Invitación a la fe

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3. JESUCRISTO POR DESCUBRIR

1. DE OÍDAS Y MUY POCO

Roma es una ciudad maravillosa, con un clima acogedor y una arquitectura fantástica, llena de estupendos monumentos, iglesias, palacios, perspectivas, parques, detalles, rincones y fuentes. Hay más cosas que ver que en ninguna otra parte del mundo: los monumentos de primera fila, señalados en las guías turísticas, y otros casi desconocidos, que en cualquier otro lugar serían una joya de la arquitectura y de la historia.

Los romanos son unos tipos encantadores, acostumbrados al trato social y divertidos. La mayoría tiene simpatía por el Papa y la Iglesia católica, aunque no practiquen. Con frecuencia, encuentras romanos que no han estado nunca en el Vaticano. No es por nada. Es que no les pilla de paso. Cualquier día irán, pero pueden pasar los años y morirse sin haberlo visto más que por la televisión.

Lo mismo sucede en París, que también es una ciudad espectacular. Mucha gente que vive en sus inmensas barriadas nunca ha estado en la torre Eiffel. Por supuesto que saben que está allí y la conocen por cultura general y por verla en la televisión, pero no sienten la necesidad de los turistas de tocarla y sacarse una foto. Forma parte de su paisaje de fondo y no les suscita ningún interés especial.

Algo parecido sucede con la figura de Jesucristo. En nuestra cultura y casi en todo el mundo, es una figura que está por todas partes. Probablemente es la figura humana con mayor impacto en la historia y en la cultura. Incluso marca el inicio del calendario más universal. Preside los miles de templos que hay en los centros de todas las ciudades y pueblos de Occidente. Y su cruz corona miles de edificios y está en las paredes de millones de habitaciones, clases y hospitales. Incluso con cierta polémica sobre si conviene que esté o no.

Pero, como si fuera el Vaticano en Roma o la torre Eiffel en París, para muchos forma parte del paisaje. Están acostumbrado. Por eso, si les preguntaran qué dijo o por qué es importante, les costaría explicar algo coherente. La mayoría diría que era una buena persona, y quizá alguno más experto mencionara que murió en una cruz o que mandó amar a los enemigos.

Es claro que hay una diferencia importante. Al fin y al cabo, el Vaticano o la torre Eiffel son monumentos. No tienen más mensaje que el de ser recuerdos históricos y símbolos culturales. Pero Jesucristo no es sólo un recuerdo histórico o un símbolo cultural. Tiene un mensaje que él mismo llamó “Evangelio” o buena noticia.

Empezó su misión diciendo: “Convertíos y creed en el Evangelio”. ¿Por qué hay que convertirse y en qué consiste ese Evangelio? ¿No valdría la pena enterarse?

2. EL EVANGELIO DEL REINO

Evangelio es una palabra griega que significa “buena nueva”, una buena noticia. Así empezó Jesucristo a predicar: “Arrepentíos y creed en el evangelio”, es decir: creed en esta buena noticia.

Y ¿cuál era la buena noticia?: que ha llegado el Reino de Dios. Para entender esta respuesta hay que saber más. Y hay que recordar que Jesucristo es un judío que se dirige a judíos. Los que le oían sabían que estaba prometido que un día vendría el Reino de Dios. Un Reino de Dios que renovaría el viejo reino histórico de Israel, tantas veces fracasado en la historia y derrotado por sus enemigos y, en ese momento, con doscientos años de dominación griega y romana. Todos conocían las profecías de los Profetas de Israel: Dios mismo instauraría su reino sobre la tierra.

Claro es que el anuncio de Jesucristo tenía que resultarles desconcertante. Porque Jesucristo predicaba la llegada del Reino, pero no se parecía a lo que podían esperar. Para derrotar a los invasores y vencer a los judíos colaboracionistas, tendría que reunir tropas, entrenarlas y lanzarlas sobre objetivos. O suscitar una revuelta y dar un golpe de estado para echar a las autoridades de Israel que habían pactado con los romanos. Hacía falta juntar gente, buscar armas, pensar una estrategia.

Pero Jesucristo no hablaba de política. Decía que había que convertirse para entrar en el Reino de Dios, que ese Reino ya había empezado, y que estaba entre sus discípulos. Y cuando explica detalladamente ese Reino en un sermón (el Sermón de la Montaña) empieza con las “Bienaventuranzas”, unas alabanzas a los que sufren y lloran, a los que tienen hambre y sed de justicia, y a los que son perseguidos por la calumnia. Así, enseña cómo ser muy fieles a la ley moral revelada en los antiguos diez mandamientos de los judíos. Y la explica, afinándola. En otro momento dice que hay que bautizarse y recibir el Espíritu. Pero ¿qué Reino es este?

Es difícil hacerse idea de qué pasaría por las mentes de los que lo oían. Muchos se quedarían admirados de la doctrina, porque era bella e iba acompañada de portentos y milagros, y quizá les conmovió la misericordia de Jesús ante el dolor, sin espectáculo. Pero aquello no parecía que pudiera terminar en un Reino normal en la tierra. En los Evangelios se ve que hay discípulos que no le entendían y alguno pertenecía a los grupos políticos de la época. Grupos subversivos, diríamos hoy, incluso terroristas, que llevaban armas escondidas.

Jesucristo no toma medidas políticas. En una ocasión se queja del Rey Herodes impuesto por los romanos. Y en otras, de la casta sacerdotal de Israel que ha pactado con los invasores. Pero no se queja por motivos políticos, sino porque no son fieles a la ley de Dios y a la justicia, y confunden al pueblo. Jesucristo ama la ley de Dios y sobre todo ama a Dios. Tal y como predica el Reino de Dios se ve que consiste, sobre todo, es una nueva manera de vivir. La buena noticia es cómo hay que vivir en esta tierra.

Ese mensaje ya estaba en los diez mandamientos, pero se le añade mucho más, porque Jesucristo dice: “Yo soy el camino, la verdad y la vida, nadie llega al Padre sino por mí”. Está en el evangelio de San Juan (14, 6).

3. IMAGINACIONES SOBRE CRISTO

Jesucristo es una figura valorada positivamente en nuestra cultura. La gente sabe poco sobre quién es y qué pensaba, pero se le suele tratar con respeto. Y muchas veces se hacen reconstrucciones o actualizaciones para acercarlo a los modelos en vigor. Hay un Cristo que se parece mucho al Ché Guevara, cuando el Ché caía bien como revolucionario que pelea contra los capitalistas, y no se le veía como un fundamentalista que destrozó la economía cubana y mandaba fusilar a sus enemigos. Desde luego Jesucristo no fue nunca un guerrillero ni mandó fusilar a nadie ni montó ningún estado policial. Otros han preferido presentarlo como una figura contracultural, un hippie de los años sesenta. O como un sabio oriental y un exponente de la vida ecológica al inicio del milenio.

Además, están las reconstrucciones del cine o de novelas de ficción, que no tienen ninguna base histórica y son mucho menos creíbles que los evangelios. Hay toda una reconstrucción reciente en torno a la figura de la Magdalena que no se corresponde nada con las fuentes que tenemos sobre Jesucristo. Pura invención.

Jesucristo, aunque haya podido ser idealizado por unos y por otros, en diversos sentidos, es una figura histórica muy bien situada. Tenemos testimonios de él incomparablemente más seguros que de la mayor parte de los personajes históricos de su época, incluidos los emperadores romanos. Y además son testimonios muy cercanos a su persona.

Sobre todo, tenemos los evangelios, que son textos muy próximos históricamente a la figura de Jesucristo, de manera que, por ejemplo, sabemos muchos más datos y mucho más cercanos de Jesucristo, que de Confucio, Buda o Mahoma o incluso de Julio César. También tenemos algunas menciones de historiadores romanos, como Tacito, Suetonio o el judío Flavio Josefo; aunque lo que les llegó fue la noticia de algunos conflictos con sus discípulos y una nueva religión.

Los evangelios nos cuentan que Jesús de Nazaret tenía un mensaje nuevo, pero no que fuera un revolucionario ni tampoco un hippie ni un aventurero ecológico. Los Evangelios cuentan detalles de su manera de ser, un poco de pasada, porque están centrados en su mensaje. Vivía sobriamente, pagaba sus impuestos y, por la noche, con mucha frecuencia se retiraba a orar. Fue muy exigente con sus discípulos a los que, si querían seguirle, les pedía la vida entera. No quiso intervenir en las cuestiones políticas de su tiempo y predicó la conversión para vivir honradamente y de cara a Dios. También pidió la fidelidad en el matrimonio.

Le gustaba predicar en parábolas, que son como historietas, para explicar cómo iba a ser y crecer este reino de Dios. Un reino que no se confundía con ninguna organización de la época. Que crecería poco a poco, como crecen las plantas y los árboles, que daría mucha alegría interior, como encontrar un tesoro; y que no se parecía nada a los reinos políticos. Se entraba en él por la fe y el bautismo. Se vivía procurando respetar la ley de Dios y amando a los demás con una gran entrega de sí mismo. Cuando le preguntaron resumió que todo lo que enseñaba se podía resumir en dos mandamientos: amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como él los amaba. Y hoy sigue igual.

4. LA ÚLTIMA CENA

En la historia de la primera comunidad cristiana tiene mucha importancia la última cena de Jesucristo, antes de su pasión y de su muerte. Según cuentan los Evangelios, en aquella noche, Jesucristo celebró una cena ritual que tenían los judíos para el día de Pascua. Se recordaba la liberación de Israel de Egipto, según se cuenta en el libro del Éxodo. Y se comía el cordero pascual. Además, como en toda cena ritual judía, se bendecía el pan y se servían varias copas de vino que pasaban de mano en mano.

En los relatos de los Evangelios no se habla del cordero pascual, pero se menciona que Jesús tomó el pan, lo bendijo dando gracias y lo partió diciendo: “Esto es mi cuerpo, que va a ser entregado por vosotros”. Y lo repartió entre sus discípulos. Resulta bastante sorprendente. Y al tomar la última copa ritual de vino, también dio gracias y lo bendijo, como era costumbre, y dijo: “Este es el cáliz (o copa) de mi sangre, sangre de la alianza nueva y eterna que será derramada por vosotros” (Mt 26, 26-28). Con esto daba a entender que se estaba renovando la Alianza de Dios con Israel. Además, les pidió que se reuniesen para repetir este gesto y que él estaría entonces en medio de ellos.

 

Desde entonces la repetición de esos gestos de Cristo, con la consagración del pan, como cuerpo de Cristo, y del vino, como su sangre, se hace en todas partes. Y es el núcleo de la vida común de los discípulos de Cristo. Desde el principio los discípulos de Cristo se han reunido y se reúnen para eso.

Pero falta algo más para entender el símbolo de esta reunión que nosotros llamamos la Misa. Decíamos que era una cena pascual y que se hacía con un cordero y que los Evangelios no hablan de ese cordero. En cambio, relacionan las palabras de Cristo con su muerte. Porque, en efecto. él dijo: “Este es mi cuerpo que va a ser entregado”. Y “esta mi sangre, que va a ser derramada”.

Como inmediatamente después de la última cena tuvo lugar la prisión de Cristo, su juicio, su condena y su muerte en la Cruz, los discípulos entendieron la relación de la última cena con la muerte de Cristo. Y se dieron cuenta de que Jesús hablaba del cuerpo que iba a entregar. Y de que esa entrega y muerte era el sacrificio de la renovación de la Alianza. Todo recibió una luz nueva cuando Jesucristo resucitó, al cabo de tres días.

Por eso, los cristianos, desde la primera hora, repiten los gestos de Cristo en la Última Cena, tal como él los pronunció, tal como están en los Evangelios y también en la primera carta de san Pablo a los Corintios (11, 23-26), donde lo cuenta detalladamente. Y esta ceremonia, que es la Misa, se ha hecho así desde el principio y en todas partes. Los cristianos celebran, a la vez, el sacrificio de Cristo, que se entrega a la muerte por llevar su misión hasta el final, y la resurrección, que es el triunfo sobre la muerte y la injusticia de los hombres.

Eso es la Misa. Muchos no saben qué tiene que ver esa ceremonia con la vida y muerte de Cristo. Y muchos no saben tampoco que se hace así porque Jesús mandó que se repitiera siempre en su memoria. Y tampoco saben que, participando en esa Misa, se pasa simbólicamente del hombre viejo, marcado, por el pecado, al hombre nuevo en Cristo. Es una resurrección.

5. LOS EVANGELIOS

Conservamos un pequeño libro sobre la historia de los primeros discípulos. Se llama los Hechos de los apóstoles. Cuenta los primeros pasos de la Iglesia cristiana. El inicio de la predicación que se hizo con una mezcla de esperanza por la resurrección de Cristo y de miedo, por la oposición y la persecución tan dura que padecieron.

Los Hechos de los Apóstoles cuentan que los discípulos comenzaron a reunirse y a hacer lo que había mandado Jesucristo en la Última Cena. “Haced esto en memoria mía”. Repetían los gestos de Cristo. Bendecían el pan y repetían las palabras de Cristo “esto es mi cuerpo” y lo repartían. Lo mismo hacían con el vino en la copa (o cáliz): repetían las palabras de Cristo: “Esta es mi sangre” y lo pasaban unos a otros. Y así celebraban la muerte y resurrección de Jesucristo y, en cierto modo, participaban en ello.

Además, en esas primeras reuniones cristianas se recordaban los hechos y dichos de Jesús. Se repetían sus parábolas y enseñanzas para que la gente las recordara y las viviera. Se recordaba con detalle su pasión, su muerte y su resurrección. También se leían otros textos de la Biblia.

Aquellos primeros discípulos, con esa mezcla de entusiasmo y de miedo, empezaron a viajar a las ciudades vecinas a Jerusalén: a Damasco, Antioquía, que están en Siria. San Pedro fue a predicar a Antioquía y, según nos cuentan los Hechos de los apóstoles, allí empezó la gente a llamar “cristianos” a los discípulos de Jesús.

En Damasco, se convirtió un joven judío muy impetuoso, que se llamaba Pablo y era de Tarso. Él, con otros discípulos, fue a predicar mucho más lejos, por toda la península Anatolia, que hoy es Turquía. Y pasó a Macedonia, en Europa, y quizá llegó a España. Por lo menos declaró que tenía intención de llegar. Otros cristianos bajaron desde Jerusalén a la capital entonces de Egipto, Alejandría, una ciudad enorme, donde vivían muchos judíos, y pronto comenzó a haber también muchos cristianos.

Los apóstoles que había elegido Jesucristo y los primeros discípulos iban contando lo que habían visto y oído, los dichos y hechos del Señor; y otros los repetían. Pero cuando empezó a pasar la primera generación, se vio la necesidad de poner todo esto por escrito. Así se redactaron los cuatro evangelios. El primero que se escribió fue posiblemente el de san Marcos, que fue discípulo de san Pedro y de san Pablo y seguramente conoció directamente a Jesucristo. Se redactó entre 20 o 30 años después de Cristo. También escribió un evangelio san Mateo, que era recaudador de impuestos y apóstol elegido por Jesucristo; es un poco más largo y detallado que el de san Marcos, aunque se parece mucho. El último fue escrito por san Juan, que era el apóstol más joven, probablemente al final del siglo. Es bastante distinto de los otros y se fija en largos discursos que los otros no han recogido.

El que queda es el de san Lucas. Es un médico, discípulo de la segunda hora, que probablemente no había conocido a Jesucristo. Cuenta qué hizo para escribirlo: “Puesto que muchos han intentado contar ordenadamente las cosas que han sucedido entre nosotros, tal como nos las han transmitido desde el principio los que fueron testigos oculares y servidores del mensaje, he decidido yo también, después de haber investigado con cuidado todo desde el principio, escribirlo por orden, querido Teófilo, para que sepas lo sólidas que son las enseñanzas que has recibido” (Lc 1, 1-4).

6. ¿QUIÉN ERA?

¿Cómo descubrieron los apóstoles quién era Jesús de Nazaret? Lo encontramos los Evangelios. Ya dijimos que los Evangelios no son biografías de Cristo, sino una recopilación de lo que se predicaba en las reuniones cristianas. Por eso están muy centrados en los dichos y hechos de Jesucristo, y en la narración detallada de su pasión muerte y resurrección. No nos cuentan su vida, sino solo su predicación y los hechos más importantes que nos demuestran que es el Salvador. Por eso, hay muchos detalles que no conocemos.

En esa historia cumple un papel muy importante Juan el Bautista. Era un personaje curioso y en los evangelios se le presenta como el último profeta de Israel, antes de la era cristiana. Estaba emparentado con Jesucristo, porque sus madres eran primas. Y había salido al desierto, según decía él mismo, “a preparar los caminos del Señor”. Predicó la conversión y la reforma de costumbres a los administradores, a los soldados y a todo tipo de gente. Era una figura llamativa, que vivía el desierto al norte de Jerusalén, se cubría con pieles y se alimentaba de saltamontes. Practicaba un bautismo de conversión en el río Jordan. Acudían miles de personas para saber lo que tenían que hacer. Y a cada uno le recomendaba cómo cambiar de vida.

Un día se acercó el mismo Jesús de Nazaret para ser bautizado. Y a Juan se le reveló de una manera extraordinaria que Jesús era el Mesías: vio el cielo abierto, al Espíritu de Dios sobre Jesús y oyó una voz que le decía: “Este es mi hijo amado” (Mt 3, 17). Desde entonces empezó a dar testimonio de que Jesús era el Mesías de Israel. Y le pasó a varios de sus discípulos. Porque decía con gran humildad: “Conviene que él crezca y que yo disminuya” (Jn 3,30). Y repitió ese testimonio hasta el final, cuando el rey Herodes lo mandó matar. Jesús manifestó un gran aprecio por Juan y dijo que era “el mayor de los nacidos de mujer”.

La escena del Bautismo de Jesús es el inició de la vida pública de Jesús de su predicación y de sus milagros, como Mesías de Israel. Jesucristo empezó a predicar que “el Reino de Dios está cerca” y a invitar a la gente a que se convirtiera para poder entrar en ese Reino. Tenía entonces unos treinta años. Empezó en la zona cercana al mar de Galilea. Por eso, muchos de sus primeros discípulos eran pescadores. Y les dijo que en adelante serían “pescadores de hombres”.

Al ver sus milagros y escuchar su doctrina, los discípulos quedaron convencidos que, como testimoniaba Juan el Bautista, Jesús era el Mesías esperado por Israel. Ya dijimos que el Mesías es una figura muy importante en la tradición de la Biblia y que se le anunciaba como el salvador y guía que Dios mandaría al pueblo de Israel. La palabra hebrea (o aramea) “Mesías” significa “el Ungido”, porque los profetas de Israel, habían anunciado que sería ungido con el Espíritu de Dios. En griego se traduce por “Cristo”. Por eso, la palabra “Jesucristo” es la primera confesión de fe cristiana. Quiere decir que Jesús de Nazaret es el Mesías enviado por Dios a Israel para renovar la alianza y abrirla a todos los hombres. Pero Juan también le llamó “el cordero de Dios”, profetizando que iba a morir para limpiar los pecados del pueblo.

7. LOS TÍTULOS DE CRISTO, DIOS Y HOMBRE

Un día Jesús comentó a sus discípulos los mandamientos de la ley. Y les decía: “Oísteis que fue dicho, pero yo os digo…”. Se quedaron a sombrados. Ningún maestro de Israel se atrevía a hablar así, como si tuviera autoridad sobre los mandamientos de Dios. Pero Jesucristo los comentaba y pedía más. El mandamiento decía “no matarás”, pero Jesús pedía no querer mal al prójimo y perdonar a los enemigos. Otro mandamiento decía “no fornicarás” o no te acostarás con la mujer de otro, pero Jesucristo decía que el que lo desea, ya ha pecado en su corazón. También en otra ocasión les explicó que él tenía autoridad sobre el sábado, el día de fiesta sagrado de Israel.

Los discípulos se asombraban, pero los que no le querían se escandalizaban: “¿Quién se ha creído este?”. Y mucho más, cuando en varias ocasiones Jesús declaró: “Tus pecados te son perdonados”. Decían: “¿Pero quién puede perdonar los pecados si no es Dios?”. Y todavía más: Según cuenta san Juan, Jesús les dijo que él era anterior a Abraham, padre de Israel. Y le replicaban: “Pero tú te haces Dios”. Pero Jesús les contestó: “El Padre y yo somos una misma cosa” (Jn 10,30).

Los discípulos se fijaban en que Jesucristo llamaba a Dios habitualmente “Padre” como cuando en castellano decimos “papá”, con toda confianza. En arameo, se dice “abba”. Y la palabra se ha conservado en los evangelios, que están escritos en griego.

En una ocasión, Jesús le preguntó a Pedro: “¿Quién dicen los hombres que soy yo?”. Y Pedro le contestó prudentemente que algunos decían que era un profeta como los antiguos de Israel. Pero Jesús insistió: “Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?”. Entonces san Pedro contestó: “Tú eres el Hijo del Dios vivo”. Y Jesús le dijo: “Bienaventurado Simón hijo de Jonás porque no te ha revelado esto ni la carne ni la sangre sino mi Padre que está en el cielo” (Mt 16,17).

Les quedó claro que Jesús era realmente Hijo de Dios y no solo de manera simbólica. Lo atestiguaban sus milagros, su autoridad sobre la ley, su relación especial con Dios Padre. Y tuvieron otro testimonio muy especial: la transfiguración. Poco antes de su pasión, llevó a tres discípulos a lo alto de un monte a orar (quizá el monte Tabor). Y allí, narran los evangelios, “se transfiguró”: vieron refulgir la gloria divina en su cuerpo y en sus vestidos. Y oyeron una voz de lo alto que les decía “este es mi Hijo amado, escuchadle” (Mt 17,5). Veían a Jesús glorioso, acompañado de Moisés y Elías, las mayores figuras de Israel, que representaban la Ley y los Profetas. Era la confirmación divina de quién era Jesucristo. La tuvieron los discípulos antes de quedar desconcertados por escándalo de la cruz. San Juan recordará en el Prólogo de su Evangelio: “Nosotros hemos contemplado su gloria, que recibe del Padre como Unigénito, lleno de gracia y de verdad”. Y también lo recuerda la segunda carta de Pedro (1,16-18).

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