El ciclo de Andros

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Es importante recordar que lo que venimos a llamar función padre proviene, no tanto de un ser humano, es decir, de un padre o madre de carne y hueso; sino de una entidad simbólica que deviene en función estructurante del sujeto. De ahí que esté libre del encaje sexual que se le puede achacar, al punto de que la función padre —al igual que la función madre— como tales funciones no están adscritas a las personas físicas y sexuadas del hombre y la mujer que han sido padre y madre en cada caso, sino al ejercicio de esas funciones para cada individuo concreto. En este sentido se suele hablar de los padres encarnados como embajadores o diplomáticos (Dor, 1989) que representan con mejor o peor fortuna las funciones a las que se hace referencia, además podemos entender que los padres encarnados no son los únicos representantes de las funciones paterna y materna, aunque sí suelen ser representantes muy destacados. Posteriormente se unirán todas aquellas personas que en nuestras vidas representan esas funciones, independientemente de la filiación familiar, del sexo o del género que tengan. Por ello Dor (1989) insiste en la idea del padre como vector de la función.

La función paterna se cumple, al final, en la instauración del superyó. Recordemos que el superyó es el sustituto de la autoridad del Padre. El Superyó y el Ideal del Yo son funciones directamente heredadas de la castración surgida en el Complejo de Edipo ya que se genera desde un proceso de introyección de la autoridad paterna. Aquí es importante considerar una idea valiosa en la que se defiende que el origen del Superyó surge del descubrimiento de la privación paterna, de la falibilidad y fragilidad del padre. La ambivalencia de los afectos navega entre el Ideal del Yo (la parte de identificación fantasiosa) y el Superyó como instancia que mantiene al Padre completo y omnipotente. Estas instancias son las que contienen la conciencia moral, la autoobservación y la formación de ideales (Freud, 1923).

Podemos añadir que Ideal del Yo y Superyó son funciones íntimamente imbricadas e interrelacionadas «como lo están, de hecho, una moral a respetar y un ideal a alcanzar. También el imperativo categórico superyoico parecería sugerir tal cosa: “Así como yo —como tu padre— deberás ser” (desde el ideal del yo), pero a la vez, “así como yo no debes ser; hay cosas que me están reservadas” (desde la instancia crítica) conceptual y operativa entre ideal del yo y yo ideal» (p. 5) (Braier, 2005).

En el trabajo que realiza Braier (2005) se insiste en esta perspectiva y señala: «Que no solo se internaliza la agresividad de los padres o no solo anida en el superyó la agresión que despiertan los deseos parricidas, sino que también se internalizan los rasgos y conductas parentales amorosos, y tanto las normas punitivas como las protectoras. Así, quien es amado y protegido aprenderá a amarse y a protegerse, en parte desde su superyó protector, esencialmente los padres internos» (p. 6).

A modo de síntesis podemos señalar que, en Freud, los papeles fundamentales del padre son: como modelo identificatorio, como objeto afectivo, como auxiliar de la madre y como rival.

Me interesa destacar aquí las aportaciones de Recalcati (2013) cuando nos habla del Complejo de Telémaco ya que su propuesta permite una evolución en la descripción de todo el proceso que lo hace más complejo y más rico, al permitir la formulación conjunta de las figuras —de los complejos— de Edipo y de Telémaco. Intentaré explicarme. Siendo claro que el varón en su desarrollo entra en competencia con el padre por la posesión de la madre y por la usurpación del lugar del padre (alineado con la vía descrita por Freud con lo edípico), no es menos cierto que, a la par, en todo varón se presenta una añoranza y una nostalgia del padre, un deseo de recibirlo y darle el lugar que merece (según se describe por Recalcati en el Complejo de Telémaco). Dice el autor: «El complejo de Telémaco supone un giro de ciento ochenta grados respecto al complejo de Edipo… Telémaco se emancipa de la violencia parricida de Edipo; busca a su padre no como a un rival con el que batirse a muerte, sino como un presagio, una esperanza, como posibilidad de devolver la Ley de la palabra a su propia tierra». Recordemos que, en La Odisea, el Canto II se titula Telémaco reúne en asamblea al pueblo de Ítaca, el III: Telémaco viaja a Pilos para informarse sobre su padre y el IV: Telémaco viaja a Esparta para informarse sobre su padre, con lo que la posición de Telémaco de añoranza y búsqueda del padre es vertebral en toda la obra. Dice Telémaco en el Canto II:

Pero dadme ahora una rápida nave y veinte compañeros que puedan llevar a término conmigo un viaje aquí y allá, pues me voy a Esparta y a la arenosa Pilos para enterarme del regreso de mi padre, largo tiempo ausente, por si alguno de los mortales me lo dice o escucho la Voz que viene de Zeus, la que, sobre todas, lleva a los hombres las noticias. Si oigo que mi padre vive y está de vuelta, soportaré todavía otro año; pero si oigo que ha muerto y que ya no vive, regresaré enseguida a mi tierra patria, levantaré una tumba en su honor y le ofrendaré exequias en abundancia…

La vía edípica se alimenta y, a la par, fomenta la visión del modelo hegemónico de masculinidad patriarcal: competitiva, violenta e infantil. La vía de Telémaco, por el contrario, permite la incorporación del padre, el deseo de su presencia, restaurándolo. Permite la aparición de un modelo de masculinidad más integral que admite la fragilidad y lo emocional como elementos presentes en lo masculino, el deseo y el amor al padre, la posibilidad de aceptar la ley desde el amor y no solo desde el miedo.

En resumen, la visión psicoanalítica resultante de lo comentado en los párrafos previos, sustenta la importancia de la figura del Padre en el proceso de diferenciación e individuación de todos los individuos. Insistir en que estamos hablando del Padre Simbólico como elemento imprescindible para la constitución y construcción de una individualidad, de un proyecto personal y de una voz propia. En definitiva, hablamos de cómo alcanzar una mayor evolución en el desarrollo psicosocial del sujeto, con independencia del sexo o género que cada cual posea.

En el caso de los varones podemos incidir en la importancia de otro aspecto que se ha mencionado de pasada, me refiero al que hace referencia al Padre como modelo de identificación. En este caso ya incursionamos en la construcción identitaria de género y en una propuesta de masculinidad madura y alternativa al modelo hegemónico existente.

Concluye Tubert (1997), en su compilación sobre Figuras del Padre, basándose en los planteamientos desarrollados extensamente por Narotzky (1997) (p. 212), que respecto a la función paterna:

- Los atributos de la paternidad (…) no suelen estar focalizados en una figura única, ni hay una relación biunívoca entre padre e hijo/a.

- La paternidad se diferencia claramente de la generación; las ideologías de la procreación aparecen como metáforas de la paternidad social y no a la inversa: la relevancia del progenitor depende de la noción de filiación, que es un concepto social y no biológico.

- La relación sexual entre la madre y la persona que detenta las responsabilidades paternas no es un factor constante ni necesario.

- La persona que ostenta la parte fundamental del haz de responsabilidades recíprocas que configuran la paternidad no es necesariamente de sexo masculino (p. 22).

Como señala Arvelo (2004): «Sintetizando podemos decir que la función paterna es una función sociocultural que va más allá de lo psicoafectivo, de carácter real y simbólica, polisémica, no restringida al género masculino ni a la función genitora» (p. 94). He obviado voluntariamente las aportaciones críticas más recientes en torno al complejo paterno lacaniano por salirse del objetivo de este trabajo, para mayor información es recomendable la lectura de León (2013) porque recoge, de forma puntual, los diferentes aportes a esta construcción teórica en el psicoanálisis contemporáneo (Miller y Laurent, 1997; Rabinobich, 1998; Zafiropoulos, 2001; Tort, 2005 o Breglia, 2006, entre otros).

Solo me interesa destacar, por su perspectiva de género, la visión de Tort (2005) en su obra Fin del Dogma Paterno, donde se realiza una crítica directa a algunos preceptos del psicoanálisis lacaniano actual y pide retornar a un psicoanálisis subversivo donde la presencia del Padre es necesaria, pero desligándola de las ataduras del discurso paternalista, de los isomorfismos generados entre el Padre Patriarca y el Padre Simbólico, las que confunden y contaminan la figura del Padre (Plá, 2012). Para ello se resalta la función simbólica, el padre como universal simbólico, estamos hablando del padre desgajado de la estructura del patriarcado y ajeno al interés por el dominio masculino heteronormativo.

Para finalizar este epígrafe quiero destacar un párrafo de Gil Calvo (2005) que señala:

La función del padre es inducir la educación de su hijo, logrando que este se emancipe de él. Si lo consigue y el hijo se educa con éxito, el padre no recibirá ningún premio al no ser mérito suyo, pues emanciparse es una responsabilidad intransferible que solo el hijo puede realizar. Pero la intervención del padre es necesaria como inductor de la educación del hijo, que abandonado a su suerte nunca podría emanciparse por sí solo. De ahí que el deber del padre sea exigir y auxiliar la educación de los hijos, sin esperar a cambio ninguna recompensa.

- La masculinidad

Cuando nos preguntamos en qué consiste la masculinidad y buscando entre las diferentes aproximaciones que se han realizado desde diferentes disciplinas, encontré una descripción desde lo antropológico, interesada en la medida que incorpora un análisis de la masculinidad en el sur de España, que realizó David Gilmore en 1990, sobre el término «hombría»:

 

Hombría se refiere, más bien, al coraje físico y moral. Sin correlativo concreto en la conducta, constituye un componente intransitivo: significa valerse por sí mismo como un actor independiente y orgulloso, y plantar cara cuando hay una provocación. Los españoles también lo llaman dignidad. No se basa en la violencia ni en amenazar a los demás, ya que los andaluces desprecian a los pendencieros y deploran la violencia física, que consideran mera bufonada. Ampliando el contexto, hombría se refiere a una actitud valiente y estoica frente a cualquier amenaza; y más importante aún, significa defender su honor y el de la familia. No supone agresividad en sentido físico, sino una lealtad inquebrantable al grupo social que señala la última disuasión ante una provocación. El control de la violencia siempre se basa en la capacidad para la misma, por lo cual la reputación es vital (p. 54) (Gilmore, 1990).

Ahora bien, ¿cómo se obtiene o certifica esa identidad? Si atendemos a los postulados del psicoanálisis, se produce inicialmente en el niño una identificación inicial con la figura de la madre y, posteriormente, una identificación con la figura del padre, que va a requerir previamente de una progresiva desidentificación con la madre. Bermejo (2005) lo explica de la siguiente forma:

Actualmente el modelo más ampliamente aceptado sobre el desarrollo de la masculinidad es el descrito por Greenson (1968) y Stoller (1964, 1965, 1968), según el cual los niños inicialmente generan una feminidad primaria por identificación con la persona que actúa de madre. Para lograr una identidad masculina, el niño tendrá posteriormente que desidentificarse de su madre e identificarse con su padre (es decir, identificarse en un segundo tiempo con la persona del género opuesto a su madre). Según estos autores, el rechazo de las identificaciones femeninas es necesario para que el niño consiga un sentido de la masculinidad coherente. El requisito básico para que el niño tenga éxito al identificarse con su padre, será el que posea la habilidad apropiada para desidentificarse de su madre (Bermejo, 2005).

Este proceso de diferenciación que está presente en el desarrollo psicosocial de todos los individuos es paulatino. Muchos autores discuten la idea de que estemos hablando de un corte radical con la figura materna e incluso que se requiera de una desidentificación previa con esta, por el contrario, se defiende también la idea de que este proceso ocurrirá de forma natural y no tiene por qué ser traumático. Por ejemplo, la propuesta de Diamond (en Bermejo, 2005) se acerca más a la idea de que en este proceso «la masculinidad se formase a partir de identificación recíproca y gradual con el padre, a modo de reconocimiento mutuo (1995, 1997, 1998, 2004) y de una identificación con una madre que sepa reconocer y valorar la masculinidad de su hijo (Atkins, 1984; McDougall, 1989; Fast, 1990, 2001; Benjamin, 1996; Beebe y otros, 1997; Diamond, 2001, 2004)».

En cualquier caso, un hijo varón «maternizado», es decir, que ha sido iniciado por su madre en vez de por su padre, siguiendo los planteamientos de Robert Bly (1990): «Es como un perro sin olfato, no tiene una dirección por instinto ni sabe en qué territorios, de qué formas, su identidad masculina le llevaría a realizarse y alegrarse» (En Risé, 2003) (p. 63).

A la postre un buen proceso de masculinización en el niño varón incorpora obligadamente, además de la adecuada identificación con la figura del padre, la necesaria presencia de una identificación con las actitudes inconscientes de la madre hacia su masculinidad.

En otros casos podríamos hablar de un proceso insano y perverso en el que, por ejemplo, los varones son masculinizados por su padre a través de actitudes de desafío, hostiles y violentas. En estos casos, se producirá la idea subyacente en el hijo de «no ser suficientemente hombre», por la imposibilidad de conseguir estar al nivel que representa el «gran varón» ostentado por el padre, investido rígidamente de un poder desmedido y perverso. Este padre comete el peor de los errores porque pretende ser «la Ley» y no solo representarla.

Los peores padres —los que causan los mayores daños a sus hijos— no son solo los que no asumen sus responsabilidades sino (…) los que, en lugar de someterse a la Ley de la Palabra —como sus hijos requieren que hagan— creen presuntuosamente encarnarla (Recalcati, 2013) (p. 63).

El hijo, en esta situación, estará inundado por una vivencia de fracaso que trae aparejadas emociones de sumisión, miedo e inseguridad. Cuanto más inalcanzable sea la figura paterna más problemática se tornará la búsqueda de identificación por parte del hijo. En esta visión, el ideal de género masculino se conforma, como diría Fridman (2000), en un Otro Completo Imaginario que es un modelo inalcanzable para el hijo. La forma de ocupar el lugar del padre no pasa por el proceso de castración, sino que tiene que optar entre el salto directo para ocupar el lugar del padre (el derrocamiento) o el sometimiento absoluto al poder del mismo. De aquí parte lo que Fridman (2000) llama «el lado oscuro» basándose en que la Ley del Padre, en tanto y en cuanto cumpla con la lógica de la dominación, trae un costo para el varón, consistente en la búsqueda constante de relaciones de dominio como forma de asegurar el sentimiento de virilidad, perseguido permanentemente por el temor a quedar en la posición del otro dominado y degradado. Usando de nuevo las palabras de Bermejo (2005):

En contextos patológicos, el desarrollo de la masculinidad puede requerir que, para lograr la identificación con el padre, el niño tenga que oponerse a su madre (desidentificarse de ella). De hecho, debido a que parte de lo que el niño internaliza es el sentimiento de sus padres con respecto a la masculinidad, así como las actitudes de los mismos con respecto al otro sexo, si hay un fallo al integrar las identificaciones maternas y paternas, el niño puede ver comprometido el desarrollo de su masculinidad, pudiendo quedar el proceso interrumpido o fijado rígidamente en forma de un falicismo defensivo.

En la obra El Rey León, basado en el Hamlet shakesperiano, podemos contemplar muy gráficamente esta disertación teórica. La imagen del padre de Simba, protagonista de la historia, aparece en formato doble, de una parte, a través de Mufasa como el padre «bueno» (el padre revestido de todas las idealizaciones) y, de otra, por Scar como el padre «malo» (que recoge todos los atributos oscuros). El «lado oscuro» del que estábamos hablando aparece en la proyección de Simba en su tío Scar, como aquellas partes del niño que convergen en el deseo de asesinar y derrocar al padre y, de esta forma, poder ocupar su lugar —el Edipo freudiano—. Todo esto sin que el proceso quede mediado a través de la necesaria castración. El hijo, Simba, se ve abocado a la culpa «por haber cometido el asesinato del padre» y necesita huir al limbo regresivo, representado en la historia por el «Hakuna Matata» («no hay problemas, vive y sé feliz»). Este mecanismo está descrito excelentemente por Bettelheim (1975) cuando nos dice:

Respecto a la superación de uno de los padres, el cuento de hadas utiliza frecuentemente el recurso de disociarlo en dos personajes: el padre que menosprecia a su hijo y un anciano sabio o un animal con el que se encuentra el joven y que le da consejos sobre la manera de vencer, no al padre, lo cual le asustaría demasiado, sino al hermano favorito de este. Algunas veces este personaje ayuda al héroe a llevar a cabo con éxito una empresa poco menos que imposible, con lo que se demuestra que la opinión del padre era errónea. Así pues, el progenitor se divide en un doble aspecto de desconfianza y de protección, saliendo victorioso este último (p. 163).

Con el paso del tiempo, el hijo se encuentra con la necesidad de encontrar el lugar que le corresponde en el mundo. Es el brujo, representado por el mono brujo Rafiki (el cambio, la psicoterapia), que debe golpearle (como ocurre con el pescozón o el guantazo que se realiza en el nombramiento de los caballeros) para recordarle cuál es su sitio y revincularle con el padre. El resultado dramatizado consiste en emprender la defensa del lugar de la ley y del Padre, restituyéndolo, pero no a través de la usurpación sino a través de ser investido sucesor y rey por legítimo derecho.

Si analizamos Hamlet, a través de Parrini (2000), vemos la similitud existente:

Una sombra aparece ante Hamlet y le conmina a vengar su muerte; es su padre que vuelve de los infiernos para que su hijo lo expíe: ha sido asesinado por su propio hermano para casarse con su esposa, la reina. El trono está maldito por el fratricidio y el incesto; solo Hamlet puede remediar tal entuerto. El padre le pide a su hijo, más allá de la muerte, que continúe su obra, «yo soy el alma de tu padre», le dice, «condenada por cierto tiempo a andar errante…» y le suplica «¡véngale de su infame asesinato!». Veinte siglos antes, otro personaje desafía a su abuelo, luego de haber matado a su madre, diciéndole: «yo soy, sí, un hombre impío porque maté a mi madre, pero también piadoso pueden llamar a aquel que a su padre vengó. ¿Qué iba a hacer? A este doble argumento otro tal opón tú; me engendró mi padre sin que tu hija fuese otra cosa sino quien la simiente acoge; sin padre nunca habría nacido hijo ninguno» (Eurípides, Orestes). Otra voz nos habla desde nuestros días y nos dice que un hijo que se cría sin padre «… es como un pescado sin río, no tiene nada, se siente solo, abandonado...». Dos mil quinientos años entre unos y otros y sin embargo los une un mismo derrotero: reivindicar al Padre, defenderlo, invocarlo. Unos hijos o padres de los otros, todos hombres; llamándose mutuamente y añorándose (p. 74).

Todo el periodo de huida y evasión infantil del héroe se puede visualizar como la situación, tan común en psicoterapia, de muchos de nuestros pacientes varones. El resultado de la épica historia refleja la resolución más idónea, desde la perspectiva psicoterapéutica, para la restitución y el investimiento del varón como hombre (masculinidad integrada) y como representante de la ley del Padre.

La identidad masculina se construye sobre la base de la distancia que existe entre el padre real que a cada cual le ha tocado y este lugar preponderante que se le asigna simbólicamente. Entre el ideal y lo real se extiende un espacio de frustración y reclamo: no tuve el padre que quise, no cumplió con sus responsabilidades; en fin, no fue el padre que yo esperaba o necesitaba. Algunos hombres le reclaman a otros hombres no haber cumplido con su tarea; los hijos impugnan a sus padres por sus defectos y errores (p. 74) (Parrini, 2000).

El hijo varón necesita del padre, de los procesos y rituales míticos de iniciación que lo convierten en hombre, a pesar de los errores y carencias del padre real, de su ausencia o nefasta presencia. Se invoca por los hijos la función paterna, como puente para acceder al Padre Simbólico, a la Ley y, por ende, para la construcción de una identidad masculina sólida.

Esto es así porque los mitos y sus rituales tienen una función identitaria que actúa de forma inconsciente. «Al funcionar los sistemas míticos como máquinas de autoidentidad y autodiversidad, son reproducibles como una unidad sintética sin necesidad de un proceso intencional, simplemente por repetición de las mismas operaciones» (p. 606) (Muñoz, 2013). Es decir, el proceso de individuación que se propone para los varones tiene una estructura narrativa y como sostiene Muñoz (2013), «está sujeta a los mismos condicionamientos que los otros mitos y, como ellos, depende de un eje mítico-ritual específico para dotarse de significado» (p. 612). De ahí la constante insistencia en la importancia de los rituales de iniciación o de paso de la que haré gala en este texto.

Rituales y ritos disminuyen la intensidad de la relación individual padre-hijo, proporcionando a ambos lo que desesperadamente necesitan: la bendición de la comunidad masculina, la bienvenida de los padres a sus hijos y el agradecimiento de los hijos a sus padres; un ritual que purga la tensión y la traición entre ambos (Ocherson, 1993).

La dificultad de la relación con el padre, el anhelo y el desprecio por su figura, la necesidad de ser reconocido y la rabia por su ausencia puede leerse de forma magistral, a modo de ejemplo, en un poema del periodista, ensayista y poeta nacional salvadoreño Roque Dalton (1935-1975), El príncipe de bruces, que refleja crípticamente la relación del poeta con su padre. Roque Dalton, hijo de un migrante norteamericano —Winnall Dalton— y de una enfermera salvadoreña, no fue reconocido formalmente por su padre hasta la edad de diecisiete años, aunque sí se hizo cargo económicamente de su manutención y educación. Para el poeta, asesinado a la edad de cuarenta años, por sus compañeros del Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP) —movimiento comunista englobado en el Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN)—, la figura de un padre distante o, en otras ocasiones caricaturesco, siempre está presente en su producción literaria, le llama en uno de sus poemas «gringo iracundo»4 (Atwood, 2012). Transcribo su poema El príncipe de bruces:

 

Era la hora de la injuria la fugaz época de la maldición

cuando mi padre recomenzó en mí otra prueba.

Yo era el único súbdito que le quedaba a su locura

y aunque hasta entonces solía abofetearme de cuando en cuando

me hizo el honor de confiarme la marca negra de la ceniza de la frente.

Era noche para el gentío sin antorchas

por el clima propicio y el olor de la selva

pero a la sazón estábamos solos y como con temor de avergonzarnos

de tal manera que mi padre fue rápido en la consagración.

Me abandonó antes de que me lavase el rostro en su presencia

con agua despaciosa del cenote sagrado.

Decidí no destruir antes del amanecer la marca mágica

decidí descubrirla a mis ojos mirándome en el agua

sabía que con ello pisaba en un terreno mortal

pero más fascinábame la ascensión a la sabiduría.

A los tres días me encontraron muerto

rodeado de aves de rapiña muertas

mi padre fue por agua al pálido cenote

y me lavó la cara sin llorar.

Podemos añadir que el resultado del hijo que no ha podido restaurar o reparar al padre, o que no ha podido reconciliarse e integrarlo, alimenta la construcción de una caricatura en su futura paternidad. Son padres que protagonizan una opereta. En estos casos el hecho de ser padre no está constituido como función para el crecimiento y desarrollo de los hijos, sino que se arma y subsiste como un personaje falseado que se esfuerza continuamente en mostrarse a través del ejercicio de ciertas poses (autoridad, castigo, severidad), con una rigidez y falta de autenticidad exageradas. Son «tigres de papel», hombres desolados con el peso de una tarea que les queda grande pero que pueden resultar, desafortunadamente, en exceso dañinos, sádicos y patológicos. La ausencia de la flexibilidad necesaria les impide dirimir y decidir qué acciones son las que permitirán el mejor aprendizaje y crecimiento del hijo. A través de un rol rígido de «lo que debe ser un padre», destrozan la ilusión y el anhelo del hijo, sin saciar el hambre de su figura.

Bordieu (1998) lo expresa de forma cruda a través de la descripción del funcionamiento de este tipo de padres, aquellos que portan en su historia la desilusión, la rabia y la derrota frente a lo paterno:

Este realismo derrotista y cómplice del orden del mundo es lo que desencadena el odio del padre, odio dirigido, como en la rebelión adolescente, menos contra la necesidad que el discurso paterno pretende desvelar que contra la arbitraria adhesión que el padre todopoderoso le concede, lo que demuestra su debilidad, debilidad de la complicidad resignada que asiente sin resistencia; debilidad de la complacencia que se satisface y vanagloria del cruel placer de desilusionar, es decir, de hacer compartir su propia desilusión, su propia resignación, su propia derrota (p. 54).

- Homosexualidad y otras alternativas como expresión de la necesidad en el varón de la presencia del padre

«… Sobre su piel borrosa,

cuando pasen más años y al final estemos,

quiero aplastar los labios invocando

la imagen de su cuerpo

y de todos los cuerpos que una vez amé

aunque fuese un instante, deshechos por el tiempo…»

(Extractado de Pandémica y Celeste, de Jaime Gil de Biedma, 1965).

En primer lugar, quiero aclarar que la necesidad del ser humano de la presencia del padre es un tema universal, hablamos evidentemente del Padre Simbólico como se ha argumentado en apartados anteriores de este mismo texto. El anhelo por el Padre, en el caso de los varones, adquiere características y configuraciones particulares que me gustaría desarrollar.

Siguiendo los trabajos de Lacan (1999) y su teoría sobre la homosexualidad, nos dice Asensi (2017): «Mientras el heterosexual se identifica con el padre y ama a la madre (bajo las condiciones de una renuncia), el homosexual se identifica con la madre y ama al padre (bajo las condiciones de una posible antítesis de los afectos)» (p. 141). Para Lacan (1977) la identificación con la madre implica una fijación afectiva que determina la exclusión de cualquiera otra mujer y nace del mismo deseo de la madre cuando siente que el hijo es todo suyo, intensificándose especialmente cuando el padre aparece como figura amenazadora y represora; o como figura descalificada y menospreciada.

Podemos establecer algunas aclaraciones a este respecto, no se pretende en este texto sostener ni defender los presupuestos freudianos ni su relectura lacaniana, especialmente en los aspectos más reduccionistas de las tesis psicoanalíticas, por el contrario, me interesa destacar la presencia del deseo y del amor al padre desde otra perspectiva, la que se define como manifestación de una necesidad identitaria y que aboga por una masculinidad madura y equilibrada. Para ello sí son útiles las descripciones de la literatura psicoanalítica por su profusión y profundidad.

Intentaré clarificar este posicionamiento. Para ello primero necesito extenderme sobre el funcionamiento en los varones de la añoranza del padre, así como en las vías más habituales para poder hacerlo presente.

Las descripciones que siguen a continuación no deben confundirnos, no deben ser entendidas como situaciones patológicas o inadecuadas, por el contrario, a lo que se pretende hacer referencia es a posibles modalidades en cómo se configura la relación con el Padre Simbólico y con lo masculino desde las matrices sociales construidas relacionalmente. A modo de ejemplo citaré diferentes fórmulas que se presentan con frecuencia y que permiten observar cómo se propone la incorporación del padre en la vida de los varones, recordando además que no son excluyentes entre sí:

1. La primera hace referencia a la directa incorporación del «padre», desde lo físico, a través de una elección de objeto homosexual en el varón. La opción homosexual masculina permite la expresión y articulación del deseo de amar y ser amado por el padre, de tocar y ser tocado por el padre, de «penetrar» o «ser penetrado» por el padre, como fórmula metafórica que posibilita una incorporación emocionalmente sensitiva, corporal e impregnada de una intensa vivencia del deseo con la posibilidad de ser satisfecho de forma directa.

En investigaciones antropológicas se reconocen una serie de rituales de iniciación o de tránsito en los varones que incorporan una relación de tipo homosexual ritual como, por ejemplo, lo recogido por los estudios de Herdt (1981 y 1982) en la tribu sambia, donde se describe la obligación de los jóvenes de realizar felaciones a hombres maduros e ingerir el semen, no por placer sino como una forma de incorporar la masculinidad (¿de la leche materna al semen paterno?). «Así, la homosexualidad es una vía de acceso a la “masculinización”» (p. 148) (Gilmore, 1990). En la obra de David Gilmore a la que se hace referencia, Hacerse hombre. Concepciones culturales de la masculinidad, se pueden encontrar múltiples referencias y ejemplos que sostienen esta tesis.