Solo el amor nos puede salvar

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Capítulo 1 Relativismo, verdad y diálogo interreligioso

El tema que voy a desarrollar lo considero un tanto difícil pero, a su vez, es uno de los más importantes que se deben afrontar en lo que en la Teología se denomina «Teología de las religiones» o «Teología del pluralismo religioso»[5].

Comienzo con las siguientes preguntas: ¿No decimos con frecuencia ante hermanos de otras religiones que en realidad todos creemos en un mismo Dios? ¿Es verdad que estamos viviendo en una «dictadura del relativismo»? ¿Qué decir de la difícil tesis que afirma que solamente el cristianismo es una fe teologal y las otras religiones son meras creencias? (Dominus Iesus, 7). Esta tesis, no bien matizada, nos llevaría a la conclusión que solo los cristianos estamos en posesión de la verdad.

Decía el gran teólogo suizo Hans Urs von Balthasar que «la verdad es sinfónica»[6]. Por eso, quizá debamos alegrarnos de que no todos piensen igual que nosotros para poder dialogar con ellos y hacer posible la sinfonía. Juan Pablo II ha referido esta idea a algo objetivamente tan lamentable como la división de los cristianos en múltiples Iglesias: «Dios “saca el bien incluso del mal, de las debilidades humanas”. ¿No podría ser que las divisiones hayan sido también una vía que ha conducido y conduce a la Iglesia a descubrir las múltiples riquezas contenidas en el evangelio de Cristo y en la redención obrada por Cristo? Quizá tales riquezas no hubieran podido ser descubiertas de otro modo»[7].

¿No habría que constatar lo mismo en el diálogo con las otras religiones? ¿No es verdad que en el diálogo con los fieles de otras religiones nos ayudan a conocer mejor el cristianismo? Es conocido, a este respecto, cómo Rudolf Otto redescubrió la teología negativa del cristianismo estudiando y meditando las Upanishads del hinduismo. Su famosa expresión «Das Ganze Andere», lo totalmente otro, surgió del encuentro entre esos textos milenarios y la obra de san Agustín o Lutero. Y es que llegamos a la propia verdad pasando por la verdad de los otros. Cuántas veces, el estudio de las religiones orientales nos hacen redescubrir el enorme caudal y la riqueza de la tradición mística cristiana, durante mucho tiempo olvidada por una teología excesivamente racionalista o de escuela. De hecho, se haría imposible el diálogo con el otro, miembro de una religión diversa de la nuestra, si desconociéramos grandes porciones de nuestra propia tradición o no supiéramos cómo esta ha intentado responder a muchos de los problemas que aquellos nos platean. De igual modo, el diálogo se haría impracticable si no nos mueve un éxodo cordial de conocimiento de la tradición religiosa de nuestro interlocutor con la mejor de las empatías posibles y tomándola realmente en serio. Como ha afirmado un autor actual, el pluralismo religioso está siendo «el destino histórico de nuestra fe cristiana»[8].

¿Por qué el culmen de la salvación ha de concentrarse en un lugar y un momento histórico: en la persona concreta de Jesús? Algo que escandalizó ya a sus compatriotas de Nazaret: ¿No es este el hijo de José? ¿De Galilea puede salir cosa buena? (Lc 4,22). A su vez el judaísmo nos plantea la cuestión: siendo el mesías aquel que, por definición, traerá la salvación plena: ¿cómo puede ser Jesús el Mesías si el mal continúa en el mundo y la salvación definitiva no ha llegado? Sabemos que la respuesta es solo posible desde la resurrección de Jesús, por la que él asume su vida y su actuación histórica y la universaliza desbordando el espacio y el tiempo. Y, sobre todo, por la presencia y el don universal de su Espíritu. Por eso «os conviene que yo me vaya, porque si no me voy, no vendrá a vosotros el Paráclito». Él, que «sopla donde quiere», «os lo enseñará todo, porque tomará de lo mío y os lo dará a conocer» (Jn 16,7-15). Al desbordar toda limitación y toda frontera, el Espíritu universaliza lo particular y lo concreto. Así lo vio el concilio Vaticano II al unir, en la tarea de la evangelización del mundo, la obra concreta de Cristo y la actuación universalizadora del Espíritu (cf AG 4.15; GS 92).

Dentro de los modelos que la teología de las religiones ha trabajado (exclusivista eclesiocéntrico y cristocéntrico, inclusivista y pluralista teocéntrico), ¿no ha llegado la hora de afirmar que ya han dado de sí todo lo que tenían que dar? ¿Qué paradigmas nos irá iluminando el Espíritu en estos momentos de la historia y también en el futuro? No pretendo agotar ni mucho menos en mi planteamiento una cuestión que se necesitarán muchos años y que será un trabajo en común con pensadores de otras religiones.

1. Frente al pluralismo religioso y la secularización, la actitud de saberse situar

La sociedad globalizada en la que vivimos los cristianos y el resto de los creyentes de otras religiones nos está pidiendo el situarnos en vez de acomodarnos. Por situarse entiendo el ponerse en un lugar en el que uno está convencido, pero sin que signifique que los otros se sitúen mal. Supone sencillamente que se sitúan en otro sitio.

Acomodarse, adaptarse o amoldarse tienen un sentido más cambiante. Acomodarse puede significar ponerse en el sitio conveniente. Pero también significa transigir, ceder. Ceder por comodidad, porque uno no quiere complicarse la vida; porque, en el fondo, tampoco está muy convencido de que su posición sea la buena[9].

Sin embargo, tenemos que admitir que también hay adaptaciones que, aparentemente, nos acercan al otro, pero que en realidad nos hacen perder la identidad.

El mundo siempre ha sido plural. Sin embargo, antiguamente, pocos eran conscientes de ello. Porque las sociedades eran cerradas y no conocían nada de lo que ocurría fuera de ellas. Este mundo más o menos ha desaparecido. Vivimos en un mundo plural, y además es que somos conscientes de ello. Es plural en lo económico, religioso y político.

Y la pluralidad de religiones: ¿manifiesta la riqueza divina o la debilidad humana? ¿Manifiesta una cierta pedagogía divina? ¿Es el pluralismo religioso más que un hecho divino un hecho humano, expresión de la búsqueda de Dios por parte del hombre?

El cristianismo, desde el punto de vista fenomenológico, no es más que una religión entre muchas. Y le afecta la increencia como al resto de las religiones. La crítica que hizo el filósofo alemán Ludwig Feuerbach a la religión o a Dios de ser una proyección del ser humano también afecta al cristianismo.

Yo creo que la serena certeza de que uno está en la verdad, mientras que los otros se equivocan, forma parte de un pasado ya terminado. «El error no tiene derechos», hemos afirmado durante siglos de convencimiento de posesión de la verdad. El pluralismo nos afecta a todos como una realidad cognitiva[10]. De ahí que hoy sea más importante que nunca responder a esta pregunta: ¿por qué soy cristiano y no otra cosa? El primer destinatario de la respuesta es uno mismo. Y solo cuando uno se haya aclarado al respecto, estará en condiciones de poder explicar a los otros las razones de su posición. La pregunta de por qué soy cristiano debe completarse con esta otra: ¿Cómo ser hoy cristiano, ante el desafío de lo secular y de lo religioso? ¿Cómo situarse cristianamente en este mundo? ¿Cómo afirmarme sin acomodarme? ¿Cómo afirmarme sin hacerlo contra nadie?

El cristiano tiene que situarse sin miedo y sin complejos. Pero situarse no significa encerrarse, ni separarse, ni adoptar posturas intransigentes. Al revés. La identidad consiste en dar pero también en abrirme al otro. Paradójicamente, la profundización en la propia identidad permite abrirse tanto mejor a los otros y comprenderles positivamente. Es lo que ocurrió al concilio Vaticano II. Cuando la Iglesia definió mejor su propia fe y se comprendió a sí misma de una forma más profundamente teologal y evangélica, lejos de encerrarse en sí misma, se abrió a la acción del Espíritu, que no conoce fronteras. De ahí su apertura al ecumenismo, a las religiones y a todos los seres humanos.

Juan Pablo II decía del diálogo con las otras religiones que representa un desafío positivo para la Iglesia de hoy, porque le estimula a profundizar la propia identidad (Redemptoris missio, 56).

2. ¿Por qué Jesús y no otro?

Si en Jesús aparece la plenitud de la revelación, esta plenitud se manifiesta en lo que a los ojos de este mundo puede parecer necedad y escándalo (cf 1Cor 1,23)[11]. Pienso que la verdad es la Pascua de Jesús. Pero, al pasar por la cruz, puede resultar un escándalo o una locura. De ahí la dificultad para ser aceptada. Con todo, es importante que esta dificultad sea la de la cruz, y no la incapacidad de las Iglesias o de los creyentes para mostrar coherentemente el sentido que refulge en la verdad, pues en la verdad está la vida, y la vida es la luz de los hombres (cf Jn 1,3). De ahí la importancia de una adecuada presentación de la verdad[12].

Jesús nos llama para «negarse a sí mismo» (Mc 8,34). Pero, ¿qué puede significar negarse para encontrarse en el terreno del diálogo interreligioso?

Pienso que la capacidad de autocrítica y la humildad para pedir perdón por los errores cometidos (como ha hecho Juan Pablo II) contribuyen a la credibilidad del testigo y de la propia fe. Negarse a sí mismo es dejar que el otro pase antes que yo. Esta es la actitud del samaritano que nos narra Lucas en su evangelio. Mientras que el escriba y el doctor de la ley pasan de largo frente al sufrimiento del otro, el samaritano deja sus intereses y opta por hacerse prójimo de aquel que los bandidos le habían dejado medio muerto. El cristianismo, por lo tanto, muestra su verdad y su sentido porque ha hecho sus pruebas, porque ha manifestado en sus testigos su capacidad de transformación. El sentido que ofrece la fe cristiana se manifiesta en la vida del testigo. Todo cristiano debería poder decir lo que Jesús dijo de sí mismo: «aunque a mí no me creáis, creedme por las obras» (Jn 10,38).

 

Por eso, donde se juega la credibilidad del cristianismo es en su capacidad de humanizar. Una religión sin capacidad de interpelar no interesa a nadie. Y lo que interpela es nuestro estilo de vida. Si hasta ahora la verdad excluyente nos ha llevado a despreciar a los que no creían como nosotros, ahora hay que apostar por una verdad en la alteridad, en la que los otros pasen antes que nosotros, y sean los preferidos en nuestro amor.

El cardenal Carlo Maria Martini, al reflexionar sobre la pregunta de Pilato a Jesús, qué es la verdad, afirma: «Su pregunta sobre la verdad no nace del deseo de conocer la verdad, sino el ansia de obtener éxito, de mantener su propio prestigio». Y continúa: «Cuántas veces nosotros, detrás de la pregunta sobre la verdad, escondemos la necesidad de realizarnos, de destacar, de salir bien parados, de encontrar la llave del éxito. Pero si no alimentamos un amor incondicional por la verdad, que está por encima de nosotros, la pregunta es inútil, y ya de partida no puede obtener respuesta. Porque la pregunta qué es la verdad debe nacer de una disposición a rendirse incondicionalmente a ella»[13].

La verdad no es algo a lo que se responde con un teorema, con un silogismo, con una fórmula. Procede del ser discípulos de Cristo, del empezar a cumplir las obras de los discípulos. Solo así nos daremos cuenta de que la conocemos y nos hará libres.

La verdad es la alianza. La verdad es ese amor por el que Dios Padre cuida del hombre llamándolo a la comunión con él, por medio de Jesús, en la gracia del Espíritu Santo. No es, pues, una fórmula matemática, ni siquiera una fórmula lógica. La verdad es el obrar de Dios por nuestra salvación; y nosotros entramos en el conocimiento de la verdad cuando acogemos el amor de Dios en nosotros, cuando nos dejamos arrastrar por la fuerza de la alianza, cuando obedecemos el precepto de la alianza que es el amor del prójimo.

La verdad es la Trinidad. Es Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo; es Dios Padre que me ama en el Hijo y, a través del Espíritu Santo, me transforma en él. El resto de las verdades están referidas a esta. Todo el camino hacia la verdad consiste en conocer a Dios Trinidad: Padre, Hijo y Espíritu; en conocer a Jesús, el verbo encarnado, su cruz, su vida, muerte y resurrección; en conocer a Jesús coronado de espinas y crucificado[14].

3. No confundir plenitud con la totalidad

El teólogo Javier Melloni ha escrito con acierto que una de las mayores dificultades que impiden un sincero diálogo del cristianismo con las otras religiones es el haber confundido plenitud con la totalidad[15]. Se reconoce que una plenitud ha sido reducida a totalidad por la crispación con la que se defiende. Lo propio de la plenitud es la invitación, el agradecimiento, la apertura. Lo propio de la totalidad es la imposición, la exigencia, la cerrazón[16].

Las totalidades solo pueden competir entre ellas, porque se disputan un espacio chato construido por ellas mismas. Cuando lo que se comunica es una totalidad, no hay posibilidad ninguna de escuchar al diferente.

La situación de pluralismo cultural y religioso nos da la oportunidad de abrirnos a un Dios mayor, una oportunidad para todas las religiones, que a la vez es una exigencia. Una de las características de nuestro tiempo es la de no poder ignorar ya más al otro. No habíamos permitido creer en lo nuestro sin preguntarnos por el sentido de lo que creían los demás.

Lo que tal vez no había sucedido jamás hasta el momento de este modo en la civilización humana es que unos y otros nos viéramos obligados a escucharnos mutuamente. No podíamos ignorarnos más. No solo estamos con los demás, sino que somos desde y hacia los demás.

Todas las religiones están convocadas más allá de sí mismas.

Decía el poeta Rilke: «Aunque no lo queremos, Dios madura». Lo que madura es la capacidad de abrirnos a formas que no son las nuestras, dejándonos caer de nuestros aferramientos respectivos para fecundar la tierra con semillas de árboles antiguas que permitan dar vida a nuevos árboles. Asumida la perplejidad, nos aplicamos al discernimiento al que nos obliga la diversidad y nos disponemos conjuntamente a indagar, escuchar y celebrar el Misterio que nos sostiene y nos impele en cada instante de nuestro existir»[17].

4. ¿Cuál es la reacción de la fe cristiana ante el fenómeno actual del relativismo?

Me voy a fijar en el relativismo de los valores religiosos en el actual clima agnóstico e increyente, alimentado por el impacto de la pluralidad de las religiones en nuestro mundo globalizado. Es claro que la Iglesia ha de sentirse incómoda ante el relativismo religioso. Pero esto es preciso matizarlo.

En nuestra sociedad todo, también Dios y la vida eterna, se relativiza ante la fuerza del hombre, de su razón, de su libertad, de su realización. Este acento evoca experiencias cristianas muy entrañables. Como esta del evangelio de Mateo: «Si alguno de vosotros tiene una oveja y se le cae en un hoyo un día de sábado, ¿no le echa mano y la saca? Pues un hombre vale mucho más que una oveja. Por tanto, se puede hacer el bien en sábado». Ya Jesús puso en entredicho toda la seguridad de su mundo religioso en función del valor de la vida humana, apelando incluso a evidencias de la vida diaria.

La crisis religiosa de la modernidad no ha pasado en vano. Nos ha enseñado a entender el mismo Evangelio. Creo que nuestra situación teológica actual se puede formular así: hemos aprendido a discernir entre las afirmaciones cristianas y su sentido, y a entender que es este último el que lleva el peso de la fe. Dos ejemplos fundamentales. El primero, Dios. Hemos aprendido a distinguir entre auténticas y falsas confesiones de Dios. La confesión de Dios que no significa el bien, la plenitud y la realización del hombre es falsa. Otro, ejemplo: la muerte y la resurrección de Jesucristo. Solo es fiel al verdadero mensaje cristiano la confesión de la muerte y resurrección que responda a su sentido misterioso y lleno de luz; encuentra la Vida solo el que la da en el amor y la entrega. Así, hemos aprendido a pedir perdón a los hombres y a Dios por hechos que pretendían ser fieles al Evangelio pero que después ha quedado claro que no resistían al juicio del criterio evangélico, el amor de Dios por el hombre.

El cristianismo empezó con una llamada a la relativización de las convicciones más firmes de la fe judaica: «¡Qué bien anuláis el mandamiento de Dios para conservar la tradición!». Saber relativizar las seguridades es signo de madurez y ha sido el camino del crecimiento ético y religioso de la humanidad. Con la condición que el criterio de la relativización no sea el simple interés de desmoronar seguridades, sino la búsqueda del bien, la verdad, la realización auténtica del hombre. Es ahí donde se juega la fidelidad al Dios del Evangelio.

Para Felix Wilfred, la misma fe cristiana está enraizada en un nivel más profundo de realidades, que se nutren de cierto relativismo. Podemos hablar sinceramente de un relativismo cristiano. Puede resultar sorprendente, aunque no obstante cierto, saber que la causa de la fe cristiana ha sido mejor servida en la historia y en la actualidad por un comprometido relativismo que por la defensa del absolutismo[18].

El autor habla también de una ambigüedad creativa. «La ambigüedad es el sello de toda nuestra existencia humana y de la vida cotidiana. La fe cristiana no elimina esta ambigüedad ni la sustituye con otro mundo de certezas. Lo que hace precisamente la fe es conferir la capacidad para afrontarla y la sabiduría para discernir el camino a seguir para que la ambigüedad se convierta en un momento creativo que conduzca a una profundización en la propia fe como también en uno mismo, en los demás y en el misterio de Dios. Obviamente, el avance hacia una fe más madura que ofrece la ambigüedad se opone a todo absolutismo que sofoque el dinamismo de la fe. A su vez, la fe encuentra su expresión en el lenguaje polisémico de los símbolos y las metáforas que promete darnos un destello del inagotable misterio divino. El lenguaje que Jesús utilizó profusamente, como el que hallamos en el evangelio de Juan, era de tal forma que algunos de quienes lo escuchaban se impacientaban porque no podían soportar la ambigüedad: «¿Hasta cuándo nos mantendrás en vilo? Si eres el Mesías, dínoslo claramente» (Jn 10,24). Una respuesta unívoca y absoluta por parte de Jesús no hubiera provocado que terminaran creyendo si se oponían a seguir el viaje de la fe al que Jesús les invitaba. «No creéis porque no pertenecéis a mis ovejas» (Jn 10,26)[19].

Wilfred destaca también la importancia de la teología negativa. Pues los conceptos que utilizamos para describir a Dios no son sino muletas y meros trampolines. Para poder conseguir una experiencia y una perspectiva más profunda de nuestra fe, en lugar de absolutizar estas mediaciones, tenemos progresivamente que renunciar a ellas y abandonarlas. Pero esto no significa evitar la búsqueda de Dios o decantarse por un prematuro silencio sobre el misterio de Dios justificándonos en su carácter inefable. La inefabilidad viene al final (H. de Lubac), cuando nos sentimos tentados a aferrarnos a nuestro conocimiento absolutizándolo; es en este momento en el que la relativización de todas nuestras fórmulas y conceptos se convierte en algo relevante y determinante. «Pues ahora vemos en un espejo…» (1Cor 13,12). La espera es un componente de la teología negativa. Se trata de la experiencia de separación y del momento de corrección y catarsis de todas nuestras afirmaciones, y, en este sentido, de una relativización radical en vistas a lo que está por venir[20].

El relativismo no es solo un asunto de pensamiento y comprensión, sino que también tiene implicaciones morales. La adhesión al relativismo podría deberse al deseo de justificar los propios intereses creados. Pero el autor afirma que no es este relativismo el que él está planteando. El relativismo cristiano es el resultado de una radical centración del otro y, por tanto, está vinculado estrechamente con el espíritu de separación y de sacrificio. De hecho, el espíritu de separación nutre el auténtico relativismo cristiano. Este espíritu adquiere su profunda seriedad del hecho de que procede, como fruto, de la iluminación y el despertar espiritual. En esta experiencia de fe se ilumina el carácter relativo de toda la realidad[21].

4.1. ¿Qué decir de la revelación y el relativismo?

La revelación cristiana no elimina el carácter misterioso de Dios ni pone fin a la búsqueda del misterio divino. Los místicos lo han entendido muy bien. Dionisio el Areopagita expresa su plegaria al comienzo de su Teología mística con las siguientes palabras:

«Guíanos hasta la más alta cumbre… que sobrepasa la luz y más aún el conocimiento, donde los simples, absolutos e inalterables misterios de la Verdad celeste se encuentran ocultos en la deslumbrante oscuridad del Silencio secreto, eclipsando todo brillo con la intensidad de su Oscuridad y cargando nuestro ciego intelecto con la hermosura de las glorias totalmente impalpables e invisibles que superan toda belleza»[22].

El «Silencio secreto» y la «Oscuridad» no son el vacío, sino los indicios de aquella plenitud que aún no nos es accesible y frente a la cual todo lo demás queda relativizado.

La fe cristiana se relaciona con el misterio divino entendiéndolo al mismo tiempo como revelado y oculto. Este carácter revelado y velado puede encontrarse en los evangelios, tanto referido a Dios como también a Jesucristo. El misterio divino se reveló a Moisés, pero este solo vio su parte posterior (Éx 33,22-23). En el Nuevo Testamento, los evangelios de Marcos y Juan hablan también siguiendo este tenor. Están en sintonía con la teología judía del carácter oculto de Dios, a pesar de su revelación y no obstante su cercanía.

 

4.2. ¿Por qué el absolutismo es un peligro para la fe?

El relativismo expande el mensaje cristiano, mientras que el absolutismo lo contrae y lo estrecha. Una fe que vive a través de las ambigüedades es una fe fuerte. Bajo esta perspectiva, el absolutismo constituye un verdadero peligro para la fe. Una de las peores cosas que le podrían haber ocurrido al cristianismo era sostener un absolutismo textual. Por este concepto entiendo aquella posición que considera el texto de las Escrituras, divinamente inspiradas en su forma lingüística original, como algo absoluto e intraducible a otras lenguas. Aquí estamos haciendo referencia al islam.

También los cristianos podrían haber tomado una actitud similar. Y, sin embargo, el hecho es que los cristianos relativizaron desde el comienzo las Escrituras con respecto a las culturas, las lenguas, etc… En este sentido, la traducción fue el primer acto de relativismo. La palabra y la revelación de Dios son relativas con respecto a la lengua y la cultura humana. Lamí Sanneh ha mostrado cómo esta relativización del cristianismo mediante la traducción de la Biblia a muchas lenguas ha ayudado realmente a la comprensión del mensaje divino. Toda traducción tiene sus riesgos. Pero sin este riesgo, que implica apropiaciones diferentes, la palabra de Dios permanecería aislada y sería inaccesible[23].

«La mayor amenaza para la paz de nuestro mundo son aquellos que afirman conocer la verdad, sin matiz alguno de humildad. Aquí están las semillas del conflicto, la guerra y el terror. El relativismo cristiano implica el reconocimiento de los propios límites y la afirmación de la necesidad del otro, el diferente. Practicado en este espíritu, el relativismo cristiano mantiene viva la quintaesencia del Evangelio y del Sermón de la Montaña»[24].

El relativismo cristiano se manifiesta como suspensión de juicio. Se trata de algo enseñado explícitamente por Jesús y que encontramos recogido en Mateo 7,1. Lo revela Jesús en su descripción del juicio final. Todos los juicios poseen un carácter relativo en relación con el juicio definitivo que aún no ha llegado. En este sentido encontramos la parábola del trigo y la cizaña (Mt 13,23-40), que es toda una lección que se nos da contra la exclusión mediante la absolutización. La razón reside en que aún no está claro qué es realmente cizaña y qué es trigo. Juzgar sin comprender al otro es un pecado contra la justicia porque no logra reconocer al otro como alguien diferente de uno mismo. Esta es la razón por la que la fe cristiana nos invita a una cierta reserva escatológica en todos nuestros juicios, convirtiéndolos en juicios relativos. Cristo exhorta a los discípulos con estas palabras: «Dejad que ambos crezcan juntos hasta la siega» (Mt 13,30).

Así ocurre también en la parábola de los obreros de la viña (Mt 20,1-16). Aquí la justicia se realiza a través de un proceso de relativización que tiene en cuenta las necesidades de cada uno, no sobre la base del criterio absolutista del mérito que conduce a los más débiles a un verdadero sufrimiento.

La propia fe cristiana exige al creyente que se relacione con otras tradiciones religiosas. Un cristianismo que se aislara y no se relacionara con los pueblos que tienen otras religiones no llegaría a acercarse más a la pura verdad, sino que se alejaría de ella: una verdad que se excluya a la comunidad humana solo podría ser una verdad presuntuosa o ilusoria. La oposición al relativismo cristiano podría hacernos sospechosos de si esta actitud no sería más bien, el resultado del nexo entre el poder y la verdad. Si el ataque al relativismo se dirige a conservar el status quo, entonces es anticristiano, puesto que ser cristiano es una vocación de cambio y transformación[25].

Lo contrario al relativismo no es el absolutismo, sino el aislamiento. El relativismo cristiano abre el camino hacia el otro, hacia el que es religiosamente diferente[26].

5. El tema del Relativismo y la Verdad en Benedicto XVI - J. Ratzinger

Benedicto XVI en su libro Luz del mundo[27], en el capítulo V lleva como título la Dictadura del relativismo. Él es consciente de que el concepto de verdad ha caído bajo sospecha. Es cierto que se ha abusado mucho del concepto de verdad. Pues en nombre de la verdad se ha llegado a la intolerancia y la crueldad. Nunca la poseemos, ya que en el mejor de los casos, ella nos posee a nosotros. Nadie discutirá que es preciso ser cuidadoso y cauteloso al reivindicar la verdad. Pero descartarla sin más como inaccesible ejerce directamente una acción destructiva[28].

El Papa emérito piensa que gran parte de la filosofía actual consiste realmente en decir que el hombre no es capaz de la verdad. Pero, visto de ese modo, tampoco sería capaz de ética.

¿Hoy solo cuenta lo opinión de la mayoría? La historia reciente nos ha demostrado qué destructivas pueden ser las mayorías, por ejemplo, en sistemas como el nazismo y el marxismo, los cuales han estado particularmente en contra también de la verdad.

Joseph Ratzinger en su homilía en la misa «Pro Eligendo Pontifice», celebrada en la basílica de San Pedro del Vaticano el 18 de abril de 2005 habló de la dictadura del relativismo. Comentando el texto de Efesios 4,14 dijo: «Cuántos vientos de doctrina hemos conocido en estas últimas décadas, cuántas corrientes ideológicas, cuántas modas de pensamiento… La pequeña barca del pensamiento de muchos cristianos con frecuencia ha quedado agitada por las olas, zarandeada de un extremo a otro: del marxismo al liberalismo, hasta el libertinaje; del colectivismo al individualismo radical; del ateísmo a un vago misticismo religioso; del agnosticismo al sincretismo..., etc. (…) Tener una fe clara, según el Credo de la Iglesia, es etiquetado con frecuencia como fundamentalismo que no reconoce nada como definitivo y que solo deja como última medida el propio yo y sus antojos»[29].

Pues bien, Benedicto XVI afirma que es en esta realidad donde hay que tener la osadía de sostener que el hombre es capaz de la verdad, debe buscar la verdad. Pero la verdad ha de ir acompañada de la tolerancia[30]. La verdad nos muestra aquellos valores constantes que han hecho grande la humanidad.

El contenido central del evangelio de Juan consiste en que la verdad no puede imponer su dominio mediante la violencia, sino por su propio poder: Jesús atestigua ante Pilato que es la Verdad y el testigo de la Verdad. Defiende la verdad no mediante legiones, sino que, a través de su pasión, la hace visible y la pone también en vigencia[31].

Marcello Pera, ex presidente del Senado italiano, habla de una guerra campal del laicismo contra el cristianismo. Se está extendiendo una nueva intolerancia. Un pensamiento que se quiere imponer a todos. Se anuncia en la llamada «tolerancia negativa», por ejemplo, cuando se dice que, en virtud de la tolerancia negativa, no debe haber crucifijos en los edificios públicos. Con esto experimentamos la supresión de la tolerancia, pues significa que la religión, que la fe cristiana, no puede manifestarse más de forma visible.

Por ejemplo, cuando en nombre de la no discriminación se quiere obligar a la Iglesia católica a modificar su postura frente a la homosexualidad o a la ordenación de mujeres, quiere decir que ella no debe vivir más su propia identidad[32].

El hecho de que en nombre de la tolerancia se elimine la tolerancia es una verdadera amenaza. Por eso sentencia Ratzinger:

«A nadie se le obliga a ser cristiano. Pero nadie debe ser obligado a vivir la nueva religión como la única determinante y obligatoria para toda la humanidad»[33].

Esta nueva religión ha sido descrita por el semanario Der Spigel como «cruzada de los ateos». Es una cruzada que hace escarnio del cristianismo como «locura de Dios» y encasilla la religión como una maldición a la que hay que atribuir también todas las guerras. Hoy en día se hace presión para que se piense como todos piensan.

Hay que destacar la verdad de tanto bien que se ha hecho en nombre de la religión, que a través de grandes nombres como san Francisco de Asís, Vicente de Paul o Madre Teresa de Calcuta… ha estado a lo largo de la historia. Y a la inversa, las nuevas ideologías han llevado una suerte de crueldad y desprecio del hombre, antes impensable porque todavía estaba presente el respeto por la imagen de Dios, mientras que sin ese respeto, el hombre se absolutiza a sí mismo y todo le está permitido, volviéndose entonces realmente destructor.

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