su casa. Además, me sigue pareciendo tan maravilloso tener de nuevo un hogar que las desventajas quedan en un segundo plano. El viejo señor Crowle era primo de mi padre, aunque no sabíamos de su existencia hasta que murió. Mi madre y yo siempre hemos vivido en una pensión en Kensington —dijo. Y esbozando una seca sonrisa, continuó—: Se puede imaginar la popularidad de mi madre entre el resto de inquilinos. —La sonrisa se había esfumado de su cara—. Mi padre murió cuando yo era muy pequeña. Era uno de esos optimistas que viven con la esperanza de que van a hacerse ricos al día siguiente. Cuando descubrió que sus especulaciones no le habían dejado dinero suficiente ni para comprar una barra de pan, se suicidó y dejó a mi madre sola a cargo de todo.

Robert pensó que aquello explicaba, en cierto modo, el carácter de la señora Sharpe.

—Nunca pude prepararme para ejercer una profesión y a lo largo de mi vida he pasado por todo tipo de trabajos. No domésticos, claro está —aborrezco las tareas domésticas—, pero sí de ayudante en ese tipo de negocios femeninos que tanto abundan en Kensington. Tiendas de lámparas, flores, baratijas. He trabajado hasta de informadora turística. Cuando murió el anciano señor Crowle yo estaba empleada en un salón de té. Uno de esos lugares donde las chismosas se reúnen cada mañana, desde bien temprano. Lo sé, es algo difícil…

—¿A qué se refiere?

—Imaginarme entre tazas de té.

Robert, que no estaba acostumbrado a que le leyeran el pensamiento —a la tía Lin le resultaba complicado incluso seguir el curso de sus propios pensamientos—, se sintió algo desconcertado. Pero ella no se refería a él en ese momento.

—Empezábamos a acostumbrarnos a este lugar, a sentirnos en casa, seguras. ¡Y ahora esto!

Por primera vez desde que le había pedido ayuda, Robert percibió entre ellos cierta camaradería.

—Y todo a causa del desliz de una chiquilla que necesitaba una coartada para cubrir sus desmanes —dijo él—. Debemos averiguar todo lo que podamos sobre Betty Kane.

—Una cosa sí le puedo decir. Esa chiquilla es una lujuriosa.

—¿Es eso simple intuición femenina?

—No. No soy muy femenina que digamos y carezco de intuición. Pero nunca he conocido a nadie con ese color de ojos que no lo fuera. Ese azul oscuro casi opaco, como un azul marino desvaído. Nunca falla.

Robert le sonrió con indulgencia. Después de todo, era una mujer muy femenina.

—Y no vaya usted a sentirse superior solo porque esta certeza mía no sea fruto de una lógica más propia de leguleyos —añadió—. No tiene usted más que observar con cierto detenimiento a sus propios amigos y lo comprobará.

Antes de poder evitarlo pensó en Gerald Blunt y en el escándalo de Milford. Cierto, Gerald tenía los ojos azul pizarra. Y también Arthur Wallis, el friegaplatos del White Hart, que pagaba semanalmente nada menos que tres pensiones alimenticias. Y también… ¡Dichosa mujer! ¡No tenía ningún derecho a hacer una ridícula generalización como esa y además estar en lo cierto!

—Resulta fascinante especular con lo que habrá estado haciendo durante todo un mes —dijo Marion—. Me complace pensar que alguien le zurró lo suficiente como para dejarle el cuerpo lleno de moratones. Al menos hay una persona en este mundo que ha llegado a tomarle la medida. Espero conocerlo algún día y estrecharle la mano.

—¿Conocerlo?

—Con esos ojos, estoy segura de que se trata de un hombre.

—Bueno —dijo Robert, mientras se disponía a marcharse—, dudo que Grant tenga aún caso suficiente como para llevarlo ante un tribunal. Sería la palabra de ella contra la de usted, sin nada concreto que respalde la versión de ninguna de las partes. Contra usted estaría su declaración jurada: tan detallada como circunstancial. Contra ella, lo inherentemente improbable de su historia. No creo que consiguiera un veredicto.

—Pero aún en ese caso el asunto no desaparecerá, llegue o no al juzgado. Y no me refiero solamente a los archivos de Scotland Yard. Tarde o temprano, algo así trascenderá y la gente empezará a chismorrear. No estaremos tranquilas hasta que todo quede completamente aclarado.

—Oh, todo se solucionará si está de mi mano. Sin embargo, creo que lo mejor será esperar un día o dos para ver qué decide Scotland Yard. Poseen más y mejores recursos que nadie para llegar a la verdad. Desde luego, muchos más que los que nosotros tendremos nunca.

—Viniendo de un abogado, lo que acaba de decir es todo un tributo a la honestidad de la policía.

—Créame, quizá la verdad sea una virtud, pero en el caso de Scotland Yard hace tiempo que se ha convertido en un activo comercial más. No quedarán satisfechos con otra cosa que no sea la verdad.

—Si finalmente fuéramos a juicio —dijo ella, mientras lo acompañaba hasta la puerta—, y obtuviéramos un veredicto, ¿qué consecuencias tendría eso para nosotras?

—No estoy seguro de si serían dos años de prisión o siete de trabajos forzados. Como ya le dije, no estoy muy ducho en lo que a procedimiento penal se refiere. Pero me informaré.

—Sí, hágalo. Hay una gran diferencia.

Decidió que le agradaba su costumbre de bromear. Especialmente ante la posibilidad de ser acusada de un delito tipificado en el código penal.

—Adiós —dijo ella—. Ha sido muy amable al venir. Su presencia me ha reconfortado.

Y Robert, recordando lo cerca que había estado de pasarle el muerto a Ben Carley, se sintió avergonzado mientras caminaba hacia la puerta.