El ciclo de Andros

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En las familias es un hecho recurrente que, pese a que todos sus miembros son conocedores de la vulnerabilidad del padre, es habitual que se la suela ocultar o velar a través de mistificaciones construidas y mantenidas desde el sistema familiar, porque esa vulnerabilidad es inadmisible y se excluye de la visión consciente de los hijos.

… Él y yo estábamos encerrados en un patrón familiar que podemos llamar negación protectora, donde madre e hijos se unen para «proteger» al padre de los temas familiares emocionalmente difíciles, negando además que la familia haya aislado e infantilizado a papá. Entonces uno recurre a la madre para tener información y pedir explicaciones, confirmando que el trabajo «femenino» es ser el conmutador emocional de la familia. La vulnerabilidad del padre se convierte en un tabú, tema temible en este sistema (Ocherson, 1993).

Resulta muy explicativo para ilustrar este punto, el excelente trabajo de Pierre Bordieu, publicado en su libro La dominación masculina (1998), cuando describe la habitual perspicacia femenina respecto al varón, así como la conmiseración que la mujer expresa ante los denodados y patéticos esfuerzos de sus parejas e hijos varones, para demostrar/demostrarse/demostrarnos cuán viriles son.

Esto me recuerda, en un extremo caricaturesco, al personaje cinematográfico Torrente del director Santiago Segura. Es interesante comprobar cómo el éxito de la saga Torrente (1998-2014) está básicamente sustentado por la respuesta de un público mayoritariamente masculino. Las mujeres observan, entre extrañadas y avergonzadas, cómo sus parejas o sus amigos varones reaccionan con tanta hilaridad ante las ocurrencias y actitudes del protagonista, divertidos ante sus desagradables actos, su sucia obscenidad, la convencida y expresa misoginia, la cobardía, la fanfarronería, así como la egoísta y patética actitud que mantiene el personaje ante las diferentes situaciones con las que se encuentra. Este prototipo que reúne todo lo oscuro de lo masculino, el más absoluto antihéroe, nos pone de frente a las características que posee la sombra del héroe: la cobardía, la mezquindad y el egocentrismo, así como el uso de una prolija y ostentosa filosofía barata.

El personaje (…) es aún más monstruoso en tanto que juega a la impostura del héroe, intenta ocupar el lugar de la masculinidad ejemplar y se presenta como comisario y representante de la ley, como hombre modélico que intenta educar en la masculinidad correcta al grupo de adolescentes que creen sus fanfarronadas. Al avanzar la historia se hace clara su engañifa y se presentan las miserias de un expolicía relegado de su cargo y fracasado en todos los aspectos de la vida (p. 32-33) (García-García, 2009).

La mujer que busca un «hombre con mayúsculas» se encuentra, a menudo, acompañada de un hombre que lucha denodadamente por parecerlo. Esto me trae a la mente la imagen habitual de los padres y de las madres en las series de animación, si tomamos como ejemplo Los Picapiedra (1960) (The Flintstones de Hanna & Barbera), Los Simpsons (1989), creada por Matt Groening; o Padre de Familia (1999) (Family Guy), por mencionar tres series muy exitosas y de referencia, comprobamos cuántas coincidencias se encuentran en estas tres series de animación al mostrar un mismo prototipo de padre, un hombre caracterizado por ser egocéntrico, egoísta, inseguro pero aparentando certeza y seguridad, agresivo o impulsivo, abusivo, misógino, irresponsable, infantil, perezoso y primitivo, en algunos casos desinteresado por los hijos (Homer y Peter Griffin), explosivo en sus formas y sumamente torpe. Las madres, en cambio, son representadas de forma muy diferente por un estereotipo femenino caracterizado por el moralismo y la sumisión, una mujer sensata, competente, enérgica, paciente, coherente, conciliadora, dulce, protectora, adaptable, víctima, sacrificada por la familia, obsesiva y amorosa con sus hijos. Estas mujeres sometidas apoyan y disculpan a sus parejas con una paciencia absoluta, a pesar de los continuos errores y meteduras de pata de los esposos, normalmente advertidos previamente por ellas de las consecuencias que pueden derivarse de sus actos; cansadas y avergonzadas de sus patochadas, de su engreimiento absurdo y de un exhibicionismo innecesario.

Comenta Bordieu (1998), en referencia a Virginia Wolf, cómo en su novela Al Faro (1927) presenta «una evocación incomparablemente lúcida de la mirada femenina, a su vez especialmente lúcida sobre ese tipo de esfuerzo desesperado, y bastante patética en su inconsciencia triunfante, que todo hombre debe hacer para estar a la altura de su idea infantil del hombre» (p. 52) (…) «Pueden incluso ver su vanidad y, en la medida en que no estén comprometidas por procuración, considerar con una indulgencia divertida los desesperados esfuerzos del “hombre-niño” para hacerse el hombre y las desesperaciones infantiles a las que les arrojan sus fracasos. Pueden adoptar sobre los juegos más serios el punto de vista distante del espectador que contempla la tormenta desde la orilla, lo que puede acarrearles que se las considere frívolas e incapaces de interesarse por cosas serias» (p. 56). Añade más adelante: «Y a conceder a la preocupación masculina, (…) una especie de tierna atención y de confiada comprensión, generadora también de un profundo sentimiento de seguridad» (p. 59) (Bordieu, 1998).

La perspectiva falocéntrica procura esconder el miedo a lo femenino (el oscuro femenino) así como enmascarar la vergüenza al sentirse contemplado por la mujer, en los alardes masculinos, con cierta conmiseración. Retomo unas palabras de Verhaeghe (2000): «La envidia del pene que Freud supone en la niña —el supuesto deseo de tener también un pene real— se revela más bien un producto de su imaginación masculina, entiéndase falocéntrica. Hasta ahora no encontré esta envidia del pene más que… en los hombres, particularmente en su angustia, siempre presente, de fallar y en su incesante comparación, imaginaria con otros portadores de falos» (p. 63). Dice Assoun (2005): «La figura del hipermacho muestra esta “verdad” ubuesca de que la “hipermasculinidad” hace surgir, bajo la forma de guerrero maquillado (…), los afeites de la feminidad» (p. 116).

Propuestas saludables de masculinidad

Dicho esto, la siguiente cuestión que se suscita es: ¿en qué consistiría entonces una propuesta saludable de masculinidad? En este punto encontramos inicialmente la que nace de los presupuestos del movimiento feminista. Por lógica, considerando los cánones de la lucha feminista, se propone habitualmente un modelo de hombre más suave y adaptable, de alguna forma se sugiere que el hombre alternativo deberá mostrar cierta sumisión y acuerdo en sus creencias, opiniones y actos, con los planteamientos formulados desde la lucha y el pensamiento feminista. En este no se suele otorgar espacio para las divergencias, al extremo de que se les suele recordar a los varones que, al no ser mujeres ni haber sufrido ese tipo de exclusión, tienen poco que opinar al respecto. Esta sumisión que se impone al varón no genera buenos resultados pues pretende que el hombre acepte y esté satisfecho en una posición en la que —y la mujer mejor que nadie lo sabe—, no se siente respetado, honrado ni digno. Digamos que se propone un desempoderamiento general del varón, razonable en lo que al uso del poder masculino «sobre» o «contra» la mujer se ha venido ejerciendo desde el modelo hegemónico tradicional, pero inadecuado en cuanto a desplazar al varón a una posición inocua donde no posee el poder ni el derecho para expresarse y actuar en libertad.

Por ejemplo, si se discute o se expresan desacuerdos con mayor o menor vehemencia, no es infrecuente que se acuse al varón de mantenerse en una posición «machista», como si la expresión del desacuerdo fuera algo consustancial al hecho de ser hombre. La pretensión de que el varón no pueda autoafirmarse, que es algo a lo que cualquier individuo —sea del género que sea— tiene pleno derecho, es un error de base en el modelo que se le propone. La ideologización del feminismo fruto de estos planteamientos se sustenta, en lo que a los hombres se refiere, en un proceso de culpabilización por el mero hecho de ser varón, sin importar cuánto el hombre haya sido consciente y luchado por la igualdad de oportunidades y derechos entre mujeres y hombres. Se propone una generalización en la que se da por sentado una «responsabilidad» masculina, ahistórica, obviando cómo se ha coparticipado y coconstruido este proceso desde ambos géneros.

La ideología de género sufre a menudo, en su propia constitución, de una enfermedad congénita, la reproducción en sí misma de lo que pretende criticar o cuestionar. En el caso del feminismo, es preciso diferenciar la vertiente política de la ideológica, me explico. No es cuestionable la crítica que, desde el feminismo o desde los feminismos, se realiza sobre los discursos heteropatriarcales establecidos, sus resultados pragmáticos son constatables en las evidentes desigualdades que se producen en función del género —desigualdad de oportunidades laborales, de acceso a la educación, de acceso al poder—, de la raza y de la clase social; es decir, que la consecución de metas políticas que se dirijan el acceso de la mujer de forma plena e integral a todas las oportunidades que surjan en los diferentes ámbitos, que elimine brechas salariales y que avance en entronizar una posición de dignidad; es necesaria e imprescindible. Ahora bien, cuando el feminismo se establece como una ideología de género, con sus consecuentes mandamientos; cuando se auto-otorga la representación de «las mujeres» como totalidad y ente único, termina transformándose en una construcción totalizadora y excluyente de todas las microprácticas sociales que no se ajustan o cumplen con los cánones que predica e impone (Posada, 2015). Dice Judith Butler (1990), en el prefacio de la edición de 1999 de su libro El género en disputa:

 

En 1989 mi atención se centraba en criticar un supuesto heterosexual dominante en la teoría literaria feminista. Mi intención era rebatir los planteamientos que presuponían los límites y la corrección del género, y que limitaban su significado a las concepciones generalmente aceptadas de masculinidad y feminidad. Consideraba y sigo considerando que toda teoría feminista que limite el significado del género en las presuposiciones de su propia práctica dicta normas de género excluyentes en el seno del feminismo, que con frecuencia tienen consecuencias homofóbicas. Me parecía —y me sigue pareciendo— que el feminismo debía intentar no idealizar ciertas expresiones de género que al mismo tiempo originan nuevas formas de jerarquía y exclusión; concretamente, rechacé los regímenes de verdad que determinaban que algunas expresiones relacionadas con el género eran falsas o carentes de originalidad, mientras que otras eran verdaderas y originales (p. 8).

Desafortunadamente las ideologías tienden a subsistir marcando un espacio «sagrado», donde cualquier disidencia se presenta como algo que es preciso hacer desaparecer. La supervivencia de una ideología requiere continuamente de un proceso autojustificatorio, donde se recrean y establecen los márgenes que calificarán lo que será admisible o lo que será inadmisible. Al igual que el pensamiento nacionalista se pervierte cuando la ideología se desvía hacia la exclusión o hacia el supremacismo; el falocentrismo y el ginocentrismo funcionan con los mismos dispositivos de autoconservación, adolecen de la misma lacra. «En efecto, muchas posturas feministas (las más radicalizadas y dogmáticas) solo tienen diferencias de forma con el machismo: proponen un dogma basado en la supuesta superioridad de un accidente biológico (el sexo) sobre otro. Y elaboran desde allí su propio modelo de competencia, intolerancia, descalificación y resentimiento» (p. 24-25) (Sinay, 2006). Con diferencias en su planteamiento de base, pero desde una posición crítica, Wittig (1992) en The Straight Mind llega a enfrentarse al feminismo tradicional, al que denomina «heterofeminismo», ya que es fundamental para esta autora desenmascarar el carácter político que se inscribe en la categoría de sexo, insistiendo en que esta categoría es generada por el propio sistema (Sáez, 2004); estamos hablando de la descripción de una serie de discursos enmarcados como pensamiento heteronormativo.

A modo de ejemplo podemos observar cómo esto también ocurre con el pensamiento religioso o con el interés por lo religioso. En estos casos, de igual forma, lo religioso suele pervertirse cuando se ideologiza, porque lo ideológico remite al pensamiento único, por definición inmóvil e incuestionable. Por ello las ideologías religiosas y las ideologías políticas comparten el mismo tipo de prácticas: generan dogmas, fabrican ritos para su sostenimiento, establecen ámbitos de exclusión para quienes no los comparten y tienden a perpetuarse como sistemas autorreplicantes.

En ciencias sociales, a la ideología se la define como un conjunto normativo de emociones, ideas y creencias colectivas que son compatibles entre sí y que están especialmente referidas a la conducta social humana. Las ideologías describen y proponen modos de actuar sobre la realidad colectiva. Lo que postulan, como referente normativo, se acepta o se rechaza, no hay demasiado espacio para la discusión porque funciona desde lo dogmático. El pensamiento, en cambio, lo podemos entender como toda aquella actividad, acción y creación que realiza la mente, o sea todo lo que se trae a la existencia por medio del intelecto; incluye las actividades racionales del intelecto, así como las abstracciones de nuestra imaginación. Es decir, la ideología es una forma de pensamiento, pero con el inconveniente de que, por la forma en que se organiza y conforma, se postula como constituyente de un nuevo orden con las consecuencias y efectos que esto conlleva.

En palabras del sociólogo y ensayista Gil Calvo (2005): «De este modo se produjo la inversión del androcentrismo anterior, que pasó a ser suplantado por un ginocentrismo esencialista que hacía del victimismo femenino la única vara de medir tanto a las mujeres como a los mismos hombres. Lo cual implica en ambos casos imponer y aceptar un maniqueo monoteísmo sexista». Para resumir, la ideología de género repite los modelos de funcionamiento imperantes que pretende criticar y hacer desaparecer, es opresiva y excluyente. Se «cuestiona el marco fundacionista en que se ha organizado el feminismo como una política de identidad. La paradoja interna de este fundacionismo es que determina y obliga a los mismos “sujetos” que espera representar y liberar» (p. 288) (Butler, 1990-1999). Lo planteado es semejante a la exaltación del matriarcado como alternativa y solución a los esquemas heteropatriarcales, Paul Verhaeghe (2000) dice al respecto:

En consecuencia, no es sorprendente que después del feminismo y del derrumbamiento del patriarcado se haya hecho escuchar un llamado a otro tipo de sociedad, más afectuosa, más suave, más humana, en resumen, más femenina. La combinación de un movimiento ecológico del retorno-a-la-(madre)naturaleza con un capítulo de antropología histórica mal entendido dio origen a otro mito, precisamente el del matriarcado. Muy bien considerado, este no es nada más que otra forma de «patriarcado», un patriarcado en el que las mujeres estarían en el poder; aunque supone que las mujeres ejercerían el poder de manera más pacífica. En cuanto a la estructura del poder propiamente dicha, nada, o casi nada, cambia (p.105).

Por lo tanto, el varón requiere de la construcción de una identidad de género cuyo modelo, o posibles modelos resultantes (las masculinidades), surja como una propuesta propia que, obligadamente, debe incorporar los aspectos críticos de los movimientos de la liberación de la mujer, de igual forma que deberá incluir las aportaciones de los movimientos de liberación sexual (gays, lesbianas, transexuales), así como los que provienen de los movimientos de liberación social y de lucha contra la pobreza y la exclusión ante cualquier orden de discriminación.

Integración de perspectivas

Junto a todo lo anteriormente citado, las masculinidades alternativas requieren integrar también las aportaciones de algunas de las teorías esencialistas, tan criticadas por ser calificadas como antifeministas, que sostienen que hay aspectos propios y diferenciados de género que son constitutivos en la construcción de la identidad. Nadie discutiría que, por ejemplo, el embarazo y el parto son experiencias privativas de lo femenino que conforman una visión diferente en la mujer respecto al mundo y a las relaciones. De igual forma, existen una serie de elementos que son propios de lo masculino y que derivan del hecho específico de ser varón. De hecho las críticas a las teorías esencialistas son injustas porque, como señala Angels Carabí (Segarra y Carabí, 2000), «la masculinidad tradicional (…) no es un valor esencialista, sino culturalmente construido» (p. 23). En este sentido, se observa una marcada tendencia a explicar los movimientos esencialistas sobre la identidad de género masculino como una defensa o justificación del modelo hegemónico masculino. Las evidencias señalan que es lo hegemónico masculino lo que se ha construido socialmente. El enemigo a batir es la masculinidad convencional y no las características esenciales de lo masculino.

En este sentido creo que es importante situarse en una posición intermedia que no solo recoja las aportaciones de las corrientes más sociales, como pueden ser las que provienen del construccionismo social, sino que se incorporen igualmente aquellos elementos que provienen de lo biológico, concretamente de la epigenética transgeneracional (tanto en lo ontogenético como en lo filogenético), aspecto especialmente invisibilizado en las propuestas más actuales sobre identidad de género. En esta línea se puede recurrir a trabajos como los de Gérard Pommier (2010) sobre neurociencias y psicoanálisis, donde se establecen interesantes conexiones entre la herencia filogenética y el lenguaje. «Si existe una transmisión filogenética» escribe el autor, «debe encontrarse su marca en dos puntos: por una parte, del lado del sistema nervioso, como lo muestra la sobremaduración. Y, por otra parte, en la lengua misma» (p. 28). Por tanto, se han de considerar todos aquellos elementos que provienen de nuestra historia filogenética como especie, en lo orgánico y en lo psíquico, entramados e interconectados ambos niveles, con sus señales manifiestas en el soma y la psique.

Conceptos, muy criticados desde la ciencia oficial, como son el de inconsciente colectivo y arquetipos (Carl G. Jung), o el de resonancias mórficas y «mente extendida» (Sheldrake, 1981 y 2003); las narrativas derivadas de las religiones o las mitologías en los textos antiguos (cosmogonías, teogonías) de las diferentes culturas, etc.; están activas en el aquí y ahora de los individuos del siglo XXI, participando en sus vidas intensamente aunque, en muchas ocasiones, de forma subrepticia e inconsciente. Hablamos de la existencia de sistemas auto-organizados, de una memoria colectiva de la naturaleza, sustentadas en patrones del pasado de la especie, la posibilidad de una conexión causal transtemporal. Estos conceptos ya están presentes en los trabajos de Lamarck en su obra Filosofía zoológica (1809) y, con posterioridad, en numerosos escritos de otros autores, especialmente en Freud y Jung.

En otro de los extremos tenemos que incorporar las aportaciones del construccionismo social y, en especial, de los enfoques narrativos en psicoterapia. En esta dirección hemos de resaltar los excelentes trabajos sobre la construcción social de la identidad, en concreto sobre la identidad de género, y sus avances al conseguir diferenciar, en primer lugar, sexo y género y, posteriormente, teorizar y plantear cómo también el sexo puede considerarse construido socialmente, en la línea de las tesis que defiende vehementemente el movimiento queer entre los diferentes grupos feministas. El movimiento queer apuesta por remarcar que el sexo no es un elemento inmutable y definitorio (Martínez, 2018) (Llamas, 1998). A este respecto Judith Butler, por ejemplo, defendía que lo que «estructura el yo corporal y produce la morfología sexuada es un imaginario» (Aguilar, 2008); o, como pregunta Halberstam (1997): «¿Qué es lo que hace tan difícil no presuponer una relación esencial entre la masculinidad y los hombres?» (p. 37).

Sin entrar a polemizar o desarrollar las diversas conceptualizaciones que se han venido conformando en torno a estos términos, pretendo simplemente establecer un espacio compartido donde puedan unificarse las diferentes perspectivas para así permitir la emergencia de modelos de masculinidad alternativos, pero egosintónicos y válidos para el hombre en la actualidad.

Dentro de esta perspectiva integradora quiero destacar las palabras de Halberstam (1997), en su trabajo sobre Masculinidad femenina, cuando manifiesta: «Quiero elaborar cuidadosamente un modelo de masculinidad femenina que destaque sus múltiples formas, pero también deseo reivindicar nuevas y autoconscientes producciones de diversas taxonomías sobre el género. Estas producciones no se consiguen subvirtiendo el poder masculino o tomando una posición contra el poder masculino, sino dando la espalda a las masculinidades convencionales y rechazando trabajar con ellas» (p. 31).

En síntesis, el resultado de la presión de los modelos hegemónicos sobre cómo deben ser el hombre y la mujer, sobre qué es lo masculino y lo femenino, acaba convirtiéndose en un marco restrictivo, un marco que constriñe la libertad de las personas, sean del sexo o del género que se propongan ser, al obligarlas a someterse y a aceptar un relato único sobre lo que es el sexo y el género, que no admite diferencias o interpretaciones, que se postula como verdad única excluyendo otras alternativas, más flexibles y positivas, con las que hacer más habitable el espacio identitario para todos y todas.

Paternidad

El segundo punto que desarrollo en este texto tiene que ver con la paternidad y cómo interactúa con la identidad de género del varón o con su masculinidad. La presencia en la clínica psicoterapéutica de muchos varones que manifiestan sentirse incapaces de asumir sus responsabilidades como padres o que se muestran aterrados ante la prevista llegada de los hijos es muy habitual, presentando además las consecuentes respuestas defensivas y evasivas que llevan aparejadas. A menudo lo que observamos es una conducta de deserción de la función paterna, tema que considero de especial relevancia y valor, y al que dedicaremos un apartado específico en este texto.

 

Parte importante del proceso de construcción identitaria del varón se relaciona con la presencia de las figuras paternas, ya sea del padre real o de los posibles padres sustitutos, ya sea desde el ejercicio de esa función por parte de la madre. La función paterna se establece a través de una serie de procesos de renuncia en los que han de participar la madre, el padre y el propio hijo. El fruto de este collage de renuncias prepara el proceso en el que el joven varón podrá atreverse a disentir y, por tanto, a actuar en consecuencia a sus propios deseos e intereses, a pesar de ser contrarios a los deseos implícitos o explícitos de la madre y del padre; incluyendo aquí también el cuestionamiento de los propios deseos del hijo por intentar alargar su vida infantil, liberado de responsabilidades, así como de mantenerse en una situación cómoda y ajena al mundo, todo ello derivado del temor que supone el previsto afrontamiento de los riesgos y responsabilidades que la vida adulta conlleva.

Parto del presupuesto de que una masculinidad lograda, será la mejor plataforma para la construcción de una paternidad responsable y sanamente asumida porque «para comprender los sentimientos de los hombres acerca del amor y del trabajo, primero debemos comprender los asuntos inconclusos en relación al padre» (Ocherson, 1993), por ello, analizaremos algunos de los estudios e investigaciones existentes sobre la construcción de la función paterna, sus vicisitudes y las dificultades que presenta.

En este trayecto deberemos detenernos en la reiterada idea, expresada por filósofos, psicólogos y psicoanalistas, desde los tiempos de la Revolución Francesa, sobre la declinación del padre (la muerte de Dios) y sus consecuencias. Para ello incursionaremos en los trabajos que el psicoanálisis ha desarrollado en toda su trayectoria, desde Sigmund Freud hasta Jacques Lacan, para analizar y conocer lo que se ha dado en denominar Función Paterna o Complejo Paterno, y para centrarnos, al final, en cómo puede dibujarse el proceso de construcción de una paternidad saludable y sus posibles variantes. Se podrá comprobar cuán conectados están ambos elementos, de forma que un adecuado desarrollo de lo masculino identitario en el varón, facilita el acceso a la función padre y al ejercicio pragmático de la paternidad.

Masculinidad y paternidad. Psicoterapia del varón.

La interconexión entre ambos constructos nos lleva hasta el espacio psicoterapéutico para detallar cómo se presenta en la demanda y en la sintomatología masculina, así como qué características principales vamos a encontrar en los pacientes varones. La insatisfacción consigo mismo, la queja por no encontrar su sitio, su lugar en el mundo, suele estar presente. Se acercan a la consulta de terapia habitualmente aquejados de síntomas, sufriendo tristeza, ansiedad o cualquier otro tipo de distonía de las reflejadas en el abanico de la nosología psicopatológica. Por ello, hablaremos de la crisis de lo masculino y, por tanto, de los ejes que se requiere abordar en la intervención en psicoterapia con varones.

Por último, dedicaremos un espacio a desarrollar la importancia de los ritos de transición o de paso en la construcción de la identidad masculina y, ante la ausencia actual de rituales que faciliten este proceso de crecimiento del niño al hombre, se propondrá el espacio de la psicoterapia como la zona liminal que se va a construir para que se facilite de forma saludable este proceso. Por ello se propondrá una metavisión de la terapia, entendida como una marmita social donde facilitar las transformaciones que el individuo requiere para afrontar su vida como adulto en el mundo.

Para finalizar me pareció necesario realizar unas anotaciones finales de corte autobiográfico, a modo de postfacio, con las que pretendo encarnar algunas de las observaciones clínicas que desarrollo en el libro, pero en este caso a través de las emociones y las imágenes familiares que me acompañan en mi propia historia. Nadie escribe con pertinencia y emoción sobre algo que le es ajeno, por ello he querido vencer el pudor que este tipo de tarea suele llevar aparejado, y les presento algunas claves de tipo personal que hacen más entendible mi posición profesional y mi defensa de algunos de los presupuestos teóricos y clínicos que se desgranan en este libro.

Comentarios finales

Espero haber conseguido, al menos, que el resultado de este trabajo sea de fácil lectura y que pueda tener efectos prácticos para el trabajo de los profesionales de la psicoterapia, empezando por quienes han sido mis alumnos y alumnas.

Finalmente quiero realizar unas aclaraciones previas a la lectura. Voluntariamente me he centrado en el proceso de construcción de identidad de género en los varones, aunque es preciso advertir que muchas de las cuestiones que se exponen en este texto son de igual aplicación para las mujeres en su construcción identitaria y en su desarrollo personal. Diríamos que los ejes esenciales de construcción identitaria y de crecimiento psicosocial son comunes para ambos géneros y que solo algunas de las formas y de los caracteres secundarios de este proceso presentan peculiaridades diferenciadas. En cualquier caso, la redacción de este libro está voluntariamente centrada en lo masculino pues esa era su misión original. Espero que puedan deducirse sin dificultad aquellos aspectos que son propios y diferenciadores de lo masculino y lo femenino, de aquellos otros que son comunes y troncales en un proceso de construcción identitaria de género o de resignificación de la misma en un proceso psicoterapéutico sea cual sea el género del paciente.

1. Masculinidad y construcción identitaria

- Los estudios sobre masculinidad

Quiero iniciar este apartado retomando una serie de preguntas que realizaba David Gilmore (1990) en la introducción de su libro Hacerse hombre, un clásico sobre el estudio de las concepciones culturales de la masculinidad: «Por qué la gente de muchísimos lugares considera el estado de “hombre de verdad” o de “auténtico hombre” como incierto y precario, un premio que se ha de ganar o conquistar con esfuerzo, y por qué tantas sociedades elaboran una elusiva imagen exclusivista de la masculinidad mediante aprobaciones culturales, ritos o pruebas de aptitudes y resistencia» (p. 11) (…) «¿cómo explicar tantas similitudes? ¿Por qué ha de haber tantas pruebas y agonías aparentemente gratuitas asociadas al papel del hombre? ¿Por qué, en todas estas culturas, resultan necesarios tanto adoctrinamiento y tanta motivación para convertirse en hombre de verdad? ¿Qué hay en la masculinidad “oficial” que requiera tanto esfuerzo, retos y sacrificio? ¿Y por qué ha de ser la masculinidad una condición tan deseable y, a la vez, concedida tan a regañadientes en tantas sociedades?» (p. 31).

Por otra parte, cuando se pregunta qué es la masculinidad, es habitual observar en los sujetos interpelados una extraña sensación de confusión por la dificultad que dar una respuesta entraña, por el estupor ante una pregunta que debería ser natural y estar presente en la biblioteca de cuestiones que nos hemos planteado y respondido en algún momento. Pero no es así, la pregunta se desliza subrepticiamente, nos pilla desprevenidos sin saber cómo o qué responder porque, siguiendo a García-García (2009), «la masculinidad solo puede seguirse en los procesos de su encarnación, en las estelas de identificaciones y desidentificaciones que se activan frente a los valores que el modelo de género propugna» (p. 24).1