Rafael Gutiérrez Girardot y España, 1950-1953

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Capítulo 1

¿Qué es una biografía intelectual?

No se trata de una entidad, sino de una relación.

Alfonso Reyes

Tentativa con Malraux y Racine. Dos biografías ejemplares de la tradición francesa

La tradición sociológica durkheimiana, su heredera la Escuela de los Annales y el estructuralismo han negado a la biografía un campo autónomo o tan siquiera digno de las ciencias sociales. El extremo de todo ello lo protagonizó Barthes en sus estudios Sobre Racine. El libro, publicado en 1963, es el abierto desafío de una crítica radical en la que se sustituye al creador literario por el laberinto de los métodos lingüísticos, psicoanalíticos y antropológicos: “Si se quiere hacer historia literaria, se debe renunciar al individuo Racine”.1 Son los nuevos métodos de enfoque, no el creador, lo que en un extremismo desindividualizador interesa a la nova scientia barthesiana; el tipo de biografía heroica de Jean Lacouture es su opuesto. Lacouture cultiva una especie de “neozweignismo” desembozado mediante su deificación entusiasta y sin par de santos patronos. Sobresale André Malraux. Una vida en el siglo, 1901-1976, la cual publica en 1973 y por la cual recibe el Premio Aujourd’hui. Esta cautivante biografía lleva la apasionada vida del autor de La condición humana y La esperanza a una nota muy alta, renovando el mito de una existencia exquisita, llena de grandes sucesos, nimbada por el aura mágica del último escritor romántico de la tradición francesa.2

El propósito de esa biografía es, en una palabra, deslumbrar, y Lacouture lo consigue de sobra con los recursos que solo un maestro del género puede alcanzar. Pero estos recursos combinan la audacia expresiva, la artesanía narrativa y una cultura literaria vasta que subyuga y deja al lector como hipnotizado en la vida del héroe Malraux. El mismo Malraux queda velado en sus profundas contradicciones, de las cuales sale impune, como amparado por una condescendiente hada madrina: esta siempre justifica los caprichos de su predilecto, por virtud del genio literario y la valentía personal, y este se salva de cualquier reproche o juzgamiento serio de sus acciones públicas e inconsecuencias. Las virtudes expresivas y la documentación profusa asfixian el examen crítico, no propiamente de la calidad de la obra, sino de las actuaciones indudablemente condenables, como el robo fallido de las esculturas del templo budista Banteay Srei en Camboya, un verdadero intento de expoliación cultural de la antigua colonia francesa.

Malraux, en esta biografía relumbrante, se justifica como héroe de la cultura literaria francesa por su exquisita cultura, por su dandismo atrevido, por su sentido de aventura extrema (un D’Annunzio, un Lawrence, un Jünger) en torno de un yo arrogante que tira de los hilos de la existencia y en torno del cual parece bailar, como danzantes fantasmagóricos, sus contemporáneos ilustres y su tiempo. Todo contado como ocasión de ese ser inconfundible. Exceptuado Lacouture de cualquier reflexión histórico-sociológica, pese a que era demandada de suyo por presentar a Malraux como un autor lleno de conciencia histórica, el yo malrauxiano es alfa y omega de una constelación privilegiada. Todo parece menor o subalterno al lado de Malraux, no solo escritores como Gide, sino el mismo Trotski, Göring, Largo Caballero, De Gaulle (bueno, con este último, no tanto, para gloria de Francia). Es la autoproyección del héroe hiperbólico de Malraux, que en Hong Kong se alza como revolucionario y once años después lo repite en España en contra del pronunciamiento de Franco: desde su escuadra aérea lanzaba bombas a las tropas franquistas, en calidad de “coronel” Malraux, mientras en las tardes se reunía en un elegante hotel madrileño para departir con Ehrenburg, Neruda, Dos Passos y Alberti. El episodio de su salvamento de las garras de la Gestapo en Toulouse parece arrancado del guion de Indiana Jones.

El clímax de la vida de Malraux no fue, en la biografía de Lacouture, la publicación de La condición humana o La esperanza, sino el nombramiento de ministro de Información por el triunfador sobre Hitler, De Gaulle, quien había dicho adiós a las veleidades francesas de revolución. Ante él Malraux justificó su existencia plena: era la hora de la fusión de hombre de letras y de poder, de modo que De Gaulle era el Malraux del poder y Malraux el De Gaulle de las letras (¡Cómo añoraría Ortega y Gasset haber tenido este rol en la España de Franco! Pero este no era el caso, pues Franco entraba a la Guerra Fría por una vergonzosa puerta trasera y Ortega debía ocupar un muy discreto lugar en la dictadura franquista posbélica, como veremos). Malraux se erigió tras la Segunda Guerra Mundial, por amor patriótico, en el anticomunista estratégico, en el anti-Sartre de Les temps modernes.

¡Toda una leyenda viva del siglo! Es demasiada la prosa que se precisa para hacer inflar el globo de la gloria literaria de Malraux, para confundir en la mente del lector el mito fabuloso del escritor con el personaje biografiado. Biografiado, biógrafo y lector participan en el encanto entretenido de esa aventura sin fin. Malraux lleva así una vida excepcional y fabulosa, es la conclusión poco difícil de extraer del Malraux de Lacouture, pero no considero este atributo la función más aguda de una biografía intelectual.

En las antípodas metodológicas de esta rutilante biografía, no es una gran dificultad, pues, poner los ensayos sobre Racine de Barthes.3 En este prisma, no es el yo andante, sino la estructura abstracta lo que hace del autor un cuasicero a la izquierda. El gesto estructuralista también es heroico, una lucha contra lo convencional y la cómoda coincidencia cómplice de proyección tras lo absoluto humano, como un insecto biológicamente condicionado por el candil de la llama. La seducción por la “personalidad total”, la cual tuvo el mismo Malraux por el general De Gaulle en la primera entrevista, era la cabeza de turco de la modernidad que había que conducir a la guillotina del examen estructuralista. Nada como la estructura trágica de los héroes de Racine para el experimento de Barthes. Aquí campea un análisis interno exhaustivo de la estructura dramática y, a manera de complemento, un examen de obras dramáticas particulares: la Tebaida, Alejandro, Berenice, Fedra, etc. El acápite “La estructura” es clásico a este respecto, pues, en realidad, abstrae los elementos histórico-sociales para internarse en el corazón desnudo de la tragedia raciniana. Racine prácticamente es un pretexto de este examen barthesiano; es el extremo a-biográfico del “arte de la biografía”, para decirlo con Dosse.

¿Qué es la estructura de la tragedia raciniana? O ¿cómo Barthes nos presenta esa estructura? El apartado “La estructura” contiene una aguda pero también abstracta caracterización de los dramas de Racine, dividida así: “La cámara”; “Los tres espacios exteriores: la muerte, la huida, el acontecimiento”; “La horda”; “Los dos eros”; “La turbación”; “La ‘escena’ erótica”; “Lo tenebroso raciniano”; “La relación fundamental”, “Técnicas de agresión”; “Se”; “La división”; “El padre”; “El cambio brusco”; “La falta”; “El ‘dogmatismo’ del héroe raciniano”; “Esbozos de solución”; “El confidente”; “El miedo a los signos”, y “Logos y praxis”. La primera impresión, solo al leer los componentes de la estructura dramática, es simple: rompe con la convencional manera de describir la estructura de la obra literaria, obra que enriquece y modifica de modo innovador. La segunda impresión es que Barthes opera con gran sagacidad, no carente de un espíritu de aventura, que a veces roza con la carencia de escrúpulos; es decir, se aventura a abstracciones y generalizaciones audaces y no siempre con piso en la misma obra. La tercera es que el nivel de exigencia terminológica, sin llegar a la manía críptica de un Adorno, compite con ella. No cabe aquí aludir a cada una de las partes de este exigente capítulo, quizá de una manera modélica de esta forma de diseccionar la obra literaria, en la que el ingenio del intérprete asfixia la creación literaria y deja al margen de toda discusión de fondo al autor creativo.

El aparataje estructural podría ser válido para toda obra, en cualquier espacio y lugar, abusando de una a-historicidad ejemplar; dicho de otro modo, por pugnar contra el historicismo vacío de los estudios literarios, Barthes se lanza a un abismo especulativo, sintomático y a medias aceptable. Miremos, casi al azar, un pasaje de “La falta”:

Es pues necesario que el hombre obtenga su falta como un bien precioso. ¿Y qué medio más seguro para ser culpable que hacerse responsable de lo que está fuera de él, ante él? Dios, la Sangre, el Padre, la Ley, en síntesis, la Anterioridad se hace acusadora por esencia. Esta forma de culpabilidad absoluta no deja de recordar lo que en la política totalitaria se llama la culpabilidad objetiva: el mundo es un tribunal, si el acusado es inocente, el juez es culpable; así pues, el acusado carga con la falta del juez.4

¿Qué sobresale de esta o similares consideraciones? Simplemente que ellas se pueden y se deben aplicar a todas las obras con gran indistinción, que son válidas como un deber ser pre-, a- o anti-histórico, que son, en una palabra, estructuras intemporales de la obra literaria per se.

En el apartado “III. ¿Historia o literatura?”, Barthes explicita sus polémicas intenciones metodológicas, las extrema y pregunta con soberbia si es posible una historia literaria o si hay un modo de articular historia y literatura. La pregunta no la hace con desgano, sino con la intención de despejar equívocos tras equívocos en los estudios literarios. Tras esa arrogancia se esconden notas de gran interés metodológico, si no para llegar a un definitivo acuerdo de quién es histórica y sociológicamente Racine, al menos sí para saber qué no se acepta de los juicios ligeros de los historiadores de la literatura sobre el gran dramaturgo, quienes no son historiadores. A diferencia de Lacouture, que no se plantea problemas de esta índole tan intrincada, pues su labor de biógrafo se contrae a engrandecer lo grande e iluminar la luz, Barthes remueve las aguas estancadas de la comodidad disciplinar literaria. Se pregunta si es posible la relación entre historia y literatura, la cual respecto de Racine, en concreto, debe establecer con tres medios: Port Royal, la corte, el teatro.5 La pregunta es, pues, ¿qué era el público en la época de Racine?, ¿por qué la gente lloraba ante el drama Berenice? Barthes sugiere entonces tanto “una historia de las lágrimas” como una de “la enseñanza francesa”6 del siglo XVII o la de “la retórica clásica”, lo cual implica un cambio de enfoque metodológico: no que el autor genio esté en el centro de la historia, que así se hace a los objetos históricos nebulosos y lejanos, sino que lo esté la historia, con toda su riqueza y en torno de Racine. Todo ello conduce a la pregunta indiscreta que formula Barthes: “¿qué es la literatura?” o, mejor, “¿qué es la literatura […] para Racine y sus contemporáneos?”, que ya es una pregunta más bien sociológica. Sin embargo, la respuesta queda en promesa; el estudio de Racine, como biografía intelectual, en pañales.

 

Al margen de este artificio ingenioso de Barthes sobre la estructura de la tragedia raciniana, vale solo indicar que se encuentra una más luminosa explicación del resorte de la íntima interdependencia entre genio trágico y clasicismo normativo en el capítulo “Los ‘Trois discours’ de Corneille”, perteneciente al libro Lessing y Aristóteles. Investigaciones acerca de la teoría de la tragedia, del tempranamente desaparecido Max Kommerell. Allí aparece subsumida la aparente contradicción entre la voluntad de lenguaje sublime de Corneille, modelo de trágico francés y genuino heredero de la tradición de Sófocles y Séneca, y la exigencia de Richelieu de autoridad estatal, de buenas costumbres cortesanas y urbanidad amable, lo cual suplanta la idea de grandeza en favor de la verosimilitud convencional que pende de un hilo.7 Se aprende en Kommerell de la tragedia clásica francesa, en dos palabras, mucho más.

Postulados y praxis intelectuales

En la taxonomía minuciosa de biografías que estudia con puntualidad profesional Dosse (la hagiografía, la biografía heroica, la biografía existencial, la biografía colectiva, el biografema, etc.), cabe a la biografía intelectual un último capítulo por completo aparte. Ante el subgénero, la pregunta resalta casi como reproche: “Pero ¿qué puede retener el biógrafo de un filósofo o de un intelectual que no esté ya ahí, en su obra?”.8 El intelectual vive en sus obras y los pormenores anecdóticos aparecen como lo exterior o incluso insustancial. Esto lo resumía Heidegger, con tono sarcástico propio de sus irritaciones antiintelectualistas, al sostener que todo lo que cabe decir de la biografía de Aristóteles es que “nació, escribió y murió”.9 Parangonando sus palabras, podríamos asegurar, para colmar todas las expectativas investigativas, que este también es el caso de un estudiante suyo, Rafael Gutiérrez Girardot: nació en Sogamoso en 1928, escribió mucho sobre muchas cosas y murió en Bonn en 2005. En adelante, la tarea apropiada sería leer aquello que Gutiérrez Girardot escribió.

Con todo, desde hace décadas el mercado del libro ha visto emerger biografías sobre eminentes e indispensables hombres de pensamiento, como las de Chauviré sobre Wittgenstein, Young-Bruehl sobre Arendt, Azouvi sobre Descartes, Starobinski sobre Rousseau y Montaigne, Cohen-Solal sobre Sartre, Bertholet sobre Lévi-Strauss,10 Moulier-Boutang sobre Louis Althusser, etc. El mismo Dosse apela a su experiencia como biógrafo de Ricœur y De Certeau para delinear los retos historiográficos del biógrafo, bajo el presupuesto psicoanalítico de que una vida es inacabable y compleja, y de que cabe siempre en ella una nueva interpretación según el enfoque problemático, incluso con las mismas fuentes consabidas. Aquí también el lugar común emerge al declarar la empatía propulsora del proyecto y la intención de traducir la riqueza de pensamientos, de la unidad pensamiento-vida, sin haberlas reducido del todo. En el siglo XX, más que en ninguna otra época, para bien o para mal, “obra y vida se cruzan en filosofía, más íntimamente que en cualquier vida privada, pero también más públicamente que en cualquier vida pública”.11

La biografía intelectual, en relativa consonancia con lo formulado por Dosse, sería más bien un estudio detallado de las relaciones entre los postulados intelectuales o la trayectoria de pensamiento y la praxis intelectual. Esta praxis se refiere a medios, instituciones y sociabilidades de las esferas de lo público y lo privado; su presencia en los procesos de producción debe contribuir a explicar, amplificar e interrogar los mismos postulados intelectuales. Dicho de otra forma, el acento en la praxis ofrece un amplio margen de acción a la biografía intelectual, al tratar no solo de explicar los contenidos del pensamiento, ya que se puede decir que ellos deben explicarse y explicitarse por sí mismos, sino también al tratar de mostrar el dinamismo concreto de las mediaciones sociales, políticas y culturales, con sus diversos grados de institucionalización formal (cátedra universitaria) o informal (amistad epistolar). En estas mediaciones, los postulados o la masa crítica de pensamiento nacieron, se desarrollaron y se fijaron. Además, solo se pueden comprender estos contenidos en los medios propios, no tanto en el sentido de la estilística o retórica argumentativa como en el de los formatos en que fueron publicados o conservados inéditos (artículos, reseñas, ensayos, traducciones, lecciones magistrales, entrevistas, conferencias o emisiones radiofónicas).

Por ejemplo, Modernismo. Supuestos históricos y culturales es en sí mismo un proceso histórico cultural. Su lectura es volver a empezar a repensar, en una determinada situación, aquello que Gutiérrez Girardot escribió bajo el título de Modernismo, libro publicado en la editorial catalana Montesinos por su amigo colombiano Rafael Humberto Moreno-Durán, a quien conoció a principios de la década de 1970 y con quien sostuvo una vivaz correspondencia. Además, en este libro, ya icónico en la crítica literaria continental, Gutiérrez Girardot ofrece una especie de síntesis de sus Vorlesungen, es decir, de las lecciones magistrales que dictó, al menos, en sus últimas décadas de docencia en la Universidad de Bonn. De modo que Modernismo es el resultado de una cadena que bien se puede y se debe lograr explicar: la tarea del intelectual, profesor y apasionado amigo epistolar Rafael Gutiérrez Girardot.

Así, deseamos apenas insinuar que una obra son sus lectores, quienes también son sus editores, quienes a la vez son estudiantes universitarios del autor, quienes, además, son sus grades amigos y quienes perpetúan la vida intelectual de inusitadas maneras. La relación entre contenidos y praxis de pensamiento se hace así más viva, y casi se podría afirmar que las líneas divisorias entre biografía e intelecto se diluyen o, mejor, se explican y enriquecen mutuamente. La biografía intelectual, antes que una exaltación heroica de un modo de producción o una compulsión afirmativa de unidad entre vida y obra (con los detalles curiosos, enaltecedores o vergonzosos de cualquier vida humana), es un ejercicio que busca enlazar pensamiento y vida, forma de pensar y praxis de producción. De esto se trata, metodológicamente, la biografía intelectual.

El hábito de Rafael Gutiérrez Girardot de llevar corbatín y fumar habanos no solo significa así una manera de proyección social desde una vestimenta elegante y distintiva, ni tampoco solo un placer hedónico, sino que implica una relación de praxis y postulado intelectuales: elegancia y hedonismo fueron resaltados como atributos del pensar, en forma propositiva y programática, por el mismo Gutiérrez Girardot. Es decir, eran formas de su propia producción de pensamiento, de su manera de comprender las tareas y las funciones del pensar, afines de algún modo al dandismo, que no era solo pose, sino desafío, proyecto existencial y programa intelectual. También conviene representar a Gutiérrez Girardot anclado en la cotidianidad, con su gestualidad y vivo tono de voz, pues ello también es combustible de interpretación. Al escuchar sus grabaciones sonoras, palpamos como ejemplo vivo la significación profunda de su pensar y de su manera distintiva de argumentar. Lo aparentemente anecdótico se proyecta sobre el conjunto de su pensamiento, de modo que es una forma restituida de lo textual e, incluso, símbolo secreto del mismo cuerpo de pensamiento; la evocación de la intrincada dimensión biográfica es auxilio para comprender su pensar complejo.

Para llegar a ello, he tenido que familiarizarme con los contextos políticos e intelectuales de su trayectoria. Su primera infancia en Boyacá como hijo de un parlamentario conservador tempranamente asesinado; su militancia falangista, con sus vínculos tempranos con el Colegio del Rosario y el círculo de poetas alrededor de Rafael Maya; su beca en el colegio guadalupano en Madrid, con su asistencia a los seminarios de Xavier Zubiri y su distanciamiento crítico de Ortega y Gasset; sus estudios en la Universidad de Friburgo, con Heidegger y Hugo Friedrich; su breve beca en el Instituto Iberoamericano de Gotemburgo; su trayectoria como diplomático durante quince años en Colonia y Bonn, con su retorno traumático a Bogotá y su regreso a Alemania a mediados de la década de 1960; su profesorado como hispanista en la Universidad de Bonn; su red epistolar con españoles, alemanes y latinoamericanos, entre los que destacan Alfonso Reyes, Martin Heidegger, Hugo Friedrich y Pepe Valente, o su amistad con Eduardo Mallea, José Luis Romero, Augusto Roa Bastos o Ángel Rama; su obra compuesta de ensayos, libros, traducciones, lecciones magistrales, etc. Todo lo que compone la participación en una “multiplicidad de círculos concéntricos”, para tomar la expresión sociológica de Georg Simmel.12

Diferenciación social

Sobre la diferenciación social es un texto temprano, relativamente olvidado, de Simmel. Fue escrito en 1890, tres años antes del muy famoso y siempre estudiado La división social del trabajo, de Émile Durkheim. Los dos textos clásicos pretenden responder al problema de la especificidad del mundo burgués moderno y el nuevo sujeto capitalista que de él emerge. Durkheim presenta un cuadro relativamente transparente que delinea el mundo moderno a partir del carácter profesional del individuo y la resolución de conflictos mediante una justicia retributiva orgánica, a diferencia del mundo primitivo, donde el individuo se ve inexorablemente atado a un régimen comunitario-tribal, cuya justicia se mueve por los canales de la solidaridad mecánica. En cambio, Simmel no establece una transición tajante entre dos estadios, pues en el presente se entreveran simultáneamente rasgos valorativos del pasado. Esto hace que la “división social del trabajo” como rasgo diferenciador de lo moderno no recaiga para Simmel en la profesión y la competencia profesional, sino en una multiplicidad de círculos concéntricos que diferencian al individuo.

Esta discusión de los padres de la sociología se convierte en un obligado punto de discusión para la historia intelectual y contribuye a definir, con rasgos metodológicos más precisos, la biografía intelectual de Gutiérrez Girardot. La sociología del siglo XX le ha atribuido al intelectual una posición muy ambigua a través de pensadores como Karl Mannheim, quien, luego de una reconstrucción ejemplar de sus exponentes e instituciones desde la Edad Media hasta el mismo siglo XX, lo ha llamado “inteligencia libremente vacilante”.13 Sin embargo, todavía cabe recurrir al olvidado texto simmeliano para destacar un rasgo particular que enriquece la imagen del intelectual y que estimamos, no por capricho, adecuado para resaltar la iridiscencia de la producción intelectual del ensayista colombiano.

En el capítulo seis de Sociología. Estudios sobre las formas de socialización, llamado “El cruce de los círculos sociales”, Simmel condensa su idea original de Sobre la diferenciación social. Allí parte del presupuesto de que la diferencia entre el individuo de pensamiento cultivado y el lego se marca por la posibilidad de que el primero amplíe y diversifique sus círculos sociales de contacto, mientras que el segundo queda contraído, en general, a asociaciones y representaciones más homogéneas y simples. Las asociaciones de origen, como la familia, se van ampliando y diversificando por los contactos, los estudios, las oportunidades, y surgen así “nuevos círculos de contacto, que se cruzan en los más diversos ángulos con los antiguos, relativamente más naturales y constituidos con base en relaciones más materiales”.14

 

Esta primaria implicación sociológica, con la que Simmel apunta a procesos de mayor heterogeneidad y complejidad, conlleva un aumento de la libertad, de la posibilidad de elección del grupo al que se desea estar sujeto. El más notable ejemplo de una “superconstrucción de círculos” por fuera del condicionamiento “orgánico inmediato” lo proporciona “la república de los sabios”: “unión semi ideal, semi real, de todas las personalidades que coinciden en un fin tan general como el conocimiento y que pertenecen a los más diversos grupos, por lo que se refiere a la nacionalidad, intereses personales y especiales, posición social, etc.”.15

Ya desde el Renacimiento se puede constatar “la fuerza del interés espiritual y cultural, que logró unir en una comunidad nueva los diferentes elementos pertenecientes a los más diversos círculos”.16 Esto produjo acercamientos de nacionalidades, clases y profesiones diversas; abrió expectativas de participación común, activa y pasiva, en los pensamientos, los conocimientos y las actividades, de variadas formas y clasificaciones inéditas hasta el momento. Reinó la idea de que ciertas personalidades distinguidas pertenecían a la mencionada comunidad ideal, idea que fundamentó una nueva jerarquía acatada por los hombres de poder, por “un nuevo análisis y síntesis de los círculos, por decirlo así”.17 Todo ello señaló un espíritu independiente, de orgullo y cosmopolitismo: “el criterio de la intelectualidad pudo funcionar como base para la diferenciación y formación de círculos nuevos”.18

Las agudas observaciones de Simmel sobre el estrato intersticial de los intelectuales en la Europa moderna, cuyos rasgos no se han borrado del todo en el siglo XX, nos vienen como anillo al dedo para tratar de brindar explicación a la vida intelectual de Gutiérrez Girardot. La complejidad de contactos con círculos académicos, intelectuales y estéticos, con selectos miembros de la filosofía, academia y artes literarias, procedentes de diversos contextos nacionales, se efectuó no solo por su peculiar genio o mal genio, sino porque justamente esos contactos liberaron su personalidad tanto a afinidades íntimas como a rechazos vehementes, no menos extendidos y complejos. Esto determina en Gutiérrez Girardot, para volver al análisis clásico de Simmel, una “subjetividad nueva y más alta”.19 En efecto, esta complejidad de factores convergentes en una misma personalidad la afectan con cualidades como la mayor desenvoltura, pero igualmente con vacilaciones que multiplican los conflictos y crean un dualismo desgarrado. Sin embargo, ello también es efecto y parte de una personalidad singular, con las pugnas negativas, pero con los horizontes multiplicados y enriquecidos por estos debates interiores y exteriores.

Moda biográfica y filosofía ilustrada de la historia

“El biógrafo cae en la mentira, en el encubrimiento, en la hipocresía, en la ocultación e incluso en el disimulo de su propia falta de comprensión, pues la verdad biográfica no puede alcanzarse, y si pudiese alcanzarse, sería inservible”, escribe el implacable Freud sobre un género histórico del que desconfiaba profundamente.20 De este modo, la biografía era un documento mendaz, uno que develaba la impotencia del biógrafo y que no diría ni podría aclarar, en suma, nada del biografiado. Nada más alentador que estas palabras lapidarias del padre del psicoanálisis para desenredar la trama metodológica que pueda justificar una empresa a la que hacemos cara, pese a la incomprensión y oposición generalizadas.

Freud se refería a un modelo de práctica historiográfica que llamó en su momento el sociólogo de la literatura Leo Löwenthal “moda biográfica”. Un género que se hizo muy popular en los años de la República de Weimar y que catapultó la fama de autores como Stefan Zweig y Emil Ludwig. La biografía exaltaba la genialidad de su héroe y hacía de él un modelo de virtudes sobrehumanas que iluminaban toda una época y daban consuelo en aquellos años tenebrosos y sombríos. Estos eran los años devastadores de profunda crisis, en los que la masa de nuevos lectores, sin un gran bagaje cultural, se volcaba ávida al consumo de una literatura histórica que el mismo Löwenthal comparaba con un bazar oriental: venta de pócimas de grandeza, genialidad y superheroísmo en dosis impúdicamente baratas. Estas baratijas biográficas hicieron época.21

Tras la biografía, como género en auge en la época de entreguerras, se escondía algo más que la voluntad de trivialidad que hizo tan abrumador el éxito de autores como Zweig. Ella ocultaba las sombras del presente con el luminoso ascenso histórico de la burguesía, al menos desde el Renacimiento. Con este género y estos magníficos ejemplares del pasado (Da Vinci, Lincoln, Hölderlin, entre otros), se caía en la tentación de denunciar la decadencia del presente. El mundo histórico de la burguesía caía despedazado por la Primera Guerra Mundial, el “mundo de ayer” se derruía abruptamente, y la biografía del genio o del artista genial complacía a lectores poco exigentes que consumían literatura de entretenimiento con el ánimo de escaparse de las consecuencias negativas de esos años sombríos, hambrientos, inflacionarios, revolucionarios e inciertos. El genio salvaba a las masas de su sórdida existencia, hacía que el anónimo súbdito, que se sentía como el ratón Jerry permanentemente en fuga ante la persecución del gato malvado Tom (la serie fue creada justamente en el incierto año 1940), tuviese la proyección fantástica de su yo, concluía Fromm.22 La biografía del genio, que encubría y disimulaba la incomprensión, como resaltaba Freud, fue una típica factura de la cultura de masas, un género histórico fácil, cómodo y complaciente.

Lo que no cabía en la cabeza de Zweig, y por ello se convierte en un oportunista ideólogo del pasado burgués, es que, si el presente era una ruina, era porque el pasado lo había generado así. En realidad, nada de ese pasado valía la pena salvar como firme valor o consuelo. La miseria del presente era la del pasado; “todo documento de la cultura —escribía Benjamin— es un documento de la barbarie”.23 Y una fuente histórica también lo es. La discontinuidad, que fervorosamente alentaba Zweig con sus biografías de ventas elevadas cual pirámide hasta el cielo, constituía una trampa astuta.

La biografía quiso salvaguardar los valores en ruinas de la burguesía en la época de entreguerras; sus autores volvieron la vista con el deleite falsificador de un pasado feliz, orgulloso y espléndido, que servía de telón retrospectivo de una clase burguesa en ascenso. Esta, junto con la modernidad, iba de la mano de los grandes hombres. De ahí que el biógrafo se convirtiera en un versátil notario de ese esplendor del pasado y de la miseria del presente, y de ahí que viera la necesidad de hacer coincidir la genialidad artística, el producto exquisito artístico, con la grandeza incondicional del personaje biografiado. Ese modelo era especular, una ilusión histórica inalcanzable, un pozo de consuelo y, finalmente, una invitación soslayada de inacción política.