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8

Cuando el verano termina, y los extranjeros y turistas dejan las cabañas de la península,

una monotonía, que es propia del paisaje estival, se propaga por los caminos deshabitados.

La ausencia de viajeros hace que este lugar se cubra de soledad. La ausencia de caminantes hace que los caminos se entristezcan repentinamente.

Y mientras el cielo es de un azul cada vez menos claro, y el viento de marzo se eleva cada vez más fresco,

delante de mí pasan perros y aves, carretas y autos, niños en bicicleta y ancianos que vuelven del mercado.

Delante de mis ojos pasan lavanderas y segadores, leñadores y campesinos. Y sin demorarse en los caminos rodeados de manzanares,

avanzan por los campos cultivando el trigo y la cebada y las flores de diciembre.

Oh, sobre los cerros de piedra las nubes se mueven en breves sucesiones. Sobre las casas de madera las veletas brillan con el sol de septiembre.

En los establos los caballos duermen en la sombra. Y las amapolas, y las flores amarillas, abren sus pétalos al borde del sendero.

Oh, parece que el viento cruza los pinos de la Patagonia y que el sonido del agua estalla contra las piedras.

Parece que sobre los muebles reluce el polvo del camino, y dentro de las habitaciones crujen las tablas y los techos.

Y mientras la luz ingresa iluminando los cuartos y los espejos de la casa ligeramente se aclaran en la sombra, una voz, delgada y tenue, grita mi nombre en el patio.

Y sin darnos cuenta de que el verano deja estos campos y el perfume amargo de las lilas, recorremos el sendero distraídos, viendo las amapolas, los altos pinos,

las enredaderas que ascienden por las casas vacías.

Y en la orilla del lago nos sentamos como en nuestra infancia primera a mirar el crepúsculo.

9

Una leve llovizna golpea las ventanas del establo y las copas de los árboles.

Es una de esas lluvias de verano que desciende cuando el aire cálido,

después de rodear las inmediaciones de la península, se aleja repentinamente perdiéndose entre las montañas y los bosques que se levantan a lo lejos.

Una llovizna que efímeramente pasará cuando el sol abra su abanico sobre la ciudad de grises matices. Una llovizna que se perderá en los caminos que descienden hasta el río.

Oh, siempre sentí esta lluvia como un suceso agradable; como una sensación que se proyectaba sobre árboles y casas y florestas y que confundiéndose en la espesura del bosque

caía sobre el suelo cubierto de sombras y hojarascas.

Ah, mi destino ha sido presenciar la lluvia sobre los campos. Observar el agua que atraviesa la tarde;

los pámpanos que el otoño esparció por los caminos; el crepúsculo que se alejaba como un pájaro de sombra.

Mi destino era esperar la floración de los jazmines, el aroma de los crisantemos, el reverdecimiento de los campos.

Y aguardar los esplendores y las llamas. Las estaciones y las lluvias.

Los alimentos y las flores.

Y esperar la noche encendida por el fuego. Y la aurora coronando los pinos. Y las hojas consumiéndose en los campos.

Oh, debo redactar la luz del crepúsculo, juntar el misterio de las amapolas,

recordar que mi nacimiento es el nacimiento de la tierra, y que mi nombre es el nombre de la península y el nombre de todo.

Y pertenecer, sí, pertenecer. Al silencio del poniente y a las sombras de las hojas y a las aguas del río.

Pertenecer, sí. Al silencio, al estallido, al movimiento. Pertenecer, sí. Al grito, al vuelo, a las bestias del campo.

Evocar las manzanas y los lirios en el atardecer. Presenciar los nogales y el viento del poniente.

Volverme estos campos y pinos; la inmensidad de todo y lo pasajero de todo: el día que declina,

los dibujos de la niebla en la aurora, la conjunción pasajera de las estaciones.

Y perseverar en el movimiento de las cosas y en el retraso de las cosas.

Juntar en mis brazos las manzanas, las rosas, los frutos de la tarde. Esperar que se rompa el crepúsculo cuando comienza la noche.

Y que los pájaros de la aurora se posen en los bosques. Y que las aguas se levanten sobre las rocas en el solsticio.

Y tener los pies hundidos en la hierba. Y las manos metidas en los bolsillos.

Y mirar con ojos negros el cielo negro de la noche.

EL CUADERNO DE LA LLUVIA

1

La lluvia sobre la ciudad es un puñado de semillas aventado precipitadamente.

El agua cae sobre museos y bibliotecas. El agua avanza sobre arrabales y comercios.

El agua desciende de los tejados hacia las calles y veredas y con manos duras y sombra antigua golpea las ventanas de las oficinas, los techos de las casas fotográficas, las estaciones del pueblo.

Oh, la lluvia cae como si tuviera una música que comienza y termina en los edificios. La lluvia avanza como si nada más existiera en la ciudad dormida.

Afuera se oye el sonido de una bocina atravesando el aire. El repetitivo andar de las personas vuelve irritable este momento.

Suben y bajan quienes ingresan al edificio; golpean puertas los que acaban de llegar, los automóviles se estrellan contra el pavimento gastado, los perros corren por las calles cubiertas de agua.

Oh, si pudiera escuchar solo la lluvia. La lluvia y nada más.

Las voces de los transeúntes yacen esparcidas en el regazo de julio colmadas de atavíos y de palabras inútiles. Son voces que no tienen nada que ver conmigo; personas que se desprenden

de la aurora bostezando; movimientos humanos que pululan en las avenidas con zapatos duros y lentes opacos y semblantes dormidos.

Nada que no conozca. Nada que no sea motivo de aburrimiento.

Pero la lluvia siempre es diferente sin importar la estación o la hora del día.

La lluvia pasa. Las arboledas crepitan. La atmósfera tiembla cargada de angustia.

Sometería a todos los hombres a un silencio universal para oír el repiqueteo del agua en las paredes del edificio.

Pero, aun con eso, con ese deseo que sé que no se cumplirá, en silencio oigo la lluvia,

la caída del agua en los techos de la ciudad, la caída del cielo sobre las personas que pasan, el movimiento inevitable del orbe apagado.

Oh, el viento avanza con la estación y el día. El agua se derrama sobre avenidas y kioscos.

La hora transcurre más lenta en los techos de las casas, en el interior de las oficinas, en los departamentos que se encuentran en la zona alta de la ciudad.

Pero afuera la lluvia; la lluvia que todo lo dice y que todo lo canta y que todo lo recrea y evoca en mi pensamiento.

Afuera la estación y las personas; el incontenible repiqueteo del agua, la periódica sensación de intranquilidad que llega hasta mi ventana.

Ah, yo espero las horas que suceden y el tiempo que falta agregarse al crepúsculo.

Yo espero que la tarde termine con sus juegos y destinos, con los caminos y sombras que mañana recorrerás en la estación.

Entonces tendrás la boca clara y la sonrisa de oro. Tendrás el cabello aromado y las uñas negras.

Y tu blazer negro cubrirá tu cintura marcada por la adolescencia. Y bajo ella el suéter gris y la calza negra y la bufanda roja. Pero será mañana.

Después de la lluvia y de la gente y de este momento, solo tú. Amplio camino dibujaron los días y la espera hasta el encuentro.

Mañana te veré, serás la misma, pero más querida por mí.

Tomaré de ti lo nuevo del día.

Pero será mañana. Ahora únicamente la lluvia, la caída indefinida, y las esferas de la ciudad rodando hacia el poniente.

2

La calle San Martín es extensa y amplia y se parece a un río que las personas y los perros cruzan.

Sobre ella la lluvia estalla con monótona caída empapando paraguas

y sombreros, extinguiendo el humo del cigarrillo, aplastando el monóxido que emana de vehículos y motocicletas viejas.

El hostal que da al parque tiene un cartel que la lluvia salpica y una puerta que permanece cerrada.

El resto es lo que pasa: automóviles y bocinas, personas y veredas que suceden.

El resto son los hechos, lo que ocurre. En el bolsillo de mi campera hay un libro que no termino de leer.

Las puntas de sus hojas se han humedecido y el agua resbala por la tela de nailon.

El flequillo que oculta tu frente parece bañado por el rocío, y el prendedor de tu nuca eleva el aroma que te acompaña al pasar.

Eres delicada como una flor nueva recién abierta en el viento.

Eres de piel castaña y de ojos negros y tus manos ocupan un pequeño espacio en mis bolsillos.

No tienes el color de la noche, pero en ti se posan pájaros nocturnos y estrellas silenciosas.

No tienes la cadencia de los astros, pero repartes tu sonrisa y tus manos cuando el día termina. Y dispuesta en la lluvia, levantas tu boca y entregas tu deseo.

Oh, ya nadie nos espera. Todos se han alejado del barrio como sombras repentinas.

Caminemos de regreso. Detrás de tu desfile pasarán las calles y los semáforos detrás de nosotros quedarán las esquinas de la ciudad y los locales cerrados.

La lluvia continuará cayendo.

Seguirá mojando los nogales y las rosas, las plazas y los puertos; y bajo ella un silencio de sombras será todo.

 

3

Odias el sabor de las legumbres y el color de la madera. No te gustan las remeras blancas ni los desordenados dibujos de los suéteres.

Antes prefieres las viejas camisas de otoñales colores, organizados en cuadros o rombos que se cortan en los dobleces,

o los rectángulos impresos sobre los sombreros que las tiendas exhiben.

Prefieres el aroma de las hojas y el color de los álamos. Prefieres la fragancia del bosque y el viento que asciende por las ramas.

Y cómo te gusta el aroma del café, o el brillo de las tazas cuando el té se encuentra en ellas difundiendo el sabor del boldo,

vas a las casas de té y allí esperas que la tarde pase mientras la ciudad acontece bulliciosa.

Oh, no te importa que el día termine sobre las horas de la lluvia, ni que el atardecer descienda por las calles colmadas de comercios.

No te importa que se detengan los camiones del sur, ni que se apaguen los faros que cuelgan del barrio.

Pero extrañas la brisa del viento alejando los aromas del día, y las medialunas color de oro y el grito de los pájaros en la noche.

Te gusta ver la lluvia salpicando los edificios y el sol que se enciende en el otoño amargo.

Y mientras los álamos miran la tarde y el cielo sobre ellos se aclara débilmente, tú tienes un silencio que crece como una sombra en el día.

Tú tienes los pensamientos de la aurora, y la boca cubierta de crepúsculos.

Oh, delante de los transeúntes los perros cruzan lentamente. Los niños juegan en el borde del camino. Las hamacas se mueven con la brisa.

Sobre ti pasan las nubes y pájaros y tristezas. Prefieres el sol y la soledad del día.

Prefieres la tarde quemándote los hombros, el estío ardiendo sobre tu frente.

Y mientras la lluvia cae contra las ventanas del barrio, tu adolescencia se desgaja en aromas y silencio.

4

A veces me canso del día claro y lleno de sol y de clara aurora. El paisaje opaco tiene un encanto que la primavera no concibe.

Extraño la lluvia cuando no llueve, y el viento en mi cabello y el color negro de las hojas.

Extraño el invierno derribando los árboles, rompiendo las casas, quebrando el silencio de la noche.

Extraño la voz del viento acarreando las hojas de los álamos y el murmullo de las calles y el aroma de la lavanda.

Y cómo detesto la bandera del sol ondeando sobre la ciudad, detesto el amontonamiento

de las personas en las esquinas de los cafés, o en las veredas donde cantan los músicos o en los parques donde caen las hojas.

Oh, todo tiene una intranquilidad que asciende por mi alma. Todo es una mala sensación por la que debo pasar cuando recorro la ciudad.

Por verte cruzo estas calles que no guardan ningún sosiego; estas calles que los perros ensucian, que las personas recorren, y cuyo aire se mezcla con el aroma del chocolate que bebe el extranjero.

Por estas veredas camino con la cabeza baja, dueño de un silencio que colma el día, de una tristeza que asciende entre los edificios como una enredadera negra.

No quisiera vivir aquí, entre las personas y el tumulto.

La ciudad no me conoce. La ciudad no sabe quién soy. Brillan las luces y las lámparas amarillas.

Se cierran las cortinas, las puertas, los edificios. Nadie sabe quién fui. Nadie me conoce.

Colapsan bajo la lluvia las hojas. Otra vez se desbordan las canaletas. El agua corre por los canteros, el metal herrumbrado se azota, y sobre mi odio y sobre las casas, la lluvia desciende con monótona caída.

5

Yo sabía que la lluvia no te traía consigo, ni que el viento era más que el viento que pasaba.

Sabía que la tarde encontraba las casas del barrio vacías; y que los juegos se oxidaban con el paso del invierno.

Y mientras las palomas se alejaban con la estación, y las hojas de los álamos se pudrían en los canteros, afuera todo temblaba en la distancia.

Todo se humedecía con la tarde de mayo. Todo se agitaba en la noche apagada.

El golpe de las bocinas ascendía gastando los edificios. El viento se alejaba por las calles girando en vueltas locas.

¿Y el resto?

El resto fue un cuaderno mojado por la lluvia, fueron los renglones que trazaron mis manos y las palabras que grité contra el crepúsculo. El resto fue un libro que la lluvia escribió sobre los campos;

un poemario que los pinos labraron cuando la tarde descendía sobre la ciudad y la lluvia golpeaba las casas.

Oh, nada más hubo. Nada más hubo. Solo el aire levantando hojas. Solo la tarde quebrantando espejos.

Tú tenías el sombrero de castaños colores y el suéter negro que brillaba con el sol.

Tú tenías el rostro cubierto de juventud, y la boca confundida con rosas y rocíos.

Y mientras el aroma de la tarde se confundía en tu cabellera, en tus ojos las luces abandonaban su fulgor eléctrico.

Y mientras doblaban lejanas campanas y lejanos vientos, tu cuerpo estaba cargado con el polen de la aurora.

Y en el desenlace del crepúsculo, y bajo las luces del poniente, tú tenías el corazón cargado de distancias y sollozos.

Oh, tú tenías la tristeza de los juegos de la tarde, y el pecho golpeado por el silencio; e ibas por la lluvia escuchando el repiqueteo del agua, la canción que se deshojaba en el viento sin ser nada, mientras la tarde descendía sobre la ciudad rompiéndose en tus ojos.

6

Tú tocas la guitarra cuando llueve, y cantas recordando el otoño de los álamos o el alba de primavera.

Recuerdas la niña que eras. El viento que ascendía por los techos. El sonido de las hojas bajo el sol de mayo.

Recuerdas las canastas con los frutos del manzano, y el perfume de la lavanda recién cortada,

y los pinos que se movían con el viento espantando a los pájaros que volvían del inverno.

Y mientras la brisa hace crujir las paredes de la casa, afuera se oye el graznido de la estación y el viento que deshoja los árboles del campo.

Afuera los troncos son carcomidos por el tiempo. Y el silencio se desploma con el movimiento del agua.

Oh, parece que los pájaros descienden en la sombra buscando las últimas semillas

de los árboles o las raíces que crecen sobre los caminos del leñador.

Parece que los pájaros descienden sobre el esplendor del día, pero el cielo es gris y opaco y en él ya no caben los rayos del sol, ni el día alto, ni la hora indefinida del poniente.

Porque aquí la tarde detiene su carrusel hecho de crepúsculo y sueño. Porque aquí la tarde es un pájaro muerto en las manos de la lluvia.

Y mientras el agua desciende abriendo surcos en el barro del sendero, tú te pareces a un día de invierno, a las huellas que los niños dejan en el barro, a las líneas que el agua dibuja en las ventanas de la casa.

Oh, todo lo evocas y cantas en la soledad que nos encuentra. Todo existe y continúa en lo que dices sin ser nada.

En la memoria de la península que regresa. En el viento que sube al final de la jornada.

Pero tú recuerdas la casa vieja, la calle que caminabas con tu adolescencia salvaje, la aurora quebrando las escarchas de la noche,

y el sol que descendía mientras tu pequeña cabeza se recostaba en mi pecho, y mi mano subía buscando tu rostro o las hebras rubias de tu pelo.

Oh, en tu corazón no entraba la tristeza, en tus ojos no cabía la nostalgia de las cosas.

Todo te invadía y desplomaba como a un país que las sombras asediaron. Todo te aventaba y consumía como a un árbol que el viento azota.

Oh, todo culminó en el llanto, en el sollozo, en la lágrima que caía mientras el día declinaba.

Pero bajo la lluvia yo abrazo tu corazón oscuro, beso tu boca de fruta nueva, amarro en mi pecho los vientos y las barcas que se azotan en tu alma, y dejo dormir en mi sueño tu silencio de aurora.

7

Sobre los árboles el sol se detiene como un niño que tiene los pies mojados y las manos frías y que quieto aguarda en la humedad.

El día trascurre con sus juegos y campanas, ascendiendo por el mundo, quebrando la paz de los ventanales.

En medio de las arboledas la monótona caída de la lluvia comienza a ceder.

Los sauces son golpeados por el viento de la estación. Las veletas giran desorientadas.

Afuera el día se ha colmado de silencio y en los charcos brilla el reflejo opaco del sol.

Todo está cubierto por la soledad que solo nosotros habitamos. Todo está cubierto por el espacio gris y amargo que encierra la península.

Sobre tu cabeza las horas fueron desparramando nieblas y polen, hasta que se consolidó en tu frente la corona del sol y mis manos te sostuvieron como un regalo que la lluvia rodeó con su música.

Y mientras el día y los crepúsculos se repitieron en nuestras palabras, yo contigo observé la crueldad del hemisferio,

el paisaje golpeado por los caballos, el sur desmoronando el agua, las hojas en el barro del camino.

¡Oh, el mundo nuevamente colmado de sol! ¡La boca del cielo besando los bosques!

¡Las inmensas soledades abatidas por el silencio! ¡La muerte, la gran muerte, vestida de oro!

Y nosotros, los habitantes de la península, abrazados en la humedad, en la última estación de la lluvia, sentimos el aroma de los pinos, el corazón joven del invierno,

los fuegos que se encienden en la distancia, las ramas que se quiebran en las sombras del campo.

Oh, pero la noche regresa colmada de gritos y antiguas estrellas. Sobre los caminos de la península los árboles empiezan a oscurecerse.

Las chacras campesinas ya no se divisan en la distancia opaca. Las carretas del bosque avanzan entre los establos vacíos. Y la totalidad del día detiene su carruaje en el sendero negro.

Oh, tú eres una sombra cargada de dolores que ascienden por la noche. Tú eres una flor que se deja caer en mis manos oscuras.

Oh, todo es una penumbra en la que te sumerges y en la que se sumergen las cosas que mueren con el día. Todo es un silencio en el que se preparan las alas de la estación.

Pero otra vez la tormenta desciende con la brisa tardía. Se extinguen los fuegos rojos de la casa y los pinos crujen en el bosque.

Y mientras tú te entregas al abrazo de esta hora, afuera la lluvia cae dibujando cruces en el viento.

8

Para que se colmen los días de lluvia tuvieron que llenarse los cielos de nubes. Para que el sol regresara hubo que esperar el paso lento de la estación.

Y todo transcurrió sin que nos diésemos cuenta de qué había sucedido. Pasaron los soles sobre tus cabellos o entre mis libros;

se dibujaron en mi camisa las sombras de las hojas durante el crepúsculo;

se encendieron las luces en las calles cubiertas de barro; y se apagaron los fuegos donde ardieron los pinos.

Oh, todo sucedió y todo declinó durante el día.

Todo se apaga como una hoguera que quebranta los maderos. Todo se elevó dando giros en medio de la primera hora.

Pero tú eres mi amiga, la que verá conmigo la tarde descender. La que me acompañará en el crepúsculo.

Oh, muchacha, pequeña niña de oscuro esplendor y cuerpo adolescente, yo recorrí los barros del camino, escribí sobre el viento

mientras el caballo de la estación

cabalgaba rompiendo los pinares, descendí buscando las rocas, el silencio,

la soledad que temblaba sobre el lago, y esperé las caravanas del otoño con su oro cargado de rocío.

Pero tú estás conmigo, sentada en las piedras claras, deseando que la estación sea un tumulto de pequeñas flores, de incontenibles aromas, de canciones que avanzan entre los árboles.

Un viento que levante el aroma de las hierbas,

todo eso, todo eso, y aún más, mientras la lluvia avanza con su sonajero de metal sobre los pinos del campo.

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