Narrativa completa. Juan Godoy

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II

Ni una nube en el cielo al rojo, pulido y brillante. Una gallina, acezando de las agallas, flojas las alas, sesteaba bajo unas matas. Corolas de radiche como velloncitos de lana sucia, se enredaban en los zarzales. Olor penetrante de los paicos.

Frutitos de clonquis, amarillando de espinas, viajaban prendidos a la bastilla de los pantalones de Edmundo, quien, borracho, había abandonado el bar. Miraba lejanías. Rechinaba los dientes y gesticulaba ridículo. La lija reseca.

A dos pasos del depósito de vinos de la Tarifeño, resudaba sentado el Cojín. Edmundo le vio su pierna enferma, con rama tensa, rematada en pulpa, roja de pus, de su dedo gordo, gangrenado. La barba, sedosa y negra, moruna en la tez cetrina.

Con habilidad de mujer, se hurgaba la ropa, despiojándose .

–¡Eh, Cojín, echa un trago! –lo invitó Edmundo, empinada y rebalsada su humanidad, como si las fuerzas todas, bullentes y reidoras del mundo, brotaran en él, y él mismo pisara racimos morados, y sangre destilaran sus labios y sus pies, y su corazón, tremendo en la cólera de su cariño, estrujado de vinos sangrientos.

Se alzó el Cojín para caminar. Apoyaba su cuerpo de bruces, en tronco de membrillo que le servía de cayado y sobrada defensa de perros y de hombres. Iscariote, cuando atardecido, una burra dulce, retoñada, ungía el paisaje de olivos y viñas y castaños, de unción evangélica.

–¡Medio pato de tinto! –alborotó Edmundo el depósito de vinos de la Tarifeño, alargando al Cojín un puñado sonoro de chauchas de níquel.

–¡Gracias, patrón! –dijeron una boca gruesa, unos ojos reventados de lágrimas.

Edmundo no era un patrón. Había tal deificación suya, pisador de lagar sobre rubios racimos de su carne de humanidad, exprimiendo el divino jugo, hasta llegar a Él, Dios, y no ahogarse en su ceño, sino ceñudo visitarle, y desafiarle exhausto.

En la curtiembre trabajaba aquel hombre. Allí había quedado cojo el Cojín. Acaso en una riña. Traía los pesos y los entregaba a su mujerona lustrosa y juanetuda, con dos críos pintados por su hombría. ¡Carne de perros! Eran hembras. Ahora estaban grandes y lindas sus dos hijas, y vivían en aquella casa rodeada de jardines, con naranjos valencianos de gajos rojos de coágulos, de raíz bermeja, agarrada al corazón mismo de los muertos, y limoneros, reverdecida de yedras de los goces. Tras los cristales, se besaban parejas insulsas, muchachas lindas, casi niñas, con hombres de cráneos coronados, brillosos y untosos, comidos de calvicie. «Huevos sin sal» –decían las viejas.

Ganas le daban al Cojín de beberles la sangre que les diera a esas malas hembras. Acaso no eran hijas sino de su mujer que servía allí mismo la cocina.

Aquella su pierna tiesa y podrida. Bebía por eso. Y se emborrachaba. Y llegaba borracho a su casa, huroneando. Ella le hurgaba los bolsillos para hallar las boletas de empeño de sus ropas interiores de mujer y sus vestidos. Sus amigos estaban todos en la calle contemplándole: Ramón, el de cara fofa, tiritona, de carne recocida; el huacho Arturo, aquimbado y armado de quisca en la oreja quebrada, el Caballo Bayo, tirero y huesero, de andar marino. La mujerona lo amarró a un tronco de guindo seco, y lo cubrió de cardenales como si machucara a un membrillo, salpicándose las ropas de los acres jugos. Se quedó allí sentado llorando el Cojín. Dejaba la casa en su corazón. Alzose. Y convulso de llanto, caminaba pespunteando lo andado, con su flaco colchón tripudo a las espaldas, e iba por la calleja polvorienta, orillada de curiosos. Un sol cansado brillaba en la boca del camino, crinado de luz muja y volcada en los cardos bordosos con piel de lagarto. ¡El Cojín! Su cuerpo de bruces, apoyábase en tronco de membrillo que le servia de cayado y sobrada defensa de perros y de hombres.

–¡Tanto que t’hey querío, mujer. Y vos no me habís correspondío! –se quejaba a gritos el Cojín entre sollozos. Y regaba de lágrimas su sendero de escarnio. En el hueco que dejaba la lluvia también lo imaginaba Edmundo. Un puñado de sombra que cayera en los charcos, goteando el canto de

los chunchos.

–El Cojín vive de sus rentas –dijo la vinera, cabeceando con el chuico que vaciaba como si se vaciara ella. Y el Cojín agradecía el veneno que le daban, los injertos de su propia carne que, de tarde en tarde, le hacían en el hospital San Vicente, para curarlo, brotando su pulpa llagada, de una pierna a otra pierna, anegado su cuerpo de espíritu.

Las ollas hervían toda la huerta.

Dormidos de sol los matorrales, el Cojín se expulgaba y despiojaba la fauna de los pobres. En invierno, chorreando las lluvias, le trenzaban una manta el pulguerío y la piojada, los vahos calientes del vino. Dormía su corpachón, encogido, en huequito de suelo, tan chiquito, en cualquier parte, como un quiltro arestiniento, hostigado de rasquidos.

–Y bien, Cojín. Reflexionemos –le dijo Edmundo, hipando su borrachera–; dime cumplidamente y de una vez por todas ¿cuándo te vas a matar?

–¿Yo, patrón?

–Sí, tú– exclamó el joven, clavándole ojos acerados. –Comes, bebes y te refocilas, y no haces nada. ¡Vaya una excrecencia! ¿Cuándo? Di.

El barrio lo quería al Cojín. En todas partes tenía su sopa y su pan. Vino en los depósitos. Vino barato de los conchos. Y le temblaba su mano, al coger la medida mohosa y vaciarla en la boca suya, de mellada sonrisa, como un tesoro o brasa que ardiera sus humores.

¿Cuándo? Di –insistió el joven.

Se le quebró la voz al Cojín. Nadie nunca le había dicho eso. Él vivía como un pájaro volado, cediéndolo todo a todos, y aunque su cuerpo de gigante se ovillaba en un jeme de tierra, temía ofender con su cuerpo porfiado de vida, siempre de pie.

–Déme un rególver o un cuchillo y me mato delante de Ud. mesmo, patroncito. Todos me pisan como a un finao seco al sol y me huelen mal. Pero vea Ud., mi estudiante, tengo mi mujer y mis hijas, y las mamas dicen a sus niños cuando me ven pasar: «Chitón, que ahí viene el Cojín». Y los niños buscan el regazo de sus madres, mirándome asustados, sus caritas curiosas, sucias del barro de las lágrimas, en el carrillo de las frutas. Y yo les sonrío bondadoso. ¡Bah, mi estudiante, soy el cuco de los niños! Y adivino el gesto de los padres, hombres maduros, mostrándome a sus muchachos, ya güainitas, para que no sean como yo, un ejemplo del vicio, y cojan su camino, pues, el mal está pa que si haga el bien, patrón. Lo pior pa que si haga lo mejor, y viceversa. Aún no ha terminado; sí, patrón –y lloraba y reía con risa de ventrílocuo.

Se limpió las lágrimas con los dorsos de sus manos huesosas, de largas uñas enlutadas. Y se amarró los pantalones, para vivir, con soga de ahorcarse.

En la esquina, la Pichanga, con su tacón torcido, golpeaba impaciente la tierra apisonada. El Cojín miró a Edmundo con cara de degollado.

–Oiga, patrón, me faltan dos pesos –dijo, con voz que le brotaba de la podrida entraña. Y miró hacia la esquina donde la Pichanga cimbraba las nalgas, provocando.

Edmundo metió los dedos en un bolsillo del chaleco, y entregó los dos pesos al Cojín.

A lo lejos, resonaba la voz de Lucho, el hojalatero de cara ácida, marido de la Pichanga:

–¡Tetera, cafetera, cacerola, escupidera, lavatorio, jarros, recipientes, palmatorias, que componeerleee hum! –placenta de guturaciones seguía al pregón interminable. Más lejos aún, Lucho seguía ganándose la vida.

Caminaba el Cojín, detrás de la Pichanga, postremos pasos, hilvanando a la vida su cojera.

Después, todo se llagaba de luz tibia y morada: la cordillera lejana, los cerros bajos que ciñen la hondonada, los breñales y trigales de yuyo maldito, y el paisaje de olivos, y viñas, y castaños, con burra dulce, retoñada, que ungía el paisaje moribundo, de sauces llorones, vidriosos, implorantes, de unción evangélica.

–¿Cuándo me mataré yo, Dios mío? –se preguntó Edmundo.

¡Masa de peras verdes!

¡Zorra de las uvas!

¡Olmo, olmo, olmo!

En las barrigas del vino
I

El paisaje de pocito azuloso del amanecer desperezaba su blando sueño, su lago alado, rizado, azul. Aire azuloso-pálido, sabroso de zumos de luceros. Los tragaluces bebían el cerúleo claror del alba, azulando lívidamente el cuarto y las cosas del cuarto y los rostros dormidos.

El sargento Ovalle roncaba sentado en su silla de mimbre, medio derribado sobre la mesa, en cuya cubierta, brillosa de bermejas escamas, las copas yacían volcadas, con sus vinos derramados. Restos de comida, ensaladas y carnes mustias. Los huesos roídos y chupados de los gallos de la cazuela de la víspera, amontonados en el azafate. Los platos, uno sobre otro, con sus servicios mohosos de grasa y de bazofia. Las ropas impregnadas de un hedor de tabaco quemado, de las colillas apagadas.

En el aire azul, que envolvía y penetraba la sustancia de las cosas nacientes, goteaba el canto de las diucas, almibarando de su rocío el rojo y vinoso abdomen de los higos. Bajo los hinojos suaves y húmedos, cantaban las acequias de viva luz escurrida, tras el herbazal. Y los zorzales en el manzano frondoso, al fondo del huerto áureo y aromado de las dulces sangres de las frutas.

El sargento Ovalle bostezó, rumiando su bostezo. Su lengua gruesa, pegada al paladar, seca y muy áspera. Se restregó los ojos; se frotó la cara con ambas manos, dándose ablución de los cristalinos de agua de la vertiente azul de amanecido. Pero el nuevo día de su conciencia apagó su destello en otras aguas dormidas. Y estaba lleno de presencia suya. Algo habíase trasegado a su conciencia de su alma no sabida. Muchos de sus actos, cuando borracho, habían caído a insondables abismos. Los presentía vagamente como en nieblas fronterizas. Y de todo ello venía una tensión de alma y miedo. Y su odio, a causa de la bondad de los otros.

 

A pequeños trazos, se había dibujado su acción de la víspera. Mas, el ser suyo de lo recóndito estaba preservado.

–Si hubiera un hombre de inteligencia sutil vería nuestras trasparencias –pensó él– y mejor que nosotros mismos. Aquí tiene su origen la maldad.

Su mujer dormía en un diván, abrigada con una manta de Castilla. Wanda lo hacía también. Y Eulogio.

Oscuramente, el sargento tuvo la impresión de haber trepado la escalera hasta su dormitorio. Como otras veces, se habrían esforzado ellos, estando él borracho, en conducirlo a la cama. Veía a su mujer, tan pequeñita y ágil, esforzándose también, teñidas las mejillas, sacando la lengua, apretada entre los menudos dientes, como solía hacerlo cuando levantaba algún objeto pesado. Y todos lo habrían visto dormir, y roncar, y ahogarse en su sueño. ¿Lo querrían? ¿Lo odiarían? Acaso le guardaban piedad. Y hasta se sintió feliz por ello: necesitaba de su piedad.

Había soñado con una muchacha desnuda, que lo atraía y le repugnaba a un tiempo mismo, tallada en carne de lirios blancos, de venillas azules, cuyos senos, de níveas sales, asomaban apenas entre los cabellos deshechos, color de antiguos bronces. La orejita mordida y nacarada. Y los pies desnudos, pequeñitos, de duras uñas de caracolas. Pero el sexo y los muslos chorreados de un excremento amarillo y clarucho, como de guagua. Y él estaba tan triste, sus manos podridas, el vientre seco

y reventado.

Largo rato contempló a Mercedes en su sueño tranquilo. Los cabellos caían revueltos sobre los hombros, y eran rubios como los de la mujer con quien había soñado. Algunas hebras de plata. Tras aquella frente comba y blanca anidaba un alma que él no comprendería jamás. ¡Cómo estar en ella, y mirar diáfanamente! Dormida la mujer sonrió y quejose en un desmayo de carne penetrada. Esto lo llenó de angustia, a sus propios ojos rebajándolo. Y pensó en el otro a quien su mujer se había entregado y de quien naciera Wanda. El otro que la había disfrutado. ¡Ah, si él pudiera hallarlo sobre la tierra! Iría en su busca. Sería su amigo. Pero no; su hija Wanda le daría el acre matecito de ella que él no gozara. Y este pensamiento gestado en qué limo del subconsciente cruzó raudo como un pez escurrido en la lengua golosa de las algas. Después, bebió a grandes tragos vino tinto, en la misma botella de mesa. Enjugose los labios con los dorsos de las manos. Y sigilosamente salió a la calle, al camino de su propia vida y de su muerte.

* *

En verdad, un reventón de oro inundó el valle carnoso y jugoso de viñedos maduros; de maizal barbado, de apretados blancos dientes. De frutales jibosos de pomas. Y hortaliza de repollos pavos en celo, metálicos, vegetales. Y encrespadas, verdes aguas, en riña detenidas. Sol de abejas de olor de mar, sobre el trabajo sudado y calloso de los campos, las fábricas, la obra de ladrillos.

* *

El sargento Ovalle desembocó en el callejón del Salto por una callejuela tortuosa y polvorienta. Ante sus ojos abríase un campo de viñas y vegas, de melonares y sandiales. Verdura de zanahorias. Y maizal. De ajos cojonudos trepándose en las eras. Melones escritos y de rosada carne. Las sandías maduras hozaban en la yerba, la colita enroscada, como marranos verdes. Íbase bordeando el camino de nogales con troncos de plateadas escamas. De álamos azules y élitros sonoros. Castaños de encendida corpulencia. El campo todo bullía su verdor a borbotones en los sauces de bruces y moqueando sobre el caz de aguas corrientes y cenagosas. Y la luz era de un verde agrio de limón entre las ramas.

Esta visión de campo abrió un claro de alegría en el ánimo sombrío del sargento. Sobre su cabeza, en la majestad del cielo, volaban, trepidando, unos tiuques de la tierra, en rogativas de la lombriz de los campos, abiertos como rasgada pulpa. Sus chillidos de agua mellaban la rubia sonoridad de la mañana.

Un rumor de farfulla circulaba en su alma. No distinguía las voces, sino más bien un duro pesar lo aplastaba, como si hubiera entregado su intimidad donde sufría a solas. La alegría de los otros lo poseía de pronto; luego, poco a poco, perdía la noción de sí mismo, siendo en su pureza, manchada de resentimientos, quedando sólo un vacío de vida reflexiva, donde aullaba su ser interior desconocido. Los hombres agrupados eran, igualmente, bestias gozosas, en su pequeño placer y voluptuosidad incoloros. Entonces, él se armaba de sí mismo, y les mostraba aquella parte de sus personas que ellos no veían, ridícula joroba, rebajándose, pisoteándose, para rebajarlos y pisotearlos sordamente, ¡Qué espectáculo más repugnante mostraba el sargento en la consideración de aquel monstruo de mil cabezas! Deseaban estrangularlo allí mismo, matarlo, porque ellos eran lo mínimo de sus «personas» aunado. Algunos rostros enrojecían de furor, queriendo recuperarse y avanzar hacia el desalmado; pero les retenía el estupor y su masa indecisa. Había creado en torno su soledad. Cada cual lo había asesinado en su propia conciencia. Y estaban ya todos

tranquilos, olvidándolo.

Llegó a un varón donde se rascaba el espinazo un caballejo flor de habas. Saltó una pirca. En el potrero, junto a un rincón de zarzamoras, un burro, espíritu pesado, rebuznó en pergamino, afilando su desesperanza; después, dio en retozar, derribando sus gafas de aguas turbias. ¡Idiota, en su babel de lenguas!

Al fondo, a dos carrillos, gruñía un horno encendido. Al lado de este ogro, cobijada por un sauce corpulento y retorcido, humeando, mostraba sus adobes y calaminas el rancho de la vieja Pistolas, donde tenían su pensión los canteros del cerro. El sargento Ovalle atravesó una cerca de alambres de púas. Había en su conciencia ahora un oscuro terror. Su crisis apacentaba de la agonía de su yo íntimo frente a los valores morales, sociales, confusos, que iban lamiendo y bañando su alma, como una perra pariendo lame limando a su recién nacido. La parte más noble de Chile vive fuera de la ley, porque no vive su ley y la teme. Los otros se hicieron su ley, amparando bajo ella su mediocridad. Hacen cumplir al pueblo algo que no conoce el pueblo, ajeno al pueblo, sin su deseo. Ahora esa red de tiranía está goteando el moho de su carcoma. ¡Pues bien, que se pudra!

Bajo el emparrado, conversaban y tomaban café dos parroquianos canteros: el fraile Horacio y el rey Humberto.

El sargento Ovalle se introdujo en el rancho por detrás de las casas. Una vieja, pequeña y enteca, pero de recio carácter varonil, lo recibió zalamera. Conocía Ovalle a la vieja Pistolas desde muchos años en vida del finado. Ambos recordaban siempre el asalto de que habían sido objeto la vieja Pistolas y su difunto marido.

–Creyeron rico a Eulalio por el despacho y el depósito de vinos que trabajábamos. A mí me dejaron por muerta. Pero pronto sanaron mis heridas. –y ahora ahí en el cinto cargaba su pistola. Y su puntería era escogida. Bien lo sabían los hombres cuando se picaba de trago la vieja. Entonces, a balazos, le arrancaba el cigarrillo de la jeta, como una prueba de cariño, al parroquiano mozo, que por macho admiraba la vieja, sin quererlo para ella, porque en el decir de todos, la vieja había sido sólo de su marido. Y era garbosa, a mujeriegas en su alazano, no como las gringas que, a horcajadas, muerden el lomo del caballo, cuando iba de compras al poblado. Y sin menoscabarse, disfrutaba de la simpatía de las gentes, cómica con sus botines de hombre y su sombrero calañés, atravesado sobre su pequeña moña encanecida.

–¡Un caldo de cabeza, que eso engorda, para don Pedro! –ordenó a la cocinera. Y ella misma, la vieja Pistolas, sirvió unos matecitos de chicha para el sargento y para ella.

En la otra pieza, en el dormitorio de la vieja, alguien arrancó una risotada al arpa dormida. Acaso la Chenda, muchacha que habían regalado, pequeñita, unos pobres inquilinos a la vieja, para consuelo de su soledad y que tan graciosamente pulsaba la alegría de los rudos canteros.

Sorbiendo su caldo, Ovalle contemplaba el cerro pajizo de pasto, cuyo vientre mostraba la profunda herida de la cantera. Los faldeos, cultivados a trozos, y en lo alto, vestido de espinos y pinos. Al otro lado del San Cristóbal, el río Mapocho, como un cristal detenido entre piedras. Más lejos, el Manquehue, duro de uñas y huellas. Después, diose a mirar de reojo a los parroquianos canteros y a escuchar su habla sabrosa.

II

El fraile Horacio y el rey Humberto, platicando cosas de la vida, bebían y fumaban. Alguna historia que relataba Horacio hizo soltar una carcajada bigotuda y de recios dientes amarillos al rey Humberto. Le había dicho Horacio:

–Al gordito burgués, a ése que se estaba construyendo un mausoleo en el Cementerio General y requirió de mí dos ángeles labrados en piedra, le gustan las tunas. ¡Carajo... Quería que tú, Humberto, le echaras el resuello por la nuca!

El rey Humberto reía a carcajadas, sacudiendo sus poderosos hombros. ¡Qué excelente macho! Las mujeres se ponían babosas de ganas. Haciéndoseles agua, se mojaban todas. Era de esos hijos rubios que suele dar el campo chileno, erguidos de sangre goda. Y se daba mañas el rey. Conocía su tierra: los rincones de campo, los minerales, la pampa salitrera, las estancias magallánicas. Y en todas partes retoñaba un corazón con los recios golpes de su sangre. ¡Vaya con su fatalidad!

–¡No te chinchocees con el rey Humberto, niña –le decía la vieja Pistolas a la Chenda–; mira que nadie te despinta el huacho! Se va a lo facilcito no más; él planta la lechuga y los tontos se comen la ensalá.

–No te vayay a creer, Horacio –respondió el rey, secándose las lágrimas de su risa–; esos jutres buscan a los delincuentes. ¡Era tan redisimulao el capón! Pero al descuido meneaba la cuna pa despertarme el niño. ¡Este roto no está pa trancar maricones, amigo!

Por el camino venía el casero, todo vestido de blanco, guiando su mula torda de árgüenas repletas de mariscos y pescados.

–¡Eh, Rey, choros, el manjar de los dioses!

Jueves, viernes, sábados santos, los choros llegan al mercado con sus lentos pies oceánicos; bivalvos, fundidas sus conchas en metales antiguos, color negro-rojizo, como cascos de barcos.

–¡Rey, tú eres Ganímedes, perdona la comparanza, y vas a escanciarme el vino de los dioses, vinillo blanco, vinillo blanco, para ahogarlos en una dulce muerte, aromosa de viñedos! ¡Amarillos los choros gordos! ¡Negros los choros gordos! ¡Caquita-légamo, sus barros sagrados!

Llevándose el índice a los labios, recogiose Horacio en sí mismo, y en su apostura de fraile, bendijo al ángel de los mariscos; luego, fue depositando, uno por uno, hasta cuatro docenas de choros, sobre una mesa de cubierta de mármol quebrado. Triscaban los pies del choro contra el mármol.

–¡Ah, están vivitos! Los muertos entreabren las valvas, como sus piernas la hembra borracha –y los golpeaba a todos con el filo de su puñal.

Los que habían bostezado de fastidio en el cesto, heridos, cerraban a morir sus conchas, sin tobillos, los pies desamparados.

–¡Oremus, o Rege!:

Choro crudo con limón,

Choritos en salsa verde.

Sopa de choros,

Choros con arroz,

Choros asados en la concha.

In nomine Patris et Filii et Spiritus Sancti. Amén.

–Este está lamadito, Rey –dijo Horacio, abriendo un hermoso choro dorado. Y en verdad, una lamita pintaba de un verde puro y encendido la amarilla carne.

–Es un pelecípodo, Rey, es decir, pie en forma de hacha. Su noble tubo digestivo –sine malitia–, resbala medio a medio de su corazón.

Penetrado el cuerpo del molusco, herida su entraña por el acero del corvo, soltó las valvas herméticas, deshecho en aguas como un sexo.

–¿Ves? ¡Su manojito de pendejos, y luego aquí el clítoris, la carne papilosa! –estrujó el jugo verde de un coquito de limón, y la carne se puso blancuzca. Lo despegó entero de la concha hasta el callito delicioso, y bebiose el jugo salobre y ligeramente amargo –voluptuoso– entre sus bigotes empapados. Se sorbió el choro entero. Crujía la carne cruda. Crujía el ávido diente.

 

–¡Ah, Rey, Rey, un suave y dulce anhelo de morir se siente! ¡Rey, Rey, he cogido la eternidad!

–¡Mira, Horacio –dijo la vieja Pistolas, reteniendo en la sumida caverna de su boca, la bombilla de su mate–. Vos gozay tanto cuando comís choro crúo, que no te fijay, niño! ¡Mira, si tenís el marrueco mojao! –y se quedó tan seria la vieja. Y todos soltaron la carcajada. La Chenda, con chapitas de rubor entre sus trenzas.

Olete lõpetanud tasuta lõigu lugemise. Kas soovite edasi lugeda?