En la lucha

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Como recursos narrativos adicionales a los que apelo, y que alimentan esta metonimia visual al lenguaje y las formas cinematográficas, por otro lado, el lector se encontrará con una selección de casi sesenta fotografías propias (y unas cuentas del archivo de la fábrica) en donde retrato, desde variados encuadres, la dinámica propia de las posturas de lucha en la reintegración laboral en mis interlocutores. Las fotografías, que se encuentran ligadas al texto escrito en los tres capítulos, responden a la misma apuesta narrativa desordenada temporal y espacialmente, y a mi interés y gusto particular por la antropología visual (siempre he criticado los trabajos escritos que hablan de antropología visual y no tienen ni una sola imagen o referencia al sonido: me parece absurdo). Por tal razón, no será raro, lector, que la mayoría de fotografías incluyan texto (diálogo y onomatopeyas) como parte del recurso de anacronía narrativa que propongo. Un conjunto de cartografías y notas de campo también serán puestas a disposición. El sonido que se lo imagine cada uno (créanme, no es tan difícil).

Hago énfasis en la escritura porque una de las apuestas centrales de este trabajo consiste en brindar una narrativa etnográfica distinta, o al menos un poco excepcional, que haga justicia a la experiencia de reintegración laboral de los interlocutores que hicieron parte del trabajo de campo: a cómo viven y han vivido su proceso de adaptación a un entorno laboral, resolviendo diversos problemas. En ese proceso de escribir y describir etnográficamente (sobre) la experiencia “ajena”, y no solo sobre lo que dicen-hablan, las decisiones narrativas son neurálgicas porque la escritura debe transmitir, desde quien mira y narra, que en este caso soy yo, el lugar que ocupan en el espacio-tiempo y el ritmo de las posturas de mis interlocutores y la mía propia: problema-escenario-ritmo-postura.

De ahí que incluya fotografías como estrategia de “etnografía visual” (Pink, 2001). Si bien está claro que soy yo quien ha escrito este trabajo, apelo a las estrategias narrativas descritas anteriormente para hacer oír-ver una multiplicidad de voces-posturas en diversos espacios-tiempos. Habrá quienes decidan poner a escribir a sus interlocutores como estrategia narrativa; en este caso, ellos me pusieron a escribir no solo sobre sus actos de habla, sino también sobre su lucha incorporada en sus posturas (Sánchez, 2003).

Reflexionar sobre la escritura etnográfica en este sentido es interesante, además, porque implica asumir una posición metodológica y epistemológica frente al trabajo de campo mismo. ¿Cuándo empieza y cuándo termina el “trabajo de campo”? ¿Empieza con los primeros datos y termina con un “nos vemos pronto”? Mi posición frente a este asunto, y de ahí la apuesta por este tipo de escritura, es que “el campo” sigue ahí presente cuando uno decide cómo escribir sobre qué, incluso tiempo después de finalizar un proyecto (Humphreys y Watson, 2009).

Como investigadores tenemos una cantidad impresionante de datos que recolectamos en “campo” y debemos decidir qué va y qué no va. Decidimos, además, qué va dónde, con qué tipo de voz, si se incluyen notas de campo, fotos, entre otros recursos. La escritura etnográfica es un ejercicio de montaje que, como en el cine, presenta elementos narrativos ficcionales y parciales porque es uno como escritor quien decide finalmente qué, cómo y dónde. La realidad ficcionada no es más que la forma como cada uno mira y vive el mundo: en pedazos que se “montan” unos con otros (Van Maanen, 2011). Al respecto, sobre una escritura etnográfica ficcional (desde la anacronía y lo visual) en la que confluya lo que se observa, en cuanto “puesta en escena”, con lo que se relata,

La escritura escenográfica permite el despliegue de un estilo en fragmentos que hace surgir la pluralidad y autoriza la mezcla entre observación y juicio. Al mismo tiempo, las escenas devienen el lugar de un relato de sí, que es inevitablemente una ficción. La identidad se escribe en la dramatización y estetización. (Simon y Bibeau, 2016: 4)

La “etnografía como ficción” reconoce las parcialidades en lo que se observa, lo que se objetiva, lo que se escribe (y cómo se escribe), lo que se deja de lado. Igualmente, busca tener un carácter estético que reconozca que la “traducción” del microcosmos de los interlocutores requiere nuevas estrategias en la escritura: la etnografía del otro no puede abstraer y borrar la presencia del autor en el encuentro (Simon y Bibeau, 2016). Abreviadamente, “digamos que se mantiene el fondo de la cuestión, que no es otro que la presentación de los resultados de una investigación, pero variando la forma (tradicional)” (Martos y Devís, 2015: 363). De ahí que en las descripciones de la etnografía ficcionada se suelan recrear situaciones e interacciones observadas en el trabajo de campo con un formato creado ex profeso para transmitir, precisamente, ese carácter estético y parcial que logre acercar más y mejor al lector al problema de investigación. Esta etnografía, presente en estas líneas, tiene esos aires ficcionales y cinematográficos, desde diversas posturas, como una apuesta narrativa distinta al problema de la reintegración en Colombia.

Quiero agregar un asunto más en ese camino. Las ciencias sociales tienen como objetivos centrales generar y transmitir conocimiento para el cambio social. Como fundamentos epistemológicos de tales objetivos, se exige que dicho conocimiento sea válido, ético, verídico, transparente. En esa medida, la validez, la ética, la veracidad y la transparencia del conocimiento, la mayoría de veces, se articula con la “forma” en que se transmite el conocimiento, esto es, con una escritura formal, clara, lógica y procedimental. Sin embargo, pocas veces se “mide” el impacto en términos de la transmisión de ese conocimiento cuando prima la preocupación por la “forma”: el conocimiento termina siendo válido, ético, verídico y transparente, pero, curiosamente, inaprensible para públicos diversos, incluso el de los informantes mismos. Se genera conocimiento, pero no siempre se transmite (esta observación aplica, por ejemplo, a preludios como el de este libro que tienen un contenido conceptual bastante “cargado”).

Mi postura frente a este tema es simple: me interesa generar conocimiento y, si es posible, ojalá, transmitirlo y compartirlo a un público un poco más amplio como primer paso para la generación de cambio social (¿esta preocupación estará ligada a mi postura como profesor?). La escritura etnográfica no solo debe ser válida, ética, verídica y transparente. Mi apuesta es por una escritura etnográfica que también logre conmover. Me interesa que quien me lea se logre convencer de mi reflexión no solo porque epistemológicamente es creíble sino también porque es estéticamente conmovedora. Para mí la etnografía es tanto un ejercicio científico como artístico. Le apunto a que la etnografía, tal como la estoy planteando, tenga una finalidad empática más allá de una escueta presentación de resultados (Martos y Devís, 2015).

Por eso los recursos narrativos deben ser diversos en la búsqueda de ese carácter estético de la etnografía. No sé si esta postura logre que mi conocimiento se transmita con mayor facilidad (lo estético también requiere de una sensibilidad, así lo científico) pero al menos hago explícita tal preocupación. Si al leer ríen, lloran, se preocupan, o lo que leen les genera cierta incertidumbre o expectativa, por lo menos una vez, estaré más que satisfecho.

Con todo esto presente, la estructura de este trabajo se basa en tres capítulos y unas conclusiones presentadas como epílogo. En el primer capítulo (“Tras bastidor: una fábrica de reintegración”) muestro mi llegada a campo, mis propias crisis/problemas que me ayudaron a situar el problema de investigación de este libro, y mi postura teórica y metodológica a mayor profundidad. Lo central en este capítulo tiene que ver con que defino por qué los ritmos del escenario de la fábrica y del mercado (seguridad, gestión, calidad y trabajo en equipo) me permiten comprender la experiencia de reintegración laboral en mis interlocutores: esto es, su lucha. La postura de estos sujetos en la resolución creativa de sus problemas cotidianos y laborales implicó comprender el ritmo propio de su escenario de trabajo, para luego dar cuenta de las técnicas y tecnologías de las que han dispuesto con su postura a través del proceso de reintegración para ejecutar una tarea. Todo esto considerando su trayectoria y la experiencia situada en la fábrica.

En el segundo capítulo (“En la lucha, en la administración: diez mil ganchos y veinte mil amarras”) reflexiono en torno a dos ritmos que implican un conjunto de problemáticas en la parte administrativa que requieren soluciones puntuales: la seguridad (como un ritmo del mercado) y la gestión (como un ritmo propio del escenario administrativo). Por un lado, en el apartado dedicado al ritmo “seguridad”, evidencio cómo se fundó la fábrica y cómo, ante las incertidumbres propias que trae un proceso de reintegración, la postura de los interlocutores como socios de su propia empresa, paradójicamente, no incorporaron necesariamente una mayor estabilidad laboral. Esto, precisamente, porque el mercado en el que se encontraban (de piezas metálicas para fijación de techos) traía más contingencias que certezas (elasticidad en los precios, altos costos, alta competencia). En esa medida, la reintegración laboral para estos interlocutores, irónicamente, implicaba imprimir en los productos finales “seguridad” (que una teja quede bien fijada para que no se caiga y provoque un accidente) al mismo tiempo que sus posturas de lucha quedaban desprovistas de esta.

 

Por otro lado, en el apartado dedicado al ritmo “gestión”, muestro las posturas de lucha del gerente de la fábrica en el área administrativa. En esa medida, describo un conjunto de problemas cotidianos que solían estar presentes en esta área y que el gerente debía resolver (y cómo los resolvía). Muestro cómo su postura de lucha en la gestión se ha estructurado como resultado de su trayectoria (como campesino, guerrillero, desmovilizado, estudiante del SENA): y hago una reflexión respecto a que esa trayectoria es observable en su cuerpo como un lugar de memoria (por las marcas, las cicatrices, los cambios en el peso, etc.). Muestro, además, que su postura de lucha en la gestión ha estructurado, en la experiencia situada, el microcosmos de la fábrica gracias a su capacidad creativa de solucionar problemas con lo que se tiene a la mano (que generalmente solía ser poco, pues era un contexto de escasez de recursos y capitales). De forma transversal, introduzco una situación problemática central (en términos etnográficos) que me permitió comprender la interacción de esos ritmos con las posturas en el escenario de la fábrica en términos empíricos: la decisión de los socios de fabricar diez mil ganchos y veinte mil amarras en medio de una crisis: con una máquina dañada, poco personal y mucho estrés. En este capítulo presento la mitad de la situación y en el tercer capítulo el resto (con respecto, además, a cómo es el proceso en sí de fabricación de las piezas).

En el tercer capítulo (“En la lucha, en la producción: se entrega la orden y se liquida) reflexiono en torno a dos ritmos que implican un conjunto de problemáticas en la parte productiva que requieren soluciones puntuales: la calidad (como un ritmo del mercado) y el trabajo en equipo (como un ritmo propio del escenario manufacturero). Primero, en el apartado dedicado al ritmo “calidad”, las exigencias de calidad —por parte de un mercado regulado por normas en ese sentido— eran las que “marcaban” el ritmo en el área de manufactura. Reflexiono en torno a la forma en que los socios en el área de manufactura lograban resolver dichas exigencias del mercado (por todo lo demás, cambiantes) imprimiendo calidad en el producto final en un escenario problemático en el que solía ser común que se dañaran las máquinas, que faltara personal por diversos motivos (por las renuncias, los accidentes, las incapacidades) y buscando, de forma creativa, bajar los costos por medio de nuevos procesos de fabricación y nuevas materias primas.

Igualmente, presento entradas etnográficas para describir la interacción operador/máquina y muestro, mediante un ejercicio comparativo, la posición de los socios en la fábrica a través de dos casos empíricos: el del gerente y el de un operador de manufactura. Complementando la reflexión del segundo capítulo, muestro cómo sus posturas de lucha en la gestión y en la manufactura se han estructurado por sus respectivas trayectorias y defino qué aspectos de esa trayectoria son fundamentales para comprender sus cargos y roles en la fábrica. Muestro, además, que sus posturas de lucha en sus respectivos puestos han estructurado, en la experiencia situada, el microcosmos de la fábrica gracias a su capacidad creativa de solucionar problemas.

En el apartado dedicado al ritmo “trabajo en equipo”, presento las posturas de lucha de los operadores de manufactura en el área productiva. De ese modo, describo un conjunto de problemas cotidianos que solían estar presentes en esta área (de convivencia, principalmente) y que los socios debían resolver (y cómo los resolvían). Describo, asimismo, la dinámica de renuncias en la fábrica a través de los años y reflexiono sobre el hecho de que la incapacidad de trabajar en equipo, de interactuar con otros en contextos laborales, es una de las dificultades principales de todo proceso de reintegración laboral. Aprovechando el tema de este apartado, reflexiono en torno a mi propia postura de lucha en el trabajo de campo (cómo debí trabajar en equipo, esto es, apoyar la lucha). Muestro, siguiendo el mismo procedimiento teórico que con los interlocutores, cómo mi postura de lucha (con lo que realicé en la fábrica) se ha estructurado como parte de mi trayectoria (como estudiante, investigador, profesor, Juan) y a la vez como parte de mi capacidad de responder creativamente a coyunturas mientras hacía trabajo de campo. Muestro, en últimas, cómo mi postura se transformó en ese proceso (fui “el investigador”, “el profe”, “el jefe” y finalmente Juan). Por último, cierro la situación problemática central que venía desde el capítulo anterior (la orden de diez mil ganchos y veinte mil amarras) y presento algunas perspectivas de la liquidación de este sueño llamado Ganchos y Amarras.

El libro finaliza con un epílogo, en el que retomo las reflexiones principales de cada capítulo, mis principales contribuciones teóricas y metodológicas al campo de estudio (a la temática de la reintegración desde una sociología y una antropología del trabajo desde la postura), mis limitaciones y posibles preguntas para futuras investigaciones. De igual modo, en cuanto epílogo, “cierro” las puertas de la fábrica y presento algunas perspectivas de los socios frente a sus luchas futuras. ¡Vamos a la lucha!

Capítulo 1

Tras bastidor: una fábrica de reintegración

No había un alma. Más bien, no había una sola postura. Era temprano, 7:50 de la mañana y el investigador esperó: la cita era a las 8:00 a.m. Esperó, pues, en el carro, al frente de la gran puerta de la fábrica, muy ansioso, muy expectante, muy nervioso. Cómo no estarlo, pensaba, llevaba ya un año volteando, correo va, correo viene con la agencia encargada de los procesos de reintegración. La burocracia sin rostro humano respondió que “no” una vez, ¿para qué dos veces? Volvió a pensar.

La reintegración laboral no se cuestiona, y mucho menos si la apuesta no es masiva, pragmática, numérica. Algo así como la burocracia sin rostro humano de una hipotética reintegración laboral sin rostro humano. Pero resulta que no. El trabajo lo hace la gente: gente que, en este caso, quiere integrarse a la sociedad, en otros términos, con otra disposición del cuerpo, otra postura. Gente, seres humanos, como usted o como yo, que en últimas solo quieren volver. Pasaron los minutos rápidamente y ahí estaba, ya afuera del carro al frente de la gran puerta: eran las 8:00 a.m. El investigador, por su parte, también decidió volver...


[Máquinas troqueladoras cortando platina]¡Zas Zaz!

La epifanía (o la gran apuesta teórica)

La palabra “ciudad”, como significante es, solo etimológicamente, “urbana”. La ciudad como experiencia, por lo menos desde la mía, implica texturas, baches, huecos, verde, azul, calor. Cali, por ejemplo, está llena de verde en muchas zonas, aunque en otras es solo cemento: como pasa en el centro. En un poco más de cuarto de siglo que llevo viviendo aquí he notado una mímesis entre el entorno y las posturas, ritmos, y escenarios diversos. Por eso pienso que lo rural también está en Cali. Mucha gente lo ha traído con dolor y tristeza, pero ahí está. Ahí está en el cuerpo del transeúnte, del vendedor informal, del limpiavidrios, de la señora junto a ti en el bus, del que te vende los minutos, del que puteas porque se te atraviesa. Ahí está con su postura particular, esforzada, aprendiendo y enseñando. Su postura es como un fotógrafo de cámara analógica que se niega a pasarse a la digital: la postura se niega, pero tiene que adaptarse, ¿o acaso alguien contrata fotógrafos de rollo hoy en día? La postura refleja un ideal romántico y nostálgico, una memoria de un pasado que siempre “fue mejor”. El cuerpo que viene del campo incorpora lo necesario para desenvolverse en lo urbano: puede resistirse, pero lo debe incorporar, al fin y al cabo. La foto, por supuesto, no es la misma: no da ese tono magenta y mate de antes. Ahora es más una instantánea, lo que no es necesariamente algo malo.

Si la postura es una disposición necesaria según el ritmo propio de cada escenario en el que nos desenvolvemos, y ya profundizaré al respecto, ¿qué pasa entonces cuando hacemos el ejercicio contrario? Esto es, ¿qué pasa cuando “pasamos” de digital a analógica? ¿Qué pasa cuando llevamos una postura urbana a un escenario rural que demanda otros ritmos? ¿Qué pasa, aún más, cuando debemos adoptar una postura del campo? Increíble todo lo que pasa por tu cabeza mientras escalas una montaña, ¿no? Pues sí. Casi sin pensar en las repercusiones reflexivas que tenía hacer senderismo con respecto al problema de la reintegración laboral, me puse a pensar en mis futuros interlocutores, en su pasado, vestidos de camuflado en medio de la selva. ¿Quiénes y cómo serían? Me preguntaba. Mucha energía, mucho estado físico, mucha fuerza. Yo solo llevaba veinte minutos escalando y estuve a punto de tirar la toalla. Un Fulano, un Mengano o un Perencejo no hubieran podido darse el lujo de parar o de tirar el fúsil, pensaba. ¿Por qué entonces se les haría difícil tomar un bus, trabajar en equipo o manejar un computador, como más adelante me daría cuenta? Otras son las posturas, no hay que darlo por sentado.

Pero bueno, vamos al punto. Un día cualquiera me fui con unos familiares para el monte. Eufemismo. Nos fuimos para los Farallones de Cali a hacer senderismo. Las condiciones del entorno eran favorables, los zapatos no. ¡Ay! ¡Esa manía de escalar montañas con zapatos planos! A veces el cuerpo requiere una “mano”, una ayuda extra, una extensión de sí y para sí. —Qué bueno serían unas botas pantaneras— pensé en voz alta (recordando experiencias pasadas con campesinos de zonas rurales colombianas que tiendo a visitar) mientras alguien que estaba al lado me miraba raro. —Ja, ja, ja— me comencé a reír solo: ese comentario fue muy “subversivo”, pensé. Una de mis familiares, que también escuchó algo de lo que dije, exclamó algo extrañada —te vieron cara de guerrillero—. Sería el comentario, porque el estado físico y la determinación, en absoluto (y los zapatos planos, menos). Mi postura y herramientas de escalada (mi disposición consciente del cuerpo y la cultura material que lo envolvía) no respondían al ritmo del escenario: ¡y eso que era al lado de la ciudad! Entonces se me ocurrió preguntarme algo pertinente a este propósito pensando en el caso de la reintegración: ¿qué postura de la experiencia del cuerpo demanda el ritmo del escenario laboral y urbano al desmovilizado en proceso de reintegración laboral? Pregunta clave. Epifanía o (la gran apuesta).

El escenario “selvático” de la montaña caleña me demandó en la experiencia un ritmo a través de una postura particular a la que no estaba acostumbrado cotidianamente. El ritmo urbano del movimiento de mi rutina subyace en artefactos con cuatro ruedas: a lo sumo una caminada para tomar el bus. Mi postura, en últimas, no dispone de la trayectoria ni de los mecanismos experienciales y de herramientas para afrontar el ritmo del escenario rural en el sentido de andar, dominar y domesticar el terreno frondoso y lleno de texturas diversas que tal vez un Fulano, un Mengano o un Perencejo, sí. Mi postura es mi rutina incorporada. Además, mi postura pasa también por mi subjetividad: mi capacidad de decidir conscientemente en cuanto investigador, profesor, fotógrafo y realizador audiovisual. A su vez, mis elementos materiales responden al ritmo propio del escenario urbano: ¡imagínese usted andando en Cali con botas pantaneras! No, no, no. Mis herramientas son mi medio directo, mis tecnologías (para vivir la experiencia urbana, para trabajar, etc.). Pero, paremos un momento, desentrañemos este embrollo. Volver, siempre hay que volver.

Toda experiencia, sea urbana o rural, es corporal-subjetiva, es decir, implica una demanda del cuerpo y de la subjetividad. Scribano (2012), por ejemplo, se acerca a esta postura al referirse a la inteligibilidad entre el cuerpo y las emociones como entidades conjuntas. El problema con esta agenda teórica subyace en que las emociones, al ser un estado de ánimo, no reflejan necesariamente la carga moral en las decisiones: lo bueno y lo malo. El sujeto decide a partir de un estado de ánimo particular —triste, feliz, amargado—. Pero el estado de ánimo es una condición necesaria, no (necesariamente) suficiente para decidir. Para el caso de la agenda de las ciencias sociales con respecto a “la afectividad”, Canevario sostiene que dar cuenta del afecto etnográficamente implica no solo desentrañar en los interlocutores y en el narrador mismo las codificaciones emocionales más o menos fijas “sino describir una zona dinámica y relacional constituida tanto por los argumentos y vivencias ligadas a las emociones que —siempre cambiantes y precarias— se combinan con racionalidades también móviles y parciales que dan forma y van regulando las relaciones” (2016: 244).

 

En esta agenda, sin embargo, el cuerpo aparece en general como un medio estático de expresión de la carga moral. Las partes del cuerpo, órganos y movimientos corporales “son reducidos al simple estatuto de componentes de la persona; el analista busca el sentido que estos elementos manifiestan en una cultura dada, es decir en una proyección exterior al cuerpo (…) la posibilidad de dar vida al cuerpo, es decir de habitarlo y darle sentido, pertenece a un sujeto de conocimiento separado del cuerpo” (Surrallés, 2005: 6). El cuerpo, en esa medida, se exhibe como una entidad inerte y pasiva; como una entidad que no encarna una carga moral que oriente la decisión y el movimiento.

Comprender la carga moral en la decisión pasa (algunas veces) también por las percepciones, los paradigmas, los conocimientos, etc., sobre tal o cual asunto de las decisiones. Hablar de subjetividad, como me parece correcto, implica recoger en una entidad conceptual única la capacidad que tienen los sujetos de decidir en un sentido amplio, con la confluencia de sus emociones y afectos (González, 2013; Canevairo, 2016; Surrallés, 2005). Estoy triste, sé que botar basura a la calle es malo porque contamina y se “ve” feo, ergo, no lo hago. Estoy bravo, sé que botar basura a la calle es malo porque contamina, ergo no lo hago o sí, quién sabe, eso no se puede predecir (perdón econometría). La emoción confluye con la moral, más allá de que prime una por encima de la otra en el tipo de situación que se presente.

Esa subjetividad, como la entiendo y la puedo abarcar metodológicamente en este libro, es necesariamente consciente en lo que expresan mis interlocutores. El alcance metodológico del relato de un interlocutor que me comenta cómo decidió botar o no botar basura a la calle, por ejemplo, es necesariamente consciente. Yo no soy psicoanalista y no apelo a la libre asociación discursiva o la confrontación para volver lenguaje el inconsciente de los interlocutores. No hay diván en mi inventario metodológico. La subjetividad en el relato de la que puedo dar cuenta es evidente en la gente misma. Esto es clave si consideramos lo mucho que se habla en las ciencias sociales de “dar cuenta de la subjetividad” sin diferenciar el estado consciente y el inconsciente de lo que dicen o dejan de decir los interlocutores (Gutiérrez, 2003).

En lo que propongo, como forma de superar el clásico dualismo cartesiano, el cuerpo se subjetiviza y la subjetividad se corporaliza: la subjetividad se imprime en el cuerpo como el cuerpo se imprime en la subjetividad. Son una entidad, una que se mimetiza en la experiencia del día a día con las decisiones o problemas que hay que resolver en la vida cotidiana. Esto no quiere decir en absoluto que los sujetos decidan o resuelvan sus problemas en la vida cotidiana de forma únicamente racional. Mi apuesta teórica por comprender la decisión es más pragmatista y fenomenológica en ese sentido. Si estoy bravo y sé que botar basura a la calle es malo porque contamina, la decisión de hacerlo o no hacerlo pasa también por las condiciones y el ritmo del escenario en el que se presenta la persona en su vida cotidiana (Goffman, 2004).

El impulso de la ira puede primar sobre la moral, pero si hay una figura de autoridad presente, por ejemplo, tal vez lo piense otras dos veces antes de hacerlo. Si soy un Fulano, un Mengano o un Perencejo recién llegados a Cali y debo manejar dinero, práctica a la que tal vez no estoy acostumbrado porque no la llevaba a cabo en el grupo armado, decido según las condiciones inmediatas del escenario. Más allá de la trayectoria y de que la entidad encargada de la reintegración genere procesos de sensibilización educativos frente a este tipo de asuntos rutinarios, enfrentarse al problema en la experiencia puntual exige que la teoría se ponga en práctica: y eso muchas veces no funciona. Mi competencia de decidir si es mejor pagar con sencilla o no pasa por la capacidad de resolver el problema de forma creativa con las condiciones del escenario, con lo que se tiene “a la mano”, como lo propone Joas (2013). Decidir creativamente pasa también por equivocarse.

Pero entonces, ¿qué es una acción creativa en sí? Una acción es creativa, siguiendo a Joas (2013), cuando se logra encontrar una solución a un problema nuevo tomando como referencia experiencias pasadas en el contexto de un escenario específico y una lógica de corporeidad. En sus palabras, “la creatividad se ve como un logro que se produce en situaciones que reclaman una solución (con los medios disponibles), y no necesariamente como la producción incondicionada de algo nuevo” (Joas, 2013: 185). En el contexto de la reintegración, sería la capacidad de un reintegrado de resolver un problema cotidiano que se le presente con lo que tenga “a la mano”: el manejo del dinero, o saber sobrellevar el estigma con la comunidad, los problemas de convivencia o simplemente poder desempeñar una labor específica en su escenario laboral.

Por esto es que, teóricamente, propongo que el concepto de postura es el que mejor traduce la experiencia de decidir creativamente en tal o cual escenario. Para Giddens (1995), que los actores tengan una postura significa que están “situados”, en un orden relacional, en el espacio-tiempo: “La postura de agentes en circunstancias de copresencia es un aspecto elemental de la estructuración de encuentros. Postura incluye aquí muchas modalidades sutiles de movimiento corporal y gesto, así como la trayectoria más general del cuerpo por los sectores regionales de sus sendas de las rutinas diarias” (Giddens, 1995: 117).

Sin embargo, está claro que en esta visión estructural-estructurante del mundo de Giddens (1995) ocurre un fenómeno similar con respecto a la categoría de habitus de Bourdieu (2007), por lo menos desde mi interpretación: se relega la subjetividad también como disposición consciente; de ahí la necesidad de repensarla. Me interesa comprender y referirme en adelante a la experiencia corporal-subjetiva, en sí misma, como postura, pues representa al mismo tiempo el lugar y la forma que ocupa el cuerpo en el mundo (posición corporal) y la disposición subjetiva con respecto a (una valoración evidente frente a algo, la subjetividad consciente).

La postura se refiere al lugar que ocupa la subjetividad en el cuerpo, y el cuerpo en la subjetividad; a la vez, visibiliza cuál es la disposición estructurada que constituye y genera cambio social. La postura de los desmovilizados en proceso de reintegración es estructurada por su trayectoria, por ejemplo, a través de los programas de la entidad encargada (en educación, seguridad, salud, entre otras), también gracias a sus experiencias pasadas tanto en el grupo armado como fuera de él, y en la experiencia del día a día: porque los problemas son cambiantes, las rutas de movilidad para ir al trabajo varían, las demandas de los clientes se transforman, etc.

Por este motivo, la postura requiere de dos asuntos centrales: unas técnicas y unas tecnologías que respondan al ritmo. Para poder escalar sin problemas una parte de los Farallones de Cali (el escenario), debía, y debo, si quiero seguir en la senda deportiva, incorporar unas técnicas más apropiadas: una mejor respiración, un mejor movimiento de las piernas, saber dónde y cómo pisar, etc. Para que un Fulano, un Mengano o un Perencejo puedan atravesar una autopista, trabajar en equipo, o manejar adecuadamente un computador (suponiendo que en el grupo al que pertenecían no lo hubieran hecho ya), tal vez requieran un manejo distinto de la postura. Pero no basta con la técnica. Las herramientas, o las tecnologías, como lo propongo en otros trabajos (Mesa, 2015), son fundamentales: unas pantaneras (como en el caso de un combatiente en el monte) o, para no ir tan lejos, unos zapatos de senderismo. Ingold (2002), por ejemplo, propone que las técnicas y tecnologías se aprehenden y encarnan de acuerdo con el entorno: que yo prefiero denominar a través del concepto de escenario.

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