La Pasión de los Olvidados:

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La Pasión de los Olvidados:
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LA EPOPEYA DEL CORAZÓN INDOMABLE

PRIMERA PARTE:

LA PASIÓN DE LOS OLVIDADOS

Juan Manuel Martínez Plaza

© Juan Manuel Martínez Plaza

© La epopeya del corazón indomable. Primera parte: La pasión de los olvidados

Enero 2021

ISBN ePub: 978-84-685-5630-7

Editado por Bubok Publishing S.L.

equipo@bubok.com

Tel: 912904490

C/Vizcaya, 6

28045 Madrid

Reservados todos los derechos. Salvo excepción prevista por la ley, no se permite la reproducción total o parcial de esta obra, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio (electrónico, mecánico, fotocopia, grabación u otros) sin autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. La infracción de dichos derechos conlleva sanciones legales y puede constituir un delito contra la propiedad intelectual.

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“… y eligió Dios la flaqueza del mundo para confundir a los fuertes…”

San Pablo (Primera epístola a los Corintios).

Índice

La Peregrina

Capítulo I

1

2

3

Capítulo II

1

Capítulo III

1

2

3

Capítulo IV

1

2

3

Capítulo V

1

2

3

Capítulo VI

1

2

Capítulo VII

1

2

3

Capítulo VIII

1

2

Capítulo IX

1

2

Capítulo X

1

Una primera despedida

La Peregrina

Nadie sabe muy bien cuándo fue la primera vez que aquella anciana indigente y chiflada se dejó ver, como surgida de la nada, por los alrededores del pueblo. Algunos dicen que ocurrió un soleado día de principios de otoño, otros que uno de esos días de perros de mediados del mes de Ocaso, según el dichoso nuevo calendario. Tampoco supimos jamás cuál era su nombre, a pesar de todo ella nunca lo dijo y, si así fue, no hay constancia de ello en ninguna parte. Tal era el misterio que la rodeaba.

Como tantos otros vagabundos parecía llevar como única indumentaria una sucia montaña de harapos superpuestos y empujaba un vetusto y oxidado carrito atestado de toda clase de trastos, cachivaches y cosas recogidas de la basura. A pesar de eso se la empezó a ver por los alrededores de la iglesia, registrando los contendores destinados a la caridad. Hablaba sola, a veces incluso a grito pelado, casi siempre cosas ininteligibles. Por eso todos pensaron que era una borracha o estaba ida, entre los de su clase aquello era habitual. No faltaban los que decían que su presencia resultaba molesta, pero tampoco los buenos samaritanos como el señor Simons, el propietario de la pequeña tienda de comestibles de producción local, que siempre se preocupaba de proporcionarle algo de comida. A pesar de las habladurías aquella pobre anciana no le hacía ningún daño a nadie, razón por la cual el inspector Wise y sus hombres decidieron no echarla del municipio.

Aquello sin embargo no evitó que acabara convertida en el objetivo prioritario de las pandillas de adolescentes, que deambulaban por las calles del pueblo a la búsqueda de nuevas diversiones. La vagabunda era la novedad en aquellos días y acosarla por puro entretenimiento pronto se convirtió en el deporte de moda. La mayor parte del tiempo podía parecer enajenada, pero cuando se la molestaba volvía en sí inmediatamente y reaccionaba de manera furibunda.

- ¡Fuera de aquí malditos mocosos! - amenazaba señalando con el dedo -. No sabéis con quién os la estáis jugando. Si lo supierais bien haríais en salir corriendo a vuestras casas para no volver a salir de ellas.

De joven debió de ser bastante alta y con buena planta, pero el peso de los años la había dejado menguada y encorvada. Además estaba medio ciega y sus movimientos distaban mucho de ser ágiles. Por más que gritara y agitara los brazos en señal de enfado no intimidaba a nadie, más bien al contrario despertaba lástima. Aunque no a sus habituales acosadores, que siempre trataban de robarle cosas de su carrito, lo arrojaban al suelo o la empujaban a ella entre risas y burlas. Había quien decía que los padres de algunos de esos muchachos les habían animado a martirizar a aquella pobre infeliz para que así se largara de una vez. Nunca pasó de ser un simple rumor, pero tampoco faltaban los que decían que, con respecto a la vagabunda, la policía local no estaba haciendo su trabajo. Tal vez los más jóvenes tuvieran que hacerlo en su lugar.

Hasta que un día la cosa pasó a mayores y papá se vio obligado a intervenir. Esa tarde un grupo de críos, y no tan críos, acorraló a la anciana en un callejón junto a unos cubos de basura. De las burlas y los insultos se pasó directamente a la agresión cuando ella intentó abrirse paso para escapar. Sobre su maltrecho cuerpo llovieron escupitajos, restos de comida, latas vacías y, finalmente, algún que otro objeto mucho más contundente. Por lo visto el impresentable de Andy, que siempre se las daba de duro y presumía de toda clase de fechorías, llegó a decir que iban a rociarla con un líquido inflamable y a prenderle fuego. Puede que sólo fuera una broma de mal gusto, pero a nadie en la situación de aquella desdichada le hubiera hecho la más mínima gracia.

Papá fue siempre una persona calmada y de temperamento afable, excepto cuando, por el motivo que fuera, se le terminaban hinchando las narices. Era entonces cuando parecía convertirse en un gigante, su voz un trueno anunciando tormenta, y ay de aquel que hubiera osado provocarle hasta tal punto. Al ver lo que aquellos chicos le estaban haciendo a la vagabunda no dudó ni un segundo. Andy se llevó un buen puntapié en su huesudo trasero y finalmente todos los gamberros se dispersaron. Su víctima había quedado tendida en el suelo y la herida sangrante que tenía en la frente no ofrecía muy buen aspecto. Papá la tomó en brazos y la llevó de inmediato al ambulatorio para que la atendieran. No recuerdo un mal gesto en su rostro a pesar del hedor que desprendía aquella mujer, más bien al contrario procuró tranquilizarla con palabras amables mientras ella regresaba a su ensimismamiento de murmullos incomprensibles.

En la consulta el doctor Stein la curó y le hizo un reconocimiento a fondo. Debió de encontrar algo extraño o realmente perturbador en ella. Si bien no hizo comentario alguno al respecto, papá dijo más tarde que eso lo pudo adivinar por el insólito estado de excitación en el que se encontraba Stein, un hombre habitualmente impasible, y por las preguntas que misteriosamente quedaron sin respuesta. El doctor indicó también que aquella mujer era realmente anciana, con toda probabilidad superaba los cien años y la vida que había llevado le estaba pasando la última factura. Sus riñones estaban empezando a fallar y padecía una neumonía que, si no se trataba debidamente, tendría consecuencias fatales. Aparte estaban sus problemas de visión, que más pronto que tarde la incapacitarían por completo. Se hallaba completamente sola y no sobreviviría al invierno si permanecía en la calle.

Fue entonces cuando papá, llevado por ese sincero sentimiento de caridad cristiana que siempre lo había guiado, tomó la decisión que cambiaría nuestras vidas, muy especialmente la mía. El pueblo era pequeño y no disponía de instalaciones para albergar indigentes y en el centro de acogida más próximo no quedaba ni una cama libre, pues en ese momento se estaban realizando reformas y la mayor parte del espacio no podía ser utilizado.

 

-Esta pobre mujer está muy enferma - afirmó -, si ha llegado su hora tenemos la obligación moral de hacer todo lo posible por ella, Dios así lo quiere. Nadie merece morir tirado en la calle como un animal. No, eso no puede ocurrir, no en nuestra comunidad. Somos gente civilizada.

Esa misma noche acondicionamos a toda prisa el viejo cobertizo del jardín trasero de casa. Hubo que vaciarlo de trastos y realizar una limpieza a fondo. Después llevamos la cama donde solían dormir los abuelos cuando venían de visita, además de una silla, una mesita de noche, una lámpara de pie y una estufa. Todas cosas que no utilizábamos y que habían estado guardadas en el sótano desde hacía años. El cobertizo era pequeño y un tanto espartano, pero aun así resultaría cálido y acogedor para la anciana, pues la mantendría a cubierto de las inclemencias del exterior. Papá ni siquiera se olvidó de su carrito. Podía parecer atestado de basura, pero sin duda era muy valioso para ella.

En un principio mamá manifestó sus dudas al respecto, en verdad no sabíamos nada acerca de aquella mujer, tampoco encontramos a nadie que fuera capaz de decirnos quién era. Sólo una vagabunda desconocida, sin pasado y sin nombre, que un día apareció como por arte de magia. Sin embargo mamá siempre había confiado en papá, lo consideraba el hombre más justo y más bueno sobre la faz de la Tierra, incapaz de hacer nada que pudiera perjudicarnos. Tras discutirlo durante más de una hora ambos acordaron que nos ocuparíamos de la anciana, pues estaban convencidos que no viviría demasiado.

Mi hermana mayor, Sandra, no se lo tomó nada bien. Estaba en esa edad rebelde en la que contravenir los deseos o imposiciones de los progenitores resulta casi una obligación, por lo que no tardó en manifestar su profundo descontento.

-¡Eres un bobo ingenuo papá! - protestó airadamente - ¿Qué diablos vamos a hacer con esa vieja chiflada? ¡Pero si tan siquiera tienes la menor idea de quién es! ¡A mí no me vais a liar en esto, no pienso lavarla, ni llevarla al baño ni ninguna de esas mierdas!

A lo que mamá contestaba con calma:

-No hables así de tu padre y haz el favor de ponerte en el lugar de los demás. Dios no quiera que un día acabemos como esa mujer. Es horrible terminar tus días completamente solo y sin hogar, sin tener a alguien a tu lado para que te eche una mano cuando más lo necesitas. Sentir compasión hacia el que sufre, procurar aliviar su dolor aun cuando sea un simple desconocido, es una de las cosas que nos hace humanos.

Siempre he dado las gracias por tener unos padres como los que tuve, a veces pienso que es casi imposible que existieran unos mejores. Supongo que muchos otros piensan eso mismo en relación a los suyos, después de todo te dieron la vida e hicieron lo imposible para que lograras salir adelante. Pero por aquel entonces yo no tenía forma de saber lo que me depararía el futuro y, al igual que mi hermana, de entrada no acepté de buen grado la decisión de acoger en casa a una extraña. Si no lo manifesté tan abiertamente como ella fue porque quise darle un voto de confianza a papá.

Confieso que la vieja vagabunda me daba miedo al principio. No me agradaba su olor a decrepitud, la fealdad de su vejez y de las cicatrices que surcaban su arrugado y consumido cuerpo, sus sucias ropas que finalmente terminamos quemando y mucho menos aquella mirada casi vacía y sus incomprensibles soliloquios. Tal vez me recordaba demasiado a las brujas malvadas de los cuentos infantiles, esas que encerraban a los niños en jaulas para cebarlos como marranos y después comérselos. Pero casi desde el primer momento pude percibir algo más en ella, algo misterioso, una fuerza ignota y al mismo tiempo irresistible. No era una chiflada sin hogar más, escondía numerosos secretos y, a pesar del temor, me moría por descubrirlos. Sandra se burlaba de mí cuando manifestaba estos presentimientos, asegurando que, como todos los mocosos de mi edad, dejaba volar demasiado la imaginación. No había misterios, sólo una vieja senil delirando al final de su vida.

Las semanas fueron pasando y, poco a poco, nos fuimos acostumbrando a la presencia de nuestra huésped en el cobertizo. Papá consiguió medicinas y, a pesar de que la anciana comía más bien poco, su estado de salud mejoró visiblemente. La atención médica, el reposo, un mayor higiene y tener un lugar abrigado en el que dormir, habían producido efectos casi milagrosos. Pronto comenzó a pasar más y más tiempo fuera de la cama, a dar pequeños paseos y a no necesitar tanta ayuda para asearse, vestirse o comer.

Pero lo más sorprendente de todo fue que la recuperación llegó también a su mente. De no saber dónde se encontraba y ser incapaz de reconocer a nadie, pasó rápidamente a estar bastante lúcida la mayor parte del tiempo. Todavía tenía bastantes lagunas, pero incluso así fue posible mantener conversaciones coherentes con ella. No tardó en agradecernos encarecidamente lo que habíamos hecho, aunque no sabía de qué forma podría compensárnoslo, a lo que papá y mamá respondieron que no suponía ninguna carga y que podía quedarse en el cobertizo todo el tiempo que quisiera. Bien sabían que aquella desdichada no tenía donde ir y que las almas caritativas no abundaban tanto como les gustaría.

Así fue como la fuimos conociendo un poco mejor al tiempo que ella nos conocía también a nosotros. Dejé de tener tantas reservas y me atreví a charlar con ella, al principio sólo de cosas banales y no especialmente interesantes. Comenzó a sonreír y a saludarme con cierto afecto cuando me veía aparecer y, sin que apenas me diera cuenta, un singular vínculo se estableció entre ambos. Yo seguía siendo un niño como cualquier otro del vecindario. Iba al colegio y tenía mi círculo de amigos, con los que jugaba al terminar las clases, asistía a la iglesia junto a mi familia todos los domingos y, al fin y al cabo, llevaba la vida habitual de alguien de mi edad. Pero ahora alguien más había entrado en mi vida, no era una sustituta de esos abuelos que perdí siendo mucho más pequeño o a los que nunca llegué a conocer, aquella relación prometía ser distinta y quizá también mucho más fascinante.

Papá y mamá no censuraron esta aproximación, más bien al contrario les sorprendió agradablemente que quisiera atender a una anciana necesitada. Ellos se debían a sus respectivos trabajos y obligaciones y muchos días apenas sí tenían tiempo para nada más. Conversaban con la mujer siempre que podían y, de forma un tanto poética, papá comenzó a llamarla la Peregrina, pues a pesar de todo seguíamos sin saber su verdadero nombre. Al intentar sonsacarla ella siempre replicaba desviando el tema de conversación o mostrando su agradecimiento con frases como:

-He sido realmente afortunada al dar con una familia tan maravillosa como la suya. Se encuentran además en un marco incomparable, esta villa parece como suspendida en el tiempo. Una escena costumbrista que bien podría pertenecer a otro siglo ya lejano.

A lo que papá respondía con una sonrisa e indicando que aquella era mayormente una comunidad sencilla compuesta por gente honrada y muy pegada a sus tradiciones. Sin duda la anciana era mucho más dura de roer de lo que aparentaba y guardaba los secretos de su pasado con el mismo celo que los viejos, y en apariencia inútiles, trastos de su carrito. A pesar de ello todos empezamos a sentir cierto afecto por ella. Todos salvo mi hermana Sandra, que siempre la miraba con desdén y apenas sí le dirigía la palabra. Nunca dejó de verla como una gorrona que había venido a aprovecharse del buen corazón de unas personas honestas y tal vez demasiado blandas.

***

Recuerdo perfectamente el día en que todo empezó. Fue poco después del fin de las vacaciones de Navidad, hacía muchísimo frío y la nieve lo había cubierto todo provocando un montón de complicaciones. La Peregrina, como así terminamos llamándola todos, se había sentido indispuesta unos días antes. Por ese motivo decidió guardar cama y yo acudía con mayor regularidad para atenderla en lo que pudiera necesitar. Por entonces ya me había acostumbrado a escuchar sus historias, eran entretenidas y extrañas y mamá solía decir que sólo eran cuentos que ella me relataba porque le agradaba mi compañía. La anciana aseguraba haber vivido toda clase de aventuras a lo largo de sus innumerables viajes, una larguísima vida recorriendo el mundo entero de país en país. De vez en cuando su ánimo se ensombrecía al recordar y regresaba temporalmente al ensimismamiento, como si una parte de su pasado fuera demasiado oscura, demasiado dolorosa, como para mostrarla a un niño de nueve años y a su amable familia.

Pero aquella mañana comenzó de forma distinta. Casi como si hubiera estado esperando el momento oportuno, la Peregrina tomó aliento antes de confesar que en una de sus aventuras, la más increíble de todas, había viajado a otro planeta. Y no a un planeta cualquiera, aseguró haber visitado el Perik Zaloum, el mítico Planeta de los Dioses. A diferencia de los demás yo solía creer lo que decía, pero aquello me pareció demasiado pues, por lo que se sabía, apenas un puñado de seres humanos había estado allí. Por eso le pregunté que cómo era posible que hubiera realizado ese viaje. En lugar de responder ella contraatacó con otra pregunta al parecer sin ninguna relación.

-Dime jovencito, ¿qué opinas de los guiberiones?

Aquello me dejó tan congelado como los carámbanos que colgaban de los aleros del tejado de casa. Había pronunciado esa palabra que, aún por entonces, casi nadie se atrevía a mencionar. Hacerlo era como invocar al mismísimo Diablo. Yo pertenecí a ese conjunto de generaciones que crecieron aterrorizadas por los relatos acerca de los innombrables, nunca los conocimos pero el traumático recuerdo permanecía en la memoria colectiva. Historias de horror que las madres contaban a sus hijos para asustarlos cuando eran desobedientes. En las programaciones de Red, en los noticiarios, en las lecciones de Historia que nos daban en el colegio, hasta en las conversaciones, el tema se trataba con suma delicadeza pues era considerado tabú. No obstante tarde o temprano todos acabábamos descubriendo la escalofriante magnitud de la verdad.

La Peregrina hubo de insistir varias veces en su pregunta antes de que yo alcanzara a responder inseguro:

-Que… qué opino de ellos. Pues… pues… que vinieron de muy lejos, de otro planeta, y conquistaron la Tierra. Entonces destruyeron todas las ciudades y mataron a millones de personas hasta que…

-Eso es un poco inexacto - interrumpió ella -. No atacaron todas las ciudades del mundo, sólo fueron a por vosotros, a por Europa y Norteamérica. Deberías saberlo.

Sí, tenía razón, en cierta forma lo sabía. En un principio los innombrables sólo atacaron Occidente, no el resto del mundo. El resto del mundo se puso de su parte y, al menos por un tiempo, colaboró con ellos de buen grado en sus planes de aniquilación, aunque más bien se diría que se plegaron a su voluntad y acabaron convertidos en sus siervos. Sin embargo por aquel entonces yo era demasiado joven como para entender esas cosas, todo resultaba demasiado confuso, demasiado complicado y para colmo la gente siempre era reacia a hablar de esos temas. Papá y mamá no lo hacían prácticamente nunca.

Antes de que yo lograra abrir la boca de nuevo para replicar la Peregrina hizo un gran esfuerzo para alcanzar uno de sus muchos “tesoros”, esos que había transportado en el viejo carrito durante años y que ahora se amontonaban en un rincón del cobertizo. Parecía tratarse de un viejísimo libro de apreciable tamaño, cubierto de polvo y con la encuadernación por completo desgastada, bien podría haber tenido casi mil años. Sin embargo aquello sólo era un engaño. El viejo libro resultó ser falso, pues no era un libro en sí, sino un recipiente camuflado con esa forma que en su interior ocultaba un terminal. Al abrirlo la pantalla, manchada y repleta de arañazos como consecuencia del trato recibido y el paso de los años, se encendía automáticamente. Resultaba un tanto sorprendente que una anciana indigente poseyera un dispositivo de esas características, mucho más que hubiera ideado aquel insólito camuflaje para ocultarlo y más aún que estuviera repleto de archivos y documentos de todo tipo. Otro misterio que añadir a la ya de por sí enigmática figura de la Peregrina.

 

Ajena a mi confusión la anciana trasteó con el terminal durante un buen rato, hasta que al fin dio con lo que buscaba. Acto seguido me tendió el falso libro indicando:

-Toma, lee este texto. Después de tanto tiempo sé cómo encontrarlos, pero mi vista está tan mal que apenas sí puedo leer alguno. Te agradecería que lo hicieras en voz alta.

Casi sin pensar hice lo que decía y me puse a recitar el párrafo que se mostraba en la descuidada pantalla. Rezaba así:

En el pasado nuestra querida tierra era rica y bajo su suelo albergaba grandes tesoros. Por eso gentes inmorales y codiciosas acudieron desde lejos para apoderarse de ellos. Los occidentales eran hombres, pero se comportaban como demonios impíos. Vinieron con sus ejércitos a destruir y saquear, nos robaron nuestras riquezas, quemaron nuestras ciudades, profanaron nuestros templos, mancillaron a nuestras mujeres y durante incontables años vivimos bajo su yugo sufriendo todo tipo de injusticias. A pesar de que por aquel entonces eran más fuertes nunca dejamos de luchar para librarnos de ellos. Y a cada nuevo intento de alzarnos respondían con mayor brutalidad. América era prepotente y nos daba lecciones de civismo y humanidad mientras masacraba a nuestros hermanos y nos condenaba a la miseria. Se creían los amos del mundo.

Muchos no lo creyeron, pero un día Dios, alabado y misericordioso sea, escuchó nuestras plegarias. Fue entonces cuando envió de las estrellas a los hermanos guiberiones, ángeles vengadores que vinieron a cumplir su divina voluntad. Con ellos llegaron también la justicia y la paz. Los occidentales fueron barridos de la faz de la Tierra, sus decadentes ciudades repletas de vicio y pecado ardieron como paja seca y, una vez derrotados, lo que quedó de ellos fue recluido en sus tierras de origen. Allí habrán de permanecer purgando sus pecados hasta la total purificación. Mas deberemos permanecer vigilantes y no descuidarnos, porque el Mal nunca descansa y siempre encuentra la manera de burlar a los hombres justos con el objeto de regresar.

Al concluir la lectura estaba tanto o más confundido que al empezarla. Lo único que pude decir fue:

-¿Qué… qué es?

-Es una redacción para un trabajo de clase que realizó hace cosa de cien años un muchacho no mucho mayor que tú - respondió la Peregrina -. A él y a sus compañeros el profesor les pidió que respondieran por escrito a una pregunta muy similar a la que yo antes te he formulado ¿Qué opinaban ellos de los guiberiones? Como ves la respuesta dista mucho de la que cualquier persona de por aquí podría dar. Y es tan distinta porque este jovencito, ahora con total seguridad ya fallecido, no vivió en Europa o en Estados Unidos. Su hogar estaba en una ciudad llamada Basora, en el oriente de la Unión Árabe - y después de una pausa añadió -. Este trabajo fue premiado incluso por los altos funcionarios de los ministerios de información y educación, en aquel tiempo lo hicieron muy famoso en esa parte del mundo. Pero habría de viajar muchísimo más lejos, ya que fue una de las muchas cosas que los guiberiones hicieron llegar hasta el Perik Zaloum como muestra de la labor que estaban haciendo en la Tierra. Las sinceras palabras de agradecimiento de un niño humano.

Nada de lo que había dicho sirvió para aclararme las ideas, más bien al contrario abrió un infinito abanico de preguntas. Y ése tal vez fuera el objetivo, despertar mi insaciable curiosidad. La habían tomado por loca, pero yo sabía que la anciana no era ninguna estúpida ni deliraba, de hecho puede que fuera la más sabia de cuantas personas había conocido. Y mis ansias de descubrimiento estaban a punto de abrirme una ventana a un universo de maravillas absolutamente increíble a la vez que desconocido.

-¿Por qué me has enseñado esto? - quise saber - ¿Qué significa?

-Significa que no sé cuánto tiempo más viviré - respondió ella enigmática como siempre -. Son tantas las cosas que me gustaría revelar, si no lo hago desaparecerán conmigo y sería una pérdida irreparable - después me miró fijamente con esos ojos medio velados que parecían pozos sin fondo -. Tú todavía eres puro, a causa de tu juventud la sociedad y la gente que te rodea no te han condicionado lo suficiente como para que cierres tu mente a determinadas cosas que otros ya no son capaces de aceptar o que, simplemente, ya no pueden ver. Por eso quiero que permanezcas a mi lado el tiempo que te sea posible.

Empecé a comprender que me había puesto a prueba. Lo del viaje al Planeta de los Dioses, la pregunta en relación a los innombrables, aquella redacción escrita hace un siglo por un niño árabe. Quiso sacarme de esa zona de confort en la que la mayoría de mis contemporáneos vivía, formular las preguntas que casi cualquier otro evitaba y comprobar mis reacciones. Y aun a pesar de que traté de mostrarlo pudo ver que no había rechazo en mi interior, sólo una irresistible y creciente curiosidad.

-¿Para qué quieres que esté a tu lado? - inquirí ingenuamente -.

-Para que pueda transmitirte una historia, la más increíble de cuantas puedan contarse.

-¿Cuál es?

-La verdadera aventura del Corazón Indomable - replicó ella alzando la voz en tono casi majestuoso -. Sé que vas a decir que conoces su historia, que te la han explicado en clase o que has visto películas y documentales acerca de ella en alguno de esos aburridos canales que llegan a todas vuestras casas a través de la Euronet. Pero todas esas versiones son historias vacías, sin alma, además de inexactas. No hay historia más próxima a la realidad de lo que sucedió que la que yo pueda contarte.

-¿Po… por qué? - una vez más estaba demasiado asombrado, quizá incluso aturdido por la revelación, como para manifestar algo más -.

-Porque yo la conocí en persona, ¿sabes muchacho? A mí no me lo contaron, yo lo viví.

-¿De verdad no me estaba tomando el pelo? Aseguraba haber conocido al Corazón Indomable, era de locos. Por su edad estimada era posible, pues debía de ser joven cuando todo aquello sucedió mucho antes de que yo naciera, antes incluso que mis padres nacieran. Sin embargo sonaba a pura fantasía, un delirio o una simple falsedad ¿Cómo podía ser que alguien que conoció al Corazón Indomable en persona hubiera terminado acogido en mi casa? Esas cosas no pasaban, no en la vida real. Además aquella anciana era una vagabunda sin identidad, de entrada alguien así no era demasiado de fiar.

-No me creo nada de lo que dices - me planté incrédulo -. Si de verdad la conociste demuéstramelo.

-De eso precisamente se trata. Lo tengo todo guardado en mi cabeza y, aquellos datos que me resultó imposible memorizar, están ahí en mi… libro - señaló al falso libro que escondía en su interior un viejo terminal -. Conforme vaya contándote más y más cosas comprobarás que es absolutamente imposible que mienta, tan solo tendrás que contrastar la información ¿Qué te parece?

-La verdad… la verdad es que no sé qué decir - algo que era totalmente cierto en aquellos momentos -.

-Pues para empezar dime si crees lo que te han contado acerca del Corazón Indomable.

-Bueno, pues… pues no sé. Todo el mundo dice que ella nos salvó. Hizo el viaje hasta aquel planeta en el que tú dices que también has estado y…

-¿Crees que fue así? - interrumpió ella de nuevo - ¿Crees que sucedió como te lo han contado? Nos salvó pero aun así ahora tenemos unos nuevos Amos del Cielo ¿No es cierto?

-Sí pero… pero ahora es diferente, ahora al menos nos dejan en paz. Prometieron respetarnos y dejarnos vivir nuestras vidas, prometieron también que impedirían el regreso de… de bueno… ya sabes.

-¿Y por qué habrían de hacerlo? Son incluso más poderosos que aquellos que les precedieron.

-No sé - aquellas eran preguntas demasiado difíciles para un niño -. Papá me explicó que al acabar la Guerra pusieron una serie de normas, mientras las respetemos el mundo vivirá en paz.

-Sí claro, las normas - se detuvo pensativa durante un rato -. Se las conoce como el Dayrnes o las Tablas de Compromiso, aunque mucha gente en Occidente también las llama Pactos de Sumisión - yo asentía con la cabeza porque todos esos términos me sonaban aunque no supiera muy bien qué significaban -. Yo estuve allí, en Nueva York, cuando todas las naciones decidieron suscribir las Tablas. Sí, aquel fue el año uno de la Nueva Era, todo había cambiado para siempre.

Pareció perderse en sus pensamientos, recuerdos de un tiempo lejano, aunque resultaba difícil averiguar si eran alegres o tristes. Al cabo reanudó:

-Yo estuve allí junto al Corazón Indomable cuando todo hubo acabado. Las multitudes la aclamaban, todos los dignatarios se daban codazos y empujones con tal de retratarse a su lado ¡Hasta la reina de Inglaterra se inclinó ante ella! Por mucho que hayan corrido ríos de tinta sobre ese asunto te puedo asegurar que no fue un gesto nada espontáneo. Y a pesar de todo, a pesar de la permanente adulación, de los interminables homenajes, de todas las muestras de gratitud y cariño recibidas, ya fueran sinceras o no, a pesar de que parecía tener el mundo a sus pies, ella no se mostraba feliz en absoluto. Se la veía por completo agotada, sola en medio de la multitud. La avasallaban con vítores, besos y abrazos, la colmaban de regalos que ella consideraba por completo inútiles, pero nadie era capaz de comprenderla.

-¿Por qué?

-Ésa puede parecer una pregunta sencilla, pero no lo es en absoluto. Para poder responderla habría que empezar desde el principio.

-¿Desde el principio?

Obviamente en aquel momento no tenía la menor idea de a qué se refería, ni tan siquiera daba excesiva credibilidad a su historia pero, ¡qué diablos!, resultaba un relato la mar de emocionante ¿A quién de pequeño no le gustaban los cuentos de aventuras? A mí personalmente me encantaban, más si incluían misterio, pasajes sombríos que te hacían estremecer, grandes batallas y viajes a mundos lejanos y fabulosos. La aventura del Corazón Indomable ofrecía todo eso, la historia más grande jamás contada, la leyenda de todas las leyendas. No parecía posible que algo así hubiera ocurrido de verdad.