Animales disecados

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Cuatro

Helena se detuvo un instante a observar cómo Walter se alejaba rumbo a la Gran Vía sin mirar atrás. Cuando estuvo segura de que ya no se daría la vuelta ni regresaría corriendo a decirle que si ella no lo quería no irían a ningún lugar, empezó a caminar por Chueca hacia el Paseo de la Castellana.

Con las ráfagas de brisa fresca rozándole las mejillas, empezó a maldecir a sus anchas el momento en el que conoció a Walter Alabama y el día en el que entró a La Soledad. Con los brazos cruzados y fingiendo un frío que en realidad su cuerpo no sentía, se dejó atrapar por el miedo de regresar a casa, a su tierra, y de la mano de Walter Alabama, por si fuera poco.

Sin fijarse demasiado en el camino, tomó el paseo de los Recoletos hacia las torres de Colón, allí donde se convertía en el Paseo de la Castellana. Se dijo a sí misma que Bogotá no tenia una vía similar y que, aunque la tuviera tendría un número y no un nombre; sería el paseo de la 14 o de la 39, y eso no le decía nada a nadie.

—Hijueputa vida —dejó escapar entre los dientes mientras el ruido ensordecedor de los coches la transportaba de nuevo a Bogotá. Ya no estaba en Madrid, aunque caminara tranquilamente bajo el follaje de las acacias de la Castellana.

Se imaginó en Bogotá, paseando por la carrera séptima con el barullo infernal de los autobuses, los coches viejísimos y destartalados, los vendedores ambulantes, los hare krishnas; y los recicladores que azotan caballos viejos que a su vez serán el plato del día de alguna desprevenida familia.

De nuevo podía sentir el frío que le rozaba el rostro a 2.600 metros sobre el nivel del mar y muy lejos de ese verano que ya se iba. No era el frío del invierno madrileño, sino el frío del trópico, el del hogar de siempre. Allí no era diferente ni sudaca; era solo Helena, Helena Bastidas.

En su memoria, vio cómo la carrera séptima se extendía de norte a sur en medio de la contaminación, los transeúntes y los ladrones ocasionales que desaparecían corriendo por entre coches que se detenían con la señal verde y avanzaban cuando el semáforo estaba en rojo.

De la felicidad del recuerdo, Helena pasó a la tristeza desoladora de la distancia y sintió un deseo inmenso de llorar y soltar de una vez por todas esas lágrimas de rabia que es el llanto de los que salen corriendo, de los que tienen que huir, de los amenazados y de los que no tienen mucho pero lo suficiente para ser espantados de la ciudad que los parió.

Se mordió los labios y se enfrentó a ese recuerdo que había prometido olvidar. En él, un teléfono timbraba una, dos y tres veces en medio de la madrugada.

—¿Aló?

—¿Helena Bastidas?

—Sí.

Y luego aparecía un silencio momentáneo.

—Sabemos dónde vive, perra hijueputa. Tenemos su teléfono, la vimos salir del cine hoy. No es su culpa, pero su familia nos debe un impuesto y si no nos cumple, usted va a pagar de la forma que más les duela.

La voz aún podía retumbar en su cabeza de manera tan clara como el nuevo silencio que le siguió y su respiración agitada.

El corazón de Helena se detuvo al filo de la madrugada para no reemprender su marcha muchas horas después en Madrid.

Las lágrimas se le escaparon entonces de los ojos como lo hacían sobre el Paseo de la Castellana mientras caminaba sin rumbo fijo.

Se quedó mirando el teléfono como si este pudiera ofrecerle una respuesta alternativa. No tuvo tiempo de culpar a nadie ni de lamentarse. Apenas pudo guardar su dignidad en el cajón de la mesilla y escapar del primer embiste que había recibido del destino.

Huyó como ya lo habían hecho muchos: con un par de llamadas, una lágrima, un tiquete sin despedidas y sin amigos para no comprometer a nadie; acompañada únicamente por el llamado para abordar el vuelo de Iberia con destino a Madrid, puerta de embarque número seis.

Le dio un último sorbo al café del aeropuerto con el terror sobre los hombros, las maletas a medio hacer, un pañuelo en la mano derecha y un cigarrillo en la izquierda a punto de esfumarse con su vida bogotana.

Intentando no escuchar el sonido de la raíz al desprenderse de la tierra, puso su pasaporte sobre el mostrador y miró al funcionario a los ojos. El hombre impulsó su lúgubre sello y lo estrelló contra la hoja virgen. Hasta nunca, se dijo a sí misma antes de embarcar.

Así salió Helena de Bogotá y así se quedó sin tiempo ni ganas de caminar por la carrera séptima. Dejó atrás todo lo que no pudo llevarse y que era lo que más extrañaba. Mientras ajustaba su reloj tras diez horas de viaje, reconoció que había cambiado la muerte por seis horas de su vida sin vivir. El cambio de horario era un cambio de vida.

Se secó las lágrimas y la brisa piadosa de la noche madrileña le acarició el cuello trayéndola de regreso.

Sin darse cuenta, había llegado a la plaza de Colón y se detuvo junto a la fuente que cubre el centro cultural Villa de Madrid para que el agua le salpicara la piel con fuerza. Desde allí alcanzó a distinguir una escultura de Botero, Mujer con espejo, en el cruce de la calle Génova. La misma frente a la cual Antonio Misas habría de fotografiarse.

La vio de lejos, sin sentimentalismo alguno. Sin eso que sienten los colombianos cada vez que se encuentran con esa escultura y la piel se les eriza; y se creen más colombianos que nunca.

Se preguntó si valía la pena arriesgar lo poco que tenía regresando allí aunque fuera por un par de días; después de tanto esfuerzo por olvidar o al menos intentar hacerlo.

Helena Bastidas aterrizó en Barajas e igual podría estar haciéndolo en Estrasburgo, Moscú, o en Tokio. No conocía a nadie y tampoco sabía hasta ese momento lo que significaba ser sudaca. Solo creía que todo iba a estar bien.

Al principio se instaló en las residencias estudiantiles del Colegio Mayor de la Complutense, junto a otras colombianas que no escapaban de nada ni de nadie, salvo de algún amor persistente o de la protección de sus madres.

Ninguna venía huyendo de la muerte como Helena ni lloraba de rabia como ella. Ninguna se indignaba como ella al ver a los latinoamericanos, marroquíes y españoles que se colaban en el metro sin pagar o que robaban en el Seven Eleven. Le molestaba ser confundida con ellos y ser tratada con desprecio o como sudaca. Y todo gracias a los mismos que la sacaron de su casa.

Además, en la residencia le exigían, en las celebraciones del veinte de julio, que llevara un traje típico colombiano y que organizara eventos culturales junto a sus compañeras para exaltar la patria que la parió y que le dio una patadita en el culo sin el menor reparo.

“A tomar por culo”, es la primera expresión madrileña que aprendió a decir.

Cansada de arrastrar con esa pesada losa, Helena decidió entonces no ser más sudaca y aceptar su expulsión. Negaría su casa así como su casa le había negado el derecho a existir.

Helena Bastidas, la colombiana que llegó huyendo de una amenaza a Barajas, se esforzó por olvidar su acento colombiano y empezó a dejarse llevar por el sonido de la ce y la ese española, por el dequeísmo y el subir arriba y bajar abajo.

Aprendió a hablar como madrileña con el mismo acento con el que pedía una cerveza en un café cercano a la plaza de Colón.

Sentada frente al monumento a Cristóbal Colón y viendo la gente pasar sin prisa, pensaba en los días pasados que Walter no conocía. Aunque ella desde un principio le dijo que era colombiana —haciéndole entender lo que eso significaba—, él le hizo poco caso.

—El lugar de nacimiento es una simple coincidencia —respondió entonces Alabama—, siempre es una mala jugada del azar, como una equivocación.

Pero para Helena no era así. Se convirtió en madrileña por puro odio. Un odio que no se le veía por ningún lado porque lo mantenía escondido en su forma de respirar tan madrileña.

Hizo algunos amigos, dejó pasar el tiempo y jugó con el dinero que le llegaba de Colombia. Ninguna llamada y cartas cada vez más escasas.

Le dio un sorbo a la cerveza que refrescó de inmediato su garganta seca. Suspiró y recordó el día en el que se juró a sí misma que nunca regresaría a Colombia y que sería, de ese momento en adelante, simplemente una viajera.

Abandonó la residencia de estudiantes y se refugió en un pequeño piso de Lavapiés, un lugar en el que de vez en cuando se dejaba ser bogotana, rodeada de gente tan viajera e inmigrante como ella.

Desde entonces, no había vuelto a pensar en Colombia o en los vuelos que salían hacia Bogotá hasta que Walter Alabama se lo propuso en el café Acuarela. En ese momento se dio cuenta del tiempo que había pasado y de la cantidad de tierra que había echado sobre el pasado. Quizás la rabia estaba aplacada y, con un poco de esfuerzo, podría ser una turista en su casa e intentar algo que se pareciera, remotamente, al perdón.

—Gringo de mierda —se lamentó en voz alta antes de beber de un solo trago la cerveza que le quedaba en el vaso.

Cinco

Torrisi se levantó de golpe, jadeante y sudoroso. Había soñado con Giovanni Falcone y Paolo Borsellino mientras volaban por los aires en la Autoestrada 29 que él conocía bien. En el sueño, los dos jueces viajaban en el mismo coche, pasaban delante suyo y sonrientes le hacían una señal de adiós con la mano, y no la terminaban de bajar cuando la explosión hizo despertar a Torrisi.

Era un sueño recurrente. El italiano se pasó la mano por la cabeza y miró el reloj en la pared. Tres y media de la madrugada. Se levantó de la cama, sirvió un poco de grappa que le quedaba en el fondo de una botella vieja y encendió un Chesterfield mientras empujaba al suelo la ropa que tenía sobre la única silla que adornaba el piso semivacío que le habían asignado a los pocos días de llegar a Madrid.

 

Había estado allí. No en el mismo instante en el que se produjo todo como lo soñaba, pero si tan pronto como sucedió. Recorrió la vieja carretera y encontró los destrozos a lo largo del camino. Poco a poco iban recogiendo lo que quedaba de sus compañeros mientras el juez Falcone y su esposa morían llegando al hospital. La explosión lo había hecho todo pedazos.

Le dio una calada fuerte al Chesterfield y dejó que el humo se llevara todos los recuerdos de Italia, del maxiproceso contra la Cosa Nostra y de los muertos que lo perseguían hasta allí como la ola de la explosión que dos meses después mandó al juez Paolo Borselino a esparcirse muchas manzanas a la redonda, junto a Emanuella.

A Torrrisi le gustaba Emanuella. Y aunque sabía que estaba a punto de casarse, por primera vez en su vida, experimentó la remota sensación de saberse vivo y de disfrutar de alguien. Y ella era eso, toda esa alegría que parecía no caberle en ese cuerpo diminuto que el propio Torrisi se encargó de recoger en el escenario del atentado. Hubiese preferido haber muerto allí también, pero de verdad, no como en ese momento en el que creía morir, pero sin dejar de respirar.

Torrisi miraba al vacío pensando en lo dantesco que le resultaba su vida. Quiso llorar por ellos, por todos esos años que se iban en la detonación de un montón de dinamita ordenada por “Totó” Riina, a quien finalmente capturó después de una persecución de años dentro de ese minúsculo laberinto que era el sur de Italia en el que todos se conocían pero nadie sabía quién era quién. De su boca salió un suspiro cansado y desganado.

Acercó los papeles que tenía sobre la mesa para distraerse un poco con la vida de los demás. Eran expedientes viejos, nuevos, fotos, testimonios, casos que se mezclaban entre sí. Tenía el de Helena Bastidas junto al caso del asesino de la fotografía. Un asunto gordo de envenenamiento en un más que probable ajuste de cuentas entre las mafias colombianas e italianas.

Era un expediente que no interesaba a casi nadie, tratándose de mafiosos muertos, pero que había despertado una extraña curiosidad en Torrisi por la forma en que todo había sucedido. El italiano sacó entre los papeles la foto de un hombre parado frente a la escultura de la Mujer con espejo tomada en la plaza de Colón. Era difícil identificarlo bajo ese sombrero y las gafas de sol, pero era el hombre que buscaba. Un tal Vincenzo d’ Aosta, un profesional que se había cargado a un narco colombiano arrepentido, probablemente siguiendo órdenes de la Camorra o la Cosa Nostra. Había sido un trabajo metódico. Casi como el de Helena.

Por un instante Torrisi miró las dos carpetas y se preguntó si tendrían algún tipo de relación como sugerían Arcas y su propio olfato de perro viejo, pero su única respuesta era que ambos muertos eran colombianos y que estaban sobre su mesa.

—¡Managgia! —maldijo tirando la imagen del asesino de la fotografía de nuevo sobre la mesa, donde se confundió con una vieja declaración de Tomasso Buscetta que el detective había robado de los archivos de Nápoles antes de largarse de Italia. Un recuerdo de un mafioso soplón que se dio el lujo de morir en casa como los padrinos de antaño.

—Nadie sabe para quien trabaja —le dijo Buscetta una tarde del 84 a Torrisi mientras salía de un restaurante en Palermo—. Tú tienes muchos huevos, hijo, pero no eres nada. Trabajas para otros criminales mientras yo lo hago para mí y para esta tierra. ¿Y tú qué haces? ¿Trabajar por un sueldo miserable para la justicia? Mira Torrisi, la justicia muere cuando nosotros queramos, tú te mueres cuando nosotros queramos. Pero yo, nosotros, la mafia, la Camorra, la Cosa Nostra, morimos cuando nos de la gana. Y en casa, como nos gusta.

Italo Torrisi nunca olvidaría esa conversación, porque al final de sus años se daba cuenta de que Buscetta tenía razón; porque Falcone y Borselino y todo en lo que él creía volaba por los aires junto a Emanuella y él terminaba en un piso miserable de Madrid, lejos de casa, con una Pietro Beretta y una pastilla de cianuro sin fecha de caducidad bajo la almohada, mientras los Buscetta, los Rina, los Alglieri y hasta Bernardo Spera dormían cómodos y tranquilos, aunque fuera en una cárcel de alta seguridad.

Se sirvió el último trago de grappa que le quedaba y empezó a revisar el caso de Helena con desgano. También ella había muerto en su casa, como los sicilianos y los calabreses. Releyó el testimonio de Javi, lo único realmente valioso que tenía, miraba las fotos y no sabía muy bien por dónde empezar a armar el rompecabezas. O no quería, o ya estaba cansado porque sabía de antemano que todo terminaría en lo mismo. O preso o forajido, el caso se cerraría y él seguiría con esa sensación perenne de partida perdida.

—Dopo tanti anni, non queda la satisfacción di niente —dejó escapar con rabia y tristeza en el momento justo en que el teléfono timbró por primera vez.

Parpadeó y no pudo ocultar el susto que le produjo ese sonido a las cinco de la madrugada. Malas noticias, se dijo, y lo dejó timbrar un poco más hasta que decidió contestar.

Al otro lado, la voz de Arcas sonaba desconcertada.

—Jefe, discúlpeme pero creo que es importante que lo sepa cuanto antes. Estoy con la gente de medicina legal y me acaban de decir que lo que encontramos en refrigerador no es el cuerpo de Helena Bastidas.

Torrisi, que creía que ya nada podía sorprenderle en la vida, sintió de repente que ya no entendía nada de lo que estaba sucediendo. Buscó otro Chesterfield, pero encontró el paquete vacío.

—¡Porca putana! —escuchó Arcas al otro lado de la línea.

—¿Qué pasa, jefe?

—Niente, Arcas, solo que se me acabó el tabaco. ¿Y qué cosa fai ahí a esta hora? ¿Perché non te fuiste a casa con la tua moglie?

Con lo que le acababa de decir, Arcas no comprendía porqué a su jefe, un veterano y curtido investigador italiano, solo se le ocurría preguntarle eso.

—Jefe —le respondió con paciencia— mi mujer se ha ido a Galicia a visitar a la familia, así que aproveché para pasar por aquí a visitar a Carmen, la encargada en el turno de la noche y me lo acaba de decir. ¿Lo ha escuchado usted bien o quiere que se lo repita?

—Arcas, io non sono estúpido. Ho capito tutto lo que has dicho, pero son las cinco de la mattina y yo apenas me he despertado. ¿Se non è Helena Bastidas, entonces quien es?

—Bueno, jefe, supongo que esa es una tarea suya. Lo único que sé que es no es la tal Helena Bastidas, el tipo de sangre no coincide con el que aparece registrado en su ficha médica.

—Va bene —respondió desconcertado el italiano—, deja la juerga, anda un pò a casa y nos vemos más tarde en el apartamento de la calle del Pez. Y llévate el archivo de fotografias, hablaremos de nuevo con questo Javi, ¿va bene? ¡Ah!

—añadió el italiano— que nadie se entere por ahora que la morta no es Helena.

Antes que Arcas pudiese hacer más preguntas, Torrisi colgó el teléfono, miró el paquete de Chesterfield tan vacío como la botella de grappa que tenía sobre la mesa y solo de pensar en la posibilidad de que Helena Bastidas estuviese viva le hizo hervir la sangre. Sintió su frente sudorosa y empezó a darle vueltas al minúsculo salón como si fuera un animal encerrado. Su olfato de perro viejo no lo habia engañado: todo era más complicado de lo que parecía. Ahora tenía un asesino desconocido en fotografía y una muerta anónima en un refrigerador.

Pensaba y mientras más lo hacía más ganas tenía de que amaneciera lo antes posible. Por primera vez en muchos años quiso ver la luz del sol y que el día empezara cuanto antes. Si la tal Helena estaba viva, quizás la partida aún no estuviese perdida.

Con esa excitación extraña abrió la llave de la ducha y dejó que el agua le humedeciera la piel como si de eso dependiese su vida.

Seis

Los ajustes de cuentas entre mafiosos era lo que menos le gustaba hacer. Prefería a los maridos infieles o a las esposas mentirosas. Y por supuesto, a los banqueros huidos o a los estafadores de poca o alta monta. Pero las lidias entre capos siempre se convertían en un cuento de nunca acabar. Porque se eliminaba a uno, y luego había que eliminar a otro del bando contrario en un círculo vicioso estúpido y arriesgado, hasta que el exceso de sangre vertida fuera un buen motivo para hacer las paces y asociarse de nuevo.

Ya había pasado la época de los poderosos cárteles, con sus ejércitos de analfabetos enamorados de la sangre, las atronadoras pistolas y los asesinatos escandalosos. También había pasado ese tiempo en el que la ropa sucia se lavaba en casa, y como todo lo demás, también la venganza y el odio se habían globalizado.

Durante esos años, los de la violencia dura entre las mafias, Antonio Misas se había mantenido al margen. Por muchas llamadas que recibiera, sabía que no se trataba únicamente de ser un asesino profesional, ni de ganar mucho dinero, sino de tomar partido. Y eso solo significaba dos cosas: o morir por cuenta de otros, o terminar en la cárcel, que a la larga era lo mismo.

El país era un hervidero de asesinatos diarios, masacres y bombas en todos los rincones. Cartel contra cartel, contra los paramilitares, la guerrilla y contra el Estado. Matar se había convertido en el ejercicio más sencillo de todos, y la forma más rápida y barata de resolver un problema.

Cuando creía que la gran guerra había terminado con Pablo Escobar tendido desde hacía varios años sobre un tejado obrero de Medellín, los caleños entregándose a la justicia y los paracos enfilándose contra la guerrilla, Antonio aceptó viajar a Madrid a hacer un trabajo.

A pesar de los años y la distancia, su reputación se había mantenido intacta. Silencioso, limpio y elegante.

—Estamos preocupados —le dijo el contacto—, porque nosotros no somos de salir en las noticias, ni viajamos en toyotas de mafioso, ni vamos de putas, ni tenemos grandes mansiones. No queremos problemas, solo hacer el negocio con discreción. Pero lo que pasa es que todavía hay mucho hijueputa suelto por ahí, yéndose de la lengua y mucho sicario chambón que no se da cuenta que las cosas han cambiado y siguen haciendo su trabajo con técnicas baratas de pueblo.

A simple vista parecía verdad: el London era una especie de pub inglés en la zona norte de Bogotá en el que pasaba completamente inadvertidos. Las luces bajas, conversaciones que solo eran murmullos de empresarios estresados y dos vasos de whisky. El contacto vestía un traje discreto de ejecutivo, sin arma alguna, sin cadenas de oro ni guardaespaldas. De lejos, era un hombre de negocios exitoso, que se ajustaba sus gafas de marco de carey cada vez que debía pronunciar frases como eliminar, borrar o resolver el problema.

—Sabemos que usted es el mejor en ese sentido —prosiguió—, que no va por ahí pegando tiros sin más ni se emborracha con aguardient

ni viaja en moto. Por eso necesitamos que viaje a Madrid. Allá la vaina ya se puso medio fea por todos esos chambones que le digo y hay mucha prensa y policía de curiosos. Nos urge resolver este problema sin armar ningún mierdero. Es entrar y salir, viejito, ¿cómo le parece?

Antonio estaba hipnotizado por la impecable manicura del contacto y el sobre que tenía bajo sus manos con todas las instrucciones. Ya había estado en Madrid antes y conocía la ciudad, sabía moverse con facilidad y pasar desapercibido gracias a ese físico que le daba más aire de italiano que de colombiano.

—Usted es consciente de que yo no soy como los demás, ¿no? —dijo Antonio intentando probar al contacto.

—Claro, viejito. Nosotros sabemos que su tarifa es diferente, pero usted por gastos no se preocupe. Estamos dispuestos a pagarlo todo bien pagado. Además, para que vea que somos gente seria le tenemos un apartamento en Chapinero, con lujo pero bien discreto. Es todo legal y así usted no tiene que arriesgarse. Y puede quedarse el tiempo que quiera.

El contacto puso un juego de llaves sobre la mesa. Tenía un llaverito con una piedrecilla de cuarzo en la punta.

—Si se siente más seguro —adelantó—, puede cambiar la cerradura, pero le garantizo que no existen más copias de las llaves. Como le digo, nosotros somos gente seria.

El cuarzo tintineaba contra las llaves mientras Antonio abría la puerta del apartamento que estaba en la calle 69. Dejó la maleta negra en el pasillo y se tumbó sobre el sillón totalmente exhausto. Bogotá ya era una noche cerrada y desde la ventana no se veía más que las ramas de un viejo nogal que ocultaba casi todo el edificio.

 

La cosa por poco salió mal. Tras algunos días de inteligencia, había concluido que el mejor momento para abordar al objetivo era a la salida del restaurante Río Frío, justo al lado del edificio de la Audiencia Nacional, en plena plaza de Colón.

Todo estaba calculado con suma discreción. El objetivo se reunía con su abogado en el restaurante todos los días a las once de la mañana y sobre las doce y media o una, salía caminando solo, sin precaución. Cruzaba la calle Génova, justo delante de la escultura de la Mujer con espejo de Botero, antes de enfilar hacia el norte por la Castellana.

Aunque estuviera muy cerca de una de las zonas más vigiladas de la ciudad, era verano y mucha gente circulaba por allí, haciéndose fotos y con la guía de la ciudad en la mano.

El mecanismo era sencillo y a la vez impecable. Antonio conocía a un viejo alemán que vivía en Madrid y se movía por los bajos mundos, coleccionando armas curiosas que se usaban en la época de la Guerra Fría. El viejo era peligroso y no era de fiar, pero le había dejado una vieja cámara de fotos tipo Leica, de fabricación alemana, y adaptada, según él, por la CIA para matar a Fidel Castro. El plan, dijo, nunca funcionó porque no pudieron entregarle el regalo al comandante. Y la cámara había pasado de mano en mano hasta llegar a las suyas. A través de un sencillo dispositivo instalado junto al visor, se disparaba una pequeña dosis de gas Vx al presionar el obturador de la cámara. El gas, que en realidad era un líquido, era perfectamente incoloro e inodoro, y en esos días de verano no sería más que una simple gota de sudor que en vez de salir entraba. El veneno tardaba una hora en hacer efecto, lo que daba tiempo de sobra para alejarse de la escena y no levantar la menor sospecha. El objetivo caería fulminado.

Por una buena suma de dinero, el viejo alemán le había conseguido la minúscula dosis de Vx a través de un químico inglés que conocía desde los tiempos de la Guerra Fría y que había trabajado como agente doble. Aquellos sí que eran tiempos, se lamentaba el viejo mientras le decía a Antonio que la única condición era que la cámara debería regresar a sus manos, ya que era una de las principales rarezas de su extraña colección.

Antonio sabía que hubiese sido más práctico deshacerse del aparato rompiéndolo o algo por el estilo e intentó convencer al viejo de los riesgos que eso podría significar, pero el alemán no dio el brazo a torcer.

—Ni intentes jugárrrmela, querrrido amigo, porrque te puede salirrr muy mal

—zanjó el alemán con una manera de arrastrar las erres que infundían un cierto temor en Antonio.

—En todo caso si supierrras quien soy, sabrrrías que la cárrrcel es un lugarrr al que nunca irré.

Por un momento, Antonio pensó si quizás habría sido una mala idea involucrarse con ese alemán.

Ese día el termómetro de la Castellana marcaba 37 grados. Y aunque el verano ya apuraba sus últimos embistes, hacía un calor de ahogo y el sol era implacable. La gente aprovechaba cualquier fuente para refrescarse mientras las crónicas se inundaban con ancianos que morían en sus casas por los golpes de calor. Para Antonio el escenario no podía ser mejor.

Se había alojado en el hotel Palace bajo el nombre de Vincenzo d’Aosta, tal y como decía el pasaporte italiano falso con el que viajaba. Había aprendido a fingir un acento italiano al pronunciar las palabras en español lo que, sumado a su físico, le ofrecía la identidad perfecta. Tomó el desayuno sin prisa y con buenos modales bajo la majestuosa cúpula de cristal del hotel antes de salir a dar su paseo turístico vistiendo unas bermudas que dejaban entrever sus piernas delgadas y blanquísimas, una camisa blanca, sombrero y gafas de sol. Un turista como cualquier otro que llevaba su cámara Leica colgada del cuello.

Miró el reloj y todo iba según lo planeado. Tomó rumbo al norte por el paseo de la Castellana, refugiándose del sol bajo la sombra cansada de las acacias que acompañaban su recorrido. Llegó a la plaza de Colón a las doce. El sol castigaba sin perdón y los turistas parecían alborotados como palomas en la fuente de la Villa de Madrid, justo sobre la plaza.

Como era previsto, a las doce y media el objetivo salió del restaurante Río Frío y se preparaba para cruzar la calle Génova. Antonio se detuvo junto a la escultura de Botero y con una guía en sus manos, fingió interesarse por la obra. Cuando tuvo al objetivo lo suficientemente cerca, se quitó la cámara del cuello y mirándole le dijo:

—Por favore, una fotografía —enseñándole la Leica.

El objetivo sonrió y desprevenidamente tomó la cámara en sus manos mientras Antonio se posicionaba junto a la escultura. La escena era de lo más normal, de esas que se ven a diario en los días de verano turístico en Madrid. El objetivo tenía el visor sobre su ojo izquierdo y el dedo listo para apretar el obturador.

—¡Pero sonría carajo, que está en España! —le dijo con un marcado acento bogotano. Antonio sonrió, y lo hizo con sinceridad. Se había olvidado de preguntarle al viejo alemán si además de matar la cámara hacía fotos.

Con esa pregunta en la cabeza, le agradeció al objetivo, quien, secándose la frente, dijo:

—¡Qué calor tan verraco el que hace aquí, ola!

El trabajo estaba cumplido.

Antonio se dirigió de nuevo al hotel mientras el objetivo siguió hacia la plaza de Emilio Castelar. Miró su reloj y calculó que tenía una hora exacta antes de caer fulminado, aunque el tiempo podría variar dependiendo de la dosis, había advertido el alemán.

Metió la cámara en una bolsa por temor a que un resto de Vx pudiera entrar en contacto con su piel y se subió a un taxi. El trayecto hasta el Palace era muy breve pero agradable bajo la cubierta fresca del aire acondicionado. Antonio estaba eufórico, había sido uno de sus trabajos más limpios e impecables. Para celebrarlo, se dejó llevar por la ciudad que pasaba a toda prisa a través del cristal y solo regresó a la realidad cuando el taxi se detuvo de golpe y el conserje del hotel le abrió la puerta inesperadamente. Se sorprendió, pagó y se bajó rápidamente. El calor había regresado y Antonio comenzaba a sudar de nuevo. Cuando ya el taxi cruzaba por la fuente de Neptuno, se dio cuenta del error que acababa de cometer. Había olvidado la bolsa con la cámara en el coche.

Un estúpido error de principiante, maldijo entre dientes. No solo había abandonado el arma del delito a su suerte, con un taxista que podría reconocerlo fácilmente, sino que tendría que buscar una buena explicación que convenciera al viejo alemán de vivir sin uno de los objetos más preciados de su macabra colección.

Entró al hotel y miró el gran reloj que adornaba el mostrador de la recepción. Habían pasado 18 minutos. Ahora todo se resumía en una angustiosa carrera contrarreloj antes de tener a la policía pisándole los talones.

Pidió que le prepararan la cuenta mientras hacía su equipaje y borraba todas las huellas que pudiera dejar en la habitación, que a esa hora ya había sido ordenada y lucía completamente limpia.

Tampoco era la primera vez que le pasaba algo así. Por eso Antonio siempre tenía un plan de emergencia para estos casos. Con una nueva camisa banca reluciente, un traje completamente negro y suicida para esos días de agobiante verano y con las gafas de sol puestas, pagó la cuenta de la habitación en efectivo e hizo un par de bromas con su acento fingido italiano para que no quedara duda de su origen.

Ya había pasado media hora, y el tiempo se convertía en el mayor enemigo de la precaución. Tomó un taxi en la puerta del hotel, consciente de que no era la estrategia más segura. Sin embargo, en lugar de ir al aeropuerto, le ordenó al conductor dirigirse a la estación de trenes de Chamartín. Al no estar muy lejos del aeropuerto, no perdería mucho tiempo, y quizás, en el fondo ganaría unas horas más.