Los modelos pedagógicos

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Tercer problema

¿Cómo prepara una evaluación?



Vamos a suponer que usted es un profesor de Ciencias Sociales que tiene previsto para mañana realizar una evaluación sobre el tema de la Independencia americana. ¿Cómo la prepararía? ¿Qué aspectos tendría en cuenta? ¿Cómo procedería? ¿Cómo seleccionaría las preguntas?



Posiblemente usted revise el texto guía, algunos libros complementarios o su propio cuaderno de resúmenes; tal vez tenga en cuenta exámenes elaborados en años anteriores o incluso utilice un procedimiento diferente. El siguiente cuestionario le ayudará a pensar el problema.



1. ¿Piensa en la evaluación que realizará a sus estudiantes después de explicar un tema, durante el proceso o antes de iniciar la explicación?



2. ¿Observa las preguntas del texto guía? ¿Las copia? ¿Las adapta?



3. ¿Cuánto tiempo dedica a preparar una evaluación? ¿Qué tipo de evaluación prefiere?



4. ¿Observa evaluaciones realizadas en años anteriores? ¿Las transcribe directamente? ¿Las modifica? ¿Las renueva?



5. ¿Tiene acumulado en su memoria o en su computador un “pequeño banco de preguntas” y selecciona entre ellas las que realizará?



6. ¿Revisa su cuaderno de resúmenes para determinar la importancia de los temas y proceder a seleccionar las preguntas?



7. ¿Solicita el cuaderno de un estudiante y realiza un procedimiento similar al anterior?



8. ¿Piensa en los propósitos que se fijó al desarrollar esa unidad? ¿En los propósitos generales de la materia? ¿En los propósitos del área?



9. ¿Cómo decide qué preguntar?



10. ¿Piensa, por ejemplo, en la finalidad de la evaluación (diagnóstica, procesual o sumativa

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)?



Los tres problemas anteriores, los cuales hemos llamado Huellas Pedagógicas, ¿Cómo programar un curso? y ¿Cómo prepara una evaluación? nos permiten acercarnos de una manera más didáctica al currículo educativo.







El currículo educativo





Estos cuatro capítulos están relacionados entre sí y se condicionan mutuamente, pues recogen diferentes aspectos de un mismo proyecto: mientras el primero (¿qué enseñar?) explicita las intenciones, los tres restantes (¿Cuándo enseñar?, ¿Cómo enseñar? y ¿qué, cómo y cuándo evaluar?) conciernen más bien al plan de acción a seguir de acuerdo con dichas intenciones

 (

Coll, 1994

, p. 31).



Dos décadas atrás, y en calidad de uno de los orientadores esenciales de la Reforma educativa española, el psicólogo César

Coll (1994)

 formuló cuatro parámetros esenciales para delimitar un currículo. Según Coll, un currículo se define a partir de la manera particular como sean resueltas por los pedagogos cuatro preguntas: ¿Qué enseñar? ¿Cuándo enseñar? ¿Cómo enseñar? y ¿Qué, cómo y cuándo evaluar? Según Coll, y con él la Reforma educativa de los años ochenta en España, ésas son las cuatro preguntas pedagógicas esenciales para caracterizar un currículo, al tiempo que la primera incluye dos apartados: el relativo al para qué enseñar y el correspondiente propiamente a los contenidos y enseñanzas escolares.



En Colombia, una reflexión similar fue formulada años atrás por Miguel De Zubiría (

De Zubiría y De Zubiría, 1986

) y una reflexión análoga ha sido formulada recientemente por psicólogos y pedagogos cubanos (

Zilberstein y Silvestre, 2002

).



En la primera edición del presente texto (

De Zubiría, 1994

) desarrollamos la hipótesis de que estas mismas preguntas podrían delimitar propiamente un modelo pedagógico; y que de acuerdo al nivel de generalidad como fueran resueltas podríamos estar hablando de una teoría, un modelo pedagógico o un currículo escolar; siendo más general y abstracta una teoría y algo más particular, concreta y específica la delimitación de un currículo escolar.



En el presente material reflexionaremos sobre cada una de las preguntas abordadas por Coll y por la reforma educativa española de los años ochenta y precisaremos las respuestas esenciales que a ellas han dado los modelos pedagógicos más generalizados en el mundo; entre ellos, la Escuela Tradicional, la Escuela Activa y las corrientes constructivistas. Sustentaremos finalmente la necesidad de un modelo pedagógico dialogante e interestructurante.



Cada una de las preguntas tiene un nivel de generalidad diferente. Cada una de ellas tiene un nivel de determinación diferente, pero todas se interrelacionan. Muy seguramente la pregunta más importante tiene que ver con los propósitos, ya que allí se plasma nuestra concepción sobre el individuo y la sociedad y se delimitan nuestras intenciones educativas. En esta pregunta se precisa el sentido y la finalidad de la educación, se establece el norte y la dirección que deberá tomar todo el proceso educativo. Es por tanto, la pregunta esencial en educación, la que de mejor manera permite diferenciar un modelo pedagógico de otro y sobre la que hay que priorizar en cualquier intento de innovación en educación

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.



También es cierto que cambios importantes en los sistemas de evaluación podrían impulsar una profunda revolución educativa, tal como se presuponía que estaría pasando en Colombia a partir de los cambios adoptados en las pruebas ICFES desde el año 2000 (

De Zubiría, 2006

). Sin embargo, los resultados hasta ahora observados ratifican la tesis de que los cambios en educación son mucho más lentos de lo previsto. Y con tristeza hay que decir que el promedio nacional, después de doce aplicaciones, es prácticamente el mismo y que solo un pequeño grupo de colegios ha encontrado elementos positivos en los cambios generados a nivel de la evaluación. En términos generales, estos colegios fueron los mismos que obtuvieron buenos balances en el año 2000. Por el contrario, los colegios que hace seis años obtuvieron un muy mal balance, hoy obtienen incluso un balance inferior.



Los dos siguientes cuadros estadísticos nos permiten validar las dos tesis anteriores.



En el primero de los cuadros se compara el promedio nacional con el de la institución que obtiene el primer lugar nacional acumulado para todo el período en los dos calendarios y entre todas las instituciones evaluadas. Como se observa, el promedio nacional ha permanecido totalmente estancado durante todo el periodo analizado y la institución que obtiene el primer lugar ha mejorado significativamente.



Cuadro 1.1.








Fuente: ICFES, 2006



En el segundo cuadro se evidencia una situación profundamente injusta respecto a la calidad de la educación: cada día crecen más las brechas. Y los colegios de mayor calidad cada vez tienen mayor calidad; mientras que los colegios de menor desempeño, cada vez tienen peor calidad. El autor de la gráfica es precisamente el Director del ICFES:



Cuadro 1.2.








Fuente: Evaluación y pensamiento crítico. Bogoya, 2006



De allí que haya que reivindicar el carácter altamente interdependiente entre cada uno de los componentes curriculares. Contenidos, secuencias, estrategias metodológicas y sistemas de evaluación se determinan e influyen mutuamente. Cada uno de estos resuelve una pregunta y proporciona información sobre un componente curricular, pero todos ellos recogen aspectos de un mismo proyecto articulado en torno a las intenciones educativas. Al respecto dice Coll:





Los componentes del currículum, los elementos que contempla para cumplir con éxito las funciones anteriores, pueden agruparse en cuatro capítulos:





1. Proporciona informaciones sobre qué enseñar. Este capítulo incluye dos apartados: los contenidos y los objetivos

.



2. Proporciona informaciones sobre cuándo enseñar

.





3. Proporciona informaciones sobre cómo enseñar





4. Proporciona informaciones sobre qué, cómo y cuándo evaluar

.



(

Coll, 1994

, p.31).



Hasta el momento hemos intentado demostrar que la práctica educativa, la programación de un curso o la preparación de una evaluación permiten vislumbrar la finalidad y el sentido que damos a la escuela y la enseñanza. En cada una de las anteriores actividades educativas se evidencian el carácter, la organización y la importancia que concedemos a los contenidos. En cada uno de ellos se señalan nuestras maneras para comprender las relaciones entre los niños, los docentes y el saber; y se imprimen elementos de nuestras estrategias metodológicas. En una palabra, se dejan huellas relativamente claras de nuestra concepción pedagógica. Aprender a leer estas huellas no es tarea fácil, pero aun así hay que intentarlo si queremos hacer de la práctica educativa una tarea más consciente, que facilite el aprehendizaje, el desarrollo y la cualificación de los procesos pedagógicos en curso.



Si generalizamos lo dicho hasta el momento, podríamos decir con

Coll (1994)

 que un currículo se refiere esencialmente a las preguntas: ¿Para qué enseñar? ¿Qué enseñar? ¿Cuándo, cómo y con qué lo hacemos? Y ¿qué, cuándo y cómo evaluamos?

 



La pregunta “¿para qué enseñamos?” atañe al sentido y la finalidad de la educación. La selección, el carácter y la jerarquía de los temas, se relacionan con la pregunta “¿qué enseñar?”. La estructura y secuenciación de los contenidos son abordados al resolver el interrogante sobre “¿cuándo enseñar?”, al tiempo que el problema metodológico vinculado con la relación y el papel del maestro, el estudiante y el saber, nos conduce a la pregunta “¿cómo enseñar?”. Finalmente, la evaluación debe responder por el cumplimiento parcial o total de los propósitos e intenciones educativas, por el diagnóstico del proceso y por las consecuencias que de ello se deriven. Como puede verse, una pregunta para cada problema, un problema para cada pregunta.



El proceso de rutinización y formalización que han vivido las prácticas educativas no permite observar en ellas el sentido general y los elementos constitutivos del currículo. La parcelación, por ejemplo, se tornó durante la mayor parte del tiempo que estuvo vigente (o está) en una actividad mecánica que no refleja ni orienta los lineamientos de la acción del docente en la escuela. La mayoría de las veces se parcela el desarrollo de un curso cuando éste ha sido terminado y bajo la finalidad expresa de satisfacer requerimientos legales

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; lo cual equivaldría en arquitectura a la elaboración de planos cuando la obra ya está terminada o cuando estuviera a punto de serlo.



Un currículo es, pues, la caracterización de los propósitos, los contenidos, la secuenciación, el método y la evaluación. Cada uno de estos elementos resuelve una pregunta pedagógica diferente, pero interrelacionada.



Lo que pretendemos sustentar en este ensayo es que las diversas teorías pedagógicas han resuelto de manera diferente los interrogantes señalados. Han definido finalidades, contenidos y secuencias diversas, y de ellas se han derivado métodos y evaluaciones distintas.







La pregunta por los fines y las intenciones educativas





El crecimiento personal y social, intrínseco a la idea de educación, puede vincularse alternativamente tanto con el proceso de desarrollo como con el proceso de aprendizaje. Por una parte, una persona educada es una persona que se ha desarrollado, que ha evolucionado en el sentido fuerte del término (…). Pero, por otra parte, como recuerda con acierto Calfee (1981), una persona educada es una persona que ha asimilado, que ha interiorizado, que ha aprendido, en suma, el conjunto de conceptos, explicaciones, destrezas, prácticas, y valores que caracterizan una cultura determinada (…). La opción por una u otra de estas dos interpretaciones del crecimiento educativo es importante, porque conduce a proponer acciones pedagógicas diferentes que se plasman en el currículum

 (

Coll, 1994

, p. 23).



El problema esencial de toda educación es resolver el interrogante en torno al tipo de hombre y de sociedad que se quiere contribuir a formar. Todas las teorías pedagógicas se han enfrentado y han tenido que dar una respuesta a la pregunta anterior. En este sentido, se puede afirmar que no existen las pedagogías neutras, ya que el quehacer educativo necesariamente presupone una determinada concepción del hombre y de la sociedad. Esa concepción, a su vez, exige comprenderlo en su multidimensionalidad, en su complejidad y en su integridad. Cada teoría ha privilegiado en ello algún o algunos de los aspectos; aun así, subyace a todas ellas una postura como individuo y como ser social y cultural. A partir de esta concepción del ser humano se elaboran las teorías pedagógicas. En este sentido, toda teoría pedagógica es una teoría política.



Los modelos pedagógicos le asignan, así, funciones distintas a la educación porque parten de concepciones diferentes del ser humano y del tipo de hombre y de sociedad que se quiere contribuir a formar.



Seguramente Coll tiene razón cuando presupone que la pregunta fundamental de un currículo tiene que ver con la delimitación de las intenciones y los objetivos asignados a la educación. De manera análoga, la pregunta más importante para caracterizar un modelo pedagógico se relaciona con la finalidad, la selección de los propósitos y el sentido que se le asigna a la educación. La pregunta por el

para qué

 nos permite definir los propósitos y los fines de la educación (Del Val, 1979; Peñaloza, 2003)



Sin resolver esta pregunta no es posible pensar un modelo pedagógico, un currículo, un área o una asignatura. Sin dar respuesta a esta pregunta, no es posible enseñar concientemente. ¿Qué busco con la enseñanza? ¿Hacia dónde voy? ¿De qué manera pretendo incidir en cada una de las dimensiones del ser humano, como solía decir Wallon (1974)?



Como puede pensarse, estas preguntas desbordan el marco estrictamente pedagógico y no pueden ser resueltas sin una postura previa ante el ideal de individuo y sociedad, en cuya formación se participa como docente, como pedagogo o como Estado. El quehacer educativo, necesariamente, tiene como trasfondo una determinada concepción del hombre y de la sociedad y sólo desde ella se podrá definir el papel que en dicho proceso debe cumplir la educación. La educación, como decía Kant, siempre es un acto esencialmente político.



Definir la finalidad de la educación es, entonces, comprometerse con una concepción del hombre y de la sociedad, en sus aspectos psicológicos, sociales, antropológicos y filosóficos (

De Zubiría y De Zubiría, 1986

).



De allí que educar siempre implique definir una concepción política del individuo y de la sociedad. Con razón decía Freire que siempre había concebido “la enseñanza de la lectoescritura de adultos como un acto político, como un acto de conocimiento y por tanto como un acto creativo” (Freire, 2001).



La dimensión política de la práctica educativa es explícita en las innovaciones pedagógicas críticas (

De Zubiría, 2006

), pero implícita en casi todos los modelos pedagógicos. Es así como a la Escuela Tradicional subyace una visión del hombre como ser obediente, sumiso y cumplidor; un hombre que se vinculará al trabajo para realizar infinidad de procesos rutinarios y mecánicos, profundamente homogenizados y que no implican procesos de cognición o de creación complejos. La Escuela Tradicional forma a imagen y semejanza de la fábrica y de los trabajos rutinarios propios de las instituciones de la “segunda ola” tal como la denominara

Toffler (1985

 y

1994

). A propósito, este aspecto fue muy claramente captado por los psicólogos que impulsaron la reforma educativa en la España de los años ochenta. Al respecto dice Del Val:



Así pues, podemos afirmar que el tipo de enseñanza que se proporciona en la mayoría de las escuelas, incluidas las de los países más desarrollados, tiene como objetivo la producción de individuos sumisos y contribuye al mantenimiento del orden social; es en muchos aspectos una preparación para el trabajo dependiente y alienado, por lo que limita los cambios sociales y constituye un freno al potencial creativo de los individuos

 (Delval, 1989).



Como puede verse, la Escuela Tradicional prepara empleados cumplidores, obedientes y rutinarios para las instituciones anquilosadas y las fábricas de la “segunda ola”. Y los prepara bien para los fines que la sociedad industrial y agraria les asignaron. Pero la sociedad cambió de manera sensible en las últimas cuatro décadas y le exige nuevas y complejas demandas a la escuela contemporánea (

De Zubiría, 2002

). De allí la crisis generalizada de la Escuela Tradicional en el mundo entero (

De Zubiría, 2006

).



Por el contrario, para la Escuela Activa el niño y el joven necesariamente deben encontrar en la institución educativa el lugar para socializar y desarrollarse como personas; y en consecuencia, la escuela debería preparar para la vida, hoy y ahora, y debería asegurar la felicidad aquí y ahora. Esta revolución en los fines escolares implicó una nueva y diferente manera de entender al ser humano; implicó una transformación política vinculada con el apogeo del liberalismo clásico y con la defensa de la libertad y los derechos humanos. Por ello podemos encontrar su fundamento filosófico en el propio Rosseau:



¿Qué pensaremos por tanto de esa inhumana educación que sacrifica el tiempo presente a un porvenir incierto que carga a un niño de todo género de cadenas y empieza haciéndolo miserable, por prepararle para una época remota, no sé qué pretendida felicidad, que tal vez nunca disfrutará?

 (Rousseau).



Por su parte, el constructivismo pedagógico se fundamenta en una visión esencialmente individualista del ser humano y defiende la necesidad de formar un ser que comprenda, analice y cree, más cercano a las demandas de la sociedad contemporánea, aunque con mucho menor énfasis valorativo, ético y actitudinal del que solicitan las familias y las empresas, tal como se puede derivar de diversos estudios nacionales e internacionales realizados sobre estos tópicos. La finalidad que le asigna el constructivismo a la educación es, en términos generales, loable aunque limitada. Seguramente peca de intelectualista al desconocer los aspectos afectivo-motivacionales implicados activamente en el proceso de aprendizaje (

Carretero, 1994

 y

Vasco, 1998

) y al asimilar los procesos educativos a las esferas del descubrimiento científico del más alto nivel. Y esta transformación en las intenciones educativas refleja maneras diferentes de entender el individuo y la sociedad, lo que implica la adopción de un enfoque ideológico-político diferente al sustentado por Escuela Tradicional y por la Escuela Activa; implica una defensa del individuo, de la flexibilización y de la relativización propia del postmodernismo; implica reconocer el carácter relativo de la verdad y la defensa de lo idiosincrásico, personal e irrepetible en toda construcción cognitiva y valorativa del sujeto.



Finalmente, a los modelos pedagógicos dialogantes e interestructurantes subyacen los enfoques histórico-culturales que le asignan a la cultura un papel preponderante en los procesos de aprehendizaje del individuo y que consideran que sin maestros y sin cultura no son posibles el pensamiento, ni el lenguaje ni el aprehendizaje. Así mismo, implican reconocer el carácter dialéctico y complejo del desarrollo y la prioridad centrada en el desarrollo y no en el aprendizaje. Al respecto dice Merani:



El hombre se vuelve humano únicamente cuando ha convertido en instrumento de sus relaciones sociales la cualidad objetiva del pensamiento y el lenguaje

 (

Merani, 1977

).



O en términos de un exponente actual de dichas visiones:



El hombre sólo se completa como ser plenamente humano por y en la cultura. No hay cultura sin cerebro humano y no hay espíritu, es decir capacidad de conciencia y pensamiento, sin cultura

 (

Morin, 2000

).



En un sentido menos abstracto, la finalidad atañe a la reflexión en torno a los propósitos que delimitan la acción educativa, a la jerarquía que en ellos adquieran las dimensiones afectivas, cognitivas y práxicas del hombre y a la importancia que se le asigne a sus componentes. Siguiendo a Wallon, tendríamos que decir que toda propuesta pedagógica deberá definir propósitos para la dimensión cognitiva y para las dimensiones afectivas y motoras (Wallon, 1974).



La primera dimensión estaría ligada con los conceptos, las redes conceptuales y las competencias cognitivas; al tiempo que la segunda con el afecto, la sociabilidad y los sentimientos; y la última, con la praxis y la acción. En un lenguaje cotidiano diríamos que el ser humano piensa, ama y actúa. Y en este sentido, toda propuesta pedagógica deberá definir propósitos para cada una de las anteriores dimensiones.



Desde esta perspectiva, parece bastante adecuado hablar de tres tipos de competencias humanas: unas cognitivas, otras práxicas y otras socioafectivas. Cabe agregar que cada una de ellas es relativamente autónoma, como podría verificarlo todo aquel que reconoce la existencia de personas muy capaces para el análisis, la interpretación y la lectura, pero muy torpes en la vida cotidiana o en el manejo de las competencias socioafectivas.

 



En un texto anterior (

De Zubiría, 2006

) formulamos algunas preguntas, las cuales creemos que mantienen su vigencia y pertinencia para explicar la relativa autonomía que mantienen entre si las diversas dimensiones humanas. Por ello nos permitimos repreguntar: ¿Conoce usted a alguien muy brillante a nivel cognitivo, pero inmaduro desde el punto de vista afectivo, social y emocional? ¿A alguien muy profundo en el análisis, la interpretación y la lectura, pero con serias debilidades para manejar situaciones cotidianas o incapaz de relacionarse afectivamente con sus padres, sus hijos o sus hermanos? ¿O conoce a alguien muy brillante analítica e interpretativamente pero con indudables limitaciones para resolver problemas cotidianos ligados con el manejo del dinero, los cronogramas, la organización y la planificación, e incluso, con su propio tiempo?



Las anteriores reflexiones nos muestran la relativa autonomía de cada una de las dimensiones humanas. Sin embargo, también es cierto que pese a su autonomía relativa, las dimensiones cognitiva, socioafectiva y práxica establecen lazos de interdependencia. Es así como tendemos a conocer más a quien más amamos, o que conocer implique necesariamente establecer vínculos de tipo afectivo y práctico. ¿Acaso no es más fácil recordar cuando deseamos hacerlo? ¿O acaso la motivación no es una condición del aprehendizaje? ¿No aprehenden más quienes más interesados están en hacerlo? O en caso contrario, ¿no es casi imposible generar el desarrollo o la transformación cuando el propio estudiante no está interesado en lograrlo? De esta manera, adquiere vigencia la tesis de Piaget en el sentido de que “no hay amor sin conocimiento, ni conocimiento sin amor”. También es cierto que interactuamos más con quien más amamos. Entre cada una de las dimensiones humanas existe autonomía relativa e interdependencia.



Los distintos modelos pedagógicos han dado respuestas diferentes a la pregunta sobre la finalidad de la educación, han enfatizado dimensiones diversas y han jerarquizado de manera diferente los propósitos centrales de la educación.



Es así, como para la Escuela Tradicional la prioridad estuvo centrada en el aprendizaje de conocimientos y de normas de carácter específico; en que ese acervo de la cultura fuera adquirido por los estudiantes y que ellos alcanzaran su mayoría de edad imitando y copiando lo que habían elaborado culturalmente quienes les habían antecedido.



Todo arte de instruir consiste, según la finalidad asignada por la Escuela Tradicional, en lograr que el niño se acerque a los grandes modelos de la historia humana. En este sentido, el principal papel del maestro será el de “repetir y hacer repetir”, “corregir y hacer corregir”, en tanto que el estudiante deberá imitar y copiar durante mucho tiempo, ya que es gracias a la reiteración que podrá aprender.



Al establecer el aprendizaje de informaciones y normas como propósito central de la educación, la Escuela Tradicional dejó de lado el desarrollo del pensamiento, tanto a nivel conceptual como a nivel de sus competencias.



El fin último de la educación varía para la escuela activa. Teniendo como precursores a Rosseau, Pestalozzi, Tolstoi y Froebel, y luchando contra el mecanicismo, el autoritarismo, el formalismo y la falta de reflexión de la Escuela Tradicional, la Escuela Nueva privilegió la acción y la actividad al postular que el aprendizaje proviene de la experiencia y la acción y concibió al niño como el actor principal de la educación, centro sobre el cual debe girar todo el proceso educativo. Para sus gestores, el niño tiene todas las condiciones necesarias para autoestructurarse y jalonar su propio desarrollo. Frente al autoritarismo y las restricciones dominantes en la educación, la Escuela Nueva postuló la libertad de expresión y de acción. Heredera de Rousseau, defendía la bondad del infante, el naturalismo y la necesidad de cultivar sus intereses. Así mismo, resaltó el papel de la socialización y de la “educación para y por la vida”. La finalidad última de la educación, es para sus gestores garantizar la felicidad del niño, aquí y ahora. De allí la expresión de Kilpatrick:



Deseamos que la educación sea considerada como la propia vida y no como una preparación para la vida futura

 (Kilpatrick, W).



El constructivismo, por su parte, ha reivindicado en el terreno pedagógico la finalidad relativa a la comprensión. Se ha acercado a la crucial pregunta de cómo generar el cambio conceptual en la educación, ha intentado develar la “caja negra” y ha intentado convertirla en una “caja transparente”; se ha preocupado –y con razón– por las construcciones previas del alumno, por la estabilidad de estas, por las fuertes resistencias que generan al intentar lograr un aprendizaje significativo. Ha reconocido el papel activo del sujeto y del alumno en particular en todo proceso de aprendizaje. Indudablemente, al hacerlo ha superado la visión informativa, acumulativa y mecánica privilegiada por la Escuela Tradicional, aunque siguen siendo muy discutibles las similitudes señaladas entre los procesos educativos del salón de clase y las esferas del descubrimiento científico (

De Zubiría, J, 2002

).



Para los enfoques dialogantes e interestructurantes, el fin último de la educación no puede estar centrado en el conocimiento y el aprendizaje. Cobran con ello vigencia la reflexión y el debate impulsado en las últimas décadas por las lecturas y relecturas, entre otros, de Piaget, Kohlberg, Vigotsky, Feuerstein y Gardner. La escuela no debería ser un lugar para transmitir los conocimientos, tal como creyó equivocadamente la Escuela Tradicional, sino un lugar para formar individuos más inteligentes a nivel cognitivo, afectivo y práxico. En este sentido, el papel de la escuela no debería ser el aprendizaje sino el desarrollo. La función de la escuela debería estar ligada a favorecer e impulsar el desarrollo de las diversas dimensiones humanas.



De allí la enorme pertinencia que mantienen las reflexiones de Merani, quien llama la atención sobre los enormes riesgos que implica creer que la escuela sólo debería responder a los fines de la fábrica y a sus necesidades técnicas derivadas. Decía al respecto:



Y si el pensamiento abstracto, reflexivo, es condición humana por excelencia, y comienza a estructurarse en función del lenguaje, ¿puede la escuela ser positiva si no desarrolla fundamentalmente este aspecto, hoy disminuido por el afán de educar técnicamente

 (

Merani, 1969

).



Lo dicho por Merani adquiere mayor dimensión si tenemos en cuenta, como sustentó Eric Fromn (hace medio siglo, para interpretar el auge del fascismo), que los seres humanos le tenemos un enorme miedo a la libertad; a pensar distinto, a apostarle a la aventura, a juzgar y decidir por nosotros mismos. Y por eso llegamos con enorme frecuencia no solo a respetar sino incluso a desear el autoritarismo de todo tipo, de izquierdas o derechas, laico o clerical. El Estado, la iglesia y los partidos políticos sustituyen al individuo, como demostró Nietzsche, y descubren en todas partes herejes, renegados y fraccionalistas en cada manifestación del espíritu libre.



Como puede verse, son cuatro propósitos diferentes asignados a la educación, cuatro propósitos que se plasman en cuatro tipos de contenidos, secuencias y estrategias metodológicas. Cuatro diferentes intenciones que se concretan en diferentes maneras de organizar y jerarquizar los contenidos.



Esto es así ya que si las intenciones educativas no se plasman en el currículo, no pasarían de ser simples enunciados nominales. De esta manera, las intenciones educativas no pueden evaluarse a partir de la letra menuda que se describe en los manuales de convivencia: hay que concretar las intenciones educativas, como afirma Coll. Por ello, para conocerlos, hay que mirar cómo se encarnan en el espacio, en el tiempo, en el ambiente y en los currículos educativos. Los contenidos son a este respecto, su mejor medio de expresión. De allí que Coll haya identificado la pregunta de las inte