El ciclo de Andros

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A causa de este vínculo estrecho entre identidad masculina y desempeño laboral, podemos encontrar individuos que presentan serias adicciones al trabajo (workaholic o trabajoadicto), síntomas que expresan las dificultades para un funcionamiento alternativo más flexible. Evidentemente este proceso de desplazamiento de la ansiedad hacia la acción y la posibilidad de que se acabe conformando en el individuo como una personalidad fáctica, aprovecha la actividad laboral para otras cuestiones subjetivas, en palabras de Mabel Burin (En Meler, 2017):

En la adicción al trabajo hay —como en tantas otras— un esfuerzo considerable por huir de realidades subjetivas que resultan desbordantes o que les provocan un gran vacío psíquico, de las cuales quieren alejarse aturdiéndose y procurando escapar de ellas precipitándose en el universo laboral. Para este grupo de adictos, el trabajo es meramente un medio que les permite realizar tales movimientos de alejamiento, con la ilusión de que así se apartan de sentimientos dolorosos que les provocan temor, culpa o frustración, o bien ira y resentimiento, todos ellos configuran una serie de afectos difíciles de procesar subjetivamente y que les resultan muy arduos de afrontar con otros recursos. Precipitarse en la esfera laboral significaría un procedimiento autocalmante para aquellas complejidades subjetivas (p. 58).

Podemos incluir aquí algunas reflexiones sobre la masculinidad en la mujer (Halberstam, 1997), porque en justa contraposición a la necesidad de la integración de lo femenino en el varón, podemos hablar de la necesidad de integración de lo masculino en la mujer.

Las chicas han podido jugar su masculinidad en la preadolescencia sin demasiada oposición por parte del entorno familiar o social, pero una vez llegan a la adolescencia es habitual observar cómo sufren una presión importante para que desaparezca cualquier atisbo de masculinidad y así fomentar su feminidad. Por ejemplo, si estas chicas optaron en su niñez por la práctica de deportes como el boxeo, el fútbol o el rugby, o vestían de forma deportiva, al llegar a la adolescencia se les empuja y presiona para abandonar estas actividades y estilo, con el objeto de potenciar una feminidad «impuesta», quizás ajena a los intereses particulares de cada una de estas chicas.

La negación de la masculinidad en la mujer, de la necesaria apropiación de lo masculino como elemento integrado en su desarrollo, es otro de los efectos de los modelos hegemónicos de género.

- Confusión entre identidad masculina y orientación heterosexual

Un elemento distorsionador que suele ser habitual consiste en entender falsamente que, en los varones, la identidad masculina correlaciona de forma unívoca e inequívoca con una elección de objeto heterosexual —cisgénero—.3 Existen varones con una clara identidad masculina cuya orientación es homosexual y varones heterosexuales que han construido, por el contrario, una identidad más femenina. Este tipo de error parte de las confusiones originadas entre los conceptos: sexo, género, identidad de género y orientación sexual.

La diferencia clásicamente reflejada en la bibliografía recuerda que hablamos de sexo al referirnos a las características físicas, biológicas, fisiológicas, anatómicas y cromosómicas (de carácter inmutable), mientras que nos referimos a género cuando hablamos de ideas, atribuciones y comportamientos sociales y culturales coconstruidos y, por tanto, modificables. Recordemos, además, que el género es una construcción social y que la forma en que este puede ser vivido y mostrado es tan variada como los diferentes resultados que el cóctel de las características físicas, emocionales, educacionales y sociales específicas de una persona puede producir, es decir, la identidad de género es el fruto de todos estos componentes reflejados en la forma como una persona concreta lo vive y lo siente.

Por último, la orientación sexual es otro elemento diferente pero no el más importante, y hace referencia hacia dónde se dirige nuestra atracción amorosa, romántica, afectiva y/o sexual.

Las combinaciones resultantes son múltiples y las alternativas variadas. Pero debe quedar claro que cuando hablamos de identidad masculina no estamos hablando de «ser macho» (sexo), de «ser varón» (género) ni de ser heterosexual (orientación), sino que se hace referencia al proceso a través del cual se han creado determinados caracteres identitarios desde esa matriz social a través de la cual nos reconocemos (de forma egosintónica o no), interpretamos el mundo y tomamos decisiones concordantes con lo anterior.

Ya esta distinción fue expuesta por Freud (1920) en Sobre la psicogenésis de un caso de homosexualidad femenina. Como dice Assoun (2005):

Freud toma la precaución de distinguir «la actitud sexual» y la elección de objeto, en un pasaje sobre el que deberían meditar muchos otros discursos que nutren, incluso se nutren, de esta confusión: (…) un hombre en el que predominan las cualidades masculinas y cuya vida erótica siga también el tipo masculino puede, sin embargo, ser invertido en lo que respecta al objeto y amar únicamente a los hombres y no a las mujeres. En cambio, un hombre en cuyo carácter predominen las cualidades femeninas y que se conduzca en el amor como una mujer, debía ser impulsado, por esta disposición femenina, a hacer recaer sobre los hombres su elección de objeto, y, sin embargo, puede ser muy bien heterosexual y no mostrar con respecto al objeto un grado de inversión mayor que el corrientemente normal (…) la primacía de la masculinidad no lleva fatalmente a la heterosexualidad. El momento determinante que conduce a la heterosexualidad o a la homosexualidad es la elección de objeto. Y lo que decide de ello es la identificación (pp. 85-86).

Conclusiones

En la sociedad del siglo XXI nos encontramos, tras décadas de progresiva deconstrucción, ante una intensa y notoria incertidumbre sobre lo que significa ser varón. La incuestionabilidad de lo masculino que existía en tiempos pretéritos, determinada y sustentada por el modelo hegemónico heteropatriarcal, ha muerto y los intentos de algunos grupos de reanimarla no tiene futuro ni sentido. Se requiere ahora, por tanto, de la coconstrucción de otras alternativas, las llamadas nuevas masculinidades, que permitan responder por una parte a los logros sociales y culturales de la humanidad en este aspecto, incorporando los avances del movimiento feminista, la igualdad plena y el acceso a las oportunidades, así como, por otra parte, incorporar aquellos elementos que permitan una visión egosintónica de género en el hombre, es decir, de aquellos elementos esencialistas de su propia condición. Para ello se postula la integración de las diferentes aportaciones existentes y el resultado deberá estar a la altura de los avances sociales de la humanidad en este siglo.

Rodríguez del Pino (2014), citando a Erik Pescador, apuesta por «generar la posibilidad de que los hombres elijan su propia forma de expresión masculina más allá de los rituales y las estructuras de comportamiento tradicional masculino, de los procesos de aprendizaje de esa masculinidad (…) Entonces las nuevas masculinidades son formas diferentes de enfrentarse a la identidad y que esa identidad sea mucho más referente de uno mismo, más que la representación social de un modelo patriarcal estructurado, y que resulta destructivo» (p. 173).

Otro elemento de inmensa importancia y directamente vinculado a la construcción de la masculinidad es el que hace referencia a la asunción de la paternidad. Debemos hacer ahora un recorrido sobre la función paterna y su interconexión con la identidad de género.

2. Paternidad y masculinidad

«La huella del padre es la de una herida. El dolor, el golpe sufrido por su pérdida» (p. 17)

(Risé, 2003 en El Padre, el ausente inaceptable).

- La declinación del padre

Las exposiciones de motivos sobre la declinación del Padre son numerosas en sociología, en filosofía y, cómo no, en psicoanálisis. Se la ha asociado habitualmente con la crisis de ideales, con la pérdida de autoridad o con el derrumbe del respeto a la Ley (Radiszcz, 2009). El decaimiento de la función paterna en la cultura es un aspecto reivindicado desde diversas perspectivas y ha estado presente en pensadores como Nietzsche, Marx o Hegel así como en movimientos sociales, filosóficos y políticos relevantes de los siglos XIX y XX. Con anterioridad ya se observan otras señales de este proceso, manifestadas en acontecimientos históricos tan importantes como la Revolución Francesa (Julien, 1991), a la que haremos referencia en otros apartados de este texto, como ejemplo del derrocamiento del Padre y de la instauración de la fraternidad como elementos básicos del movimiento revolucionario. Kant (1784) cuando define la Ilustración, hija de la Revolución Francesa, señala que consiste: «En el hecho por el cual el hombre sale de la minoría de edad. Él mismo es culpable de ella. La minoría de edad estriba en la incapacidad de servirse del propio entendimiento, sin la dirección del otro. Uno mismo es culpable de esta minoría de edad, cuando la causa de ella no yace en un defecto del entendimiento sino en una falta de decisión y ánimo para servirse con independencia de él, sin la conducción del otro» (p. 33).

Posteriormente el marxismo bebe de la misma perspectiva como ocurre con todos los sistemas de pensamiento que han cuestionado la posición predominante del Padre, ya sea desde lo religioso, lo político o lo filosófico, ejemplificado en aquella frase del movimiento libertario que reivindicaba: «Ni Dios, ni amo, ni Estado, ni patrón».

También Lutero, en su doctrina pedagógica, incide en esta declinación de la figura paterna cuando fomenta una transferencia de las competencias paternas a la madre, como señala Lenzen (1991): «El inicio de la Reforma, irremediablemente, marca el principio del fin de una era en lo relativo a la concepción de la paternidad, tanto en el terreno práctico como en el teórico. Unas generaciones después, ya nadie sabía —al menos en la tradición protestante—, qué había significado la paternidad» (p. 209).

 

En la evolución del pensamiento y en la aparición de nuevos paradigmas se hace preciso este proceso de devaluación de la autoridad anteriormente incuestionada para permitir que aparezcan otras visiones alternativas. Este movimiento se inicia en Europa a finales del siglo XVIII con la Revolución Francesa y se hace especialmente presente en los siglos XIX y XX. Dice Nietzsche (1882) en La Gaya Ciencia: «¿Dónde está Dios? Os lo voy a decir. Le hemos matado; vosotros y yo, todos nosotros somos sus asesinos» (p. 51). El nihilismo como sistema de pensamiento se extendió en el siglo XIX, desde la obra de Schopenhauer (1788-1860), que ya propugnaba el ateísmo poniendo en duda la omnipotencia de un Dios bueno. Todo el pensamiento marxista, base de las políticas socialistas y comunistas, se enmarca en este movimiento. Filósofos como Marcuse (1963), basándose en los textos de Freud y de Marx, defiende y desarrolla la misma idea sobre la decadencia del padre.

Como dice Mulliez (1990) al referirse a la eliminación de la figura del páter familias del derecho en Francia: «Hay que señalar que el padre, tal como lo definía nuestra tradición jurídica, ha desaparecido del derecho civil actual: ya no existe el estatuto jurídico de la paternidad, al menos en el sentido de patria potestad. En este sentido, el derecho ha matado al padre…» (p. 308).

En el ámbito psicoanalítico Lacan menciona la declinación de la imago paterna por primera vez en 1938, en su texto La Familia y nos dice: «Un gran número de efectos psicológicos, sin embargo, están referidos, en nuestra opinión, a una declinación social de la imago paterna, (…) este padre es: carente siempre de algún modo, ausente, humillado, dividido o postizo en su personalidad» (p. 92-94), aunque posteriormente haga referencia a que la imago paterna siempre será declinante en la medida que el padre real nunca puede estar a la altura de la función que representa. Lacan comulgó con las ideas de Durkheim (1892) que postuló su ley sobre la contracción de la familia, donde incidía en que «del clan exógamo amorfo, del grupo amplio de consanguíneos, se pasaría al clan diferenciado, a familias propiamente dichas, familias uterinas o masculinas, de esta a la familia indivisa de agnates (los que descienden de un mismo ancestro masculino), a la familia patriarcal, paternal o maternal; y, en fin, por último, a la familia conyugal» (p. 176) (Varela, 1999).

Este decaimiento de la imagen del «padre» se introduce progresivamente en la visión del mundo y se traslada también a la organización familiar. En definitiva, la función paterna sufre un serio cuestionamiento. En la familia, la figura del padre se empieza a devaluar y esto tiene inevitablemente efectos sobre la construcción de la identidad de género en el varón.

Ya Deleuze y Guattari (1972) en su obra El Anti Edipo defendían y propugnaban este declive: «El inconsciente desde siempre es huérfano (…) no reconoce padre, se engendra a sí mismo, no tiene creencias, es ateo, no reconoce Dios, es nómada y polívoco, no reconoce ley» (Ponce, 2011), muestras todas de cómo defendían los autores su propuesta de esquizoanálisis como una severa crítica al psicoanálisis freudiano.

Anatrella (1998), a pesar de sus cuestionables planteamientos en otros asuntos, tiene razón cuando dice:

La imagen del padre, de mala ha pasado a ser borrosa; después ha venido la imagen del padre humillado hasta el punto de que se ha hecho imposible identificarse con él. Si la representación de la relación con el padre es sin duda menos agresiva, más amistosa que antes, hace referencia a alguien «perdido», que no sabe desenvolverse bien fuera de su trabajo, que lo ocupa mucho.

En el psicoanálisis se va a defender la importancia de que el Padre, la función paterna, recupere su protagonismo y se le devuelva a la posición que le corresponde para el proceso de crecimiento, desarrollo e individuación de los sujetos. En la clínica se describen claramente los efectos que provoca la carencia de la función paterna. La ausencia del investimiento del Padre puede hacerse presente en la clínica psicopatológica, recordando los trabajos de Braier (2012), cuando señala que en: «La patología contemporánea, abundan los cuadros en los que hay justamente un déficit en la estructuración del superyó y en los que el yo ideal toma el comando por sobre el ideal del yo. Son pacientes a los que les falta un sostén interior, como diría H. Mayer (2000), que entiendo no solo como un déficit yoico sino también de la función protectora del superyó» (p. 20). Recordemos, a modo de aclaración, que como describe Jacques Lacan, mientras el ideal del yo es un producto de la identificación con el padre tras la superación del Complejo de Edipo que ejerce una presión en favor de la sublimación y que implica la internalización de la ley, es decir, representa esencialmente una introyección simbólica; el yo ideal, por el contrario, es una proyección imaginaria que responde a una ilusión de unidad con el objeto de recuperar la omnipotencia de la relación preedípica.

Ampliando la importancia de la función paterna, nos dice Rascovsky (1981):

La carencia inicial de la función parental —a cargo de los padres o sustitutos— produce la muerte del hijo y posteriormente implica un daño proporcional a la magnitud del defecto. Tal carencia se expresa mediante actitudes activas y/o pasivas cuyas formas más comunes están constituidas por la circuncisión, el abandono temprano y/o reiterado, el castigo mental o corporal, la prohibición instintiva, la amenaza, la castración, las penalidades y vejaciones, la crueldad, los ataques físicos y verbales, las negaciones despóticas, la insensibilidad ante el sufrimiento, el enjuiciamiento denigratorio y las múltiples actitudes parentales, ocasionales o permanentes que imprimen heridas inmediatas o remotas en el self del niño (p. 70).

Hay una interesante clasificación realizada por Echart (2017) sobre la imagen del padre en el cine de autor contemporáneo, donde detalla cuatro tramas reiteradas: el ídolo caído (y su inverso), en referencia a la admiración infantil y el ulterior desengaño sobre una figura vista originalmente como carismática; el padre autoritario, mostrado como un padre tóxico y crítico que obstaculiza el desarrollo y crecimiento del hijo; el padre melancólico, que gira en torno a un padre depresivo e inhibido, atrapado en su propia conflictiva al punto de mostrarse incapaz de atender emocionalmente las necesidades del hijo; y por último, la traición del padre, donde la figura parental está ausente, es un padre abandónico que ha desertado de su función paterna. En todos los casos estamos ante una expresión de la declinación del padre y de sus efectos en la vida de los individuos.

Las cuatro tramas sugeridas suelen estar presentes en la relación de los hijos con la figura del padre. Echo de menos en la clasificación lo que me gusta llamar el padre restaurado. Esta trama que sugiero es de especial interés porque podría funcionar como la conclusión perfecta de las cuatro anteriores, eso sí, cuando la vida facilita las cosas o cuando lo vivido con el padre real no ha sido en exceso traumático.

Cualquier hijo pasará irremediablemente por la trama del ídolo caído, porque todo padre real o imaginario deberá, más tarde o más temprano, caer para así permitir la emergencia del hijo como adulto, pasar de la idealización del niño respecto a la figura del padre a la decepción producida en la constatación de la realidad del padre de carne y hueso. La trama del padre autoritario también va a ser revivida en mayor o menor medida, porque siempre que el padre real corrige, prohíbe o educa al hijo, va a producirse a través de una presión ejercida, de una coacción contra el deseo del infante cuyo resultado emocional es la frustración y el enfado del hijo. Cierto que, si esta función correctiva del padre, se realiza de una forma no amorosa o, peor, se ejercita sádicamente; el resultado emocional en el hijo suele ser desastroso y más difícil de reparar. El padre melancólico también va a aparecer habitualmente, en la medida que, en la citada caída del ídolo suele estar muy presente la contemplación, por parte del hijo, del padre deprimido o derrotado. El hijo puede sentirse avergonzado por este padre inocuo y perdido, enfadado por su permanencia en un limbo al que no puede acceder o, como otra posibilidad, puede sentirse en la necesidad de cuidarlo como si de un «hijo» herido se tratara, invirtiéndose en su complementariedad la relación original paterno-filial. En cualquiera de estos casos, incluso en el de muchos padres autoritarios, cuando el hijo adulto analiza la relación histórica con su padre suele ser muy habitual descubrir en el padre el tigre de papel que se agazapaba tras la férrea armadura. Incluso el padre traidor podría aparecer muchas veces, en aquellos detalles en los que el hijo se sintió no amado, invisible a los ojos del padre. En el caso de los padres ausentes, hay una excelente descripción de Octavio Paz (1982) en su obra Sor Juana Inés de la Cruz o Las trampas de la fe donde dice, en referencia a la historia de la protagonista —quien, resultante de una unión fuera del matrimonio, no conoció al padre—: «Es indudable la ambigüedad de sus sentimientos ante el fantasma de su padre. El ausente era, si no un muerto, un desaparecido. Su ausencia era ocasión de nostalgia e idealización, en nuestra fantasía los ausentes se agigantan y se vuelven héroes o monstruos» (p. 111). O como diría Osherson (1993), ya aplicado a los varones: «La fundamental vulnerabilidad masculina basada en la experiencia del padre reside en nuestras fantasías y mitos para explicarnos por qué él no está. Para el hijo, esto constituye una falta de comprensión, generalmente inconsciente y a menudo aterradora, que mutila su propio sentido de masculinidad».

El padre restaurado, que defiendo como elemento salutogénico, puede surgir tras el cambio en la relación afectiva entre el hijo adulto y su propio padre, fruto del crecimiento y desarrollo natural del hijo; en la identificación y reconocimiento del padre real cuando, como padre nuevo, el hijo se encuentra en la misma posición y comienza a entender las fragilidades y errores que cometió su propio padre porque, ahora, él también las comete, en la revisión de la relación mantenida a lo largo del tiempo fruto de un proceso reflexivo profundo o de una psicoterapia exitosa.

El padre restaurado es el resultado amoroso de una revisión del padre real, que en muchas tramas cinematográficas aparece tras el conflicto (en cualquiera de las formas mostradas por Echart). Quiero trasladar un párrafo extractado de las columnas periodísticas de Pepe Mendoza (2017), sobre su padre ya anciano y enfermo, como forma de explicar la emoción que subyace:

Me gustaba imaginar, en defensa propia, en defensa nuestra, que detrás de su mirada acuosa y perdida, de vez en cuando lo asaltaban retornos fugaces, rememoraciones dichosas, que él sentía y vivía en su mundo, más justo y generoso que el nuestro. Me gusta soñar, en defensa propia, en defensa nuestra, que Rafalito salió ayer por fin del oscuro túnel del olvido. Que vuelve a ser joven y eternamente feliz, mientras pedalea, de camino a casa, a lomos de su vieja bicicleta verde (p. 99) (Mendoza, 2017).

Muchos de los guiones cinematográficos reflejan estos tipos de conflictos, tan claramente expuestos por Pablo Echart (2017), pero cuando existe una posibilidad de redención en la relación paterno-filial siempre suele ser a través de un proceso de restauración del padre. Esto es así tanto en el cine como en la literatura, de algunas de ellas hablaremos más adelante para ejemplificarlo.

En síntesis, en lo que a la psicoterapia se refiere, lo que se postula es la importancia en el proceso psicoterapéutico de la construcción o restauración de esta función paterna. Dicha función se hace, además, en especial imprescindible, en el caso de los varones para la construcción de una identidad de género. Lo masculino, alejado ya de las visiones hegemónicas heteropatriarcales, debe recuperar la esencia que permite dignificarlo y ostentarlo como corresponde.

- La función padre en el psicoanálisis, de Edipo a Telémaco

«Es el testimonio del hijo lo que funda la existencia del Padre»

(Recalcati, 2013 en El Complejo de Telémaco).

 

Señala Julien (1991), «en el origen de nuestra cultura europea, la paternidad era adoptiva y voluntaria: “En la Roma antigua —dice Philippe Aries— después del nacimiento, el niño era depositado en el suelo, delante del padre, y este lo reconocía levantándolo; era como un segundo nacimiento, un nacimiento no biológico, comparable a la adopción”» (p. 19). O, como destaca Narotzky (1997): «En el derecho romano todavía la paternidad es un acto voluntario del pater familias y se distinguen claramente las atribuciones del páter de las del genitor que tendrá el deber de dar alimentos (deber puramente material) sin mayor responsabilidad» (p. 191).

Estos párrafos nos ayudan a entender que, ya desde la antigüedad, la paternidad tiene características propias y diferenciadas a las de la maternidad pues ni biológica ni socialmente son comparables ni equiparables. Por ejemplo, Paul Verhaeghe (2000) señala que: «La estructura de parentesco es patriarcal en tanto consiste en un reconocimiento simbólico, más allá del lazo natural entre la madre y el hijo. El acento está puesto completamente sobre esta noción de reconocimiento. Incluso en las comunidades patriarcales en el sentido estricto del término, la paternidad biológica es siempre insuficiente, el hombre debe atestiguar, dar pruebas de su paternidad» (p. 68). Vamos a realizar una incursión histórica en la visión psicoanalítica del padre para podernos explicar más adelante.

La primera visión del padre en Freud puede extraerse de la formulación de su teoría de la seducción, presentada formalmente en los diferentes artículos que se publicaron en 1896. Dicho planteamiento es abandonado con posterioridad de forma parcial cuando formula el Complejo de Edipo. Si, en un primer momento, la tesis traumática del abuso sexual en la infancia, cometido por adultos del entorno cercano del menor, incluyendo a sus progenitores (tesis certera contrastada actualmente en la realidad clínica en muchos casos graves), permite el señalamiento del padre como sujeto «deseante»; posteriormente esta visión se diluye y queda relegada a un segundo plano, al punto de señalarse que los posibles recuerdos de las pacientes histéricas, sobre el hecho de haber sido víctimas de abuso sexual, eran meras fantasías producto del deseo de estas de ser seducidas por el padre. Más adelante queda aún más relegada esta perspectiva ya que se achaca la seducción en origen a la figura de la madre, en la fase preedípica, como elemento universal. La teoría de la seducción se difumina y posterga, quedando como una posibilidad que podría haberse presentado de forma ocasional, perdiendo así su importancia. Se insiste posteriormente, para mayor abundamiento, que las situaciones de seducción con el padre son esencialmente transferencias de las seducciones originales de la madre. Dice al respecto, con total agudeza, Juan Carlos Volnovich (en Meler, 2017):

La caída de la teoría de la seducción abrió el camino a la de la sexualidad infantil, al Complejo de Edipo, al del trauma como posterioridad retroactiva. En última instancia, significó un salto cualitativo enorme para aquello que comenzó, entonces, a teorizarse como el «mundo interno». Pero, también, pagó el precio de volver a invisibilizar el abuso sexual realmente cometido y a inocentizar a los perpetradores. Cuando Freud afirma que los relatos de abusos sexuales que poblaban su consulta eran producto de los deseos incestuosos de sus pacientes y no de acontecimientos reales, abre el camino a un campo inexplorado de investigación, la sexualidad perverso-polimorfa y la represión, al tiempo que concede todo lo demás a los valores patriarcales dominantes (p. 229).

A partir de la enunciación del Complejo de Edipo, en Freud y el psicoanálisis: «Se inauguran los grandes mitos sobre el padre. Con ella también se reconoce al padre como deseante y a la vez deseado por el hijo. Ese deseo mutuo es básico para la estructuración psíquica del hijo. Durante el complejo de Edipo el hijo varón odia al padre, desea su muerte y al mismo tiempo siente culpa por ese deseo, puesto que también lo ama. De allí se deriva el planteamiento psicoanalítico de la ambivalencia de afectos amor-odio» (Martínez Alarcón, 2016) (p. 11-12).

Dicho con otras palabras, Osherson (1993) refiere que «el padre no es ni tan fuerte ni tan débil. Dos personas que combinan en una: poderosa y vulnerable. Nuestro miedo es herirlo o que él nos hiera. Estos dos temas se representan una y otra vez en la vida adulta de los hombres: la búsqueda de y el rechazo al padre».

El Complejo de Edipo es formulado por su autor como fenómeno universal y queda reflejado de forma más consistente en los escritos freudianos a partir de 1900. En este sentido la aparición del padre introduce el concepto de castración como la amenaza que el niño siente, proveniente del padre, y que le prohíbe e impide el goce sexual o, mejor dicho, la relación privilegiada y exclusiva con la madre. La castración surge pues del acto prohibitivo. En esa misma dirección podemos leer a «Lacan (1949) que subraya el pasaje de lo imaginario (diádico) a lo simbólico, donde la castración simbólica constituye la “ley del padre” o metáfora paterna, cuya instauración permite la ruptura de la unión madre-hijo, dando acceso al lenguaje y la subjetivación de la persona en la cultura» (Ávila, 2019) (p. 149).

Lacan profundiza en la visión freudiana del padre con la formulación de los conceptos Padre Real, Padre Simbólico y Padre Imaginario. Podemos definirlos de las siguientes formas:

- El Padre Real es «privador, interdictor y frustrador» (p. 45) (Dor, 1989). Es el que introduce la castración, el «no». Es como un representante diplomático del Padre Simbólico que puede cumplir mejor o peor su cometido, la calidad de su embajada puede ser variable. Es vector pero no fundador de la función simbólica a pesar de que la filiación que le une al hijo sea directa (biológica).

- El Padre Imaginario, que nace del Padre Real, es el que desde lo fantasmático es vivido como un ente omnipotente que lo puede todo, al que se le culpa de ser privado de la madre. Funciona como puente para la investidura del Padre Simbólico.

- El Padre Simbólico, instaurado en el niño, es el que se sitúa entre la madre y el hijo. Es aquí donde aparece la metáfora lacaniana del Nombre del Padre, que es habilitado por la madre a través de su palabra e inscrito en el orden simbólico. Es la referencia a la Ley (la prohibición del incesto). El Padre Simbólico se conforma como agente estructurante, incluso en la ausencia de padre real, ya «que la dimensión del padre simbólico trasciende a la contingencia del hombre real, no es necesario que haya un hombre para que haya un padre». Dor (1989) insiste en que, en el campo conceptual del psicoanálisis, «la noción de padre interviene como un operador simbólico ahistórico» (p. 11). El Padre Simbólico es un agente estructurante universal de la especie humana, independiente del sexo del sujeto.

Como dice Martínez Alarcón (2016): «El sepultamiento o salida del complejo edípico está directamente ligado con la estructura psíquica posterior. El padre participa en este sepultamiento al imponer la castración, prohibiendo al hijo dar libre curso a su placer, pero al mismo tiempo facilitando su identificación con él» (p. 96).