Rafael Gutiérrez Girardot y España, 1950-1953

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Frente al “Sedán doloroso”, Maeztu propone reconvenir el pasado español y volver la vista a sí mismos. Las raíces del fracaso español en Cuba es el fracaso del desarrollo económico español, al cual no cabe conjurar acudiendo a los oropeles de una historia gloriosa: predica Maeztu y pide fijar la atención en las demandas del mercado y la industria, en el desequilibrio regional de España, entre la desarrollada periferia vascongada y catalana, y la pobre y seca meseta castellana. España no solo ha perdido de manera humillante sus últimos reductos antillanos, sino que, desde su interior, emerge un mal concomitante: el separatismo amenaza destrozar la unidad nacional. La emergencia del separatismo es consecuencia de la quiebra de 1898, pero es el resultado más profundo de la fractura entre la rica España industrial y la pobre España agraria. Este separatismo, para Maeztu, no es el resultado de viejas rencillas étnicas incubadas por siglos, sino de la carencia de una estructura económico-social cohesiva; la proclama irresponsable de una intelectualidad inconforme, plaga ociosa que escribe en una prensa paupérrima de bohemia leguleya, más daño hace que una necesidad de la clase capitalista u obrera, pues la raíz del problema no es cosa de leyendas, sino asuntos técnicos de tasas aduaneras, de las empresas por acciones y del combate económico.

Para Maeztu, la intelectualidad española desfallece, pues, si del Sedán francés nació una pléyade de escritores y artistas de talla universal, el desastre de la guerra en Cuba solo ha creado sombríos intelectuales de menor nivel. Menéndez Pelayo se ha ahogado en sus “legajos medievales”, Castelar en sus “imágenes históricas”, Pereda se ha extraviado en “el esplendor de sus montañas”, Pérez Galdós, perdido por años en la historia, apenas se ha asomado a “la epopeya nueva —la industria del suelo—”; en fin, toda esa literatura “parece un canto fúnebre”. Ni Unamuno, “ese bilbaíno colosal” que lucha entre el misticismo y el análisis lógico, carece del valor suficiente. Hay algo de fuerza en el Ateneo de Barcelona, pero hasta el mercado literario en América está perdido para la intelectualidad española, por sus temas viejos, anacrónicos y rutinarios.

El lamento de la España, Mater dolorosa, este es el título del libro de Álvarez Junco, en la que se ha convertido la España de 1898, tiene en Maeztu un matiz muy singular. Pese a su estilo bronco, con el que desea mirar de frente las situaciones económicas y sociales, Maeztu también se caracteriza por su espíritu caballeresco, por su romanticismo estético, con el que desea dar salida a esta encerrona histórica; él desea oponer a la “coraza de un buen crucero” yanqui la del “buen corazón” hispánico. Maeztu anuncia una salida a esta postración; su obra parece un mensaje de reconciliación y esperanza, sin poder ofrecer un examen convincente de ese “fracaso de cuatro siglos”, sin salirse de indicaciones someras o consejos reglamentarios y enunciativos de esa honda catástrofe. Confió el ensayista vasco en la grandeza o el restablecimiento próximo de España, la España de la juventud industriosa (“pila”, como se dice en Colombia) que no vive del pasado fantasmal, sino del presente, que cocina “la olla de garbanzos, en las que hay que echar carne, mucha carne, si hemos de tener fuerzas algún día para hacer pedazos la olla, reemplazándola por otro artefacto, no menos útil, sí más estético”. Esta fina utopía de Maeztu, esta imagen utópica del futuro español, ya más industrial que propiamente ilustrado y no romántico, resulta siendo el colofón de sus reflexiones de la guerra recogidas en Hacia otra España: una decidida revancha generacional. Ese otro artefacto es una metáfora del dolor preterido, del anhelo de realidad, con pies en el vecino siglo XX, sin la ilusoria epopeya de los romanceros y las ventas y las mocetonas cervantinas.

Defensa de la hispanidad es el libro con que Maeztu se consagró al hispanismo de Ganivet. Dedicado al marqués Luca de Tena, propietario del abc de Madrid, periódico ultramonárquico hasta el día de hoy, el libro constituyó una clave ideológica para que el franquismo delineara una política diplomática cultural ante los países hispanoamericanos.32 La estadía de Maeztu en Argentina, pues había sido nombrado embajador por Primo de Rivera, y en particular el contacto con el cura Zacarías de Vizcarra, fueron decisivos para esta abrupta conversión del costismo al monarquismo católico como eje espiritual del mundo hispánico.33 La España tradicional serviría de imán de atracción a los pueblos hispanoamericanos, sumidos en una desorientación espiritual desnaturalizadora. La revaloración de la Conquista, cuyos símbolos eternos son Felipe II, El Escorial y Santiago, descontaminaba la leyenda negra.

Maeztu, muy locuaz, y a tono con el hitlerismo, despreciaba ya la Ilustración, un tóxico antipatriótico contra el nacionalismo vertebral, y oponía a los lemas revolucionarios de “libertad, igualdad y fraternidad” los de “servicio, jerarquía y hermandad”. Tomamos, a modo de ejemplo, solo un párrafo de Defensa de la hispanidad, uno que se puso al pie del falangismo español constituyente:

En otros países han surgido el liberalismo y la revolución para remedio de sus faltas, o para castigo de sus pecados. En España eran innecesarios. Lo que nos hacía falta era desarrollar, adaptar y aplicar los principios morales de nuestros teólogos juristas a las mudanzas de los tiempos. La raíz de la revolución en España, allá en los comienzos del siglo XVIII, ha de buscarse únicamente en nuestra admiración del extranjero. No brotó de nuestro ser, sino de nuestro no ser. Por eso, sin propósito de ofensa para nadie, la podemos llamar la Antipatria, lo que explica su esterilidad… Es el camino que Dios les señala. Y fuera de la vía, no hay extravío.34

Para el momento de la publicación de Defensa, de Maeztu codirigía Acción Católica, movimiento ultramonárquico y antirrepublicano. Entre otros, lo acompañaban en esa labor Pedro Saiz Rodríguez, José María Pemán y Enrique Suñer Ordóñez. Este último, consejero de educación bajo la dictadura de Primo de Rivera, había escrito un libro incendiario, Los intelectuales y la tragedia española, en que acusaba a los intelectuales, “en primera línea”, de “productores de la catástrofe”: “por ser los más inteligentes y cultos, son los más responsables” de la Guerra Civil. Ellos habían introducido y expandido el “sistema judaico-marxista” en España, inundándola en contra de sus tradiciones. La República los había consentido, no les había impedido la tarea de zapa, la cual por el contrario habían contrarrestado “esos dos grandes hombres, genios de hoy y mañana, que se llaman Mussolini y Hitler”.35 Tampoco Pemán se había quedado del todo atrás. En tan buena compañía, Maeztu dio a luz su colección de trabajos Defensa de la hispanidad, y en un momento en que había querido deshacer sus pasos al decir que su viejo y primerizo libro Hacia otra España merecía ser quemado.36 Es la hora de la defensa, del ataque, del asalto, escritos en tono apologético y marcial.

Defensa de la hispanidad reviste un interés especial para los países latinoamericanos. Entre la fascinación por la revolución soviética, por parte de sindicatos obreros, hombres de raza y federaciones estudiantiles universitarias, y la dependencia de la banca norteamericana, por parte de la élite empresarial, la única y verdadera raíz para las naciones hispanoamericanas es el ideal de la hispanidad. Así, en la hora en que la República española agita el amplio espectro de las derechas, Maeztu quiere servir de puente entre la península y las excolonias hispánicas en América. La hispanidad es una para él: transracial y transterritorial; España y las naciones hispanoamericanas, que tienen su raíz doble en la religión católica y la monarquía peninsular, comparten el mismo destino histórico. España se extravió por siglos, desde hace por lo menos dos o tres, al eliminar en la cabeza los Pirineos y abrazarse a Versalles, al dejarse seducir por la Enciclopedia y leer a Montesquieu, quien tenía ojeriza al atrasado pueblo español. Por ocuparse en imitar la filosofía, la ciencia política, las carreteras y los inventos franceses (el tema es también unamuniano), se olvidó España de su ser, quiso ser lo que no es, e inoculó esta enfermedad antipatriótica a sus colonias, envenenó con sus veleidades enciclopedistas a los americanos cultos (a los Bolívar y Toro). Hoy este error, afirma Maeztu, se ha enmendado, la historia dio la vuelta que favorece la causa restauradora de lo hispánico. En esta hora del siglo XX, Maeztu renuncia a su libro de juventud, Hacia otra España, en que procuraba que España fuera más fuerte, “pero pretendía que fuese otra […] y querer ser otro es lo mismo que querer dejar de ser”.37

España debe inspirarse en la tercera Italia de Mussolini, que ha vuelto a hacer de Roma “uno de los centros nodales del mundo”. En nuestras viejas piedras de hispanidad, debe erigirse la nueva España. Estas piedras, de Madrid a México, de Argentina a Manila,38 son tan gloriosas como las del Imperio romano, y más aún porque “la Hispanidad, desde el principio, implicó una promesa de hermandad y de elevación para todos los hombres”.39 Este sueño de generosidad ha sido el más alto gesto en la historia de la humanidad, la raíz del inextinguible ser hispánico, el cual se extiende por toda la península ibérica, se expande por todo el continente americano, del país azteca hasta las pampas argentinas, con las Antillas y Brasil, con las Filipinas, que fueron integradas a la humanidad católica por el ímpetu que les inspiró el padre Vitoria y la Compañía de Jesús. La Ilustración desvió la senda, conllevó el olvido de que el verdadero fundamento doctrinario de la Contrarreforma, en el Concilio de Trento, se debe al padre Diego Laínez, quien pronunció su discurso sobre la “Justificación” el 26 de octubre de 1546, fecha que obra en la historia de España lo que para los afrancesados el 14 de julio de 1789. Con este discurso, se detuvo la Reforma luterana, se dio el piso que inspira la universalidad piadosa del catolicismo español que exportamos al universo.40

 

Así España, la cual desde el siglo XVIII se había admirado de Versalles, de su enemigo más feroz, Luis XIV, y de la amante de este, madame Pompadour, seducida por las novedades de la Ilustración, precipitó y aun motivó la independencia de las colonias; fue España la causante de la rebelión americana porque los americanos, como las élites cultas españolas, cayeron bajo el hechizo de la Enciclopedia. De España se embarcaban los libros perniciosos que ahondaron la inconformidad, como lo documenta Ramón de Basterra para Venezuela. La desconfianza americana se ahijó en España, insiste Maeztu, sin no dejar de advertir, de la mano de El fin del Imperio español en América, de Marius André,41 que los americanos en la hora de la independencia, guerra civil entre hermanos, querían seguir siendo españoles de cepa antigua. Así que para Maeztu, tan hondamente tocado de su experiencia americana, aquella de cuya tradición intelectual hace gala de íntimo conocimiento (alude a Edwards, Lugones, Montalvo, Bolívar, Rubén Darío, Esquivel Obregón, Vallenilla Lanz), el hispanoamericano que hace la independencia resulta un híbrido entre afrancesamiento ad hoc y catolicismo monárquico de sustancia.

El ideario de la hispanidad es el sustento de una nueva filosofía de la historia, no una ilustrada, sino católico-barroca, arrancada del Concilio de Trento y afincada en el sentido íntimo de la comunidad. Es la comunidad, no la libertad racional, el fundamento informativo de esta vuelta de la historia, en la que los mismos intelectuales franceses, luego del exceso cartesiano, rezan el padrenuestro y el avemaría. América, entre la diplomacia del dólar y la bolchevización, no encuentra sus genuinos maestros. En desprestigio el liberalismo, en desprestigio Rousseau y Marx, “vuelve a alzarse ante nuestras miradas y nos hace decir que nuestro siglo XVI, con todos sus descuidos, de reparación obligada, tenía razón y llevaba consigo el porvenir”.42 Este ideal hispánico se resume en un hilo histórico, que, en esencia, desprecia la temporalidad, pues Maeztu considera vana la temporalidad, ríos que van al mar, y humo las glorias, ilusión las coronas de oro y laureles, etc. A contrapelo del Bosquejo de los progresos humanos, de Condorcet,43 el hilo tiene tres momentos sucesivos: “la Reconquista, la Contrarreforma y la civilización de América”.44 Este hilo o filosofía de la historia, si cabe así considerarla, habilita las más desaforadas conclusiones. Así como hay hombres superiores y esclavos, hay también pueblos elegidos y exhombres. Por eso, la humanidad, el sentido del humanismo hispánico, no se congracia con el comunismo, en que nadie ríe, ni con la igualdad, ajena a la esencia humana. Lo delata el sentido común, de una perspicacia sociológica indiscutible, porque donde hay infantes de Aragón hay pecheros.

La extranjerización, por virtud de la masonería en el siglo XVIII, perdió a España y sus colonias. Fernando VI y Carlos III enviaron virreyes borbones y clérigos jansenistas; Carlos III expulsó la Compañía de Jesús e impuso un nuevo sistema adverso de administración, así socavó la fidelidad de los americanos y sembró el rencor. Solo Menéndez Pelayo fue “nuestro libertador”, solo falta seguir sus huellas. La Ilustración ha perdido a España, matado su sentido de fe y su alto sentido del sacrificio. La vieja educación, basada en la obediencia cristiana, el sacrificio físico y moral y el refranero popular, se ha sustituido por una malsana instrucción pública que exalta el hedonismo individual y el tonto libre examen. Esto degrada y suprime la tradicional estructura económica gremial, basada en la obediencia de los aprendices al maestro, la cual todavía Maeztu vio en el pequeño comercio de españoles en Cuba. La gran compañía norteamericana, no el comercio al detal, con su estrecha relación de lealtades de dueño a empleado, se ha echado a perder; se ha echado a perder la España gremial vieja, el medieval communitas communitarium, el cual armonizaba la autoridad y la libertad, lo espiritual y lo temporal, el reino y el imperio. Con ello, Maeztu exalta la mentalidad de beneficio moderado, del justo precio que tenía fuerza vinculante en los hombres del siglo XVI, antes de la eclosión económico-burguesa del Renacimiento, es decir, la dinámica de los precios demasiado bajos, el monopolio, la inflación, el acaparamiento y el engaño propio de la economía capitalista.

Al mirar a la Francia ilustrada, España se traicionaba olvidando a sus juristas escolásticos, con lo cual Maeztu pasaba por alto que el primer gran escolástico español, Francisco de Vitoria, había estudiado en la Universidad de París con el flamenco Pierre Crockaert.45 Pero mirar al extranjero es la antipatria, la anti-España, para Maeztu y sus discípulos, como José Antonio Primo de Rivera, admiradores todos del españolísimo Mussolini, del españolísimo Hitler, como esencia imperecedera y por concluir. El desparpajo de la contradicción es la raíz del irracionalismo nacionalista, la cual apela a una rancia tradición nacional para salvar una crisis que es propia del siglo XX europeo, la crisis de las instituciones liberales decimonónicas (los partidos, el parlamentarismo, el imperialismo monopólico) en el marco convulsivo de la sociedad de masas del siglo XX. La fuente eterna de ese irracionalismo fue Mi lucha, en que la melcocha o colcha de retazos hace posible toda combinación de ideas o semiideas traídas de los cabellos; yuxtapone, fuerza las ocurrencias más extrañas e irreconciliables, y las obliga a hablar en su tono desafiante, violento, delirante.

En Defensa de la hispanidad, hay una consideración ambivalente sobre el valor de Rubén Darío, la cual no deja de distanciarse de los juicios emitidos durante largos años por Unamuno, pero abiertamente más burdos. Rubén Darío es “precisamente el más antiespañol de los escritores de América”.46 En su Autobiografía, se destila un comparativo desprecio por todo lo español, académico y hermosillesco, y una reverencia por sus “raros” de Francia, Italia, Inglaterra, Rusia, Escandinavia, Bélgica, Holanda y Portugal. Los paraísos artificiales parisinos invaden la cabeza del poeta americano. El extremo antihispanismo de Rubén Darío se muta, súbitamente, en gesto de solidaridad con España en 1898 y gracias al antiyanquismo escribe un himno en defensa de la raza común: “Ínclitas razas ubérrimas, sangre de Hispania fecunda, / espíritus fraternos, luminosas almas, salve!”. “El tema de la defensa de la Hispanidad”, anota Maeztu, “llena el alma del poeta por aquellos años”,47 pero sigue escribiendo absurdos como “Responso a Verlaine” o el herético “Poema de Otoño”: “Vamos al reino de la Muerte —por el camino del Amor”. Rubén Darío, sin embargo, inspira a Enrique Larreta, Carlos Reyles, Manuel Gálvez, Edwards Bello, Vallenilla Lanz, Arturo Capdevila, Enrique Ruiz Guiñazú, Toribio Esquivel Obregón, Juan Carlos García Santillán, Ricardo Levene y otros muchos más. También este movimiento prohispánico movió al uruguayo José Enrique Rodó a escribir su Ariel, “para decirles a los americanos del Norte que los del Sur tienen”, y Maeztu cita, a su vez, “una herencia de raza […], un vínculo sagrado que nos une a inmortales páginas de la historia”.48 La negación de la tradición, por Bolívar, Sarmiento y Darío, ha sido “la gran locura de la Hispanidad en el siglo XVIII y aun en el siglo XIX”,49 la tragedia, provisional, de nuestros pueblos.

Defensa de la hispanidad, de Maeztu, es un libro de propaganda, de reiteración hasta las náuseas de los tópicos de la defensa compulsiva de la labor cristianísima de España en la historia moderna, de la piadosa y santa cruzada humanista para colonizar América y de los eternos e inmarchitables postulados y valores para la humanidad toda.50 Nunca un pueblo, insiste una y otra vez Maeztu en cada una de sus páginas, hizo tanto por abrazar a los hombres en una sola especie civilizatoria, al expandir la voz del Evangelio al globo y sentar un nuevo criterio de humanidad; ningún pueblo del orbe, en la historia terrena conocida, contribuyó tanto a la aclimatación de la fe cristiana en la unidad, el sacrificio y la entrega de todos bajo la enseña de la cruz. Siempre nuestros españoles fueron los primeros, los mejores, los más grandes: por ejemplo, a Montesquieu se le estima por sus dos mil citas, mientras que Solórzano Pereira no baja de veinte mil y, aun así, se le desconoce. Nuestra gran locura es haber renunciado a esa incomparable herencia hispánica por imitar modelos patógenos, de la Ilustración al marxismo. Solo las minorías cultas, imbuidas de catolicismo profundo (como Chesterton o Scheler), pueden hacer renacer a una vida de jerarquías tradicionales contra el naturalismo democratero.

Con este libro, enfático, repetitivo y aburrido, se descendía de la prosa y las finas imágenes que la literatura de la llamada “edad de plata” había caracterizado (Ganivet, Unamuno, Machado y Ortega y Gasset) a una arenga para novicios, reclutas y cantineros. Así, la llama del hispanismo militante, que ardía en la gran erudición de Menéndez Pelayo o en la sugestiva intrahistoria de Unamuno, tocaba ras de tierra, servía de vehículo castrense al falangismo arrollador y luego al franquismo, para petrificar en lugares comunes, amedrentadores e indiscutibles, la política cultural de los años inmediatamente siguientes. Maeztu estaba así condenado a perecer en su propia esterilidad.

Don Miguel de Unamuno. Entre el paroxismo y la extravagancia intelectual

Todo español sabe de dónde le salen las voliciones enérgicas.

Miguel de Unamuno

Unamuno cumple un papel esencial en la configuración del pensamiento español del siglo XX, es uno de los más brillantes y confusos exponentes de la inteligencia de 1898. Su obra es varia, diversa, contradictoria y muy aparentemente compleja. En Unamuno también resalta la busca de la España “inalterable, casi desconocida”, la España adonde aún no llegan “ni el tren ni el automóvil”, “que conserva en el alma toda la recia primitividad del granito”, la España que “descansa y sueña”. La España de Unamuno no es la España del progreso, del siglo XIX, que considera grotesca ridiculez el subdesarrollo (la palabra no está en boga), sino la España pasiva y recóndita, de paisajes silenciosos, costumbres rústicas, modalidades sencillas. El socialista de 1894 llega a escribir una década después contra la ciencia, contra los adelantos científicos (con fineza dice que se caga en ellos), y lo hace con un irracionalismo desenfadado que toca la desvergüenza. El socialista Unamuno era el socialista de posturas socialistas muy sui generis y de lecturas muy insuficientes de Marx, aunque hizo alardes de profundizar en Hegel. Al final del ciclo, expresamente a partir de Vida de Don Quijote y Sancho de 1905, Unamuno, delirante, exaltaba a don Quijote con el mismo empeño con que años antes, en la revista Vida Nueva, había lanzado su grito de batalla: “¡Muera Don Quijote!”. Con la exaltación proclamaba su “españolicemos aún más”, respuesta a la “europeización” de España que Joaquín Costa había lanzado ante el lamentable estado social, económico y científico de la península tras el desastre de 1898.51 La consigna de Unamuno era una reacción nacionalista, un manifiesto de virulencia y anticuado antídoto al atraso; la exaltación del atraso por ser lo propio de lo cultural español hasta las cachas. “Españolizar Europa” era la boutade que hizo carrera. Este irracionalismo antieuropeísta marcó no solo su cenit intelectual, sino también la fulgurante fama de que gozó y sigue gozando en España y la América hispana.

Son clásicos sus largos pasajes sobre la llanura castellana, llena de nostalgia posromántica. Cualquier episodio con el mundo rural, cualquier lectura de la vieja España, le hace lagrimar los ojos o exclamar lleno de ansiedad contagiosa: una fonda, una corrida de toros, un ojo de agua en medio de la aridez. Nada puede llenar el corazón de sus lectores españoles e hispanoamericanos (incluimos en el mismo burladero a Eduardo Caballero Calderón), cuando el profesor de Filología Clásica de la Universidad de Salamanca escribe: “La corrida va a empezar. No me habléis de Londres, de Roma y de París; en ninguna de estas ciudades lidian toros. ‘¡Dichoso el que en Madrid puede gozar de función tan gloriosa!’”.52

 

Unamuno cumplió un papel político errático en el decurso de la turbulenta vida española, entre la proclamación de la Segunda República y el triunfo de Franco. El mismo 14 de abril de 1931, Unamuno saludó la República como “una nueva era”, el fin de “una dinastía que nos ha empobrecido, envilecido y entontecido”. Enseguida es nombrado rector vitalicio de la Universidad de Salamanca y, entre ovaciones, alcalde honorario de la ciudad. En la hora de la sublevación franquista, se presentó Unamuno a las autoridades municipales el 19 de julio de 1936, como se había presentado antes en la hora de la República, en conformidad con el volador sin palo de su brújula política. Unamuno entendió esta hora como un elemento de continuación para salvaguardar la civilización cristiana, “tan amenazada”, y se puso al amparo doctrinal de la pastoral “Las dos ciudades”, del arzobispo de Salamanca, Plá y Deniel, quien consideró una “cruzada” el levantamiento, en consonancia con el apoyo a los generales rebeldes que había dado ya el papa Pío XI. Con sus característicos modales histriónicos, Unamuno pidió al presidente Azaña que se suicidara “como acto patriótico” y a la vez ensalzó a los generales Franco y Mola. ¿Pasaba por alto el filósofo del paisaje castellano el ritual de corte asiático y la exaltación abusiva de la personalidad de Franco, con divisas del tipo “los Césares eran generales invictos. ¡Franco!”?53 ¿Era también eso unamunismo? En medio del desconcierto, las autoridades republicanas lo destituyeron del cargo de rector vitalicio, mientras que las franquistas lo ratificaban en él. A principios de octubre, en audiencia con Franco, quien había sido recibido en agosto de ese año por la población salmantina con “fervor maníaco”,54 Unamuno abogó por su amigo el pastor protestante Atilano Coco y rogó que no se bombardeara Bilbao, donde tenía dos casas. Fue desatendido. En fin, el 12 de octubre, en la celebración del Día de la Raza en el paraninfo de la Universidad, con otra acrobacia de saltimbanqui clown-intelectual, el rector vitalicio le espetó al general Millán Astray: “Venceréis, pero no convenceréis”. Hubiera podido decir lo contrario, impunemente. Pero la ocasión estaba tan sembrada de espeso terrorismo nacionalista que el filósofo de 72 años no pudo resistir la parodia abominable y siniestra de los vítores a la muerte. Unamuno murió poco después, el 31 de diciembre de ese fatídico año, destituido de su rectoría, cercado en su propia casa, sepultado con honores falangistas.

En Unamuno, se reiteran los tópicos propios de la intelectualidad de “orgullo y prejuicio” contra la sociedad de masas y la democratización de la cultura entre finales del siglo XIX e inicios del siglo XX. La crítica al conocimiento práctico, a la prensa, le es típico. Contra la prensa, que es uno de los vehículos más corrientes de los escritos de Unamuno, hay citas abundantes: “El público, oh lector, quiere cosas concretas, noticias, datos, información. Y yo cada día odio más la información y me interesa menos la noticia”. Por el contrario, el pueblo llano, sin contacto con los vertiginosos sucesos del día, lo seduce. Un pastor en la sierra de Gredos que vio por casualidad, después de un año, el atentado de Maura, le hace escribir: “¡Feliz mortal! Había de estallar una revolución a sus pies sin que él se enterase”. Contra la prensa (hay observaciones mordaces desde el “Prólogo en el Teatro” del Fausto, de Goethe), contra el turismo.

La descripción de paisajes, catedrales y sucesos históricos es en Unamuno aparentemente concreta, sensible. Pero es histórica y socialmente abstracta, producto del ocasionalismo del paseante solitario, de un nostálgico contemplativo que no ve la realidad cruda, el hombre concreto, el hombre concreto deshumanizado, la densa crudeza material del campesino, la cual desea envolver con tapices de imaginación exquisita. No hay realidad. Goytisolo escribe: “Con gran acierto, uno de nuestros ensayistas jóvenes analizaba recientemente la reacción de Unamuno ante el yermo castellano: la miseria de los demás no despertaba en él otro eco que una emoción mística, que le llevaba a considerar la desnudez del paisaje algo así como una emanación de su religiosidad personal”.55

Esta “religiosidad personal” unamunesca era el desplazamiento de la conciencia del ocaso del Imperio, una manera sofisticada de no comprender las causas del desastre de 1898. Era una especie, pues, de neobarroquismo, un cubrir con sonoridades verbales una realidad agobiante. Era literatura paisajista, telurismo difuso, contemplación profusa de detalles que hoy resultan profundamente aburridos. La decadencia de siglos se quiso conjurar en un océano de palabras y palabras y palabras. Recuerda lo que dice González Prada de Valera, “si tiene algo que decir escribe; si nada tiene que decir, escribe también”.56

Como contrapartida a esta reacción de anticapitalismo romántico, desprecia Unamuno la vida burguesa (al señor burgués que retrató con crudeza implacable Flaubert). Campo limpio, libre de heces físicas y morales, contra ciudad lectora de prensa y atravesada de tranvías, donde circulan ideas socialistas, abundan hombres de negocios y hay turistas. Esta es una dicotomía predilecta, sin llegar a la profunda crítica al turismo de masas de Thomas Mann en Mario y el mago. El progreso es ridículo, sentencia Unamuno. El campo reserva las eternas verdades; la ciudad, las miserias contemporáneas. Entre las miserias de esta civilización urbana está la sociología, que resume los disparates de la intelectualidad civilizada (contra la sociología también escribe Berdaiev en La nueva Edad Media). El discurso anticivilizatorio de Unamuno es un discurso antiurbano, antiburgués, antipositivista, antiparlamentario, uno que incluye crítica a los cafés, periódicos, teatros y turismo. Esta especie hispánica del anticapitalismo romántico era variable del que también en Alemania se cultivó, con consecuencias diversas, en torno al círculo de jóvenes universitarios de Max Weber en Heidelberg. Fue también el trasfondo de la crítica a la civilización occidental de Ernst Jünger, Oswald Spengler y Carl Schmitt, entre otros muchos intelectuales alemanes de entreguerras.

Bajo el título En torno al casticismo, Unamuno publicó la compilación de los ensayos que siete años antes, entre febrero y junio de 1895, había divulgado en los números del 74 al 78 de La España Moderna, famosa revista que dirigía José Lázaro Galdeano y donde publicaban los más representativos hombres de letras de la época.57 Entre la publicación original en prensa y la compilación, Unamuno ha sufrido la consabida crisis religiosa que medio lo deschavetó. La carta al editor catalán Santiago Valentín Camp lo delata: “Aquí me tiene usted en cierto cristianismo vago, evangélico, convencido que Dios no es necesidad racional”, “En el fondo soy un individualista, pero creyendo que el individualismo es la más firme base del socialismo y que llevados a su más pura expresión se identifican (hegeliano puro)”, “A nadie admiro acaso más que a Goethe, cuya comprensión del Universo fue tan vasta que no le cupo en sistema alguno y pudo decir que era a la vez deísta, panteísta, politeísta y ateo”.58 Así que Unamuno es cristiano, individualista, socialista, hegeliano y goethiano. Con el mismo desparpajo irracionalista, Mussolini se pudo llamar al mismo tiempo “aristócrata y demócrata, revolucionario y reaccionario, proletario y antiproletario, pacifista y antipacifista”.

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