Rafael Gutiérrez Girardot y España, 1950-1953

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La quiebra de 1898 estuvo acompañada de la literatura llamada del desastre, que también anidaba una revancha poscolonial-regeneracionista. Si España había perdido las colonias de ultramar y había sido sometida a la más degradante humillación en la firma del tratado de paz con la emergente potencia norteamericana, las ilusiones de continuar por otra vía su empresa secular de dominio extraeuropeo no cejaron. Expresó tempranamente ese ambivalente interés el líder conservador Silvela, presidente del Consejo de Ministros (1899-1900), al hablar de España “sin pulso”, pero con una misión todavía que cumplir. Lo dijo de una manera que deseaba borrar con la esponja del cinismo todo el mar de sangre regado, muy en particular en la Cuba rebelde, y que postulaba el irrenunciable papel tutor o que retrataba un modelo de conducta al convocar al Congreso Ibero-Americano en Madrid. Partía así de los orígenes de la hispanidad militante:

El primer elemento que para esta regeneración necesitamos es la fe en nuestro porvenir […], la cual no puede cerrarse en los límites de la Península española, sino que es preciso que se extienda, que tienda sus miradas y abra sus alas por aquel continente donde está la raza de nuestros hermanos, donde están los elementos de riqueza y desenvolvimiento de todo género y donde nuestra personalidad europea hallará un relieve que nosotros solos, en nuestra vida interior, no podemos alcanzar. En el esfuerzo de nuestros hermanos, en la confianza que ellos tengan en nuestras iniciativas, en que ellos acepten nuestra representación en Europa de todos sus intereses, de todas sus esperanzas, de todos sus legítimos derechos, de que ellos acepten que nosotros seamos en Europa la voz de América, la representación para vencer todas las dificultades, la mano tendida a través del Océano, para todas sus necesidades y aspiraciones, de todo eso pende la esperanza de que alcancemos un porvenir de desenvolvimiento que sea algo proporcionado y que recuerde de alguna manera el pasado de nuestra patria.18

Como pórtico de esta debacle nacional sobre el destino de la hispanidad, deseamos citar las palabras que el joven Ortega y Gasset, con una prosa siempre limpia, animada, con rasgos dramáticos y ya precozmente madura, dejó como testimonio de ese acontecimiento determinante para su generación:

No se borrará, no, fácil ni prontamente las impresiones del desastre en los que hemos abierto los ojos de la curiosidad al tiempo de los fracasos. En esa edad que reclama la confianza en todo, que de cualquier pedazo de cosa forja un ideal, nosotros no hemos visto sino agonías y rompimientos. Desde luego fuimos desconfiados y esa musa triste de la desconfianza nos prestó la intuición de que aquellas cosas estaban bien derrotadas y bien muertas.19

La quiebra española de 1898 era, en el caso cubano, el episodio final de un proceso incontenible. Desde hacía al menos medio siglo la economía cubana estaba en manos de los norteamericanos, como lo subraya el distinguido antropólogo Fernando Ortiz:

En 1850 el comercio de este país con los Estados Unidos ya es mayor que el mantenido por ella con la metrópolis hispana y los Estados Unidos asumen definitivamente su condición geográfica natural de mercado consumidor de la próxima producción cubana, pero también sus privilegios de metrópoli económica. Ya en 1851, el Cónsul General de los Estados Unidos en La Habana escribe que Cuba es una dependencia económica de Estados Unidos aun cuando políticamente siga gobernada por España. Desde entonces el azúcar gobernó en Cuba y sus aranceles fueron aquí más influyentes que las constituciones políticas, como si todo el territorio de nuestra patria fuese un inmenso batey y Cuba solo un nombre simbólico de una gran central dominada por una corporación extranjera de accionistas sin nombre.20

Marcelino Menéndez Pelayo. La siembra dogmática sobre la hispanidad

La pieza clave del renovado ideal hispánico de mediados del siglo XX procede, en sus raíces profundas, de Marcelino Menéndez y Pelayo, Ángel Ganivet, Ramiro de Maeztu y Miguel de Unamuno, ideario que fue adecuado a una época de transición del Gobierno de Franco, entre el bloqueo internacional por el apoyo al eje nazi-fascista en la Segunda Guerra Mundial y la reincorporación en el concierto de la Guerra Fría como gran alfil de lucha contra el comunismo en los países de lengua española. Alfredo Sánchez Bella, uno de los artífices más connotados de esta restauración hispánica, hace parte de una corriente de pensamiento que pretende revivir o preservar el ideario católico y el tradicionalismo político-social, corriente que logra tanto articularse decisivamente, gracias al alzamiento militar del 18 de julio de 1938 contra la República, como traducirse en políticas de Estado desde el triunfo de Franco tres años después.

Deseamos trazar una ruta sintética de este proceso de la historia intelectual española, que con tanto ahínco determinó el curso de la formación de joven becario colombiano Rafael Gutiérrez Girardot, a su arribo a Madrid en 1950. Sin este sintético contorno (escorzo sería el término predilecto de Ortega y Gasset), resultaría inexplicable la imagen histórico-cultural de España que el residente en el colegio guadalupano elaboró y asimiló, y que determinó, en una medida considerable, su carácter, vida y obra, en el curso de medio siglo siguiente.

El erudito santanderino Menéndez Pelayo se erige como la máxima figura de la restauración de los valores de la eterna España en la época dominada por Cánovas del Castillo.21 Ganivet hizo de este postulado la razón de su obra. Maeztu hizo de la historia del pasado remoto hispánico el porvenir, “la guía nacional para el futuro”. Unamuno recreó estos motivos, los profundizó y los trivializó sensacionalmente. La obra monumental de archivo y bibliografía de los clásicos del solitario estudioso Menéndez Pelayo salió del escaparte de su gran biblioteca (60 000 volúmenes) a las calles, con los Ganivet, Maeztu, Unamuno, etc. Todos quisieron dar vitalidad al pasado español, a los siglos de grandeza imperial, a los teólogos de Vitoria en adelante, a la literatura barroca del siglo XVII. Fue una proeza intelectual muy típica, una respuesta literaria desesperada a una situación histórica desesperada.

Menéndez Pelayo trazó la ruta de la renovación de la fe por las figuras que hicieron a España grande, por la apoteosis de un ayer que no opaca el brillo mendaz de una época presente sumida en los ensueños enciclopédicos y la cháchara positivista. El nacionalismo exaltado y la fervorosa fe católica hicieron de Menéndez Pelayo un emblema para los conservadores de la Restauración, índice de una nación latente con un pasado glorioso de grandes pensadores y teólogos escolásticos, quienes supieron afirmar la cruzada de Trento contra la herejía luterana, condujeron la odisea evangelizadora en medio mundo y adelantaron el advenimiento de Ignacio de Loyola: “Tal es nuestra grandeza y nuestra gloria”. La renovación intelectual era a la vez un retroceso, una cuadratura del círculo cultural que hacía del antier lo más vigente y el pasado inmediato una rémora heterodoxa por rebatir, remover y liquidar. La utopía conservadora, o contrautopía de Menéndez Pelayo, hecha de nostalgia histórica, erudición libresca, ánimo antiliberal, fe católica e intolerancia rancia, fue la expresión de una decadencia o desgaste de todo un sistema político, pero, en especial, fue la respuesta desesperada, de majestuosidad enteca, que reavivó en la España de fin de siglo el problema insoluble del atraso español, de la impotencia desesperada ultranacionalista y ultramontana de haber sido y ya no ser.

Como cabeza del partido clerical, o de los neocatólicos, Menéndez Pelayo hizo de los estudios del pasado español una cruzada con tintes políticos. Sus primeras arremetidas polémicas fueron sus contribuciones en prensa recogidas más tarde en La ciencia española. Inspirado en De Maistre y De Bonald, pretendía salvar el honor de España, frente al supuesto atraso científico y económico, resaltando las figuras de los siglos XVI y XVII. Menéndez Pelayo protagonizó así una célebre disputa a temprana edad (con 19 años, ya no había nada tierno en él), una que se llamó “la polémica de la ciencia española”.

Esta polémica, sobre todo para el franquismo, tiene un carácter tópico, programático y simbólico de la lucha en España entre el progresismo, positivismo y krausismo, y la tradición católica. La polémica se inicia coincidentemente con la Restauración canovista y va a involucrar a un número significativo de intelectuales, representantes de diversas corrientes del pensamiento español de esas décadas. Es, además, la polémica un anticipo de los grandes debates que en torno a 1898 van a tipificar las generaciones posteriores, así como un índice del estado filosófico e intelectual español de esos años. La polémica no podría resultar hoy abstrusa, con un aire anacrónico acusado, de una dosis de dogmatismo rezagado.

Sin duda, es el nombre de Menéndez Pelayo no solo el protagonista de la polémica de la ciencia española, por el torrente de erudición abrumadora con que le da piso y defiende el honor mancillado de España por el liberalismo extranjerizante, sino también el que aviva una actualización del pasado español, quizá antes no encendida en este grado y escala. Gracias a esta polémica, Menéndez Pelayo se gana un renombre público en todo el mundo de lengua española, lo cual complementa naturalmente mediante Los heterodoxos españoles y con lo cual tiene ocasión de acceder excepcional y prematuramente a la cátedra de Literatura de la Universidad Central. Todo esto hace a Menéndez Pelayo también un intelectual en el sentido moderno del término. El renombre de intelectual católico lo va a acompañar en sus gestas erudito-doctrinarias en las décadas siguientes y lo va a identificar, como el indiscutible paladín de una defensa de lo eterno español, con

 

[…] la existencia (o no) de una filosofía genuinamente española, la importancia científica española y su aportación a la ciencia mundial, la decadencia española, las relaciones entre nación y religión (o entre España y el catolicismo), el papel de la historia y la tradición en la conformación de la identidad española.22

La polémica arrancó, como se ha estudiado suficientemente, en 1876 con el artículo de Gumersindo de Azcárate en Revista España, artículo en que afirmaba que el atraso científico español se debía a la carencia de libertades durante los últimos tres siglos. La polémica se encendió, pues, en las nacientes restricciones de las libertades públicas del canovismo, el cual recordaba la expulsión de miembros connotados del krausismo de las cátedras universitarias por el decreto de Orovio. La larga polémica de la ciencia española (compilada comprende tres gruesos tomos) se sumaba así a la polémica de la “cuestión universitaria” del año anterior. Para responder al aserto de Azcárate, un cierto Gumersindo Laverde azuzó al joven Menéndez Pelayo a refutarlo, defendiendo la honra nacional hispánica. Se le invitó a que opusiera al germanismo de los krausistas el hispanismo castizo, pues el atraso se debía, no a la carencia de libertad, sino al abandono apátrida de la tradición nacional-católica. Inaugura la respuesta Menéndez Pelayo, el 30 de abril del mismo año y en la misma revista, con un artículo titulado “Indicaciones sobre la historia intelectual de España durante los tres últimos siglos”.

A esta provocación de Menéndez Pelayo, que contenía el llamado de recuperar el pasado intelectual y científico de España, hundido en el olvido, le siguió una contribución de un tal Revilla, que es acusado como el Masson español y que remite a la entrada de España en la Enciclopedia, calificada de difamatoria. Aprovechó, entonces, Menéndez Pelayo para exaltar la Inquisición como salvaguarda de la ortodoxia católica española contra la perversa intromisión extranjera (en su exilio de Fuerteventura, Unamuno escribió al vuelo: “Es inútil que Menéndez Pelayo, creyendo destruir lo que él creía una leyenda, haya creado otra”).23 En apartados álgidos, como en las respuestas a José del Perojo, Menéndez Pelayo insistió en la prueba de los sabios o científicos chamuscados en la hoguera o torturados en los potros del Santo Oficio; Maeztu, en la antirrepublicana y propagandística Defensa de la hispanidad, justificó la Inquisición para proteger a España de los judíos y, sobre todo, de los falsos conversos, pues sostenía que el judaísmo era una raza, no una religión, y que había suficientes motivos para sospechar de su sinceridad cristiana.24 Más que la Inquisición, proseguía el filólogo santanderino, fue el siglo XVIII, el siglo ilustrado, con su jansenismo y enciclopedismo, el responsable del atraso español al desviarse de la tradicional ruta española.

La polémica de la ciencia española, aparte de los nombres cuyas huellas se han esfumado por el paso de los años, solo los recuerdan estudiosos: Laverde, Revilla, Cavanilles, Vidart, logra aclimatar una modalidad argumentativa dogmática, a saber, todo quien hable o critique o ponga en tela de juicio la tradición española es un traidor, un apátrida, un antiespañol. Criticar a España es ofender la nación española, la religión católica, los Reyes Católicos. La tradición española queda así inmunizada de los ataques de ilustrados, positivistas, krausistas o socialistas, que no son otra cosa que raposas malignas, malos españoles. El mismo cubano José del Perojo, el connotado primer traductor de La crítica de la razón pura, de Kant, es difamado como enemigo perpetuo de la religión y la patria, es ridiculizado por su ignorancia. La grandeza de la filosofía española está en remotas edades, antes de que España fuera España y fuera de la España tradicional católica, en el senequismo, el averroísmo, el maimonismo; y, mejor, en el lulismo, el vivismo y el suarismo. Luis Vives, advierte Menéndez Pelayo, está al lado y hasta sobre Descartes, Kant y Hegel.

A partir de cierto momento, hacia abril de 1877, cuando la polémica de Menéndez Pelayo parecía zanjada y los conservadores españoles seguían admirados de las palizas del joven desconocido a sus rivales liberales, súbitamente, desde la orilla de un ultraconservatismo, la ciencia española remozada fue puesta en tela de juicio. Solo en España, podemos suponer, podría parecer Menéndez Pelayo un sospechoso de herejía. En efecto, un tal Alejandro Pidal y Mon, tomista integrista, y más tarde ministro de Fomento del último Gobierno de Cánovas, vio un tono de discordia doctrinaria católica en la defensa de la tradición española por el filólogo santanderino; luego maestro del sobrino de aquel, el después también filólogo Ramón Menéndez Pidal. Solo hay una fe, una filosofía absoluta, resaltaba Pidal y Mon: la tomista sacada de la matriz del Angélico, la “única verdadera, la única completa, la única católica”. No Vives, sino santo Tomás la única verdadera filosofía, y así se juzgó una necedad libresca a lo que había sucumbido Menéndez Pelayo. No deseamos ahondar más en este ameno juego de naipes dogmáticos de quién puja más por la ortodoxia suprema.

Muchas de las cosas que se leen en esa polémica, se leen hoy abusando de la paciencia de sí mismo, pero de ello se saca la penosa conclusión de la raíz de la intolerancia, el fanatismo y el exceso de que se abusa (abusa Menéndez Pelayo) al refutar a sus oponentes intelectuales. La abrumadora erudición y el alarde memorístico se ponen al servicio de la sevicia argumentativa, de una especie de deleite macabro para aplastar, con trompetazos del apocalipsis, a sus enemigos de credo. Hay tanto de malicia patológica como de énfasis necio. Sus contemporáneos y las generaciones posteriores se pudieron admirar de los dardos envenenados del olímpico santanderino, que disparaba no desde un olimpo griego, sino desde la silla de paralítico ensoberbecido. Si Menéndez Pelayo tuvo el mérito de resucitar una galería de hombres de ciencia española que habían caído en injusto olvido, hizo de esas mortajas recién desempolvadas espantajos para asustar a liberales semiletrados, pero en el empeño se enajenó la dosis de jerarquías y escala a que obliga toda indagación de esta especie (había hecho esta tarea modesta décadas atrás el argentino Juan María Gutiérrez, quien con dosis de humor habla de sus “ilustres muertos desconocidos”).25

Ángel Ganivet y Ramiro de Maeztu. Dos cerebros anhelantes

Al filo de la guerra hispano-estadounidense, surgió una pequeña obra, un ensayo que quiso ser cimiento de la renovación espiritual, de pluma de un joven diplomático, Ángel Ganivet, y que lleva el llamativo y programático título Idearium español (1898). El ágil y breve ensayo se dirigía a una opinión pública nacional que Ganivet juzgaba atacada por la abulia, por la parálisis de su voluntad de acción, y sujetada a los embates de la desgracia y desmejora, al menos desde los viejos siglos de Felipe II. La aventura espiritual de Ganivet estaba justificada como expresión de su irresuelta angustia existencial por hacer notar la fatalidad providencial española: renunciar a todo “por sostener el imperio de la religión”; también renunció a su propia vida aparatosamente. Expresaba así una angustia nacional, una asociada directamente a la decadencia imperial española, y a la vez rechazaba la europeización de España, lo que sería la solución más expedita.

Pueblo pletórico de virtudes ultraterrenales, España ha perdido el rumbo en siglos de positivismo y capitalismo avasalladores, materialistas y groseros, que presumen de sus invenciones, de sus capitales inmensos, de su economía y relaciones internacionales fantásticas y presuntuosas. España ha perdido su rumbo espiritual, su centro, que había estado atado al estoicismo natural de Séneca; ha declinado, aunque no muerto. Esta apelación a Séneca como español de pura cepa, presupuesto de innúmeras disvariaciones del atolondramiento nacionalista de 1898, le sirve a Ganivet para recorrer el camino contrario al que el joven Marx emprendió en su tesis doctoral: mientras que Marx supo ver en el estoicismo, al lado del epicureísmo y el escepticismo, la raíz de la filosofía especulativa helénica, con su espíritu “absolutamente libre y dominador del mundo”, que le hizo decir con Prometeo: “En una palabra, yo odio a todos los dioses”, el disparatado y desenfadado Ganivet distinguió en Séneca el espíritu que precedió y nutrió el ideal religioso de la genial patria de Guzmán el Bueno, el Cid, Gonzalo de Córdoba, Cervantes, Velázquez, Goya, etc., último genio peninsular, ni francés, ni inglés. Se jacta en decir: Goya era una genio ignorante; Velázquez aún más.26 El senequismo fue, en manos de Ganivet, no la ocasión para restablecer el imperio de la razón libre sobre el mundo, sino el consuelo moral reparador de la desgracia nacional, ante la decadencia manifiesta por el ocaso colonial. No extraña así que Maeztu lo cite como columna de la hispanidad remozada (a punto de estallar la Guerra Civil) en su Defensa de la hispanidad.

La exaltación de las peculiaridades, el carácter irreductible de los rasgos nacionales, la sensación de atraso y la laceración de la decadencia son obsesiones y manías mentales que se tienen por virtudes nacionales, como formas perennes que definen y enorgullecen, que sellan y determinan por siempre. Este ahistoricismo sustancial y reacción antisociológica del tratamiento del “problema de España”, o “España como problema” eterno, tiene un sinnúmero de variables. Una de ellas es esta, expresada en este breviario del buen español: “Cuando todos los españoles acepten, bien que sea con el sacrificio de sus convicciones teóricas, un estado de derecho fijo, indiscutible y por largo tiempo inmutable, y se pongan unánimes a trabajar en la obra que a todos interesa, entonces podrá decirse que ha empezado un nuevo periodo histórico”.

Este recomenzar, volver la vista hacia atrás, para impulsarse hacia un mañana renovado y nuevamente grande, es un tópico no solo de Ganivet, sino en realidad un gesto historicista determinante para las generaciones siguientes. La intelectualidad española busca con ello remozar y actualizar ese pasado, para rehacer los hilos perdidos de una mancomunidad histórico-cultural hecha trizas por el vengativo pasar de los siglos más recientes.

El rechazo a la modernización y racionalidad económica para España se combina con exaltaciones del carácter perenne quijotesco, siempre rebelde, cuya ley única se resume en un papelito que guarda bajo el brazo como inmunidad difusa de todos sus actos: “Este español está autorizado para hacer lo que le dé la gana”. El crédito del español es su temple guerrero, su identidad territorial, su ortodoxa fe católica. El español de Ganivet vive de su “idea grande y pura” y hace de los inventos de la ciencia “vulgaridades rutinarias”:

Yo aplaudo a los hombres sabios y prudentes que nos han traído el telescopio y el microscopio, el ferrocarril y la navegación por medio del vapor, el telégrafo y el teléfono, el fonógrafo y el pararrayos, la luz eléctrica y los rayos x: a todos se les debe agradecer los malos ratos que se han dado, como yo agradecía a mi criada, en gracia de su buena intención, el que se dio para llevarme el paraguas; pero digo también que cuando acierto a levantarme siquiera dos palmos sobre las vulgaridades que me rodean, y siento el calor y la luz de alguna idea grande y pura, todas esas bellas invenciones no me sirven para nada.27

Esto no es más que el antipositivismo, una modalidad militante del antiintelectualismo español, que también hizo furor en la Alemania de entreguerras. Con él, y un orgullo demencial, se renunciaba expresamente a la bibliografía internacional, a los modelos teóricos de análisis social y económico, incluida la tradición utopista, la marxista o la positivista, de Comte y Spencer a Durkheim. Todo para desatar un sonoro discurso construido con llamaradas de ingenio, semichistes medio elegantes y una carencia casi absoluta de sentido de las proporciones intelectuales.

España estaba destinada, para Ganivet, si bien a ser la cola de la civilización avanzada europea, ser al menos la cabeza de los pueblos atrasados de la tierra. El hombre hispánico de Ganivet, con “alguna idea grande y pura” trascendental, ajeno a las invenciones técnico-científicas, es, sin embargo, “el hombre blanco” en el corazón del África negra. El último conquistador español, Pío Cid, quien cabalga sobre un hipopótamo en lugar del clásico rocín (en realidad, una especie cómica de Übermensch hispánico), tiene fantásticamente a sus pies todo un continente nuevo, la tierra Maya, habitada por “un hombre de tan pocos alcances” que carece “de un espíritu universal que piense en nosotros”. Esta universalidad hispánica frente al primitivo africano, “de tan pocos alcances”, era en las postrimerías siglo XIX el reducto romántico de las hazañas del conquistador del siglo XVI español, sin advertir el melancólico señorito granadino que esa franja de tierra africana estaba ya en poder de Cecil Rhodes, gracias justamente a la posesión de las invenciones del “telescopio y el microscopio, el ferrocarril y la navegación por medio del vapor, el telégrafo y el teléfono, el fonógrafo y el pararrayos, la luz eléctrica y los rayos x”. Pero no sobre un hipopótamo, sino sobre la artillería y aviación de Mussolini y Hitler, Franco quiso colmar sus ambiciones coloniales en el norte de África y así convertirse “en el heredero imperial de Carlos I y Felipe II”.28

 

El gesto antipositivista, la busca de esencias transhistóricas, la renuncia a los métodos más característicos de las ciencias sociales, la ontologización del carácter y ser español, ensamblado desde el Cid o el Quijote, etc., son variaciones de la misma tonada telúrica y racial, cuya ofuscación de la descentración o traición de esta sustancia implica pertinacia y exige violencia. La violencia se mantiene como solución y se reclama como meta última, pues para salvar la “ruina espiritual de España” es preciso poner una piedra donde está el corazón y “arrojar aunque sea un millón de españoles a los lobos, si no queremos arrojarnos todos a los puercos”.29 La elegante rimbombancia cultista senequista y el llamado al brutal sacrificio masivo por estas especulaciones patrioteras, de un nativismo de pandereta, se prolongaron en las generaciones hasta culminar en los proyectos culturales de la era de Franco. El intento de embalsamar la historia española en moldes tópicos resultó ser una empresa intelectual atrevida y deplorable.

Esta meta de la España renovada es también el destino de toda la comunidad de naciones hispanoamericanas, que deben retornar a alimentarse del alpiste cultural de su madre peninsular. Las variaciones son también, a este respecto, múltiples. España debe, para Ganivet, prohijar la “supremacía ideal” de los pueblos “que por nosotros nacieron a la vida”. El hispanismo es la matriz de un hispano-hispanoamericanismo en primer grado de consanguinidad espíritu-cultural, de innegable superioridad, que procede de la península a sus excolonias, con el afán de recuperar ese dominio connatural que, desde su independencia, ha sido contaminado “por la escarlatina de las ideas francesas”.30 Perdidas, al cabo, las colonias de ultramar político-militarmente durante el siglo XIX, queda la empresa de la reconquista cultural, el ápice necesario de la reacción antimoderna de España. Si España mira con recelo la Europa capitalista desarrollada, y rechaza esa vía de modernización, lanza la mirada imperial a sus anteriores posesiones, para compensar ese recelo por su manifiesta inferioridad con sentimiento de superioridad irrecusable. La misión irrecusable de la renovación espiritual de España, el nuevo Siglo de Oro que se avecina para Ganivet, comprende “todos los pueblos hispánicos”, fundidos “en unos mismos ideales, nuestros ideales”, que es “nuestra misión histórica”, una nueva “creación, grande, original”.

***

Una variante de este empecinamiento conservador nacionalista se encuentra en Maeztu, cuyo padre era propietario de ingenios azucareros cubanos, “con una situación brillante, incluso lujosa, con viajes, criados y caballos”.31 A la quiebra de la familia y muerte del padre, Maeztu se emplea temporalmente en Cuba como peón. Regresa a la península en 1891 y se involucra en el periodismo. Con Azorín y Baroja publica la revista Los Tres, que se fecha en diciembre de 1901. “Un viento de intranquilidad reina en el mundo”, escriben con un tono que recuerda vagamente el Manifiesto comunista. En un medio ambiente descompuesto, de bancarrota de ideales, Los Tres se presentan como jóvenes de “modestas fuerzas”. Desean así superar la postración española con una alta dosis de energía moral, de llamado a liquidar las llagas políticas, de aplicar la ciencia a los males sociales, con entusiasmo, con fe. Ni el cristianismo, ni el republicanismo, ni la democracia tienen una respuesta a la crisis de la hora. Su prédica se sintetiza así:

Aplicar los conocimientos de la ciencia en general a todas las llagas sociales, unas comunes a todos los países, otras peculiares a España, es nuestro deseo. Poner al descubierto las miserias de la gente del campo, las dificultades y tristezas de millares de hambrientos, los horrores de la prostitución y del alcoholismo; señalar la necesidad de la enseñanza obligatoria, de la función de cajas de crédito agrícola, de la implantación del divorcio como consecuencia de la ley del matrimonio civil.

En pocas palabras, un programa afín al regeneracionismo de Costa, de quien adelante hablaremos.

Con todo, no es esta nota reformista lo que caracterizó el posterior pensamiento hispanista de Maeztu. De Maetzu quiso un retorno medieval a una forma esencial de organización comunitaria hispánica, a una especie de corporativismo de los que tanto animó a los fascismos posteriores. La remembranza medieval de Maeztu es sintomática de este padecimiento de “la crisis de 1898”, y coincide a su manera con Nikolai Berdaiev, quien respondió a la Revolución de Octubre con la propuesta de Una nueva Edad Media. A primera vista, parece Hacia otra España distante al Idearium español, de Ganivet, en la temática y, sobre todo, en el modo de abordar las razones de la crisis finisecular. Pero esto es solo aparente e, incluso, es ilusorio tratar de trazar una diferencia muy notable entre estas dos obras. En Maeztu, sigue latiendo un espíritu calderoniano de rechazo a la modernidad europea y, sobre todo, al efecto del desarrollo de la ciencia y la industria para la sociedad contemporánea; como figura en Ganivet, se perciben por lo menos claras notas de la incomprensión de los resortes estructurales de la racionalidad occidental y sus consecuencias para España.

Maeztu habla igualmente del atraso español y se lamenta del desastre colonial. Los términos en que registra los insucesos son “los últimos trágicos acontecimientos”, “el aspecto ruinoso que ofrecen la patria y los ideales heredados”, “el dolor de que mi patria sea chica”, “juventud frustrada ¡perdida sin remedio!”, “parálisis progresiva”, “profunda depresión”, “penosa enfermedad”, “la raza de los inútiles, de los ociosos, de los hombres de engaño y de discurso”, “insensible agonía”, “pródigo arruinado”, “gran catástrofe”, “hemorragia, operada en el cuerpo de un anémico”, “Sedán colonial”, “Sedán ultramarino”, “fracaso de cuatro siglos”, y muchas más. Esta letanía autolacerante dice: “Arrastra España su existencia deleznable, cerrando los ojos al caminar del tiempo, evocando en obsesión perenne glorias añejas, figurándose siempre ser aquella patria que describe la Historia”. Y remata con que “este país de obispos gordos, de generales tontos, de políticos usureros, enredadores y ‘analfabetos’” no quiere verse en el campesinado mísero y sobreexplotado, en una industria y una minería no competitiva, en una universidad sin profesores titulares, en una prensa sin cerebro.