Después de la utopía. El declive de la fe política

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From the series: La balsa de la Medusa #225
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20 The Phenomenology of the Mind, trad. de J. B. Baillie (Londres, 1931), pp. 250-267 y 752-756. Estos conceptos, como muchas traducciones de las obras de Hegel, no son muy adecuados pero, puesto que hay pocas citas directas, nos referiremos a las versiones inglesas habituales. Su significado general se ha contrastado con el alemán original. (En castellano, seguimos la primera traducción de la Fenomenología del espíritu de Wenceslao Roces, Fondo de Cultura Económica, México, 1985; también la versión de Manuel Jiménez Redondo, Pre-Textos, Madrid, 2009, que sí recoge el término «conciencia infeliz o desgraciada», y la edición bilingüe de Antonio Gómez Ramos, Abada, Madrid, 2010. N.T.)

21 The Tragic Sense of Life, trad. de J. E. C. Flitch (Nueva york, 1954), pp. 1-57.

22 Tengo la firme convicción de que el deseo de Grecia no solo fue la primera manifestación del romanticismo, sino también la esencia de su actitud cultural. Nunca había sido el medievalismo tan importante o tan universal. Véase, e.g., E. M. Butler, The Tyranny of Greece over Germany (Cambridge, 1935); G. Highet, The Classical Tradition (Nueva York, 1949), pp. 355-405.

23 C. A. Saint-Beuve, Portraits Litteraires (París, n. d.), vol. II, pp. 394-399.

24 Soirées de Saint-Petersbourg (Classiques Garnier, París, 1922), vol. I, pp. 170-177 y 201-211.

25 Ibid., vol. II, pp. 21-25 y 121.

26 Ibid., vol. I, pp. 29-33.

27 Ibid., vol. II, pp. 102-104.

28 Ibid., vol. I, pp. 192-197.

29 Ibid., vol. II, pp. 174-176.

30 Ibid., vol. I, pp. 108-109.

31 Considérations sur la France (París, 1936), pp. 17-32.

32 Progress and Religion (Londres y Nueva York, 1933), pp. 192-193.

33 The Philosophy of History, trad. J. B. Robertson (Londres, 1846), pp. 464-470.

34 Jean Wahl, en su estudio sobre el tema, piensa que Hegel consideraba a todo el cristianismo como una «conciencia infeliz»; sin embargo, creo que esto es falso, pues Hegel analiza la conciencia infeliz como un fenómeno específicamente pre y postcristiano, lo describe como respuesta a un clima de escepticismo. Véase J. A. Wahl, Le Malheur de la Conscience dans la Philosophie de Hegel (París, 1929).

35 J. Pieper, The End of Time, trad. M. Bullock (Londres, 1954).

II

La mente romántica. Antecedentes: Rousseau, Godwin y Kant

El romanticismo encontró su primera expresión clara en la rebelión estética frente a la Ilustración. Pero antes de la aparición de la escuela literaria romántica ya hubo estallidos de insatisfacción ante las ideas imperantes del siglo XVIII. La conciencia infeliz, en las antípodas de la sociedad, de cualquier fe establecida, incómoda con el escepticismo y con anhelo de algún retiro imaginario, despertó mucho antes de que el romanticismo apareciese en el mundo literario. El propio romanticismo se nutría de dos corrientes de sentimiento: el anhelo por una cultura más puramente estética y un profundo disgusto ante los excesos racionalistas de la Ilustración. Por un lado, estaba la rebelión de la poesía frente a la filosofía; por otro, una simple reafirmación de lo emocional y natural en la experiencia humana frente a la eterna razonabilidad del moralista.

Esta distinción entre sentimiento romántico y romanticismo propiamente dicho es particularmente importante a la hora de trazar los orígenes del movimiento. La intención, como es habitual, precedía al acto. Rousseau es el primer gran ejemplo de sentimiento romántico, pero su filosofía no es del todo romántica, y esta discrepancia entre impulso y deseo es la clave para entenderle. Los románticos estaban totalmente de acuerdo en amarle como a su hermano mayor, pero ninguno de ellos aceptó las conclusiones que esgrimió de su fuente común de experiencia. Compartía la convicción de que la civilización europea era un fracaso, pero no proponía su reconstrucción, pues Rousseau no tenía ninguna teoría estética. De hecho, Schiller no tuvo problemas para dedicarle unos versos de admiración y refutar todas sus ideas sobre arte y sociedad acto seguido.

El único pensamiento serio que Rousseau dedicó alguna vez al arte como tal fue en su Lettre sur la Musique Française. Allí, de hecho, apelaba por una mayor libertad de estilo, más emoción, melodía y drama1. Pero, cuando escuchamos sus propias composiciones, este arrebato parece un tanto vacío. Es evidente que sus inocuas operetas rococó carecen de la más mínima sospecha del ruido y la furia. Aquí, como en todas partes, la protesta es romántica, pero la ejecución entra en las convenciones del siglo XVIII. El arte, en general, no congeniaba con este semicalvinista. Para Rousseau, el arte era una ocupación pecaminosa, signo de decadencia social. Tan solo interfería con nuestros deberes cívicos2. Si detestaba a los filósofos calculadores, estaba muy lejos de admirar a los artistas. Su héroe real era Catón, que había intentado echar a los artistas y autores griegos de Roma3. Su universo social solo contenía tres clases humanas: el hombre natural, el histórico y el ciudadano; es decir, el hombre ideal. El hombre creativo, el genio, era desconocido en este mundo.

Sin duda, Rousseau detestaba a los filósofos como insensibles e irresponsables. El mundo de los salones era infinitamente artificial para él, y su vida personal fue un modelo para todos los bohemios posteriores. No se puede concebir estado o iglesia real que pudieran haberle incluido. Se condenó a la soledad, pues se vio obligado a alienarse de todo lo que le rodeaba. Si bien podría analizarse como un caso psiquiátrico, también fue el prototipo de la generación de intelectuales que le siguieron, pues en Rousseau funcionaban plenamente los anhelos eternos de la conciencia infeliz. Sin embargo, solo era un estado de ánimo, no le llevó a urdir una nueva filosofía. ¿Qué decir del desagrado de Rousseau por lo artificial, su amor por la soledad, la existencia simple, natural, espontánea? En estas reminiscencias arcadianas hay todo un enjuiciamiento real de una sociedad que ha destruido la unidad interior original del hombre. Se trata de un sentimiento que compartieron todos los románticos. Pero Rousseau no sugiere que la obra de la civilización deba deshacerse, sino que tiene que ser completada. La sociedad concede al hombre la idea de moralidad, pero no le ofrece la oportunidad de realizarla. La sociedad debe restaurar al hombre en todo su ser, haciéndole absolutamente social, totalmente moral4. Su fracaso reside en destrozar el instinto sin reemplazarlo completamente por la razón. El hombre queda abandonado en un crepúsculo social en el que no es totalmente inconsciente de la moralidad ni tampoco un ser plenamente moral. El Contrato social pinta el cuadro de una sociedad donde los hombres se ven restaurados en una unidad interior y exterior mediante el triunfo de la voluntad social y moral. Nuevamente, solo en nuestro estado semisocial se convierte la soledad en una necesidad moral. Emilio ha sido educado para la ciudadanía, pero no existe una sociedad donde la ciudadanía pueda ejercitarse activamente. Por eso, debemos vivir en soledad –no porque la sociedad rechace al genio o la originalidad creativa, ni siquiera porque la soledad sea un bien en sí misma–. La verdadera libertad solo puede encontrarse en la sumisión a la ley y a la voz de la conciencia: cuando ambas coinciden, el problema entre uno y muchos queda resuelto.

Rousseau no solo hizo que el individuo se sometiera a la sociedad en términos morales, también ofreció una respuesta muy similar al otro gran problema del romanticismo –el conflicto entre razón y sentimiento–. El gran adversario de todo esto era el romanticismo irracional; Kant difícilmente hubiera admirado a Rousseau tanto como lo hizo si este hubiese preferido el sentimiento. Incluso aquellos que consideran a Rousseau como precursor de Kant, insisten en que Saint-Preux es el modelo de Werther5. Bien es cierto que, al esbozar su autorretrato, Rousseau creó una nueva figura literaria, el hombre sentimental desolado. Incluso la idea de esta recreación de experiencia personal resulta romántica6. En la misma medida en que en El Contrato social representaba una sociedad donde las personas como él no tenían cabida, en La nueva Eloísa, Julia, la heroína, aparece como un ser absolutamente superior a Saint-Preux y demuestra su virtud encontrando una solución racional y moral al problema7. Los moralistas sorprendidos que posteriormente trataron de reescribir Werther con un final más edificante deberían haber recordado que Rousseau ya había escrito un Werther con un último acto aceptable8. Quería que la novela fuese didáctica, y eso es lo que La nueva Eloísa exactamente es9. Al convertirla en una historia de amor frustrada por la convención, asentó el modelo de infinitos relatos románticos. Pero si hubiera sido la típica novela Sturm und Drang, la heroína habría desafiado a sus padres, huido con su amor, habría dado a luz a un hijo ilegitimo y, sacándole de la vergüenza, habría muerto sola en la miseria. El héroe, tras desastres similares, se habría suicidado o sumido en la locura: todo esto se mostraría una y otra vez como el fracaso de una sociedad convencional, sin corazón10. Julia no hace nada de esto. Tras unirse a su amante en su lucha contra los matrimonios forzosos, las inhibiciones sexuales, las distinciones de clase y todas las convenciones artificiales se da cuenta de que su relación amorosa es un error. Se somete a los deseos de sus padres, a los que realmente ama, y se casa con un perfecto caballero dieciochesco, encontrando la felicidad en un matrimonio modelo. Ella muere satisfecha, habiendo logrado sus dos mayores deseos: convertir a su marido a la religión natural y proporcionarle a su amante una vida útil como tutor de sus hijos. Esta historia no es una vacilación inconsistente entre sentimiento y razón11. Es una ilustración clara de la conciencia que tenía Rousseau de la situación romántica y la solución eminentemente racional y convencional a sus problemas. La ética del deber, no del sentimiento, de la conciencia, no del deseo, conforman la verdadera guía del hombre12.

 

Pero la «conciencia infeliz» no constituye, en sí misma, todo el romanticismo. Rousseau fue capaz de sonsacar una moralidad racionalista de esta mentalidad. Aunque el espíritu romántico sabe de la futilidad de toda filosofía, no se anima a crear una visión agradable del mundo. Del mismo modo que cada demostración del fracaso de la filosofía tampoco supone, en sí, que la mente romántica esté en funcionamiento. Nunca hubo mente menos romántica que la de William Godwin y, sin embargo, se vio obligado a derribar, paso a paso, la base de su propio pensamiento para abrazar ideas románticas, no por anhelos interiores, sino por necesidad intelectual. No se sintió instintivamente repelido, como Goethe, por la filosofía mecanicista de Holbach, tampoco encontró que la ética del puro deber fuese fría. Incluso, aceptó la idea de armonía natural en términos utilitaristas y racionales. Pero al extraer conclusiones excesivamente lógicas de estos principios, al intentar aplicarlos a la vida real, revelaba su vacuidad.

En Inglaterra, Godwin es el predecesor inmediato del romanticismo, incluso cronológicamente. Este hecho ha confundido a muchos. ¿Cómo pudo un hombre tan «pedante», «gris» e incluso «grimoso», gustar a prácticamente todos los poetas románticos ingleses?13 Sospechamos que las atracciones que suscitó el godwinismo fueron excesivas. Es hasta cierto punto razonable, pero bordea lo irracional. Para Shelley fue fácil integrar a Godwin en la expresión más perfecta del romanticismo británico. Sus contemporáneos no consideraban a Godwin como la antítesis del romanticismo. Hazlitt habla de él con afecto, mientras que acumula desprecio contra Bentham por ser lo que en verdad era, el epítome del antirromanticismo14. Más aún, la integridad de Godwin, su determinación por «ver las cosas como son» y su rechazo a solucionar la incongruencia entre vida y pensamiento destruyeron la filosofía, la suya propia incluida, y le obligaron a él y a sus admiradores a buscar soluciones nuevas15. El godwinismo fue un estado mental autoliquidador, incluso para su progenitor, que conservó su personalidad cauta, antirromántica, hasta el final.

Los medios con los que Godwin consiguió arruinar a la filosofía comenzaron con su intento por combinar todas las tendencias del pensamiento decimonónico. Al suscitar confusión, todo cayó en descrédito. Godwin no tenía sistema; era un mero filosofador honesto. Por ejemplo, nunca dejó de creer en el determinismo. Sabía que la libre voluntad era una «fantasía», aunque el determinismo tenía sus ventajas humanitarias al demostrar que los criminales «no podían ayudar», también era una idea «que iba en contra de los sentimientos indestructibles de la mente humana». No podemos juzgar, ni siquiera podemos actuar noblemente sin creer en la libre voluntad. Si lo aplicamos a la vida, admitía Godwin cándidamente, el determinismo es una tontería, incluso aunque el filósofo sepa que es cierto16. Pocos pensadores han estado tan dispuestos a enfrentarse de forma tan abierta a la distancia entre verdad y vida.

En realidad, Godwin ya había despachado el determinismo incluso antes de realizar esta confesión. En cuanto a la ética del hedonismo, no albergaba más que desprecio. El egoísmo, en la práctica no lleva a la acción beneficiosa, excepto por accidente17. Solo la benevolencia desinteresada suponía virtud; para Godwin, una acción útil era aquella que se dirigía al mayor bien y en el mayor número posible. A veces, estaba más o menos de acuerdo con Kant en que solo la buena voluntad, que actúa en base a normas universalmente válidas, aseguraría la moralidad. Es más, consideraba la verdad como un modelo eterno, que nos vemos absolutamente obligados a seguir18. Este era, de hecho, su primer axioma de moralidad. Todo esto significa claramente que somos libres de elegir el bien o el mal, la verdad o el error. De hecho, esta creencia solo puede conducir a la ética de la razón y el deber puro, y así lo hace – fatalmente, pues Godwin no conocía el compromiso–. En caso de incendio, ¿a quién debo poner a resguardo, a Fénelon o a su criada, que resulta que es mi madre? Claramente a Fénelon, el benefactor de la humanidad; no a mi madre, que puede que sea tonta. «¿Qué magia, pregunta el filósofo eterno, hay en el pronombre “mío”, que anula las decisiones de la verdad eterna?»19. Amor, gratitud y sentimiento no pueden influir en la «benevolencia desinteresada». Este razonamiento hace absurda a la filosofía. Solo Kant llevó aún más lejos la distinción entre sentimiento y deber, y con el mismo efecto. Después de todo, fue él quien señaló que el hombre verdaderamente bueno ni siquiera vive porque lo sienta, solo porque es su deber20. El segundo ejemplo, tanto del intelectualismo ascético de Kant como del de Godwin, tiene que ver con la obligación absoluta de sinceridad: ¿es correcto contar una mentira para salvar la vida de mi vecino? No, dice Godwin, el interés de toda la humanidad en la verdad es anterior a la existencia de una sola persona21. Si Kant se hubiese planteado esta misma cuestión, hubiera contestado exactamente lo mismo que Godwin. Pero era un anciano cuando lo hizo22. Godwin no podía aceptar realmente esa filosofía suicida para siempre. Modificó su postura, tanto en el caso de la «madre o Fénelon» como en el de la sinceridad, pero jamás pudo demostrar que sus primeras conclusiones no eran lógicas. Los críticos románticos de Kant tampoco se preocuparon de si, lógicamente, otro sistema ético era posible. Su única queja era que sus principios se quedaban cortos ante las exigencias de la vida real.

En realidad, en la propia Investigación sobre la justicia política había un principio que se oponía fuertemente a tal racionalismo. El determinismo tenía su valor, después de todo. Pues, si somos criaturas de circunstancias externas, ninguno de nosotros puede ser distinto. Por tanto, es imposible imponer reglas generales al comportamiento humano. La verdadera dignidad de la razón consiste en tomar decisiones sin ayuda de reglas generales23. Las reglas no solo son abstracciones que inventamos para evadirnos de nuestras responsabilidades. Tenemos que tratar a cada persona y cada acontecimiento como si fuese único. Cuando Goodwin analizó por segunda vez sus ideas sobre la sinceridad, decidió que, después de todo, una vida humana merecía más la pena que cualquier principio y que en moralidad no puede existir «un juez absoluto»24. Simplemente, debemos amueblar nuestras mentes de nuevo en cada ocasión. Parece, entonces, que ningún sistema ético es posible; de hecho, que la filosofía, el arte de generalizar, es inmoral y vana a un mismo tiempo. Sin duda, ley y justicia se convierten en algo totalmente incompatible. Si no hay dos personas y dos acciones iguales, no puede inventarse ninguna regla legal que las cubra, ni la misma ley puede aplicarse dos veces con justicia. La ley nunca es justa25. «La fábula de Procusto nos presenta una débil sombra del esfuerzo perpetuo de la ley», señalaba26.

La filosofía sistemática, como la sociedad legal sistemática, es entonces un completo fracaso. Solo un anarquismo perfectamente moral, social e intelectual podría triunfar. Tal era, de hecho, la pretensión de Godwin, pero, ¿cómo podía conseguirse?, ¿qué podía proporcionar ese mínimo de cohesión social que incluso una sociedad anarquista también necesita? Sin duda, no había nada en el estado presente de la sociedad y de la inteligencia humana que garantizase la esperanza.

Nadie ha criticado todas las instituciones existentes de forma más vehemente que Godwin. El efecto perjudicial del orden establecido en las vidas de los individuos era, de hecho, tema constante de sus sombrías novelas27. Sin embargo, Godwin seguía creyendo que la razón arrancaría a los hombres de su presente irracionalidad para mantenerlos después en una eterna y armoniosa anarquía –¡y esto, después de haber demostrado con claridad meridiana que la razón solo puede desintegrar y nunca proporcionar la base para la reconstrucción!–. Su continuado optimismo era un tributo a su propio temperamento clásico, no a su filosofía. Pero esta era la condición necesaria para el florecimiento de una «conciencia infeliz». Pasado y presente se habían descrito como odiosos, y no había forma de rehabilitarlos. La filosofía había caído en desgracia. En Alemania, de hecho, Kant ya había tenido más o menos la misma influencia mucho antes. El más grande e influyente de los filósofos modernos se las arregló para desalentar a los poetas en la misma medida en que incendiaba de admiración a sus compañeros filósofos. En el ámbito de las ideas literarias, produjo una reacción que era del todo hostil a sus pretensiones reales y a los muchos filósofos que continuaron apreciándole. Hoy en día es difícil imaginar el efecto tan demoledor que pudo tener la primera lectura de la Crítica de la Razón pura. No tenemos más que leer la carta de Kleist, con el corazón destrozado, contando cómo había destruido todas sus certidumbres, para recordarlo28. Para Nietzsche, la experiencia de Kleist todavía le parecía muy cerrada29. Por eso, Heine afirmaba que Kant había sido más destructor que Robespierre, por eso también le tacha de «apoético» y «filisteo»30. Al revelar primero los límites de la razón, y asentar después un sistema moral donde la razón vivía a expensas de la experiencia de cualquier impulso natural, Kant contribuyó a que los espíritus poéticos se sumieran en cierto estado de desesperación general e incluso de aversión a la filosofía.

El nuevo mundo de la razón compensaba con mucho a los filósofos y científicos ante la pérdida de un universo religioso seguro, pero para la gente de imaginación más ardiente resultaba intolerable. Para ellos, el reconocimiento de que «Dios ha muerto» era una tragedia. Su única esperanza era encontrar una visión poética de la realidad que pudiera colmar el vacío emocional del mundo de la prosa con máximas políticas y lógica científica. En esto, los jóvenes rebeldes de Sturm und Drang, incluso el maduro Schille, o Goethe, todos los poetas del renacimiento romántico en Inglaterra, Francia y Alemania, así como pensadores posteriores tan imaginativos como Kierkegaard y Nietzsche, estaban de acuerdo. Esta búsqueda de la conciencia infeliz, no solo su sentimiento de alienación del mundo moderno, se hallaba en el corazón del romanticismo del siglo XIX.

El romanticismo no surgió de filosofía alguna, sino que la filosofía asentó el escenario intelectual para el nuevo espíritu y entabló una guerra con la poesía. La propia filosofía proporcionaba ocasiones para la erupción de la «conciencia infeliz» y una gran parte de la historia intelectual del siglo XIX consiste precisamente en la guerra entre filosofía y poesía. La poesía trataba de «curar las heridas que la razón nos había infligido» y la filosofía buscaba defenderse del creciente predominio de las formas de pensamiento antirracional. En el curso de este diálogo, ambas partes se vieron modificadas; incluso hoy, tenemos una poesía y unos filósofos excesivamente intelectuales que constantemente exigen más vida. Al principio, sin embargo, fue la visión estética de la vida la que trató de salvar la existencia humana de los excesos del espíritu analítico.

La contienda entre poesía y filosofía

El hombre que salva a Fénelon sufre de una enfermedad que Coleridge denominaba «la alienación y autosuficiencia de la razón»31. El romanticismo protestó contra esta fragmentación analítica del hombre, más que contra la razón misma. Desde los primeros estertores de Sturm und Drang, el romanticismo se dedicó al ideal de totalidad humana, la integridad de toda la personalidad. Sus excesos de «sentimiento» eran afirmaciones de vitalidad, una fuerza viva antifilosófica. Si el héroe de Sturm und Drang era una mero Kraftgenie, si su culto a la energía y espontaneidad era exagerado, es cuestión que debe verse como un esfuerzo para redirigir el equilibrio que los excesos de la razón analítica habían alterado. La vida no se identificaba solo con la energía; se buscaba la unidad interna de los poderes humanos, en vez de su departamentalización en «sentimiento» y «razón».

 

Manfred se refería a todo ello cuando afirmaba que «el árbol del conocimiento no es el de la Vida», pero la cuestión real quedaba por formular: «¿qué es la vida en sí?»32. Especialmente para los últimos románticos, más reflexivos, la emoción sola no era suficiente33. Para ellos, la vida nunca estaba realmente allí, en el presente, sino que siempre era una meta distante, una aspiración, algo inalcanzable, un objeto de deseo más que algo experimentado. Para la mayoría de los románticos, la vida era un deseo, no una realidad34. Su deseo constante de más vida y menos pensamiento era, en realidad, la demanda de una nueva forma de mirar la vida –la forma del artista, para ser exactos, creativamente–. Era el deseo intenso de volver a unir todo lo que la filosofía había destrozado, razón y experiencia, deuda e inclinación. No era el análisis, sino los poderes restauradores de la imaginación creativa, los que iban a recrear al hombre y hacerlo más vivo.

La primera objeción a la filosofía, entonces, es que no era creativa. «La mente…no puede crear, solo puede percibir»35. Pero más serio resulta que la «mente» pueda destruir. Puede robarnos nuestra simple conciencia de la existencia, nuestro lugar en la creación, como señalaba Herder. «Una ocupación triste», así decía de la filosofía36. Esta fue la primera voz auténtica del romanticismo, Herder fue el primero en aplicar el punto de vista poético a todo problema intelectual y social37. En literatura, terreno de Herder, no existe «el hombre en general», como a la filosofía le gusta contemplar. Solo hay individuos concretos –el propio artista y sus personajes–. Un autor es grande si es original, es decir, no como «el hombre en general». Su obra es bella en cuanto que sus personajes son seres vivos, no abstracciones representando características aisladas. Según Herder, por eso Homero era un Prometeo creando dioses y hombres vivos, mientras que la poesía didáctica de Horacio y sus imitadores solo trataba de símbolos vacíos38. El poder del poeta, «sus dioses y hombres», depende de la unidad de su ser interior: el poema tiene que ser expresión de toda la personalidad del poeta, sus dioses y hombres tienen que ser creíbles, individuos multifacéticos. Desde este punto de vista, por supuesto, hablar de un hombre dividido en lo racional y emocional se convierte en algo poco fructífero. De nuevo, la idea de una naturaleza común humana, un hombre generalizado, parece irreal, los hombres difieren más entre sí que las diversas especies de animales, insistía Herder39. Contemplaba el proceso de individuación en toda la naturaleza. En vez de convertirnos en «el hombre en general», abstracto, filosófico, deberíamos ser más diferenciados, más «un todo»: «la convicción de nuestro egoísmo, el principio de nuestra individuación, es más profunda que nuestro entendimiento, nuestra razón o nuestra fantasía… Del mismo modo que el sentimiento o la idea residen en la propia palabra ‘ser’. La autoconciencia, la propia actividad, maquillan nuestra realidad, nuestra existencia»40. En vez de luchar contra ello, deberíamos seguir la gran ley de individuación, «despertar nuestro verdadero ser y reforzar el principio de individualidad en nosotros». Para él, no se trataba de ética subjetiva como para los últimos románticos, sino que era la afirmación de los valores de cada ser como un todo, como una simple unidad dada. Tenía la sensación de la mismidad, de la simple existencia que Coleridge vio como la salvación del hombre desintegrado.

Cuando él, por sagrada simpatía pueda hacer

de todo un ser, ¡el ser que nadie conoce!

Ser, ¡tan difuso como pueden volar las alas de la fantasía!

Ser, ¡todavía extendiéndose! ¡Pero olvidándose de sí

y de todas y todas sus posesiones! ¡Esto es fe!41

Herder tenía un sentido de la unidad no solo del interior humano, sino también de toda la existencia. Para él, la idea de que la experiencia y el conocimiento puedan no ser uno, es absurda. La prueba cartesiana de la existencia o el examen hipercrítico kantiano de la prueba de la existencia de Dios solo eran ejemplos de oscurantismo intelectual. Sabemos que existimos, que Dios existe, no porque pensamos, sino porque todo nuestro ser nos dice que es así. Somos directa e inevitablemente conscientes de la existencia, del mismo modo que no podemos imaginar el no ser. No puede haber separación entre pensamiento y experiencia, porque nuestra conciencia de la existencia, de Dios, es más que eso. Es la base de todo nuestro conocimiento y nuestra felicidad, pues es expresión de todo nuestro ser como parte de una Existencia universal42. Una y otra vez, Herder subraya cómo nuestro sentimiento de lo bello nos ayuda a verlo.

Y en el fondo de todo esto, subyace la convicción herderiana de que la intuición es nuestra guía real para descubrir la verdad; que es la forma más alta de conciencia –lo cual puede ser cierto en el arte, pero es dudoso en filosofía–. Mientras Herder se enzarzaba en lo que confundía como debates filosóficos, Goethe era muy sincero en su antipatía por la especulación y la metafísica43. Prefería partir del ámbito kantiano, con sus conflictos sin resolver, «huir a la poesía»44. Mientras Herder desarrollaba sus ideas sobre la existencia, malinterpretando a Spinoza, este último era el filósofo favorito de Goethe. Para él, Spinoza significaba que no necesitamos diseccionar el universo para entenderlo, sino que nuestro propio genio se construye una imagen del universo a partir de sus propios pensamientos y sentimientos internos45. Al contrario que Herder, no sentía la necesidad de vincular su apreciación de la vida a un sistema teleológico de la naturaleza, planeado por Dios. «La eternidad está en el momento», y la energía que desplegamos en nuestra vida, la creatividad que llevamos dentro, es la verdadera justificación de nuestra existencia46. Nuevamente, la personalidad en su conjunto, no las virtudes de libro de texto, es la que nos hace felices y buenos47. Cada uno de nosotros está bendecido por un «daimón» interior que podemos desarrollar, pero que nunca cambia. Aunque esto supone un cierto grado de fatalismo, no termina en el pesimismo, sino en el reconocimiento de que la expresión es la mayor ambición del hombre48.

Sin embargo, esta serena indiferencia de la intuición poética ante los problemas de la metafísica, no era habitual. Muchos románticos tendían a adoptar el método de Herder: reformar la filosofía imponiendo una nueva concepción de la vida. La imaginación creativa, la poesía, estaban para suplir las necesidades de un «anhelo metafísico». La imaginación no era una cualidad que el clasicismo valorase enormemente. De hecho, Hobbes, uno de los pilares de la crítica neoclásica inglesa, había sostenido que la ficción nunca debía «exceder las posibilidades de la naturaleza»49. Sin embargo, para los románticos, la imaginación no solo era una «fantasía»; era el núcleo de todos los poderes humanos, racionales y emocionales, de donde surgía la acción creativa. Era, por definición, esa fuerza en el hombre que podía completarlo de nuevo, e incluso recrearlo en una forma más alta. La imaginación, sus creaciones, su originalidad –estos eran los elementos divinos del hombre, la cualidad primaria de Prometeo–. No podemos olvidar los orígenes religiosos de estas ideas. El hombre piadoso se veía conmocionado positivamente por estas pretensiones50. Era la aspiración humana a ser Dios. «Sostengo que (la Imaginación)», escribió Coleridge, «es el Poder vivo y el primer Agente de toda Percepción Humana, como una repetición de la mente finita del eterno acto de creación en el infinito Yo Soy»51.