Después de la utopía. El declive de la fe política

Tekst
Loe katkendit
Märgi loetuks
Kuidas lugeda raamatut pärast ostmist
Šrift:Väiksem АаSuurem Aa

Y al final, todo –el optimismo, los excesos intelectuales, el anarquismo– estaba animado por el espíritu. La Justicia es el centro del pensamiento estoico, tanto antiguo como moderno. Ridiculizar esta preocupación es bastante fácil; sin embargo, que alguna vez se haya pensado en algo mejor, esa es una cuestión diferente.

Sería un error asumir que el siglo XVIII y la Ilustración coinciden exactamente. Esta simetría no puede existir en la historia. Ya antes de la Revolución francesa, la Ilustración fue rechazada con vehemencia por, al menos, un grupo de intelectuales, los románticos. Más aún, incluso en la Ilustración hubo desviaciones. Se empezó a sentir cierto sentimentalismo en la literatura, además de un interés considerable por el «genio». El romanticismo no cayó del cielo ya perfectamente desarrollado. La revuelta estética frente al neoclasicismo no encontró su máxima expresión hasta Herder, que fue el primer hombre de letras notable que derribó todo el sistema estético que había florecido durante la Ilustración. Fue el primero en descartar las reglas impuestas racionalmente al arte y encabezó la supremacía de un sentimiento poético primigenio. En sus orígenes, el romanticismo supuso la rebelión de la sensibilidad estética frente al espíritu filosófico. Más aún, esta diferencia estética supuso al final una ruptura con la Ilustración en su conjunto, así como el nacimiento de una nueva actitud hacia la naturaleza y la sociedad.

Por tanto, es preciso definir claramente el romanticismo. Hay dos posturas extremas respecto a la cuestión. Una escuela de pensamiento considera al clásico y al romántico como dos tipos humanos eternos. El primero busca la armonía en los elementos contradictorios de toda existencia; el segundo glorifica lo individual y todas las diferencias que ve y siente16. Estos caracteres opuestos se expresan en religión, en arte y filosofía a lo largo de toda historia. Por tanto, el cristianismo puede considerarse como una religión romántica; el estilo gótico, toda la música y la filosofía platónica, a su vez, son de alguna manera románticos. En el polo opuesto están aquellos a los podríamos llamar la generación romántica, la de los hermanos Schlegel. Para ellos, el movimiento romántico está ya acabado en el año trascendental de 1848. De hecho, entre los que apoyan una definición reducida hay un autor que nos recomienda hablar solo de «romanticismos», en plural17. Las variaciones individuales y nacionales le parecían tan ingentes que no hay una sola definición que pueda cubrir a todos los autores llamados románticos. Esta idea tiene sus méritos, pues las diferencias más importantes iban a surgir entre los escritores que subrayaban la individualidad como su más alta pretensión. Más aún, no todos los románticos siguieron siendo románticos. El propio Herder volvió parcialmente a la Ilustración. Otros se hicieron cristianos. También hubo luchas interminables entre autores que desde la distancia parecen tener mucho en común. De hecho, Goethe fue a su vez ídolo y jefe antagonista de los jóvenes románticos alemanes. Al final, la tarea de definir el romanticismo no ha sido fácil, debido el uso polémico y coloquial del término. Para algunos autores franceses, particularmente, el romanticismo es mero misticismo, irracionalidad y emocionalidad, es también y de alguna forma, algo muy alemán. Es una repugnante infección no francesa que mina la verdadera herencia latina, católica y clásica de Francia18. En el uso popular, por supuesto, un romántico es, simplemente, una persona poco práctica.

La explotación política y abusiva de la palabra romanticismo no nos interesa ahora, pero ¿qué decir de las dos actitudes académicas? El compromiso entre ambas resultará bastante útil. Pues, si el romanticismo es una necesidad humana eterna, se hace muy difícil entender por qué resultaba tan peculiarmente nuevo en su oposición estética a la Ilustración. Sin embargo, si el romanticismo se aplicase solo a un puñado de poetas que eligieron ese nombre, la gran afinidad que muchos escritores tardíos tienen con el grupo original sería inexplicable. Por tanto, parece necesario buscar los aspectos únicos y duraderos del movimiento romántico. Comenzó como una teoría específica del arte en oposición a los parámetros del neoclasicismo; también fue expresión de un temperamento general, de un estado mental, y esta condición todavía prevalece hoy en día, incluso aunque la forma estética que adoptó originalmente haya sido descartada hace tiempo.

En arte, los románticos declararon la guerra total contra el neoclasicismo ilustrado, empezando por Herder. En vez de la forma y la razón, era la imaginación intuitiva del poeta la que se postulaba como única fuerza creativa. La finalidad de la literatura no era lo universal, lo típico o probable, sino lo único, original y fantástico. La literatura tenía que conmover al lector, no instruirle. Ahora, seguir a la naturaleza no significaba buscar armonía, sino imitar la intensidad dramática natural. La mayor de las virtudes no era la civilización, sino la energía primigenia. Las odas de Horacio fueron rechazadas en favor de Homero, se adoraba a Shakespeare con pasión exactamente por las mismas cualidades que tanto habían desagradado a Voltaire, y el Dr. Johnson era una auténtica barbarie. Las fábulas filosóficas ya no eran populares, sino la novela de la experiencia privada. Pero, por encima de todo, el lugar que la Ilustración había reservado para los filósofos, ahora se exigía para los poetas. Eran considerados como los fundadores de religiones y naciones, como los guardianes de la más alta verdad. De hecho, tras el neoclasicismo, los románticos continuaron rechazando toda la Ilustración y la actitud que representaba: en vez del análisis frío, querían la experiencia de la propia vida. El nuevo ideal no era el hombre, el animal racional, sino Prometeo, el creador desafiante. Se rechaza el optimismo histórico frente a la conciencia de lo trágico, en el arte y en la vida. La belleza no se podía improvisar y Grecia era cosa del pasado. Ante cualquier tipo de complacencia, el genio musitaba con desdén: «Filisteos». El presente no era mejor que el pasado, y «las cosas como son», cualquier convención, todas las instituciones establecidas, solo eran meros eslabones de las facultades creativas del artista. La individualidad, no la razón social, se iba a convertir en la pretensión moral más alta. Toda política era sospechosa de ser no artística. Del «individualismo cuantitativo» de la Ilustración, los románticos pasaron al «individualismo cualitativo»; de la autonomía racional, a la expresión sin límites y la diferenciación. Concentrarse simplemente en la razón era seguir siendo una «ostra racional». Una personalidad artística debía tener un número ilimitado de cualidades; debía ser proteica, colorida y, sobre todo, diferente19. Esto no tiene nada que ver con el ideal humanístico del hombre pleno. Pues el hombre en su conjunto está hecho de un número limitado de cualidades en un estado de equilibrio preconcebido. El ideal humanístico se basaba en un patrón universal, no en la aspiración romántica de que cada persona era completamente diferente de los demás. ¡No importaba que todo estuviera permanentemente en conflicto con su entorno!

Entonces, la rebelión estética del romanticismo solo formaba parte de una insatisfacción más general hacia toda una época. Si miramos más profundamente, más allá incluso de las expresiones conscientes del pensamiento romántico, descubriremos una conciencia específica. Lo que apareció en la república de las letras de la época fue descrito por Hegel con una sutileza sin parangón como «la conciencia infeliz». Es el «espíritu alienado» que había perdido toda fe en las creencias del pasado, desilusionado por el escepticismo, pero incapaz de encontrar un nuevo hogar para sus anhelos espirituales, en el presente o en el futuro. Fluctuando desesperadamente entre la memoria y el deseo, no puede aceptar el presente ni enfrentarse al nuevo mundo20. Es, esencialmente, un fenómeno religioso, lo que Miguel de Unamuno iba a llamar posteriormente «el sentido trágico de la vida», un anhelo de inmortalidad atormentado constantemente ante las dudas de su propia posibilidad21. Sin embargo, esta conciencia no se expresó en términos religiosos durante los primeros años del romanticismo. No es que «Dios haya muerto», es que la cultura había perecido. El «deseo infinito» se sentía fundamentalmente como anhelo cultural22. Era un deseo por Grecia primero, el mundo de Ossian y la pintoresca Edad Media, y por el Renacimiento después –de hecho, por cualquier tiempo más bienaventurado que el presente.

Este sentido de pérdida en el mundo «real» que marca «la conciencia infeliz» y que subyace en la raíz del renacimiento romántico, también concede al movimiento su continuidad. Esto es lo que nos permite hablar del romanticismo como algo que prevalece a lo largo del último siglo y hasta hoy en día, a pesar de las disensiones internas, los cambios en los modos de expresión y en el tema literario. El rechazo a aceptar el mundo de la naturaleza en el que todos tenemos que morir, o un universo social en que «el todo» cuenta más que cada persona, marca todo el curso del pensamiento romántico. La Ilustración fue capaz de racionalizar y vivir en paz con estas condiciones; el romántico se rebelaba contra ella. El sinsentido de la muerte y la fuerza trituradora de la sociedad son temas constantes de todos los poetas a los que se ha llamado convencionalmente escuela romántica, y lo mismo sucede con el rechazo a toda vida cultural existente. Esta actitud aparece en el odio de Kierkegaard a la filosofía optimista y en su llamada «al Uno», y de nuevo en el sueño de Nietzsche del superartista que somete a la naturaleza y a la sociedad. El anhelo de Burckhardt por períodos artísticos del pasado es esencialmente el mismo que el sueño de Herder de sociedades primitivas dominadas por poetas. Por supuesto, muchos románticos hicieron finalmente las paces con Dios, con el orden social establecido, con la historia, con la política e incluso con la razón, pero dejaron de ser románticos. Como teoría estética, el romanticismo todavía tiene sus defensores. La supremacía del arte y del artista todavía es de interés vital para André Malraux, Albert Camus y Stephen Spender, por ejemplo. En la crítica literaria, Sartre y sus seguidores se han detenido en autores que se adhieren a la tradición clásica y se debaten en estereotipos, negando así la libertad del hombre para comportarse de forma impredecible. Sospechamos que los europeos admiran la literatura americana, sobre todo la de tipo «duro», debido a lo que parece su carácter exótico. Martin Heidegger todavía buscaba la más alta sabiduría en la poesía. Y, entre los pensadores existencialistas, Karl Jaspers se une a Goethe en la batalla contra Newton y la época de la prosa que él representaba. Sin embargo, cuando hablamos de romanticismo, nos referimos fundamentalmente a las manifestaciones de una conciencia infeliz, pues ahora ya no es la base implícita de una nueva literatura: es una actitud consciente. El existencialismo y las filosofías menos sistemáticas del absurdo se consideran a sí mismas, abiertamente, como la conciencia de que «Dios ha muerto». Si los primeros románticos mostraban un vigor combativo considerable, y realmente creían que el espíritu de la poesía todavía podría conquistar el mundo, el romántico contemporáneo no alberga tal esperanza –de hecho, no alberga esperanza alguna de ningún tipo– . En vez de energía dramática, ahora solo existe cierto sentimiento de futilidad. El romanticismo se expresa ahora en la negación de la misma posibilidad de conocimiento –y mucho menos el control de la historia, de la naturaleza y de la sociedad–. Afirma nuestra libertad frente a Dios y la determinación social, pero esto supone la ausencia de lazos permanentes. El hombre se ha convertido en un extraño que vaga sin rumbo por territorio desconocido; el mundo, tanto histórico como natural, se convierte en algo sin sentido. La relevancia de todo pensamiento y acción social se convierte en algo dudoso ante una situación humana donde nada es cierto, salvo la reacción del individuo al mundo externo y su necesidad de dar expresión a su condición interna. Visto en profundidad, el mundo aparece como una prisión extraña y hostil que nadie puede entender o alterar, de la que, como mucho, tenemos que evadirnos. La gran tragedia de la época es que, debido a toda la insignificancia de nuestro ser real, la historia, la sociedad y la política nos presionan de manera insoportable. El mundo exterior está aplastando a la individualidad única. La sociedad nos priva de nuestro ser. Todo el universo social es el totalitarismo, no solo algunos movimientos políticos y algunos estados. La tecnología y las masas son las condiciones de vida en todas partes y, al ser estas la verdadera esencia del totalitarismo, forman el epítome de las fuerzas sociales que siempre han amenazado a la personalidad individual. Es el romanticismo de la derrota, la última etapa de la alienación. Estamos también en las antípodas del espíritu de la Ilustración. El romanticismo comenzaba negando el optimismo fácil de los hombres de la razón, pero bajo el estrés de las dimensiones sociales del presente, ha llegado a rechazar todo el mundo moderno e, implícitamente, la misma posibilidad de conocimiento social y de mejora.

 

El romanticismo no fue la única reacción hostil a la Ilustración. Los creyentes cristianos difícilmente podían comulgar con sus doctrinas, y el siglo XVIII fue, sin duda, totalmente arreligioso. Florecieron los movimientos pietista y evangélico. En Saint-Martin, el siglo incluso tuvo sus místicos. Pero toda esta religiosidad no llegó al punto de una refutación teológica de las Luces, al menos no en el ámbito de la teoría social. Hasta que la Revolución francesa no hizo temblar los cimientos de las instituciones eclesiásticas, no hubo una contestación inminente. Con la literatura política inspirada de los teócratas, dirigidos por Joseph de Maistre, apareció un ataque a la Ilustración, punto por punto, desde una posición católica. Merece la pena señalar que, incluso De Maistre llegó a flirtear en su juventud con las ideas ilustradas, hablando favorablemente de la libertad y refiriéndose a Dios como el «Ser supremo»23. La reacción católica a la Ilustración, que apareció durante la Revolución, fue desde el principio de carácter político, y sus descendientes contemporáneos, en su rechazo a todo el mundo postrevolucionario, retienen esta orientación. Por tanto, la oposición religiosa a la Ilustración ha sido menos compleja, en cierto sentido menos profunda, que la del romanticismo. Sin embargo, es superficial considerar esta oposición como un mero problema de conservadurismo político extremo: en el caso de un pensador como De Maistre, el calibre de su «reacción» política solo formaba parte de la idea más amplia según la cual Europa había dejado de ser cristiana y toda la época moderna era, en ese sentido, un fracaso. Es esta conciencia, no su sesgo autoritario en problemas de gobierno, la que ha dado a la respuesta de De Maistre a la Ilustración su perdurable influencia.

Que la fe en el progreso es algo que repele a gran parte del pensamiento cristiano resulta obvio, pues descansa en la negación del pecado original. Sin embargo, De Maistre llegó aún más lejos negando su validez. De hecho, apenas nadie desde Lutero había quedado tan impresionado por la corrupción humana salvo De Maistre. Aunque profesaba admiración a santo Tomás, no parece que aceptase su doctrina de que las facultades de la razón natural no tienen parangón. En realidad, su pesimismo no era meramente social; era de alcance cósmico. Su contribución a la controversia sobre el significado del terremoto de Lisboa de 1755 fue un regreso a la creencia en la Providencia, la humanidad era tan mezquina que estos desastres ocurrían porque los hombres lo merecían. Que los aparentemente buenos pereciesen junto a los culpables no era injusticia, puesto que ninguno de nosotros es realmente inocente24. El cuadro de violencia en la tierra que pintaba era mucho más horrible que el de Hobbes. El hombre natural de Hobbes al menos mataba por propósitos comprensibles, pero De Maistre veía la violencia como ley de vida, incluso en el mundo vegetal. Los hombres no podían ayudarse matándose entre sí. Mataban por razones justificadas y también, simplemente, por divertirse. En cualquier caso, no hacían más que cumplir con su destino. El mundo es una interminable carnicería25. La violencia es la esencia de toda actividad humana, incluso en sus formas más positivas. Finalmente, la sociedad depende para su supervivencia del ejecutor público26.

Como la Ilustración, De Maistre ponía gran énfasis en el poder del pensamiento, pero lo consideraba casi como una fuerza absolutamente maligna. El clero y la nobleza debían difundir la religión y el «dogma nacional», una mezcla de conceptos religiosos y políticos tradicionalmente morales, y dominar el mundo de las ideas27. En cuanto a los sabios, no estaban para hablar de problemas morales. Podían entretenerse con las ciencias naturales, pero nada más, incluso estas le resultaban sospechosas. Las ciencias naturales eran las criaturas de los hombres soberbios y brutalizados. También, al enfatizar las leyes de la naturaleza, hacían parecer que la oración es algo superfluo28. La razón y la voluntad humanas eran enemigas de la fe y, por tanto, sospechosas. Los hombres de saber debían abandonar toda ambición política. La historia, según De Maistre, muestra que los intelectuales no tienen talento para los asuntos prácticos, mientras que los sacerdotes, por otro lado, siempre han sido excelentes hombres de estado29. Esta conclusión se sigue lógicamente de su idea de que, en política, la razón y la práctica están inalterablemente en oposición mutua. La racionalidad de las teorías políticas solo demuestra que son inútiles o perniciosas30, pues siempre olvidan la profunda irracionalidad de la humanidad en general y de las unidades sociales en especial.

En cuanto al mundo que le rodeaba, De Maistre mostraba un profundo disgusto. A veces consideraba a la Revolución como obra directa de Satán o como el justo castigo a una generación irreligiosa. Solo en ocasiones, albergó la esperanza de que fuese una purga salutífera de una nación corrupta31. No cabía duda de sus orígenes históricos –nacida del protestantismo, hija de la herejía–. Inversamente, solo un renacimiento de la religión, solo bajo el dominio de la Iglesia católica, podría sobrevivir Europa. Esta interpretación de la historia es la que concede a De Maistre su importancia contemporánea. Muchos pensadores cristianos, tanto católicos como protestantes, suscriben la idea de que las civilizaciones viven y mueren en su fe religiosa tradicional y que, al final, todos los acontecimientos sociales son expresión de alguna actitud religiosa. En cuanto a la Ilustración, el historiador católico británico Christopher Dawson, que quizá sea el representante más perfecto de la escuela de los fatalistas cristianos, todavía puede hablar de ella como «la última de las grandes herejías europeas»32. Más aún, es el fatalismo histórico implícito en una teoría que hace que la vida cultural dependa de un solo factor –la fe religiosa– lo que une a tantos teóricos sociales cristianos. La guerra, el totalitarismo, en suma, el declive de la civilización europea, son todos resultados inevitables de la ausencia de fe religiosa en la época moderna. Puesto que no parece probable una renovación del cristianismo, el final de la cultura occidental es más que posible. En esto, los teólogos protestantes como el suizo Emil Brunner y el británico Nicholas Mickle, los anglocatólicos como V. A. Demant y T. S. Eliot, así como algunos pensadores católico-romanos como Hilaire Belloc, Christopher Dawson, Romano Guardini y Erich Voegelin están de acuerdo. En este sentido, el democrático Jacques Maritain concuerda con el monárquico autoritario Henri Massis.

La relación de este tipo de pensamiento religioso con el romanticismo no es evidente. Sin duda, a ambos le disgustan muchas cosas en común. Pero, aunque compartan el desagrado común por las Luces, fue por diferentes razones. Una cosa es rechazar el neoestoicismo como racionalista por descartar la revelación y otra bastante diferente denostarlo como algo muerto y apoético. De nuevo, el hecho de que el cristiano se revele contra la época presente no le sitúa más en un estado cultural de alienación que el romántico. El aspecto externo que surge de su indignación –la vida urbana sin raíces, la tecnología, la prevalencia de modas de pensamiento que derivan de las ciencias naturales, la popularidad de las ideologías y partidos totalitarios– también ofenden al romántico. Sin embargo, para el romántico la alienación cultural supone un extrañamiento absoluto, mientras que el creyente todavía puede descansar con seguridad en su fe. El anhelo por un cielo inencontrable es la condición esencial de la conciencia infeliz. Para el pensador cristiano, la falta de fe de aquellos que le rodean es aterradora, no tanto su propia vacuidad. Esta distinción, aunque crucial, no está exenta de dificultades. Particularmente, entre los primeros románticos, «el anhelo infinito» acabó con una aceptación del catolicismo. Friedrich Schlegel, de hecho, se convirtió en gran admirador de las obras de De Maistre33. De nuevo, la religión emocional, internalizada, del sentimiento, que floreció al mismo tiempo que el primer romanticismo, se parece a este último en muchos aspectos. De hecho, Hegel lo consideraba como una manifestación de la conciencia infeliz34. Sin embargo, la insistencia en la individualidad como única guía hacia Dios, que es característica tanto de la religión optimista de Schleiermacher como de la fe trágica de Kierkergaard, apenas guarda el menor parecido con cualquiera de las formas establecidas de cristianismo. Esto también es evidente en las ideas de Gabriel Marcel. Igualmente, la devoción estética de Chateaubriand es extraña a la antigua fe. Más aún, la adoración a la imaginación creativa y el excesivo desdén por la razón, así como la insistencia en la individualidad en todas las materias, no son del gusto de las formas ortodoxas cristianas, tanto católica como protestante. Para los tomistas en particular, son cualquier cosa salvo seductoras. Por tanto, no hay afinidad real entre romanticismo y cristianismo. El fatalista romántico y el cristiano solo se parecen en sentido negativo: en su alienación común de la época de la Ilustración, primero; de todo el mundo de la ciencia, industria y comercio, después, y ahora, de una cultura que parece condenada a la guerra y el totalitarismo.

 

La desesperación romántica y cristiana en el ámbito del pensamiento social son diferentes, y lo serán aún más si el final de la cultura europea tiene para los cristianos algún significado religioso más profundo. Sin embargo, el fin de Occidente bien puede significar la desaparición del cristianismo en el mundo, y esta posibilidad ha suscitado en muchos cristianos una nueva conciencia dramática de la vieja profecía del fin de los tiempos. La conciencia escatológica, ya presente en De Maistre y Lammenais, antes de su apostasía, es equivalente a la conciencia infeliz. En la medida en que el sentimiento de fatalidad se extiende desde el simple nivel cultural al sobrenatural, toda la humanidad se enfrenta a su hora final –una finalidad que para los románticos ya se ha cumplido con el fin de la civilización–. Josef Pieper, un pensador católico alemán, en una afirmación breve pero completa de la doctrina del fin de los tiempos, vislumbra el apocalipsis en los acontecimientos más recientes35. Contempla en acontecimientos políticos concretos, sobre todo en el totalitarismo, un anticipo de la dominación del Anticristo. Las ideologías totalitarias representan un preludio de las tensiones cada vez más intensas entre las fuerzas de Cristo y del Anticristo, que preceden al final de los tiempos. Implícita o explícitamente, el Apocalipsis ha llamado la atención de todos aquellos pensadores cristianos que, desde la Revolución francesa, no podían ver más que la decadencia y el declive de la vida en la era moderna. Es difícil imaginar nada más alejado del espíritu de las Luces.

Estos temores están lejos de resultar ridículos. Después de todo, la sociedad que los románticos y cristianos abominan, les ha rechazado. Ambos están excluidos de la corriente general del pensamiento popular. Los desarrollos políticos difícilmente podrían animarles. Sin embargo, la Ilustración no ha triunfado –nada más lejos–. Incluso aquellos que una vez se opusieron a la fatalidad romántica y cristiana, sucesores obvios de la Ilustración, liberales y socialistas, han dejado de ofrecer alternativas intelectuales genuinas a las doctrinas de la desesperación. Desde el último siglo, el liberalismo se ha convertido en algo cada vez más conservador y temeroso de la democracia. Hoy en día, también florece un liberalismo conservador que considera a Europa condenada, como resultado de la planificación económica, el igualitarismo y el «falso» racionalismo. El socialismo, por otro lado, ha sufrido como teoría por su conexión tan íntima con el «movimiento». Rechazado por la izquierda y asimilado por la derecha, el socialismo parece incapaz de proporcionar una filosofía que no sea más que una defensa de su posición parlamentaria inmediata, e incluso ahí también fracasa. Este radicalismo, tal y como todavía sobrevive, solo suele ser una creencia en la extensión infinita de la libertad individual en sí misma, desprovista de la fe ilustrada en la armonía y el progreso de la sociedad en su conjunto que acompañaría a esa libertad. En cuanto a las dos formas más importantes de ideología totalitaria, nazismo y comunismo, no son interpretaciones filosóficas del mundo moderno, sino más bien una forma verbal de contienda. Como tales, son objetos de análisis teórico, no respuestas al mismo. En cualquier caso, aunque ambos se consideraron «la ola del futuro», también presentan una visión catastrófica de la historia moderna. Solo vislumbran una era más perfecta tras el violento desplome de las instituciones sociales existentes, cuya naturaleza sigue siendo vaga. Sin duda, el nazismo fue, en su monomanía racial, una negación fatalista de todo lo que defendía la Ilustración, mientras que el elitismo y la violencia que subyacen en la misma raíz del comunismo hicieron de su uso de la palabra «progreso» un crimen frente a su significado ilustrado.

De hecho, el final del Siglo de las Luces no solo ha significado el declive del optimismo y radicalismo social, sino también el fin de la filosofía política. Algo que no ha sucedido solo gracias al trabajo de los últimos años. El predominio de ideas opuestas a toda la Ilustración forma parte de un proceso lento y muy intrincado. Al análisis de este proceso están dedicadas las siguientes páginas.

Notas al pie

1 E. Cassirer, The Philosophy of Enlightment, trad. F. C. A. Koelln y J. P. Pettegrove (Princeton, 1951), p. 6. (E. Cassirer, Filosofía de la Ilustración, trad. Eugenio Imaz, Fondo de Cultura Económica, México, 2013.)

2 Esquisse d’un Tableau Historique des Progrès de l’Esprit Humain, ed. D. H. Prior (París, 1933), pp. 191-192.

3 Citado en M. Roustan, The Pioneers of the French Revolution, trad. F. Whyte (Boston, 1926), p. 262.

4 Ibid., p. 265. M. Roustan añade sabiamente, «la Bruyèere no habría escrito esto».

5 Las declaraciones anteriores están basadas en gran medida en la obra del profesor René Welleck , A History of Modern Criticism: 1750-1950, vol. 1. «The Later Eighteenth Century» (New Haven, 1955), pp. 12-104.

6 M. Leroy, Histoire de Idées Sociales en France (de Montesquieu à Robespierre) (París, 1946), p. 10. C. Becker , The Heavenly City of the Eighteenth Century of Philosophers (New Haven, Connecticut, 1952), p. 70.

7 Helvetius, A Treatise of Man, tad. W. Hooper (Londres, 1810), vol. II, pp. 438-443. Entre estas actitudes, por supuesto que hubo excepciones, sobre todo a comienzos de la Ilustración. Voltaire, por ejemplo, estaba muy lejos del anarquismo.

8 E. Halévy, The Growth of Philosophic Radicalism, trad. M. Morris (Londres, 1934), p. 127.

9 E.g., H. Laski, The Rise of European Liberalism (Londres, 1947), pp. 161-264. (Laski, El liberalismo europeo, trad. C. Sans Huelin, Fondo de Cultura Económica, México, 2013.)

10 Treatise on Man, vol. II, p. 205. El artículo sobre «Indigente» en la Encyclopédie afirma inequívocamente que la pobreza es resultado exclusivo de la mala administración. M. Roustan, op. cit., p. 269.

11 The Rights of Man (Everyman’s Library, Londes, 1915), p. 221.

12 The Walth of Nations, E. Cannan (Modern Library, Nueva York, 1937), pp. 435 y 460-461.

13 Así, Tom Paine afirma que, «la sociedad realiza por sí misma todo lo que se adscribe al gobierno», The Rights of Man, p. 157.

14 Esquisse, pp. 164-165.

15 Roustan, op. cit., p. 251.

16 E.g., F. Strich, Deutsche Klassik und Romantik (Berna, 1949).

17 A. O. Lovejoy, «On the Discrimination of Romanticism», Essays in the History of Ideas (Baltimore, 1948), pp. 228-253. En respuesta a esta concepción, hay un argumento impresionante que muestra la unidad del romanticismo: R. Welleck, «The Concept of ‘Romanticism’ en Literary History», Comparative Literature, 1949, vol. I, pp. 1-23 y 147-172.

18 Los más conocidos de estos estudios políticamente inspirados del romanticismo son, probablemente, las innumerables obras del barón Ernest Seillière. Podemos encontrar un extracto breve pero completo de este punto de vista en su Romanticism, trad. C. Spritsma (Nueva York, 1929).

19 The Sociology of Georg Simmel, trad. y ed. K. H. Wolf (Glencoe, Illinois, 1950), pp. 58-84.