Cómo acertar con mi vida

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En cambio, si la vida de una persona es buscar lo que se le da como algo que se le da, es decir, si va creciendo en la capacidad de abrirse a los dones (los otros, el otro, como fin), esa vida se transforma en un gozar de la realidad que se abre a su admiración y conocimiento, y permite conocerla y conocerse a sí mismo, usar de las cosas y amar a las personas y a sí mismo.

El amor es un aumento, un crecimiento en la apertura a los otros (que siempre son fines, nunca medios para algo). La libertad fundamental consiste en poseernos en lo que somos. Y en lo que somos se incluye esencialmente el estar abiertos a los demás. Si el hombre se busca a sí mismo prescindiendo de algo que él es esencialmente —la apertura a los otros—, empequeñece su libertad fundamental y se desarraiga de sí mismo.

4. La mirada ante la vocación

Todo lo anterior vale para el encuentro entendido en su sentido más amplio y general: pequeños y grandes descubrimientos, percepción de verdades, valoración de los demás, etc. Pero de una manera especialísima, se refiere al encuentro con la propia vocación.

Ya hemos dicho que el encuentro no siempre se produce, y que hay diversos factores que influyen en ese hecho: unos exteriores —al menos en parte—, como la oportunidad del momento, y otros que dependen de una serie de disposiciones personales del sujeto (he enumerado: apertura, atención y disponibilidad). Pues bien, ¿qué condiciones deben darse en la mirada para que la libertad y la verdad puedan encontrarse, haciendo posible descubrir y realizar la vocación personal? He aquí algunas:

• Generosidad. El encuentro con la vocación no se puede dar en forma de dominio o posesión. Generosidad procede del latín «gignere» (engendrar). Es generoso el que crea vida, la otorga y la incrementa. Si se mira la vocación con criterios de utilidad-para-mí, se rebaja. El egoísmo, el encerrarse en sí mismo constituyéndose en centro, criterio y fin de todo, es el camino más directo hacia la propia autodestrucción e infelicidad.

• Disposición abierta. Es estar a la escucha y atender. Estar disponibles exige no estar repletos de sí mismos, y también no ir con prisas, en un activismo desbordante que no permite interesarse por nada que no parezca «urgente». Parece como si nos realizáramos siempre hacia fuera, y nunca hacia dentro. Decía Pascal: «han caído sobre nosotros todos los males porque el hombre no sabe sentarse solo tranquilamente en una habitación».

• Integrar en lo mejor de nosotros mismos. Quien se mueve sólo en el ámbito sensorial, en el nivel de los sentimientos, sensaciones e impresiones, termina encontrándose aislado. Hay que respetar todos los modos de ser de la realidad, y ciertas realidades —como la vocación—, para ser conocidas adecuadamente, exigen una mirada profunda, interior; piden ser integradas en nuestra intimidad: sólo en ese nivel se da la escucha de la que acabamos de hablar. Esto requiere evitar la dispersión, pues el pensamiento superficial va unido a una vida superficial. La actitud habitual que otros llaman recogimiento nos capacita para dominarnos interiormente y dominar la vida desde el ámbito de nuestra verdad más profunda y personal.

• Veracidad. Encontrarse con la verdad —ya lo hemos visto— no es simplemente estar cerca de ella, sino integrarla en uno mismo, reconocerla como verdad sobre sí mismo. La verdad más radical que el hombre puede encontrar en esta vida es la verdad personal: su vocación. Y si no se llega al encuentro con la vocación, no hay una tarea asumible como sentido de la existencia, no hay coherencia posible, ni verdadera libertad: se vive de la casualidad.

• Respeto. Respetar es estimar, estar a la vez cerca y a cierta distancia (cuando se invade posesivamente lo que se tiene cerca, se lo deforma para adaptarlo a la propia conveniencia). Toda vocación es un encuentro con Cristo y para eso es necesario estar cerca, crear vínculos. El distanciamiento, sosiego espiritual, clarifica la mirada para discernir lo que nos es dado. El respeto hace apreciar la vocación como algo tan propio y tan familiar que es mío y, a la vez, como un don recibido que no debo manipular, sino acoger y secundar.

• Actitud de agradecimiento. Capacidad de asombrarse ante lo valioso, que lleva a aceptarse a sí mismos por ser nuestra vida un don inmenso e inmerecido. La gratitud es una de las actitudes básicas del ser humano, y se ha de dirigir hacia Dios, dador de la existencia y de la gracia, y hacia los hombres (D. Von Hildebrand). El gran enemigo del hombre es la indiferencia, porque en la indiferencia todo se reduce, todo da lo mismo porque todo es lo mismo, ya que en última instancia todo acabará con la muerte (Libro de la Sabiduría, cap. IX). Con razón se ha dicho que lo contrario del amor no es el odio, sino la indiferencia. En la gratitud viven la verdad, la libertad, la humildad, la bondad y la magnanimidad. Agradecer —como amar, alabar y glorificar— pertenece a la vida que permanecerá en la eternidad sin fin.

• Confianza. Abrirse a la vocación significa entrega y eso implica cierta dosis de riesgo. Algunos querrían contar con una absoluta seguridad —estar, no ya seguros, sino asegurados— a la hora de decidir sobre su futuro, y la única seguridad inconmovible en esta vida es Dios: si no se pone la confianza en Dios, que no engaña ni traiciona, entonces toda seguridad parece poca —con razón— y la indecisión se instala en el ánimo.

• Compromiso en los valores. Es necesario contemplarse dinamizado interiormente por Dios, comprender la belleza de pertenecer enteramente a Dios. La virtud de la magnanimidad —muy relacionada con la humildad y con la fortaleza— consiste en la disposición del ánimo hacia las cosas grandes y la llama santo Tomás ornato de todas las virtudes. El magnánimo se plantea ideales altos y no se amilana ante las críticas ni los desprecios, no se deja intimidar por los respetos humanos, le importa más la verdad que las opiniones. Cultiva un alma grande donde caben muchos. En sus decisiones no media la cicatería, ni el cálculo egoísta, ni la trapisonda interesada. No se conforma con dar, se da.

• Fidelidad y paciencia. Paciencia es respetar los ritmos naturales. Es imprescindible la paciencia con nuestros defectos: estar alegres, tranquilos, contentos, a pesar de descubrir en nuestra vida tantas lagunas y de percibir, tantas veces, que podríamos amar más y mejor. No se trata de ser imperturbables o resignados: ser pacientes supone energía interior, fuerza espiritual hacia dentro de nosotros y hacia fuera, hacia el trabajo que debemos llevar adelante, pero con plena conciencia de que nada que valga la pena se consigue con sólo desearlo. La paciencia es comprender en profundidad al hombre, como lo comprende Dios, que cuenta con nuestros defectos y nos da su confianza y su gracia para vencerlos. Y la paciencia engendra fidelidad.

II. El encuentro con la vocación

1. La libertad que ama la verdad es el camino para la vida

En un coro, cada una de las voces es independiente, pero se armoniza y vibra con las otras, las apoya y es apoyada. Si uno canta a capricho no contribuye a recrear la obra, más bien la destruye.

Del mismo modo, el camino de una vida lograda es recorrido por la libertad en armonía con la verdad. Nuestra verdad plena es una sinfonía que cada uno debe interpretar a su manera, usando su libertad. No es autónomo el hombre para establecer lo que está bien o mal, sino para adecuarse a la realidad; el hombre descubre la verdad, no la crea: sin su aceptación activa la verdad no se le revela, pero él no es su dueño: se la apropia adecuándose a ella libremente.

Vemos, así, que la verdad —libremente aceptada, pero sólo porque es la verdad— se hace camino para la vida: «La entrega libre y necesaria al enamoramiento auténtico es la forma suprema de aceptación del destino y eso es lo que llamamos vocación» (J. Marías).

Dicho de otra manera, cada uno se encuentra ante la necesidad de decir libremente sí o no al modo en que Dios ha decidido, amorosamente, organizar las cosas y, especialmente, al modo en que Dios lo ha querido a él. El descubrimiento de la vocación será, entonces, el encuentro de cada uno consigo mismo, la mirada sobre sí mismo, tal como Dios le ve. Para verse así, hay que descubrir el «porqué» y el «para qué» de la propia vida.

El porqué es fácil: se nos ha revelado. Dios creó las realidades inanimadas, los vegetales y animales, mandándolas existir («Dijo Dios: Hágase la luz, y se hizo la luz» (Gn 1, 3) al servicio del hombre. Pero al ser humano lo creó llamándole por su nombre, por amor, y lo ha hecho partícipe de su propia vida. Cada ser humano, único y e irrepetible —lo ha recordado tantas veces Juan Pablo II—, recibe la vida de Dios para ser no algo, sino alguien: alguien a quien Dios se dirige hablándole de tú y le llama a vivir con Él para siempre. Alguien que puede llamar Tú a Dios.

Tener conciencia de esta realidad significa reconocer a Dios como nuestro origen y nuestro fin. Dios en la creación no ha hecho más que iniciar algo que completará después con la colaboración del hombre: ese es el para qué. Por eso nuestra norma primaria de actuación es vivir la libertad conscientes de nuestro origen y nuestro fin: en actitud de entrega, de diálogo con Dios, de correspondencia.

2. La verdad impulsa al amor

No hay nada más íntimo en el hombre que lo que constituye en cada momento el impulso interior de su vida (Dios). Lo explica muy bien Juan Miguel Garrigues, en su libro Dios sin idea del mal, cuando dice: «Dios quiere que su proyecto de amor bondadoso pase por nuestra imaginación, a través del instrumento de nuestra libertad. Quiere que juguemos con ese instrumento; no quiere escribirnos una partitura o un guión de antemano y pedirnos que los ejecutemos. Para Dios, no hay un guión escrito por anticipado porque la paternidad divina tiene esa cualidad única comparada con nuestra paternidad humana, que siempre vive en el presente de la libertad de sus hijos».

 

Las normas divinas, su voluntad, no son externas o ajenas al bien propio del hombre, como la partitura y el poema no lo son al bien del músico y del declamador: se obedece, pero no desde fuera sino desde dentro de la obra creada.

Alejandro Llano explica que el yo humano no es un recinto cerrado y agobiante: es un vector de proyección y de entrega. En cierto modo, es un vacío que clama por su plenificación. Ahora bien, para que esta plenitud de la vida lograda comience a desarrollarse es necesario proceder, simultáneamente, al vaciamiento de uno mismo y a la apertura amorosa. Mi peso interior no son mis ocurrencias, experiencias o caprichos, de los que más bien he de liberarme; lo que me afirma en la vida y me aporta voluntad de aventura —pasión por usar la vida y la libertad de un modo que valga la pena— es mi amor personal, definitivo e irreversible.

Porque, en efecto, cuando el ser libre encuentra la verdad, tiene lugar el enamoramiento. En la persona la verdad y el amor están unidos. Afirma Polo que la verdad en el hombre es indisolublemente amor, superabundancia, más que un remedio necesitado. Someter la verdad al criterio de certeza —tratarla como un medio o instrumento para conseguir seguridad— constituye un error (es lo que les sucede a los que exigen una garantía abso­luta para decidirse a actuar). La verdad no está destinada primariamente a aquietar la sospecha o la duda, sino a movilizar. No deja de ser curioso que el padre de la mentira, que es Satanás, siempre actúe igual: induce al hombre a la sospecha y a la duda para paralizarle en el seguimiento de Dios, como hizo con Adán y Eva.

3. Vocación, autenticidad y casualidad

La vocación es el porqué y el para qué de la vida. El reconocimiento de mi vocación es el descubrimiento de mi identidad.

Se oye mucho hablar de ser «auténticos», como sinónimo aproximado de espontáneos o sinceros, pero no se termina de entender bien en qué consiste ser auténticos. La autenticidad es más profunda que la sinceridad. Consiste en la adecuación entre lo que se piensa —se siente, se dice, se hace— y lo que se debe hacer por ser quien se es. Es vivir conforme a la realidad de mi deber ser; pero sólo en cuanto sé quién soy, puedo saber quien puedo —y por eso debo— llegar a ser. La madurez, consecuencia de la autenticidad con que se vive, es clave para poder ejercer nuestra libertad, para poder disponer de nosotros mismos. Son muchos los que no acaban de darse por no disponer de sí mismos: el que no se posee no se puede dar, porque nadie da lo que no tiene.

Está de moda decir que todo es por casualidad. Dos moléculas se encuentran por casualidad, dos personas se encuentran por casualidad, se enamoran por casualidad...

En la casualidad todo es fortuito, no hay elección, hay desorden, todo es inevitable. Una vida que se vive por casualidad es una vida suspendida entre el aburrimiento y la angustia por el fin. Un hombre escindido de su destino de redención es un hombre ciego (S. Tamaro).

Porque los hombres no existimos por casualidad. «Toda la historia de la creación es una carta que Dios sigue escribiendo al hombre. La tarea del hombre está en esforzarse, momento a momento, para descifrarla» (A. Pigna). Frente a la vida «casual» se sitúa precisamente el compromiso de asumir la propia existencia con autenticidad, a base de decisiones libres y conscientes. Sin duda, somos lo que decidimos ser, pero sobre una base que no hemos decidido nosotros.

En efecto, no hemos decidido ser, ni ser personas; en consecuencia, tampoco hemos decidido libremente ser libres, ni ser lo que somos. Decidimos algo de lo que somos, pero no quiénes somos, que es el asunto de la vocación.

a) El hombre, en primer lugar, experimenta que no existe ni vive en virtud de ninguna opción que él haya hecho, y su actitud natural y primigenia es la del agradecimiento ante la completa gratuidad de su propia existencia. Ésta es la primera manifestación de la religiosidad. El acto creador, en efecto, constituye una primera vocación a la existencia, y así es percibido en todas las religiones históricas.

b) Tampoco el hombre ha decidido ser persona, ni ser la persona que en concreto es. La personalidad que nos caracteriza tiene, sin duda, algunos rasgos que nos hemos ido dando libremente a nosotros mismos, pero no en todas, ni en la mayoría de sus facetas, ni siquiera en las más externas: no elegimos la familia en la que nacemos, la época, el país, la educación, la sociedad en la que nos hemos desarrollado, etc., aspectos todos ellos que modulan profundamente nuestro modo personal de ser.

c) A la vista de esto, cabe concluir que sólo en parte somos autores de nuestra biografía. Más bien habría que decir que somos co-autores. «En» nosotros hay algo ya decidido, y no «por» nosotros. Elegimos lo que somos, sí, pero a partir de una radical identidad.

A esta vocación a la existencia podemos corresponder libremente: podemos asumir nuestro papel fundamental o no asumirlo, pero radicalmente no decidimos cuál es ese papel. El término «vocación» procede del verbo latino vocare y significa primeramente «llamada». Uno no se llama a sí mismo; es llamado, se vive impulsado o requerido a dar una respuesta, la cual sí que es libre. Por tanto, elegimos desde lo que somos, pero no sobre lo que somos.

d) La existencia personal es resultado de una llamada creadora del Amor divino. Esa llamada, por tanto, no se dirige a un ser ya constituido, sino que es ella precisamente la que lo constituye desde la nada. Por eso puede decirse que lo primero que, en el orden de naturaleza, tiene el hombre es su apertura radical a Dios.

La criatura humana tiene una estructura en la que lo fundamental es su relación con Dios: su ser por y para la relación con Dios. Como ha explicado el Concilio Vaticano II, «El hombre es invitado al diálogo con Dios desde su nacimiento, pues no existe sino porque, creado por Dios por amor, es conservado siempre por amor, y no vive plenamente según la verdad si no reconoce libremente aquel amor y se entrega a su Creador» (Const. Gaudium et spes, n. 19).

Por lo tanto, la actitud fundamental de la criatura será dejarse mirar y dejarse querer. No es lo mismo ser mirado o ser querido que dejarse mirar o dejarse querer. Esto segundo supone una postura activa, una actitud de confianza y correspondencia.

4. La vida como «misión», a la luz de la vocación

El hecho mismo de existir es mucho más que un mero hecho: es una misión, porque nuestra vida se nos da como algo en parte hecho y en parte por hacer. La conciencia de una misión en la vida —de una misión que es la vida— constituye la ayuda fundamental que tiene el hombre para vencer, o por lo menos afrontar con entereza, las dificultades objetivas o subjetivas que se presenten. Una misión de carácter personal hace al que la recibe insustituible, insuplantable. La vida adquiere así el valor de algo único, y cobra, en rigor, tanto mayor sentido cuanto más difícil se haga. Sólo en la medida en que consideremos nuestra vida como misión, buscaremos darle sentido. Para Frankl, «ser hombre significa estar preparado y orientado hacia algo que no es él mismo».

Hasta hace un momento, hemos venido considerando que uno no elige su identidad, su ser quien es y, por tanto, su verdad. Pero esto no significa que la misión que se recibe al ser llamado a la existencia sea una especie de determinación fatal, algo así co­mo el «hado» o el «destino» inexorable, escrito por anticipado, de los que creen que la libertad humana no es, en realidad, más que una apariencia ilusoria.

El mismo Frankl dice en La presencia ignorada de Dios: «No es el hombre quien ha de plantearse la pregunta por el sentido de la vida, sino que más bien sucede al revés: el interrogado es el propio hombre; a él mismo toca dar la respuesta; él es quien ha de responder a las preguntas que eventualmente le vaya formulando su propia vida».

Y las respuestas serán muy distintas según sea el sentido que le hayamos dado a nuestra vida.

A este respecto, resulta útil distinguir el sentido de la vida como dirección (sentido de su andadura) y como significado (sentido que la explica).

El sentido de la vida, entendido como «dirección», es la vida eterna: hacia ella nos encaminamos. Esta fe en la vida que no acaba, sino que se transforma, permite enfrentarse a la muerte con serenidad y buen humor, pero sobre todo permite enfrentarse a la vida diaria llenándola de sentido, o sea, de significado. Y el sentido de la vida como «significado», su razón y explicación, es el amor, como hemos visto hace un momento. El amor no tiene porqué ni para qué. Si alguien preguntara: ¿por qué vives?, deberíamos responder: vivo para vivir, obrando por sobreabundancia del bien que me posee, brillando y haciendo brillar, ardiendo y haciendo arder (J.B. Torelló).

Es precisamente la vocación lo que llena de sentido —de orientación y significado— nuestra vida, y permite asumirla como misión personalísima: «La vocación enciende una luz que nos hace reconocer el sentido de nuestra existencia. Es convencerse, con el resplandor de la fe, del porqué de nuestra realidad terrena. Nuestra vida, la presente, la pasada y la que vendrá, cobra un relieve nuevo, una profundidad que antes no sospechábamos. Todos los sucesos y acontecimientos ocupan ahora su verdadero sitio: entendemos a dónde quiere conducirnos el Señor, y nos sentimos como arrollados por ese encargo que se nos confía» (J. Escrivá, Es Cristo que pasa, n. 45).

III. La vida hecha vocación

1. La libertad y los valores

El hecho de existir supone una misión que cada uno debe ir cumpliendo con su actuar libre. Pero en todas las fases de nuestras acciones —explica Yepes— intervienen unos criterios previos que uno tiene ya formados antes de actuar y de los que parte para escoger —o rechazar— unos u otros medios. A estos criterios previos los llamamos valores.

Los valores son los distintos modos de concretar o determinar la verdad: son la verdad y el bien tomados, no en abstracto, sino en concreto. Su característica principal es que no contestan a la pregunta ¿y esto para qué vale? Valen por sí mismos; es más, todo lo demás vale —o no vale— por referencia a ellos.

Los valores son, por eso, criterio para la toma de decisiones, para la acción. Pueden ser muy variados: utilidad, belleza, poder, dinero, familia, ecología, sabiduría... El máximo valor es Dios: el Bien supremo en función del cual los demás valores son medios, es decir, tienen un valor relativo que se juzga por su concreta relación aquí y ahora con el Valor Absoluto.

A la hora de discernir y asumir como propios los valores que serán criterio de nuestra actuación, debemos estar atentos a algunos peligros, para no vivir tomando decisiones por motivos equivocados o inconsistentes. Algunos, por ejemplo, podrían tomar como valor una necesidad ficticia (como ganar fama). Y cabe también el peligro de asumir valores verdaderos, pero sólo de manera teórica, es decir, sin interiorizarlos (permanecen como referencias externas que nos parecen bien, pero sin pasar a integrar las motivaciones internas de nuestra libertad); o de interiorizar una versión incompleta o equivocada de ellos: por ejemplo, se siente la necesidad de Dios, pero se trata con Él sólo en momentos «difíciles»; o se hace algo no en función del valor mismo, sino de la satisfacción personal que nos produce; o por buscar una compensación, llamar la atención, etc. (R. Berzosa).

Es necesario aprender a vivir la libertad como un poder de ob-ligarse a todo lo grande. No somos libres cuando optamos por una acción porque nos agrada, sino cuando tomamos distancia de nuestras apetencias —que pueden ser caprichosas, variables según los momentos y las circunstancias— y elegimos en virtud del ideal que más vale, que más trascendencia tiene para los demás, para dejar en esta vida un surco profundo, divino, eterno. Esto es lo que supone elegir la verdad de la vocación como núcleo y referencia de valores. Al hacerlo así, el hombre se siente esponjado, libre y desbordante de luz y alegría.

2. Correr el riesgo de elegir el amor

Sólo la persona abierta, dispuesta a asumir el compromiso que lleva consigo el encuentro con su verdad, es capaz de descubrir la vocación, porque esa persona responde a las posibilidades que le son ofrecidas y las asume como propias. Si no se tiene esa disposición, es inevitable tomar como valores de referencia, más o menos conscientemente, distintas manifestaciones del afán de defender y asegurar la propia vida, según aquellas palabras evangélicas que ya hemos comentado.

 

En el ámbito humano, la persona que se entrega confiadamente con sinceridad y sencillez, con generosidad, se expone a que traicionen su confianza, pero si no se corriera ese riesgo, no se enamoraría nadie, no habría encuentros.

Cuando busco conformar toda mi vida al Valor Absoluto, no estoy obedeciendo a una instancia externa y extraña, sino a una voz interior que es algo mío. No me alieno, me elevo, más bien, a lo mejor de mí mismo, pues lo mejor de mí mismo es lo que voy llegando a ser a través del riesgo de la entrega y el compromiso con la verdad, con Dios, que no engaña ni traiciona.

A veces nos sorprende —y a algunos les cuesta aceptarlo— el silencio de Dios: nos gustaría que nos hablara más claro, tener más seguridad de lo que nos pide. Es como si nos incomodara la figura de un Dios que oculta su divinidad y se anonada. Quizá nos falta descubrir que el silencio de Dios puede tener un sentido muy positivo, a saber: no imponer la fuerza de la divinidad, dejar libres a los hombres para aceptar o rechazar su propuesta.

El silencio «aparente» de Dios es respeto a lo más preciado del hombre: su libertad ante el sentido último de la vida y ante la decisión más importante de su vida. Dios quiere que la relación que tengamos con Él sea absolutamente libre, porque sin libertad no se puede amar ni dejarse amar.

Todo lo grande se compra a un precio muy alto: exige compromiso, entrega, riesgo, dedicación, vaciamiento de uno mismo. La vocación se capta al dejarse captar por ella.

La luz para comprender las realidades más profundas brota en el trato mutuo. Para conocer a Dios y su llamada es necesario mirarle, oírle y una relación de trato personal que pueda fundar sucesivos encuentros. Lo decisivo aquí es la hondura habitual del conocimiento, no la seguridad (tal como se suele entender, porque, a fin de cuentas, ¿cabe mayor seguridad que la confianza en Dios, en un Dios tan cercano que quiere ser Dios con nosotros?).

La llamada de Dios no tiene límites rígidos, es abierta, dinámica, se debe renovar y vivir cada día, por eso no puede ser fijada en el conocimiento de forma inequívoca. En la medida en que nos comprometemos con la vocación —y sobre todo con Aquél que llama— vamos cobrando seguridad, como san Pablo, quien a pesar de las durísimas dificultades de su vida, podía exclamar: «Sé de quién me he fiado». En cambio, el que permanece a la expectativa, queriendo mantenerse sin compromiso hasta tener la plena certeza de que no tiene más remedio que comprometerse, no captará nunca la luz que brota del encuentro.

El descubrimiento de la vocación nunca es sólo pasivo: requiere decidirse a correr el riesgo de salir, con disponibilidad, al encuentro del Amor, porque «Dios no es el patrono que gobierna esclavos, sino la fuente interior de nuestras posibilidades, llamándonos a la salvación e indicándonos personalmente el camino, Él no coarta nuestra libertad, sino que nos ofrece sencillamente la posibilidad y nos capacita para realizarla» (A. Pigna).

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