Los irreductibles II

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Pero aquello no fue suficiente para aplacar la curiosidad de los accionistas más representativos, y le siguieron preguntando si no tenía alguna novedad en la que estuviesen trabajando. Ahí Raúl se olió algo raro, pero no perdió la compostura, y empezó a hablar de estrategias de marketing y de nuevas líneas de accesorios electrónicos y apps para las HSB y las mind-mallows. Pero aquello tampoco fue suficiente.

Los accionistas siguieron presionando a Raúl, pero este se mantuvo firme y no soltó prenda, llegando incluso a hacerse el tonto. Desde aquel día a Raúl le costaba conciliar el sueño, pues hasta entonces nunca había llegado a pensar seriamente que lo que su padre le había dicho que pasaría llegase a ocurrir realmente.

Pero tampoco cedió ante el pánico. Se dijo a sí mismo que ese tipo de actitud era normal en ese tipo de juntas, y que el motivo por el que estaban más agresivos de lo habitual era porque la empresa no pasaba precisamente por su mejor momento. Pero que Agustín Ortega le preguntase directamente a Kino… eso no se podía obviar. De alguna manera, alguien sabía algo. Y había que averiguar cómo había sido eso posible.

Hubiese sido algo muy extraño que el director de una revista como 5 Minutos supiese algo sobre un proyecto secreto de una empresa como Industrias Lázaro, aunque siempre hubiese estado presente la pequeña y remota posibilidad de que pretendiesen hacer algún trabajo periodístico de verdad con investigación y todo. Aunque fuese uno al año.

Habría pasado por alto las preguntas de la Junta de no ser por la reunión a la que fue el 24 de diciembre al Ayuntamiento. Más que reunión aquello fue una fiesta, y más que Nochebuena aquello parecía Sodoma y Gomorra, pues tal era la altura moral de los máximos dirigentes políticos de la capital y de los empresarios de más peso, que casualmente solían ser los unos cercanos amigos de los otros. Raúl detestaba aquel tipo de convenciones de puteros cocainómanos, y le encabronaba mucho que por culpa de tener que hacer presencia en actos sociales como aquel le privasen de pasar unas vacaciones con su familia. Pero algo pasó durante aquella fiesta que lo sacó de su mala leche.

Mientras calculaba cuántos meses hacía que no iba a visitar a su madre, se le acercó el presidente de la Red de Transportes Nacional, Sergio Heredia. Y en medio de un intento incoherente de conversación etílica, se le escapó que tenía muchas ganas de ver cuál era aquel nuevo proyecto secreto en el que estaban trabajando.

Eso fue suficiente para que Raúl se quedara con la mosca detrás de la oreja de ahí en adelante, y por eso también fue que ya llevaba unas semanas pensando en si investigar algo por su cuenta o no. Finalmente decidió que no le valía la pena intentar sonsacarles información a aquellos que pretendían sacárselo a él, ya que los alertaría. Pero lo que se dio cuenta de que podía hacer para confirmar sus sospechas, y que finalmente hizo, fue preguntar a Spiegel y Kino si alguien se les había aproximado buscando información. Por suerte, Spiegel era una persona muy antisocial y muy pocas veces hablaba de trabajo fuera de su puesto, y menos aún con desconocidos. Pero por medio de su hermano fue que se terminaron confirmando sus temores.

Lo de la Junta podría haber sido algo normal, lo de la fiesta de Nochebuena podría haber sido un borracho intentando crear conversación, pero también lo de Agustín Ortega preguntando después de no haber abierto la boca en la Junta ya era demasiado. Demasiadas coincidencias, mucha gente aparentemente inconexa preguntando por lo mismo, preguntando por algo que se suponía que ni siquiera debían de conocer. Allí pasaba algo, y Raúl tenía la intención de averiguar el qué.

Cuando las puertas del ascensor se abrieron, Raúl salió de él caminando lentamente y con las manos en los bolsillos. Su mirada, fija en la moqueta del suelo, no reparó en su asistente hasta que estuvo a muy poca distancia de su mesita. Fue ahí cuando vio que Isidoro intentaba tímidamente llamar su atención pero sin atreverse a distraerlo de su ensimismamiento.

—¿Ocurre algo, Isidoro?

—Disculpe, señor Lázaro. Me ha llegado un recado para usted.

—¿De quién?

—Del señor Sampere.

—No me digas… —dijo Raúl alzando las cejas sorprendido.

Y así, de repente, en su cabeza se dibujó la conexión que aclaraba todos los problemas que lo atribulaban y en los que venía pensando.

—¿Cuál es el recado, Isidoro?

—Me ha solicitado que le comunique cuándo tiene usted un hueco en su agenda. Al señor Sampere le interesa reunirse con usted, señor Lázaro.

—Vaya, vaya. Por casualidad no te habrá dicho para qué, ¿verdad?

—No, señor Lázaro.

«Por supuesto que no —pensó Raúl—, pero tampoco hacía falta mucha imaginación para adivinar el motivo».

—Muy bien —dijo Raúl—, revisa mi agenda y la primera tarde de la semana que viene en la que no tenga algún compromiso ineludible quiero verlo. A ver si es posible.

—De acuerdo, señor Lázaro. ¿Tiene alguna idea de por qué pretende reunirse con usted el ministro del Interior?

—Pues sí, Isidoro —contestó Raúl con una sonrisa—, lo cierto es que me hago una idea. Aunque me gustaría más oírlo de su propia boca, la verdad.

____________

1 Airbag.

III

—Tuve mucho tiempo en las casi veinte horas que duró el viaje en tren desde Ferrol hasta Madrid para pensar en todo lo que estaba dejando atrás. Puede que no fuera mucho, pero a mí me dolió. No fueron tampoco pertenencias físicas las que perdí, ya que en casa de doña Josefina siempre fuimos pobres, y mis posesiones más preciadas no eran otra cosa que mis escritos. Pero fue la gente lo que me costó dejar atrás. Algo dentro de mí sabía que no iba a volver a ver a muchas de aquellas caras en mucho tiempo: el padre Carreño, Jaime y Ramiro, Jesús, Rogelio… pero, sobre todo, fue a doña Josefina a quien echaría de menos. Más que a nadie.

—¿No dejabas ninguna novia atrás? —preguntó Kino incisivamente.

—Qué va —contestó Ricardo.

Kino sabía que aquello no era del todo cierto. Por lo que había visto en la sesión anterior, al volver de la mili el joven Ricardo se había hecho cercano de Cristina, la chica a la que habían visto en la playa y que le tiraba insistentemente los trastos al padre de Kino desde hacía tiempo. Y en aquella ocasión, Ricardo no puso objeciones para que Cristina lo llevase a lo oscuro. De todas maneras, Kino decidió no profundizar en aquel tema, ya que cuando la semana pasada vislumbró algunas imágenes de su padre con la tal Cristina empezó a notar el dolor de la sien, por lo que se imaginó que por algún motivo no eran recuerdos que le apeteciesen volver a visitar a Ricardo.

El regreso de la mili no fue fácil para Ricardo, y Kino lo pudo entender. Venía de salir de casa y vivir fuera por primera vez, y en aquel tiempo había conocido a los chavales de la Algameca y había experimentado otra forma de vivir la vida. Era lógico que la vuelta a casa se le hiciese cuesta arriba, sobre todo cuando encima tenía a su madre adoptiva todo el día insistiendo en que se buscase un trabajo como Dios mandaba, en vez de seguir con aquella «trapallada» de la iglesia del pueblo.

—Que está muy bien trabajar para el Señor y seguro que te lo agradece en la otra vida, pero céntrate en esta. Mejor deja el trabajo sacro para los profesionales del tema y búscate un trabajo más terrenal. O si quieres trabajar en una iglesia métete a seminarista, que en el clero se vive bien haciendo poco —le decía la mujer que lo había cuidado hasta entonces—. Porque más allá de esas opciones, Ricardiño, yo no sé qué decirte. Si quieres salir de aquí, estudia y búscate un futuro.

—No te preocupes, mamá —le decía Ricardo, que siempre la llamaba así—, que me voy a buscar un futuro.

—¿Estudiando?

—No. Escribiendo.

Y este solía ser el punto en el que los dos ya dejaban de hablar para empezar a discutir e incluso a gritarse, ya que a doña Josefina no le hacía ni pizca de gracia que con casi veinte años que tenía, Ricardo siguiese con aquellas fantasías de convertirse en director de cine. O como él decía, cineasta.

Después de muchas riñas y no menos discusiones, doña Josefina se fue haciendo poco a poco a la idea de que su hijo tenía la firme intención de cumplir sus planes, y era consciente de que aquello también significaba que abandonaría el hogar. De todas maneras, nunca discutían mucho tiempo, ya que Ricardo siempre reculaba y era capaz de serenar a su madrastra. No le gustaba discutir con ella, le dejaba muy mal cuerpo. Eso sí, aunque Kino sabía que su padre detestaba discutir con doña Josefina, eso no impidió que le llegasen hasta su mente flashazos de innumerables discusiones entre ellos dos. Flashazos acompañados del habitual dolor de sien.

Y aunque aquello la apenaba, ya que todos los hijos que había criado se terminaban yendo de casa, doña Josefina lo aceptó con un estoicismo encomiable. Al fin y al cabo, estaba acostumbrada a ver a sus niños partir, y en el fondo se sentía orgullosa al ver cómo se iban ganando la vida modesta y honradamente. Ella no había educado a vagos. «Quién sabe, hasta es posible que Ricardo llegue a trabajar honradamente de esto algún día, y puede que no se convierta en un farandulero más», se decía a sí misma todos los días con la intención de ir convenciéndose poco a poco para así no sufrir tanto el día que se fuera.

La sesión de la semana anterior había terminado con el joven Ricardo despidiéndose en la estación de tren de Ferrol de sus dos figuras paternas: doña Josefina y el padre Carreño. A Kino no se le escapó que ambos estaban un poco más viejos que la imagen que tenía de ellos hacía unos años, y podía sentir como si fuese suyo el sentimiento de añoranza de Ricardo al revivir esos momentos. Como si en el fondo de su alma se arrepintiese de haber dejado atrás a las dos personas que más lo habían querido por algo tan egoísta como perseguir su sueño. Como si ahora entendiese un poco mejor cómo se debió de haber sentido doña Josefina al comprender que si de verdad quería dedicarse al mundo del cine, Ricardo tendría que irse ya no de casa, sino de Galicia.

 

Ahora, viendo al recuerdo del joven Ricardo sentado en el incómodo asiento de aquel destartalado tren que a Kino le parecía tercermundista (su padre había insistido en que tampoco era para tanto, que era lo normal en aquella época), se preguntaba si en el intervalo de tiempo entre sesiones su padre se habría quedado «atrapado» en aquel momento, reviviendo aquellos recuerdos y recreándose en la nostalgia y la melancolía. El motivo de que se le ocurriera eso no solo era que habían retomado la sesión desde el momento justo en que la dejaron el otro día, sino también que en aquella sesión el fantasma de Ricardo que lo acompañaba a través de las memorias tenía un aspecto mucho más adulto del que acostumbraba normalmente, como si rondase los cincuenta años. Se parecía más a como lo recordaba Kino. Casi al instante, Kino recordó que aquel no era su padre, sino una máquina, y poco a poco se obligó a sí mismo a dejar de sentirse mal por un ordenador.

Camino a Madrid se dirigía el joven Ricardo antes de alcanzar la veintena, con una mochila cargada con poca ropa, pero muchos sueños, y las casi cien mil pesetas que había ido consiguiendo ahorrar desde que había empezado a trabajar en la iglesia del pueblo hacía ya más de seis años. Una muy pequeña fortuna, pero una auténtica muestra de constancia y dedicación que ahora parecía que iba a dar por fin sus frutos, ya que Ricardo calculaba que con aquella cantidad de dinero tendría suficiente para subsistir sin problemas al menos medio año, ya teniendo en cuenta que la vida en la capital era mucho más cara que en un pequeño pueblo costero en Galicia.

—Cuando llegué a Madrid, a pesar de que ya iba preparado para encontrarme con algo muy diferente me fue imposible no sentirme como Paco Martínez Soria. Me bajé en Atocha, que aún tenía la fachada y la estructura del tejado original en vez de esa horterada monstruosa que le han construido encima, y ya entonces me empecé a empapar de la ciudad.

Los dos podían ver el recuerdo del joven Ricardo caminando por Atocha, buscando un bar en el que tomar algo, y a Kino le fue muy fácil meterse de lleno en aquel paisaje parecido al que él conocía, pero al mismo tiempo tan diferente. Aunque no había tanto coche ni tanto humo ni tanto ruido como en la actualidad, el de aquella época parecía un ambiente más vivo. Desde luego había más colorido, a diferencia de los grises edificios a los que Kino estaba acostumbrado en su época, y las fachadas aún conservaban las formas de la arquitectura típica madrileña. A Kino le gustaban los hermosos balcones con barandillas de metal, pero lo que más le llamaba la atención eran los bajos de los edificios, donde había infinidad de pequeñas tiendas y comercios, así como de cafeterías y bares entre los grandes portales de piedra pulida que conectaban con las viviendas y eran custodiados por el portero correspondiente. En los mismos sitios donde ahora solo había tiendas, locales de franquicias y pantallas luminosas de hologramas publicitarios.

Ricardo se ajustó la mochila en los dos hombros y se palpó disimuladamente la entrepierna para notar el sobre donde llevaba el dinero, pues algo antes de llegar a la estación había tenido la prudencia de cambiarlo de lugar. De la mochila a un sitio más seguro. Al fin y al cabo, la fama que Madrid tenía en aquella época era más que merecida.

Ricardo fue caminando en dirección a Delicias descendiendo por las calles que desembocaban en la Ronda de Atocha, callejeando sin rumbo hasta que encontró un bar en el que se imaginó que sabrían satisfacer sus necesidades. Se pidió un botellín de Mahou y un bocadillo de calamares, y se sentó a esperar fumando un Ducados en una de las mesas situadas en la porción de acera que el dueño insistía en llamar terraza.

A Kino le fascinaba aquel bar. Era uno como los que ya no quedaban. Recordaba haber visto alguno de esos bares por Galicia y cuando era bastante más joven. A día de hoy era impensable que en cualquier establecimiento tuviesen un mostrador con las tapas y raciones a la vista y hechas desde el principio del día; como también era impensable un camarero que, en vez de estar engominado y encoloniado vestido con un uniforme con una chapita colgada en el pecho con su nombre y con una forzada sonrisa le pregunte en tono festivo «¿Qué te apetece?», te venga y, manchado de harina y aceite, con surcos de sudor en la frente y un palillo en la boca te suelte en tono cortante «¿Qué va a ser?». Desde luego la segunda opción era la más difícil de vender a un público trending-victim acostumbrado a que camareros pagados bastante por debajo del salario mínimo se dirijan a ellos como si fueran personajes de un programa de Disney Channel en medio del ambiente aséptico de un local que parece sacado de un tríptico de promoción de la franquicia en cuestión. Y quizá fuera por eso por lo que era la segunda opción la que más atraía a Kino.

Impensable era también que dejasen fumar dentro de los bares, como se dio cuenta Kino que era el caso desde el momento en el que el recuerdo de su padre entró a pedir un café y pagar después de haber dado buena cuenta de aquel almuerzo tan madrileño y que era la primera comida que hacía aquel día. Lo de fumar en un bar sí que era algo que Kino no había visto en su vida, y que le gustaría haber vivido.

Mientras se tomaba el café, Ricardo le preguntó al camarero si sabría recomendarle algún sitio donde empezar a buscar pisos baratos. Hubo suerte, ya que la hermana del camarero estaba casada con uno que había estado trabajando en una constructora durante los años en los que se habían construido las grandes ciudades-dormitorio de las afueras de Madrid. Ahora estaba en el paro, pero se ganaban la vida de rentas alquilando algunos pisos que él había conseguido comprar sobre plano a un precio que no estaba hinchado, a diferencia del resto.

Ricardo le pidió algún número de teléfono, pero el hombre le dijo que mejor le llamase mañana, a lo que Ricardo no tuvo ningún inconveniente y se fue a hacer noche a una de las pensiones que había cerca de la estación después de haber llamado, eso sí, a doña Josefina para hacerle saber que ya había llegado, que estaba bien y que acababa de comer.

A la mañana siguiente volvió a desayunar al mismo bar, donde recibió la noticia de que el buen camarero ya había hablado con su hermana y le había dicho que ahora mismo tenían un piso disponible en Carabanchel. Nuevamente, Ricardo no tenía problema.

Después de llamar por teléfono él mismo a la hermana del camarero y fijar una cita para ir a ver el piso, se volvió a sentar en la terraza para tomarse su café con churros.

—¿Y así conseguiste piso? ¿Preguntándole a un camarero?

—¿Y qué querías que hiciera? ¿Qué buscase en El Idealista?

—Pues digo yo.

—Joaquín… en esa época no había internet ni nada que se le pareciera…

—Ah, ya… Bueno, ¿y no conocías a nadie que viviese en Madrid?

—Pues sí, pero o bien no tenía su información de contacto o bien aún no sabía que vivían aquí.

—¿Quiénes?

—No te adelantes a la historia. Bueno, el caso fue que encontré piso al segundo día.

Ambos volvieron a centrar la atención en la escena que estaba desarrollándose delante de ellos. En esos momentos el camarero le estaba dando indicaciones a Ricardo.

—Mira, tú baja todo recto por esta calle, que no tiene pérdida. Esta es la carretera de Santa María de la Cabeza que desemboca en la N-401, que es la que va a Toledo, vamos. Y si te perdieras (que no creo porque es todo recto, pero oye, los que sois de fuera…), pues tú pregunta por el Matadero, que es al lado del río ya.

—Y al otro lado del río ya está Carabanchel, ¿verdad?

—Sí. Aunque Carabanchel es muy grande. ¿Dónde has quedado con mi hermana?

—En la Avenida de Oporto.

—Vale. Pues cuando hayas cruzado el río y dejes atrás el Matadero, tú pregunta por el Antojo. Y una vez ahí, ya seguro que encuentras la Avenida de Oporto.

—Joder, pues muchas gracias, Marcial.

—De nada, chaval, de nada. Ya me contarás qué tal con mi hermana, ¿vale?

—Me flipa que te pusieras a hablar con un desconocido.

—¿Cómo que te flipa? —preguntó Ricardo a su hijo.

—Pues que me parece superraro. ¿Te ponías a hablar con la peña random o es que todo el mundo era así?

—Por aquella época la gente aún no se había olvidado de cómo comportarse como seres humanos, y aún se practicaba la educación. No siempre, tampoco nos engañemos.

—No, si es solo porque ahora, hoy en día, nadie habla con nadie por la calle.

—Muchas veces ni siquiera, aunque se conozcan. No, pero tienes razón. Por aquella aún quedaba el espíritu de los barrios.

—¿A qué te refieres?

—Pues que, aunque viviesen en una ciudad grande, había cultura de barrio y la gente era cercana y familiar. No como ahora, que si ven a alguien atropellado no le hacen caso por miedo a que le denuncien.

Kino sabía a qué se refería su padre. Cuando él aún era pequeño, hubo una noticia en la prensa muy sonada de un hombre al que atropellaron y el conductor se dio a la fuga. Una señora que pasaba por allí y lo vio decidió ayudarlo, pero no contaba con que el hombre al que iba a ayudar la iba a terminar denunciando a ella al no tener a nadie más a quien exigir indemnización aparte de un conductor huido. Aquel despojo llevó a juicio a su buena samaritana particular, y la argumentación que dio de su caso fue que siendo aquella señora una persona no formada, y por tanto no capacitada para tratar gente herida, cuando fue a socorrerlo le causó una serie de lesiones al intentar moverlo.

Todo mentira, por supuesto, pero una mentira bien contada convence a cualquiera, y en este caso convenció al juez. Fue un caso bastante mediático, y una de las consecuencias que tuvo fue que la poca solidaridad que existía dentro de la sociedad para con el prójimo terminase de desaparecer. No como en las imágenes que estaban visitando en aquel momento, donde los vecinos se saludaban desde lejos y los extraños se ayudaban. Kino recordaba a su padre enfadándose cada vez que aquella noticia salía por la televisión.

Pero en aquellos momentos la imagen que tenía de él era la de alguien despreocupado, que bajaba desde Atocha hacia el río con su macuto al hombro, llegando hasta las abandonadas naves del Matadero sin necesidad de pararse a preguntar a nadie más. Para asombro de Kino, quien se sorprendió del buen sentido de la orientación de su padre, puesto que se movía por aquellas calles como si ya las conociese.

La zona que, aunque recientemente había comenzado de forma oficial a llamarse Usera, para todos los locales seguía siendo Carabanchel, ofrecía un paisaje que a Kino no se le parecía a nada que hubiese visto él en Madrid en todos los años que llevaba viviendo allí. Algunos de aquellos edificios le recordaban a las últimas casas que habían tirado por la zona en la que él vivía, por sus formas cuadradas, su poca altura y sus tejados naranjas (cuando Kino se estaba terminando de instalar habían empezado a derribar aquellas viejas viviendas, y en su lugar había ahora nuevas torres de apartamentos idénticas a aquella en la que vivía él). Sin embargo, aquel paisaje le recordaba más a los abandonados pueblos manchegos. Casas sobrias y austeras, funcionales, de acceso fácil y construcción sencilla. Las de Carabanchel eran casas baratas pensadas para obreros e inmigrantes (ya que más de las dos terceras partes de la población de Carabanchel en esos días venía de fuera de Madrid), y calles anchas con aceras espaciosas que parecían hechas a medida para que los niños de pantalones cortos y jerséis de rombos jugasen libremente, pero siempre a una distancia a la que alcanzasen a oír la llamada de su madre desde las ventanas.

—No parece Madrid —dijo Kino—. Parece un pueblo.

 

—Bueno, en Madrid se le llama barrio a lo que en otros sitios se le llama pueblo. Por proximidad, supongo. Como si siempre hubiesen sabido que la gran ciudad les iba a terminar absorbiendo tarde o temprano y que no tenía sentido resistirse intentando ser un municipio independiente.

—Es que se me hace muy raro porque parecen las afueras de Madrid.

—Es que eran las afueras.

—Y hoy es pleno centro. Flipa. ¿Y qué tal fue vivir aquí?

—Pues estuvo bien, la verdad. Aunque el barrio tenía mala fama.

—¿Por qué?

—Pues por delincuencia, más que nada. Aunque yo nunca tuve ningún problema. Normalmente los chavales del barrio cruzaban el río, se afanaban una motillo y se iban hasta el barrio de Salamanca. Y ahí era donde se ponían a hacer tirones, donde estaba la pasta fácil, para los que no reventaban tiendas o farmacias.

—¿Tirones?

—Desde la moto, pasaban al lado de alguien con una mochila o un bolso y… —Ricardo hizo un gesto con el puño como si agarrase un objeto invisible que flotaba ante él—. Y bueno, también estaba la cárcel. Casi todos en el barrio conocían a alguien dentro a quien iban a visitar de vez en cuando, así que ese era otro motivo para no liarla demasiado cerca de casa. Una visita de vez en cuando estaba bien, pero tampoco se trataba de convertirse en compañeros de celda, ¿entiendes?

—¿Y a ti nunca te atracaron?

—Pues hombre… la verdad es que sí. Pero por el acento más que nada, porque se pensaban que estaba de paso por aquí (que tampoco era mentira), pero ya te digo que estos chavales no solían liarla por el barrio en el que vivían.

—Ya, ya… Bueno, supongo que tiene sentido, por no atraer atención y tal. Pero eso, ¿te llegaron a atracar a ti?

Ricardo suspiró, y acto seguido el ambiente en torno a ellos cambió. El joven Ricardo iba caminando una noche de vuelta a casa cuando de pronto, del hueco de un portal, aparecieron tres chicos que, sin pasar de los veinte el mayor de ellos, salieron perfectamente organizados rodeándolo en un instante y cortándole la retirada entre dos mientras que el tercero le apoyaba un pincho de cocina en la garganta. Ricardo, ante el susto, soltó una instintiva maldición en gallego, pero cuando se dio cuenta de qué era lo que estaba pasando, guardó silencio y pareció serenarse.

A ver, ¡turista! —dijo el del pincho con un marcadísimo y callejero acento madrileño—. Suelta la mosca que hay hambre.

¿Cómo que turista? Si yo vivo aquí. Soy del barrio. ¿En serio vas a atracar a un currito que apenas gana para vivir? Que vengo de echar doce horas en el turno, por favor…

¡A mí no me cuentes tu vida, figura, que no me interesa! —Y aunque intentaba parecer amenazador, a Kino no se le escapó que la voz le bailó un poco—. He dicho que sueltes la guita, ¡o prepárate para que te dibujen una sonrisa que no se te va a ir en lo que te queda de vida!

El cuchillo se apretó contra las venas del cuello de Ricardo, y Kino también pudo sentir el recuerdo de lo afilada que estaba la hoja mientras esta se apoyaba en la piel de su padre. Ricardo alzó las manos, en tono conciliador.

—Mira, yo te lo doy. Si quieres te doy todo lo que llevo encima, hasta los gayumbos. Pero antes te propongo una cosa. Ya te digo, el dinero es tuyo, pero, por favor, escucha lo que tengo que decir.

—¿Qué pasa?

—Te propongo que tanto tú como yo vaciemos nuestros bolsillos. Y el que tenga más dinero se lo da al otro. Yo ya sé que vas a hacer lo que quieras porque eres tú el que tienes la sartén por el mango. Pero venga, al menos déjame irme con la satisfacción de saber que le doy el dinero a alguien que lo necesita más que yo.

El chaval se lo quedó mirando muy confundido y sin entender nada. Era un farol muy raro el que se estaba marcando aquel tipo de acento cantarín. Con una mirada rápida consultó las de sus dos cómplices, que se la devolvían igual de confundidos que él. Finalmente, uno de ellos se encogió de hombros, y el que llevaba el cuchillo, después de fijarse con un rápido vistazo en que Ricardo no llevaba ni cadena ni reloj, dijo por fin:

—Venga. Pero eso sí. Como tengas tú más que yo, no solo te vas a quedar sin nada, sino que aún encima te vas a llevar una buena somanta, pollo.

—No espero menos.

Los dos que estaban detrás de él lo agarraron de los hombros mientras que el que parecía el cabecilla rebuscaba entre sus bolsillos y sacaba la calderilla que llevaba cerrada en un puño. Ricardo no tuvo que buscar, y en un breve movimiento recogió el contenido de su bolsillo derecho y se lo quedó en la mano con el puño todavía cerrado sostenido entre él y el del cuchillo.

—Cuando quieras —dijo Ricardo.

—Vamos, abre.

Ricardo abrió la mano, a diferencia del quinqui. Pero la cara del joven delincuente cambió cuando vio cuatro míseras pesetas en la palma de la mano de Ricardo.

—La puta que lo parió… —Agarrando el cuchillo con un par de dedos de la mano que sujetaba su dinero, usó la otra para registrar rápidamente los bolsillos de Ricardo, comprobando al instante que efectivamente ahí no había nada más— pues sí que está más tieso que nosotros —dijo el joven algo cohibido y volviendo a guardarse su dinero en el bolsillo y sin haber abierto la mano en ningún momento.

¿Qué haces, Lupas? —dijo uno de los que sujetaban a Ricardo por detrás.

—Pues lo que parece. ¿Qué le vamos a mangar? Si no tiene na.

—¿En serio que fue así como te libraste? —le preguntó Kino a su padre aguantándose la risa.

Ricardo le devolvió la mirada con una sonrisa que mezclaba orgullo y felicidad a partes iguales.

—La primera y última vez que me atracaron unos quinquis. Me hice amigo de ellos. —Alzó uno de los dedos y los fue señalando uno a uno, empezando por el del cuchillo y terminando por el que le había preguntado al otro que qué hacía—: el Lupas, el Jerez y el Potrillo.

—¿El Potrillo? ¿Por qué le llamaban así?

—Porque le gustaba demasiado el caballo. Más que a los otros, incluso. —La imagen de Ricardo se rascaba la nuca apesadumbrado, aunque en su rostro había grabada una sonrisa nostálgica—. Eran buena gente, pero en el fondo.

—¿Y cómo es que ibas por ahí con tan poco dinero? ¿Tan tieso estabas?

—Estaba bastante tieso, sí. Pero yo también sabía cuánto dinero necesitaba para coger el bus y el metro. Y siempre me llevaba algo más, pues para tabaco y picar algo por ahí. Tenía las cantidades muy bien medidas, y eso ayudaba a que no gastase más de la cuenta. Que me hacía falta ahorrar.

—Dijiste que volvías de currar —dijo Kino después de un corto silencio—. ¿Dónde te tenían trabajando doce horas?

—Pues verás, el día siguiente a encontrar piso fue cuando empecé a buscar trabajo. Y la verdad es que no me fue demasiado difícil encontrarlo.

—¿En una ciudad que no conoces sin tener ningún tipo de contacto te fue fácil encontrar trabajo?

—Bueno… he dicho que no fue demasiado difícil. Digamos que yo ya tenía un plan preparado y fui siguiendo los pasos.

—¿Qué plan?

—¿Sabes cuál fue mi primer trabajo cuando llegué a Madrid? ¿Nunca os lo conté? —Kino se encogió de hombros mientras negaba con la cabeza—. Pues debería haberlo hecho. Fue de conserje.

—¿De conserje? —exclamó Kino muy extrañado—. ¿Y de qué manera esto era parte de tu plan?

—Pues verás, mi plan no era tan estricto como para escoger una profesión que me sirviera de trampolín. Yo nunca planeé de qué empezaría trabajando, pero sí que planifiqué dónde empezaría trabajando.

—¿Y dónde fue eso?

—Pues en los Estudios Roma.