El caso de Betty Kane

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Sari: Hoja de Lata #34
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—Quizá una pequeña investigación por nuestra cuenta. Prefiero no hablar de esto por teléfono.

—No, por supuesto que no. ¿Qué le parece si vamos este viernes por la mañana? Es nuestro día de compras. ¿O quizá es el viernes un día demasiado ajetreado para usted?

—No, el viernes me viene bien —dijo Robert, ocultando su decepción—. ¿A mediodía?

—Muy bien. A las doce en punto pasado mañana. Adiós y gracias de nuevo por su apoyo y su ayuda.

Una despedida firme y concisa, sin los habituales gorjeos y vacilaciones que Robert estaba acostumbrado a recibir por parte de las mujeres.

—¿Quiere que saque su coche, entonces? —le preguntó Bill Brough, emergiendo de la tenue luz natural del garaje.

—¿Qué? Ah, el coche. No, no lo necesitaré esta noche, gracias.

Como cada anochecer, se dispuso a disfrutar del paseo de camino a casa por la calle High, tratando de no sentirse desairado. Para empezar, no es que estuviera ansioso por volver a La Hacienda. Ya en la primera ocasión se había mostrado reacio y era evidente que ella había cortado por lo sano evitando que se repitiera la misma situación. De esa manera la relación se ceñía de nuevo a lo estrictamente profesional y se resolvería en el despacho, del modo más impersonal. De ahora en adelante sería mejor así, para no verse implicado más allá de lo necesario.

«Ah, bien —pensó dejándose caer al fin en su sillón favorito del salón junto al fuego de la chimenea y abriendo la edición de la tarde del periódico, impresa esa misma mañana en Londres—, quizá cuando vengan el viernes al despacho pueda encontrar el modo de encarar el segundo encuentro de forma más cálida y personal para borrar el agrio recuerdo del primer rechazo.»

La antigua y silenciosa casa lo tranquilizaba. Cristina llevaba dos días encerrada en su cuarto, rezando y meditando, y la tía Lin estaba en la cocina preparando la cena. Esa misma mañana, Robert había recibido una alegre carta de su única hermana Lettice. Durante años había conducido un camión, en tiempos de la maldita guerra; después se enamoró de un canadiense, alto y silencioso, y abandonó Inglaterra, y actualmente criaba a cinco chiquillos rubios en Saskatchewan. «Ven pronto, querido Robin», terminaba diciendo, «antes de que estos pequeñines crezcan demasiado y de que empiecen a salirte canas. ¡Sabes que la tía Lin no te conviene!». Podía oírla diciendo esas últimas palabras. Ella y la tía Lin nunca estaban de acuerdo en nada.

Sonreía plácidamente, recordando, cuando el silencio y la tranquilidad se hicieron añicos con la llegada de Nevil.

—¿Cómo pudiste no decirme que era así? —exclamó Nevil.

—¿De qué me hablas?

—¡Esa mujer! ¡La Sharpe! ¿Por qué no me lo habías dicho?

—No creí que fueras a conocerla —dijo Robert—. Lo único que tenías que hacer era dejar la nota en su buzón.

—No había tal buzón, así que llamé al timbre. Acababan de llegar de donde quiera que hubieran ido. En cualquier caso, fue ella quien abrió.

—Pensé que dormía por las tardes.

—No creo que duerma nunca. No parece en absoluto humana. Es puro acero y fuego.

—Lo sé, puede ser una anciana algo brusca.

¿Anciana?¿De quién estás hablando?

—De la vieja señora Sharpe, por supuesto.

—Ni siquiera la he visto. Me refiero a Marion.

—¿Marion Sharpe? ¿Y cómo has sabido que se llama Marion?

—Ella misma me lo dijo. Le hace justicia, ¿no es cierto? No podría llamarse de otra manera.

—Parece que habéis tenido un encuentro la mar de íntimo.

—Oh, me invitó a tomar el té.

—¡El té! Pensé que tenías prisa por llegar a ver una película francesa.

—Cuando una mujer como Marion Sharpe me invita a tomar el té, desaparece la prisa por hacer cualquier otra cosa. ¿Te has fijado en sus ojos? Por supuesto que lo has hecho, eres su abogado. Ese maravilloso tono gris avellana. Y esas cejas bien dibujadas sobre ellos, como las pinceladas de un pintor que ha alcanzado la maestría. Cejas como alas desplegadas. Escribí un poema sobre ellas de camino a casa. ¿Quieres oírlo?

—No —dijo Robert con firmeza—. ¿Te gustó la película?

—Oh, no fui.

—¿Que no fuiste?

—Te lo he dicho, me quedé a tomar el té con Marion.

—¿Quieres decir que estuviste en La Hacienda toda la tarde?

—Supongo que sí —dijo Nevil, ensimismado—. Pero, Dios mío, no me parecieron más de siete minutos.

—¿Y qué ha pasado con tu amor por el cine francés?

—Pero Marion es cine francés. ¡Incluso tú te habrás dado cuenta! —Robert sintió una punzada en su orgullo al oír las palabras «incluso tú»—. ¿Por qué perder el tiempo persiguiendo sombras cuando tienes la realidad delante de tus ojos? Realidad. Esa es su mejor cualidad, ¿no crees? Jamás he conocido a nadie tan real como Marion.

—¿Ni siquiera Rosemary?

En momentos como ese la tía Lin solía decirle que parecía estar «ido».

—Ah, Rosemary es un encanto y voy a casarme con ella, pero esto es algo completamente diferente.

—¿Lo es? —dijo Robert con engañosa mansedumbre.

—Por supuesto. La gente no se casa con mujeres como Marion Sharpe, igual que uno no puede hacerlo con el viento ni con las nubes del cielo. ¡O con Juana de Arco! Es una blasfemia considerar la posibilidad de una relación de ese tipo con una mujer semejante. Me habló muy bien de ti, por cierto.

—Muy amable de su parte.

El tono fue tan seco que incluso Nevil lo percibió.

—¿Acaso no te cae bien? —preguntó, observando sorprendido unos instantes el rostro de su primo sin creerse del todo lo que ocurría.

Robert había dejado de ser por un momento el amable, algo perezoso y tolerante Robert Blair. Ahora era simplemente un hombre que aún no ha disfrutado de su cena y que acusaba el cansancio de un largo día y la frustración de un reciente desaire.

—En lo que a mí respecta —dijo—, Marion Sharpe es solo una escuálida mujer de cuarenta años que vive con su anciana y ruda madre en una casa vieja y ruinosa y que necesita desesperadamente asesoramiento jurídico.

Pero antes incluso de terminar de pronunciar aquellas palabras se arrepintió de haberlas dicho, como quien se da cuenta de que acaba de traicionar a un amigo.

—No, probablemente no es de tu estilo —dijo Nevil, tolerante—. Siempre las has preferido menudas, rubias y algo tontas. ¿No es así?

Hablaba sin malicia, como quien se limita a decir algo que resulta obvio.

—No sé de dónde has sacado eso.

—Todas las mujeres con las que has estado a punto de casarte eran así.

—Yo nunca he estado a punto de casarme —dijo Robert, más tenso aún.

—Eso es lo que tú crees. Nunca sabrás lo cerca que estuvo de pillarte Molly Manders.

—¿Molly Manders? —dijo la tía Lin mientras entraba en la habitación, algo acalorada después de trajinar en la cocina y cargada con una bandeja—. Qué muchacha tan boba. Pensaba que una plancha de cocina solo servía para hacer tortitas. Y siempre estaba mirándose en ese espejito de bolsillo.

—La tía Lin te ahorró un montón de tiempo. ¿No es verdad, tía Lin?

—No sé de qué hablas, Nevil querido. Deja de pasearte de un lado para otro y echa un poco de leña a ese fuego. ¿Te gustó esa película francesa, querido?

—No he ido. Estuve tomando el té en La Hacienda —dijo mirando hacia Robert, en un nuevo intento de analizar su reacción.

—¿Con esa gente tan extraña? ¿De qué hablasteis?

—De las montañas, de Maupassant, de gallinas…

—¿Gallinas, querido?

—Sí, de la malvada expresión de las gallinas cuando las observas muy de cerca.

La tía Lin parecía confundida y se volvió hacia Robert como si esperase encontrar tierra firme.

—¿Quieres que las llame, querido? Si tienes intención de conocerlas… ¿O quizá que avise a la mujer del vicario para que hable con ellas?

—No creo que me interese involucrar a la mujer del párroco en algo tan irrevocable —dijo Robert, con sequedad.

Ella pareció dudar durante un instante, pero las obligaciones de su hogar hicieron que se olvidara pronto del asunto.

—No tardéis mucho en terminaros el jerez o se estropeará lo que tengo en el horno. Gracias a Dios que Cristina volverá con nosotros mañana. Al menos eso espero. En otras ocasiones su salvación nunca le ha llevado más de dos días. Y no creo que vaya a llamar a esa gente de La Hacienda, si no te parece mal. Además de ser unas completas extrañas son muy raras y, francamente, me dan miedo.

Sí, esa era una muestra del tipo de reacción que podía esperar del resto del pueblo en lo que concernía a las Sharpe. Hacía tan solo unas horas, Ben Carley se había asegurado de dejarle claro que, en caso de que la policía se viera implicada finalmente en el asunto de La Hacienda, no debía esperar en absoluto una actitud carente de prejuicios por parte de la pequeña y apacible comunidad. Debía asegurarse de proteger a las Sharpe. Cuando se reuniera con ellas el viernes les sugeriría iniciar una investigación privada, contratando a un detective. La policía siempre estaba desbordada por el trabajo —desde hacía ya más de una década— y un hombre trabajando solo y dedicándole plena atención a su caso tendría más posibilidades de éxito que la ortodoxa investigación policial llevada a cabo hasta el momento.

6

Pero cuando llegó la mañana del viernes ya era demasiado tarde para tomar medidas con las que proteger La Hacienda.

Robert contaba con la debida diligencia por parte de la policía, también esperaba que los rumores se difundieran lentamente. Sin embargo, jamás se le pasó por la cabeza que una publicación como Ack-Emma6 fuera a entrometerse.

 

El Ack-Emma era el último ejemplo de prensa sensacionalista que había logrado abrirse paso en Gran Bretaña fruto de la influencia del otro lado del océano. Funcionaba de acuerdo a un principio: enfrentarse a una demanda de dos mil libras por daños y perjuicios era un precio nimio a pagar a cambio de unas ventas de medio millón. Sus titulares eran de un negro más intenso, sus fotografías más sensacionalistas y sus editoriales mucho más indiscretos que los de cualquier otro periódico publicado hasta el momento en Gran Bretaña. En la calle Fleet tenían un nombre para algo así —de dos sílabas e imposible de publicar—, pero no conocían modo alguno de protegerse de ello. La prensa siempre había practicado la autocensura, decidiendo qué era o no permisible de acuerdo a su propio sentido del buen gusto y de lo razonable. Si una publicación fuera de control decidía no regirse por tales principios, no había nada que hacer al respecto. En diez años, las ventas diarias del Ack-Emma habían conseguido sobrepasar en medio millón a las de los periódicos más vendidos del país. En los vagones de cualquier tranvía suburbano o tren de cercanías, siete de cada diez personas leía la edición matinal del Ack-Emma de camino al trabajo.

Y fue el Ack-Emma precisamente el tabloide que consiguió abrir para el mundo entero las puertas de La Hacienda.

Robert había salido temprano la mañana del viernes para visitar a una anciana moribunda que quería modificar su testamento. Era esta una actuación que representaba de forma regular cada tres meses, aunque su médico no albergaba la menor duda de que llegaría a apagar las cien velas de un solo soplido. Por supuesto, un abogado no puede decirle a un cliente que lo llama con urgencia a las ocho y media de la mañana que no diga idioteces. De modo que Robert cogió unos cuantos formularios testamentarios, recogió su coche en el garaje y salió del pueblo. A pesar de la habitual pelea para escapar de las garras del sueño tirano, disfrutó contemplando el esplendor primaveral de la campiña. Incluso tarareó una tonada de regreso a casa, esperando el momento de encontrarse con Marion en menos de una hora.

Decidió que podía perdonarla a pesar de haberle gustado Nevil. Después de todo, a Nevil nunca se le había ocurrido pasarle su caso a Carley. Uno ha de ser justo.

Volvió a meter el coche en el garaje mientras los habituales que entraban y salían del establo lo observaban con curiosidad, aparcó y, recordando que ya había pasado el primero de mes, se dirigió a la oficina para pagarle la mensualidad a Brough, que se ocupaba de la parte administrativa. Sin embargo, fue a Stanley a quien se encontró en la oficina, que en ese momento rebuscaba entre documentos y recibos, con esas manos suyas sorprendentemente grandes para sus delgados brazos.

—Cuando estaba en Comunicaciones —dijo Stanley, volviéndose hacia él con la mirada ausente— solía creer que el tipo de Intendencia era un granuja, pero ya no estoy tan seguro.

—¿Has perdido algo? —preguntó Robert—. Solo he venido a pagar el recibo del mes. Bill suele tenerlo preparado.

—Espero que esté por aquí —dijo Stanley, aún rebuscando entre aquel desbarajuste—. Echa un vistazo.

Robert, acostumbrado al funcionamiento de la oficina, comenzó a apartar los papeles descartados por Stanley para conseguir llegar, un poco más abajo, hasta donde estaban los documentos de Bill. Al levantar un desordenado legajo dejó al descubierto el rostro de una muchacha, en una fotografía de la primera página de un periódico. No la reconoció en un primer momento, pero le recordó a alguien y se detuvo para observarla con más atención.

—¡Aquí está! —dijo Stanley triunfante mientras extraía una hoja de papel de entre varias otras sujetas con un clip.

Dejó las demás sobre una de las pilas de papeles que decoraban el escritorio y al darse la vuelta se topó con la mirada de Robert petrificada aún sobre la primera plana del Ack-Emma de esa mañana. Al comprobar de qué se trataba, comentó:

—Menudo numerito, ¿verdad? Me recuerda a una novia que tuve en Egipto. Los mismos ojos bien separados. Buena pieza. Contaba las mentiras más originales que puedas imaginar.

De nuevo se dispuso a rebuscar entre los papeles y Robert siguió mirando la foto y el artículo que la acompañaba.

ESTA ES LA JOVEN,

ponía el periódico en enormes letras negras en la parte superior. Y debajo, ocupando dos terceras partes de la página, la fotografía de la muchacha. Después, impreso en letras más pequeñas, pero aun así llamativas:

¿ES ESTA LA CASA?,

bajo las cuales había una foto de La Hacienda.

Al final de la página aparecía la siguiente leyenda:

LA JOVEN DICE QUE SÍ:

¿QUÉ TIENE QUE DECIR LA POLICÍA?

La historia sigue en el interior

Y, en efecto, ahí estaba todo, excepto el nombre de las Sharpe.

Hizo ademán de soltar el periódico, pero volvió a mirar una vez más la escandalosa primera página. Hasta ayer, La Hacienda era una casa protegida por altos muros. Tan discreta y autosuficiente que poca gente en Milford sabía cómo era por dentro. Y ahora, ahí estaba a la vista de todos, disponible en los quioscos del país entero, en el mostrador de cada puesto de periódicos desde Penzance hasta Pentland. Su fachada, adusta y sin apenas rasgos distintivos, constituía el marco perfecto para el rostro inocente que había justo encima.

La fotografía de la chica estaba encuadrada de hombros para arriba y parecía ser un retrato de estudio. Se había arreglado el pelo para la ocasión y llevaba un vestido de fiesta. Sin su uniforme escolar parecía… no menos inocente, tampoco mayor para su edad, no… Buscó la palabra que pudiera expresarlo. Parecía menos, ¿podría decirse tabú? El uniforme del colegio impedía verla como una mujer, del mismo modo que lo haría el hábito de una monja. Podría escribirse todo un tratado al respecto, pensándolo bien; sobre la cualidad protectora de los uniformes. Protectora en dos sentidos: como armadura y como camuflaje. Sin embargo, ahora que el uniforme había desaparecido, era evidente su femineidad, no simplemente su condición de mujer.

Pero aun así, el suyo era un rostro patéticamente juvenil, inmaduro y atractivo. La cándida frente, los ojos separados, el grueso labio inferior que le daba un aire de niña disgustada. El conjunto resultaba admirable, había que reconocerlo. El benévolo obispo de Larborough no sería el único en creerse la historia contada por ese rostro.

—¿Puedo quedarme con el periódico? —le preguntó a Stanley.

—Lléveselo —dijo este—. Solemos hojearlo en los descansos. No hay nada interesante.

Robert se sorprendió.

—¿No te interesa? —preguntó, mientras señalaba la primera página.

Stanley observó el retrato de portada.

—No, en absoluto. Excepto porque me ha recordado a esa novia que tuve en Egipto, sus mentiras y demás.

—De modo que no te crees su historia…

—¿A usted qué le parece? —dijo con desdén.

—¿Dónde crees que estuvo, entonces, todo ese tiempo?

—Si la memoria no me engaña, y recuerdo bien a mi pequeña Sadie del Mar Rojo, diría —¡oh, claro que sí, sin la menor duda!— que ha estado por ahí de picos pardos —dijo Stanley, y acto seguido se fue a atender a un cliente.

Robert cogió el periódico y salió con el ánimo algo apaciguado. Al menos un hombre no se había creído aquella historia. Aunque, sin duda, su actitud se debía tanto a un viejo recuerdo como a su actual cinismo.

Y aunque Stanley obviamente había leído la historia sin prestar atención a los nombres de los implicados o los de los lugares donde transcurría, según las encuestas de Mass Observation, solo un diez por ciento de los lectores hacía lo mismo. El noventa por ciento restante habría leído cada palabra y ahora mismo estaría discutiendo sobre el artículo con diversos niveles de credulidad.

Ya en su oficina, le dijeron que Hallam había estado intentando ponerse en contacto con él por teléfono.

—Cierre la puerta y entre, ¿quiere? —le dijo al viejo señor Heseltine, que se acercó para ponerlo al día al verlo entrar y en ese momento estaba de pie ante la puerta del despacho—. Y échele un vistazo a esto.

Alargó una mano para descolgar el auricular mientras con la otra ponía el periódico bajo las narices del señor Heseltine.

El anciano lo tocó con cuidado con su delicada mano de huesos pequeños, como quien se enfrenta por primera vez a un extraño espectáculo.

—Este es el periódico del que tanto se habla… —dijo.

Y lo examinó con la misma atención que le prestaría a algún tipo de formulario con el que uno no está familiarizado.

—¡Los dos estamos metidos en un brete!, ¿no es así? —dijo Hallam, en cuanto se estableció la comunicación. Y entretanto buscaba epítetos adecuados para describir el infame Ack-Emma—. ¡Como si la policía no tuviera ya bastante con lo que lidiar!

Inevitablemente adoptaba el punto de vista del cuerpo a la hora de afrontar este asunto.

—¿Has sabido algo de Scotland Yard?

—Grant estaba que echaba chispas esta mañana. Pero no hay nada que puedan hacer. Solo poner cara de póquer y aguantar el chaparrón. La policía siempre juega limpio. En cualquier caso no hay nada que tú puedas hacer al respecto.

—Nada en absoluto —dijo Robert—. Tenemos una estupenda prensa libre, ¿no te parece?

Hallam se despachó con unos cuantos comentarios más sobre la prensa.

—¿Lo saben tus clientas? —preguntó.

—Lo dudo. Estoy seguro de que no son lectoras habituales del Ack-Emma y no ha habido tiempo suficiente para que algún alma caritativa les envíe un ejemplar. Pero están a punto de llegar, así que se lo enseñaré enseguida.

—Si me parecía imposible llegar a sentir lástima de ese viejo caballo de batalla —siguió Hallam—, sin duda ha llegado el momento.

—¿Cómo habrá conseguido el Ack-Emma la historia? Creía que los padres —sus tutores, quiero decir— estaban completamente en contra de cualquier tipo de publicidad.

—Según Grant, al hermano de la muchacha no le hizo ninguna gracia que la policía no emprendiera ninguna acción y acudió por su cuenta a los del Ack-Emma. Y a estos les gusta asumir el papel de paladines de la verdad. «¡El Ack-Emma lo solucionará!» Hace tiempo conocí a uno de sus cruzados…

Después de colgar, Robert pensó que, a pesar de todo, lo ocurrido supondría un gran cambio para ambas partes. Por malo que fuera para el caso, señalaba un punto de inflexión. La policía sin duda redoblaría sus esfuerzos para conseguir corroborar o rebatir las pruebas. Por otro lado, la publicación de la foto de la muchacha suponía para las Sharpe la esperanza de que alguien, en algún lugar, la reconociera y dijera: «Esa jovencita no podía estar en La Hacienda en la fecha en cuestión porque se encontraba en tal o cual lugar».

—Una impresionante historia, señor Robert —dijo el señor Heseltine—. Y, si me lo permite, una publicación abominable. De lo más ofensiva.

—Esa casa —continuó Robert— es La Hacienda. Donde viven la anciana señora Sharpe y su hija. Y el lugar adonde fui el otro día, se acordará usted, para proporcionarles asesoramiento legal.

—¿Quiere decir que esas personas son clientas nuestras?

—Sí.

—Pero, señor Robert, ese no es nuestro sector —Robert sintió una punzada en el estómago al escuchar el consternado tono de su voz—. Ese tipo de casos están fuera de… Están más allá de… ¡No estamos preparados!

—Estamos preparados, espero, para defender a cualquier cliente de las acusaciones del Ack-Emma —dijo Robert, en tono cortante.

El señor Heseltine volvió a mirar aquel esperpéntico periodicucho abierto sobre la mesa. Era obvio que trataba de escoger entre una clientela potencialmente criminal y un periódico infame.

—¿Creyó la historia de la muchacha al leer el artículo? —preguntó Robert.

—No veo cómo habría podido inventar algo así —respondió el señor Heseltine llanamente—. La historia es por completo circunstancial, ¿no le parece?

—En efecto, lo es. Pero pude ver a la chica cuando la llevaron a La Hacienda para que reconociera el lugar —fue el día que me marché apresuradamente después del té—, y no me creí una sola palabra de cuanto dijo. Ni una palabra —añadió, satisfecho de poder decirlo en voz alta y clara, convencido al fin de que era eso lo que pensaba.

 

—Pero, ¿por qué La Hacienda precisamente? ¿Y cómo puede saber todos esos detalles si no estuvo allí?

—No lo sé. No tengo la menor idea.

—Sin duda es una elección bastante improbable. Un lugar remoto, una casa casi invisible, por así decirlo, en una carretera solitaria y en una zona que la gente no suele visitar.

—Es cierto. No sé cómo lo ha hecho, pero estoy seguro de que es todo una gran mentira. No se trata de escoger entre historias sino entre seres humanos. Estoy seguro de que las Sharpe son incapaces de cometer semejantes locuras. Por otro lado, la muchacha me pareció bastante capaz de inventar una historia así de descabellada. Esa es mi opinión —hizo una pausa—. Y tendrá que confiar en mi buen juicio, Timmy —añadió, utilizando el nombre de infancia del viejo oficinista.

Ya fuera a causa del «Timmy» o porque se daba por satisfecho ante los argumentos expuestos, resultó evidente que el señor Heseltine no iba a oponer mayor resistencia.

—Y ahora tendrá ocasión de conocer en persona a las «criminales» —dijo Robert—, porque creo haber escuchado voces en el pasillo. ¿Puede decirles que pasen, por favor?

El señor Heseltine salió sin decir nada, dispuesto a encarar su misión, y Robert le dio la vuelta al periódico, dejando a la vista un comparativamente inocuo titular que rezaba: «JOVEN SECUESTRADA LEJOS DE SU CASA».

La señora Sharpe, quizá movida por un instintivo y tardío apego por las convenciones, se había puesto un sombrero para la ocasión. De satén negro y de copa muy baja, le daba más bien un aire de doctor que de noble dama. Sin embargo, resultó obvio que había logrado obtener con él el efecto deseado, pues la expresión del señor Heseltine era de alivio cuando reapareció en el despacho. Obviamente no se trataba del tipo de clientes que había imaginado. Al contrario, eran más bien la clase de cliente al que estaba acostumbrado.

—No se vaya, por favor —le dijo Robert mientras saludaba a las recién llegadas; y a ellas—: Quiero que conozcan al miembro más antiguo de nuestra sociedad.

A la señora Sharpe le sentaba bien esa nueva y cortés actitud. Sin duda le confería un aspecto decididamente victoriano y de lo más galante, y el señor Heseltine, más que aliviado, parecía haberse rendido por completo. La primera batalla de Robert había concluido.

Cuando se quedaron a solas se dio cuenta de que Marion había estado esperando para hablar.

—Algo extraño ha ocurrido esta mañana —dijo—. Fuimos a tomar un café al Ana Bolena. Lo hacemos bastante a menudo. El caso es que había dos sitios libres y cuando la señorita Truelove vio que nos dirigíamos a uno de ellos, se acercó apresuradamente y colocó las sillas sobre la mesa diciendo que estaba reservada. ¿Cree que el rumor ha empezado a difundirse? ¿Que ha actuado de ese modo porque ha oído ya los chismorreos?

—No, se debe a que ha leído el Ack-Emma de esta mañana —comentó Robert apesadumbrado, mientras le daba la vuelta al periódico—. Siento tener tan malas noticias para ustedes. Tendrán que apretar los dientes y capear el temporal, como suele decirse. Supongo que no acostumbran a leer este venenoso periodicucho. Es una pena que tengan que enterarse de este modo.

—¡Oh, no! —exclamó Marion al ver la foto de La Hacienda.

Durante unos instantes se hizo el silencio, hasta que las dos mujeres consiguieron asimilar lo que aquello significaba.

—Imagino —dijo la señora Sharpe finalmente— que no hay manera de obligarlos a rectificar.

—Ninguna —dijo Robert—. Todo cuanto dicen es cierto. Y se limitan a exponer los hechos, sin comentario alguno. Incluso en el caso de que hubiera comentarios —y no me cabe duda de que pronto llegarán—, aún no se han presentado cargos, por lo que el caso todavía no está sub judice. Son libres de escribir lo que quieran.

—El artículo entero es un gran comentario implícito —dijo Marion—. Están diciendo a gritos que la policía no ha hecho nada. ¿Qué creen que hemos hecho? ¿Sobornarlos?

—Lo que sugieren es que la pobre joven humillada carece de la influencia sobre la policía que poseen los malvados ricos.

—¡Ricos! —repitió Marion, con gran acritud.

—Cualquiera cuya casa tenga más de seis chimeneas es rico en este país. Sea como fuere, por favor, si no están demasiado indignadas, consideren lo que les voy a decir. Sabemos que la chica jamás ha estado en La Hacienda, es imposible, pero…

—¿Lo sabe usted? —interrumpió Marion.

—Sí —respondió Robert.

La fiereza de sus ojos, desafiantes segundos antes, se había apaciguado y bajó la mirada en un gesto conciliador.

—Gracias —dijo ella con suavidad.

—Si la chica nunca estuvo allí, ¿cómo puede haber visto la casa? Ha tenido que verla de alguna manera. Es improbable que se haya limitado a repetir lo que alguien le ha contado. Pero, ¿cómo pudo verla? Desde el exterior, quiero decir.

—Supongo que alguien podría atisbar desde la parte superior de un autobús de dos pisos —dijo Marion—. Pero ese tipo de autobuses no cubre la ruta de Milford. Quizá situándose sobre la carga de uno de esos furgones que transportan heno. Pero no es la época del año para eso…

—Quizá no sea la época del heno —graznó la señora Sharpe—, pero los camiones de mercancías circulan durante todo el año. Y he visto muchos cuya carga es tan alta como la de cualquiera de esos furgones.

—Es cierto —añadió Marion—. Supongamos que quien la recogió no iba en coche sino en un camión.

—Aun así hay un detalle que no encaja. Si un camionero recogió a la muchacha, obviamente ella tuvo que ir en la cabina, aunque eso significara que tuviera que sentarse sobre las rodillas de alguien. De ningún modo pudo ir sobre la carga del camión. Especialmente en una noche lluviosa como la de los hechos. ¿Nunca se ha presentado nadie en La Hacienda preguntando por una dirección, para entregar un paquete o para reparar algo? ¿Alguien que pudiera tener relación con la chica?

Pero no, las dos estaban seguras de que nadie había ido a su casa durante las fechas en que la muchacha se encontraba de vacaciones.

—Entonces hemos de asumir que lo que conoce de La Hacienda lo ha observado desde algún lugar lo suficientemente elevado como para poder ver por encima del muro. Probablemente nunca sepamos cuándo o cómo lo hizo, y quizá tampoco podríamos probarlo aunque lo supiéramos. Por eso nuestros esfuerzos no deben dirigirse a demostrar que ella no estuvo en La Hacienda, ¡sino a que estaba en otro lugar!

—¿Y qué posibilidades tenemos de lograrlo? —preguntó la señora Sharpe.

—Más que antes de que se publicase este artículo —respondió Robert, señalando la primera página del Ack-Emma—. En efecto, esto es lo único positivo hasta el momento en todo este turbio asunto. No estaba de nuestra mano el publicar la fotografía de la muchacha con la esperanza de obtener información sobre su paradero durante ese mes. Sin embargo, ahora que ellos la han publicado —los que están de su lado, quiero decir—, también puede beneficiarnos a nosotros. Han difundido la historia y eso juega en nuestra contra, pero también han publicado la foto. Y si tenemos suerte, alguien en algún lugar se fijará en que la historia y la fotografía no encajan. Y ese alguien podrá atestiguar que la joven no podía estar aquí en el momento en que supuestamente tuvieron lugar los hechos, precisamente porque estaba en otro lugar.

El rostro de Marion se volvió menos sombrío e incluso la huesuda espalda de la señora Sharpe pareció relajarse un poco. Lo que parecía un desastre podía suponer, después de todo, su salvación.

—¿Y qué podemos hacer nosotros a la hora de investigar por nuestra cuenta? —preguntó la señora Sharpe—. Se habrá dado cuenta, espero, de que tenemos muy poco dinero. Y supongo que contratar a un investigador privado no será barato.

—Por lo general los gastos se disparan, así es, precisamente porque es difícil elaborar un presupuesto aproximado a priori. En cualquier caso, yo mismo iniciaré las pesquisas, iré a visitar a las personas implicadas e intentaré definir, si es posible, hacia dónde debemos orientar nuestra investigación. Y de paso descubrir qué se puede esperar de alguien como ella, en opinión de quienes la conocen.

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