Culto, cultura y cultivo

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Prefacio

Muy honrado me sentí cuando se me invitó a iniciar la Cátedra John Ritchie, en el Instituto Bíblico de Lima. Y más honrado me siento ahora, al poder ofrecer algo de mis meditaciones y consideraciones de entonces a un público lector más amplio.

Por ello, aprovecho esta oportunidad para agradecerles al director de dicho centro teológico, mi apreciado hermano Eliseo Vílchez Blancas, y a la Iglesia Evangélica Peruana “Maranatha”, el honor de esa invitación. Al mismo tiempo, la aprovecho para honrar, en todo el libro pero particularmente en el último capítulo, a uno de los grandes adalides de la fe evangélica en nuestra América, el doctor Alberto Rembao.

A Rembao no se le conoce mucho hoy en nuestra América. No se le conoce porque tenemos una triste tendencia a olvidarnos de nuestro propio pasado. Cuando, allá por el año 1957, tuve oportunidad de tenerle como maestro, al tiempo que admiré sus conocimientos y el donaire de su oratoria, sus excentricidades me ocultaron mucho del valor de lo que decía. Hoy, a medio siglo de distancia, veo que aquellas aparentes excentricidades no eran sino expresión de su profunda fe, de su vida en constante tensión entre una cultura a la que admiraba y defendía y una fe que constantemente le recordaba la carga de pecado de esa misma cultura. Rembao fue iconoclasta, no sólo contra los íconos de la cultura circundante —y ciertamente contra los de la cultura norteamericana— que siempre amenazaba con arrollarnos, sino también, contra los íconos de la iglesia —y ciertamente contra los íconos de la iglesia evangélica. Por ello le tuvimos por excéntrico. Y excéntrico fue ciertamente. Pero su centro era otro.


Capítulo 1

Fe y cultura

Uno de los temas que más me fascinaron desde mis primeros años de estudios teológicos fue el de la relación entre el cristianismo y la cultura. Respecto a esta cuestión, vivía yo en una situación ambigua y a veces difícil. Era la Cuba de las décadas de 1940 y 1950. La fe evangélica nos había llegado de otra cultura. Quienes se oponían a nuestra fe, frecuentemente usaban el argumento de que aceptarla era una traición a nuestra cultura, y hasta una aceptación de elementos foráneos procedentes de otra cuya maquinaria de comunicación amenazaba con arrollar la nuestra.

Aun cuando la Constitución de la República establecía una clara separación entre la Iglesia y el Estado, y no favorecía a ninguna religión, en los medios noticiosos, de mil maneras diferentes, se daba a entender que nuestra cultura era por definición católica romana. En la escuela, no faltaban maestros que decían que el protestantismo era instrumento del imperialismo yanqui, que lo utilizaba para debilitar nuestra cultura y así hacerla más maleable a sus designios. En los cursos de literatura, y a veces en los de filosofía, estudiábamos a Jaime Balmes, el apologeta católico del siglo xix cuyo libro, El protestantismo comparado con el catolicismo en sus relaciones con la civilización europea, publicado en 1842, defendía la superioridad de la cultura hispana y de la religión católica.

Cuando hoy miro retrospectivamente hacia aquellos días, debo confesar que nosotros mismos dábamos pie para tales críticas y acusaciones. Uno de los libros favoritos de nuestro grupo de jóvenes en la iglesia había sido escrito originalmente en francés por el pastor reformado alsaciano Fréderic Hoffett, y se había publicado en castellano bajo el título de Imperialismo protestante. La tesis de aquel libro era que el protestantismo necesariamente conducía a un orden social más avanzado y más justo. Lo que aquel pastor había hecho era comparar toda una serie de estadísticas, poniendo a un lado los países protestantes, y al otro los católicos. A un lado Italia, España, Portugal y la América Latina. Al otro, Gran Bretaña, Alemania, los Estados Unidos, Australia. Las estadísticas parecían irrefutables. El analfabetismo, los nacimientos ilegítimos, las enfermedades venéreas, el subdesarrollo económico, la mortalidad infantil, las desigualdades sociales... todas las estadísticas negativas resultaban ser más altas en los países católicos que en los protestantes. Y lo contrario era cierto: estadísticas positivas, tales como el nivel de educación, la longevidad, el empleo, los niveles de ingresos, etc., eran mayores en los países protestantes. En consecuencia, decía Hoffet, los graves problemas de los países católicos se deben a su catolicismo, y los grandes adelantos de los protestantes a su protestantismo.

Para nosotros, aquel era un argumento contundente. Ahora podíamos decirles a nuestros compañeros de clase, en nuestros interminables debates, que todo lo que debían hacer era mirar unos ciento cincuenta kilómetros al norte, y allí verían cuánto de valor hay en el protestantismo y en sus consecuencias sociales y económicas.

Pero, aunque no nos dábamos cuenta de ello, el problema estaba en que al hacer uso de tal argumento estábamos precisamente dándoles más base a quienes decían que el protestantismo era un elemento foráneo que subvertía y desvaloraba nuestra cultura, y que, por tanto, ser buen cubano era también ser buen católico o al menos no ser protestante, puesto que el catolicismo que existía entonces en mi país podía contar con muy pocos buenos católicos.

Para complicar las cosas, vivíamos entonces hacia el final de uno de los períodos de mayor diferencia y tensión entre el catolicismo y el protestantismo. Aunque las diferencias teológicas entre ambas tradiciones se establecieron en el siglo dieciséis, y en el diecisiete hubo cruentas guerras de religión, lo cierto es que el contraste entre ellas nunca fue mayor que en el siglo diecinueve y, en cierta medida, la primera mitad del veinte.

El siglo diecinueve y los primeros años del veinte marcaron el apogeo de la modernidad. La modernidad marcó grandes pérdidas territoriales e ideológicas para el catolicismo, y todo lo contrario para el protestantismo. El siglo diecinueve comienza con la Revolución francesa y la independencia de las colonias americanas, tanto españolas como portuguesas y británicas. En lo político, la Revolución francesa afectó mucho más al catolicismo que al protestantismo. Eso se debió, primero, a que Francia misma era un país católico y, por tanto, los ataques de los elementos más radicales de la revolución en ese país fueron dirigidos principalmente contra el catolicismo, sus instituciones y sus doctrinas. Obispos y sacerdotes se vieron expulsados de sus diócesis y parroquias y buen número de ellos murieron guillotinados por sus posturas contrarrevolucionarias. Se cerraron y profanaron conventos e iglesias. El papa se volvió objeto de burla1.

La Revolución francesa y las gestas independentistas americanas trajeron una nueva realidad política. Tanto España como Portugal y Gran Bretaña sufrieron enormes pérdidas territoriales en los imperios que habían logrado formar. Los imperios portugués y español nunca más recobrarían lo perdido, y acabarían por desaparecer. En contraste, el británico, a pesar de perder trece de sus colonias norteamericanas, alcanzó enorme expansión en África, Asia y Oceanía. Las pérdidas territoriales de los imperios tradicionalmente católicos fueron acompañadas de una vasta expansión por parte de británicos, holandeses, daneses y otras potencias protestantes.

Mucho más impactante que las pérdidas o ganancias territoriales fue la capacidad o incapacidad del protestantismo y del catolicismo para adaptarse a las nuevas circunstancias. Debido a su estructura centralizada, y a la idea de que esa estructura era parte de la naturaleza misma de la iglesia, el catolicismo tuvo enormes dificultades para adaptarse a las nuevas realidades políticas. Las antiguas colonias españolas y portuguesas no pensaban haberse rebelado contra el Papa, sino contra sus gobiernos coloniales. Por ello la mayoría de nuestras primeras constituciones americanas afirmaban que el catolicismo era la religión oficial del Estado. Pero desde el punto de vista de las autoridades eclesiásticas no bastaba con esto. El papado estaba comprometido con una visión centralizada y altamente jerárquica, de modo que para ser buen católico había que sujetarse, no sólo al Papa, sino también a las autoridades civiles por él sancionadas. Esto tenía larga historia en nuestra América, donde el Patronato Real había dado a las coronas española y portuguesa enormes poderes sobre la iglesia en sus colonias. Luego, aunque los rebeldes americanos veían en sus acciones sólo el deseo de librarse del yugo colonial, el papa y sus consejeros no podían sino ver en ellas también una rebelión contra la autoridad pontificia. Como es de todos sabido, esto trajo difíciles conflictos entre las nuevas repúblicas y Roma, con la consecuencia de que nuestra América, al tiempo que siguió siendo profundamente católica, en algunos lugares se volvió también profundamente anticlerical.

En contraste, cuando las colonias británicas en Norteamérica se independizaron, aunque la oficialidad de la iglesia de Inglaterra se opuso al proceso, hubo varias otras denominaciones que ya habían echado raíces en este hemisferio. Puesto que el protestantismo no tenía en su mayor parte la ideología centralizadora que se había vuelto parte integrante del catolicismo, las iglesias en las antiguas colonias británicas —ahora los Estados Unidos de Norteamérica— no sufrió los descalabros de su contraparte más al sur. En algunos casos surgieron denominaciones nuevas, separadas de las iglesias en Gran Bretaña a que habían pertenecido. Pero, por lo general, las iglesias sufrieron relativamente poco en el proceso de la independencia norteamericana.

Empero, el conflicto y contraste eran mucho más profundos. Las nuevas repúblicas nacidas de las revoluciones a fines del siglo dieciocho y principios del diecinueve se fundaban sobre ideales que chocaban con buena parte de la práctica católica tradicional. Esos ideales incluían, por ejemplo, el derecho del individuo a sus propias opiniones, a seleccionar y juzgar sus lecturas, y a actuar de acuerdo con sus propias conclusiones y convicciones. Esto se oponía a la práctica tradicional de la Iglesia Católica Romana, que publicaba un Índice de libros prohibidos, insistía en que los fieles debían concordar en todo con las enseñanzas de la Iglesia —incluso con aquellas que los fieles mismos desconocían, pero debían aceptar por fe implícita en la iglesia— y castigaba al menos con excomunión a quienes diferían de sus doctrinas. En las nuevas naciones —incluso las que se declaraban oficialmente católicas— se fue imponiendo el principio de la autonomía del Estado, que no tenía obligación alguna de sujetarse a los dictados de la jerarquía eclesiástica. Como medio de sostener esa autonomía, y de promover la libertad de pensamiento entre sus ciudadanos, varios Estados comenzaron a responsabilizarse por la educación de sus ciudadanos, y a hacerlo en escuelas independientes del control eclesiástico. Todo esto era anatema para las autoridades católicas, y en particular para Roma. En Italia misma, los estados pontificios se veían amenazados por el creciente nacionalismo italiano, que buscaba la unificación de la península.

 

Todo esto llegó a su punto culminante durante el pontificado de Pío ix —el más largo de toda la historia. Este papa fue quien por fin perdió los estados pontificios, de los cuales se le permitió retener sólo el Vaticano y otras pequeñas posesiones. Pío ix fue el primer papa en promulgar una doctrina —la de la inmaculada concepción de María— sobre la base de su propia autoridad, sin mediación de un concilio o de ningún otro cuerpo eclesiástico. Fue él quien en el año 1854 promulgó el Sílabo de errores, en el cual se listaban errores que ningún buen católico debía aceptar. Entre esos errores se contaban el Estado secular, el derecho al libre juicio, la educación pública bajo el control del Estado, y varios otros del mismo tono. Y fue Pío ix quien ocupaba la sede romana cuando, por acción del Primer Concilio de Vaticano, el papa fue declarado infalible.

La reacción del resto del mundo a la promulgación de la infalibilidad papal muestra hasta qué punto el papado había perdido verdadero poder. Cuando, tres siglos antes, el Concilio de Trento comenzó la reestructuración de la iglesia medieval, creando la estructura centralizada que ha caracterizado al catolicismo romano desde entonces, hubo fuerte oposición a sus decretos. En algunos países católicos se prohibió su publicación y aplicación. Varios países presentaron protestas formales contra los poderes que Roma parecía estarse adjudicando. En contraste, ahora que el Concilio Vaticano promulgaba la infalibilidad papal, la respuesta del mundo católico, especialmente en la arena política, no fue más que un gran bostezo. El papa podía decir de sí mismo lo que gustara. En fin de cuentas, aparte de sus más fieles seguidores, serían pocos los que le harían mucho caso. Al mismo tiempo, en los países protestantes se tomaba la declaración de la infalibilidad pontificia como la última y más clara demostración de la apostasía católica romana.

En resumen, por una gran variedad de razones, el catolicismo romano del siglo diecinueve y de principios del veinte se declaró enemigo acérrimo de la modernidad, en la que veía una seria amenaza contra la fe. Y, por su parte, la modernidad se declaró también enemiga del catolicismo, y frecuentemente también de todo cristianismo o toda creencia en lo que no pudiese comprobarse por medios empíricos y supuestamente objetivos.

En contraste, las nuevas circunstancias del siglo diecinueve redundaron en provecho del protestantismo. Ya he mencionado cómo fue durante ese siglo cuando las grandes potencias protestantes establecieron colonias por todo el mundo. En esos vastos imperios —unas veces con el apoyo de las autoridades coloniales, y otras contra la voluntad de estas— las misiones protestantes avanzaban rápidamente, de modo que pronto hubo fuertes iglesias protestantes en África, Asia y Oceanía. Esos imperios, al menos en su gobierno interno —pues frecuentemente el Gobierno de las colonias era otra cosa— subrayaban el derecho de los individuos a sus propias opiniones, la libre investigación, la libertad de cultos y la autonomía del Estado frente a la iglesia. En cierta medida, todas esas potencias se declaraban democráticas, dándole participación en el Gobierno y en sus decisiones al menos a cierta parte de su población.

El protestantismo pronto abrazó todo esto. El siglo diecinueve produjo una gran variedad de sistemas teológicos protestantes, particularmente en Alemania. Aunque había grandes diferencias entre tales sistemas, prácticamente todos concordaban en un punto: el protestantismo y la modernidad han de marchar mano a mano, pues el protestantismo es la expresión moderna del cristianismo. Casi todos aquellos teólogos famosos del diecinueve dirían que cuanto hubiese en el cristianismo que no fuera compatible con la modernidad sería descartado como superstición, como reliquias de un tiempo pasado cuando las gentes no pensaban críticamente, sino que se sometían a la autoridad. Todo ello no era sino tergiversación del cristianismo, producto del oscurantismo medieval y de la actitud totalitaria del catolicismo romano.

Aunque la mayoría de los fieles protestantes nunca siguió a aquellos teólogos hasta sus posturas más extremas, sí aceptó la idea de que el protestantismo era la forma moderna, y por tanto más avanzada, del cristianismo.

En nuestra propia América, Diego Thomson, a quien se le acredita haber sido el primer misionero protestante, llegó como heraldo y expositor tanto de la Biblia como de la modernidad. Los gobiernos liberales en las recién nacidas naciones lo recibieron como un modo de contrarrestar a los conservadores, en su casi totalidad católicos tradicionalistas. Para ellos, Thomson no era tanto el misionero sino el educador que venía proponiendo y demostrando un nuevo método educativo —el lancasteriano— que para aquel entonces representaba la cumbre de la modernidad.

En cierto sentido, era todo eso lo que estaba tras el libro de Hoffet, que tanto nos gustaba a mis correligionarios y a mí. Por ello, frecuentemente les señalábamos a nuestros compañeros católicos que en nuestras iglesias se practicaban principios democráticos, que en nuestras iglesias cualquiera podía hablar, que todos leíamos la Biblia y llegábamos a nuestras propias conclusiones. En nuestras iglesias celebrábamos el culto en nuestra propia lengua, y no en latín, de modo que todos pudieran entender lo que se decía, y en ellas no se le prohibía a nadie leer lo que quisiera.

Mas, aunque yo no lo sabía, ni siquiera lo sospechaba, mis luchas internas entre ser latinoamericano y ser evangélico, o como dije antes, entre Balmes y Hoffet, no eran solamente mías, sino parte del ambiente de aquellos años en los que todavía el catolicismo romano no había llegado al Concilio Vaticano ii, y el protestantismo no había tenido que abocarse al fracaso de la modernidad. Nuestros argumentos en la escuela eran reflejo de contrastes y conflictos mucho más amplios que yo mismo no empezaría a entender sino veinte o treinta años más tarde.

Todo lo que antecede no tiene el propósito de volver a enfrascarnos en una nueva controversia entre católicos y protestantes acerca de quién tiene la razón, ni tampoco entre unos evangélicos y otros en cuanto a cuál debe ser nuestra actitud ante el catolicismo romano o ante la modernidad. Tiene más bien dos propósitos. El primero es hacernos ver que las cuestiones que estamos planteando siempre tienen lugar dentro de un contexto histórico, y que para entenderlas se debe tener en cuenta ese contexto. Y su segundo propósito es explicar por qué ya desde mucho antes de iniciar mis estudios teológicos, la cuestión de la relación entre el cristianismo y la cultura me resultaba inquietante. ¿Sería posible ser evangélico cabalmente, tan evangélico como cualquiera de los misioneros que venían de Norteamérica, y al mismo tiempo ser cabalmente latinoamericano, tan latinoamericano como el que más?

Fui entonces al seminario y allí quedó confirmada la dificultad del problema. Al estudiar la historia de la iglesia, resultaba claro que el protestantismo floreció y triunfó principalmente en los territorios que no habían sido parte del Imperio romano, o algunos que, aunque sí fueron conquistados por los romanos, siempre estuvieron en las márgenes del Imperio. Esto puede verse claramente hasta el día de hoy: donde se hablan lenguas romances prevalece el catolicismo romano; y donde se hablan lenguas germánicas prevalece el protestantismo. Así, Portugal, España, Bélgica e Italia son países católicos, mientras Holanda, Escocia y Escandinavia son protestantes. Lo que es más, los grandes conflictos entre el protestantismo y el catolicismo romano tuvieron lugar precisamente en los territorios donde la romanización no había penetrado tanto como en los países del Mediterráneo. Por largo tiempo, Inglaterra estuvo en la balanza, sin que se pudiera saber hacia qué lado iba a caer. Alemania se vio dividida entre una multitud de Estados, unos protestantes y otros católicos, hasta que tras cruentísimas guerras se decidió por la tolerancia. Pero lo que a la postre sucedió fue que los territorios al sur del país —los más romanizados— resultaron ser católicos, mientras que los del norte son protestantes.

El caso de Calvino es interesantísimo. El gran teólogo de la tradición reformada era francés, francés de convicciones patrióticas, hasta escribió su famosa Institución de la religión cristiana tanto en latín como en francés, y se la dedicó al Rey de Francia. Su última versión, la de 1560, está en francés. El impacto de Calvino en Francia fue grande, al punto que hubo en el país guerras civiles en las que el tema de la religión fue central. Pero, con todo eso, a la postre Francia rechazó el calvinismo, al tiempo que Escocia, Holanda y algunas regiones de Suiza y Alemania lo adoptaron. A partir de entonces, rara vez se escucharía a aquel hijo de Francia, rechazado por los suyos y por su cultura, hablar en francés, mientras que serían millones quienes le leerían en holandés, inglés o alemán. ¿Sería que Calvino, como yo —y también como yo, sin quererlo, y en el caso de él, sin siquiera saberlo— se vio obligado a escoger entre ser francés y ser protestante? La pregunta no resultaba sólo inquietante, sino también desconcertante.

En resumen, hacia el final de mis estudios de seminario me encontraba en una serie de dilemas teológicos y culturales. Por un lado, no podía aceptar la tesis según la cual el protestantismo no tiene lugar en la cultura latinoamericana. Por el otro, los hechos mismos parecían probar lo contrario. Por un lado, quería ser genuina y cabalmente latinoamericano. Pero también era y quería ser evangélico, lo cual parecía estar irremisiblemente atado a una cultura foránea. Por un lado, Hoffet; por otro, Balmes. Por un lado la fe, indiscutiblemente evangélica; por otro la cultura, indiscutiblemente latina.

La tarea resultaba clara, pero el camino era escabroso y desconocido. Si Calvino no logró que su fe evangélica llegara a plasmarse en la cultura francesa, ¿habría esperanza de que nuestra fe, igualmente evangélica, se plasmara en nuestra cultura latinoamericana? ¿Cómo podríamos lograrlo? En cierto modo, esa ha sido una de mis principales preocupaciones teológicas por casi medio siglo, y por ello creo que es hora de que reflexionemos un poco más acerca del aparentemente trillado tema de las relaciones entre la fe y la cultura, aunque debo señalar por adelantado que la prueba de la compatibilidad entre nuestra cultura y nuestra fe no está tanto en cualquier teoría que podamos proponer aquí, como en el hecho mismo de que ya son decenas de millones los latinoamericanos que han abrazado la fe evangélica, y que le han dado a esa fe un sabor genuinamente latinoamericano.

En todo caso, cuando se me invitó a dictar la Cátedra Ritchie en el Instituto Bíblico de Lima —prestigiosa institución surgida de una de las primeras iglesias evangélicas en el Perú— me pareció que era una oportunidad ideal para discutir un poco más sistemáticamente el tema de fe y cultura; no con la presunción de decir algo nuevo, sino más bien como un intento de resumir algunas de mis reflexiones sobre este tema, e invitarnos a todos a pensar sobre él. Lo que es más, la ocasión me parece singularmente adecuada por cuanto con esta cátedra honramos a uno de aquellos pioneros que nos trajeron la fe evangélica, y que nos la trajeron arropada en culturas nórdicas. Cuando Ritchie llegó a tierras peruanas en 1906, para dedicar los 46 años que le quedaban de vida a la evangelización del continente, traía consigo no sólo la Biblia y el mensaje del Evangelio, sino también toda una herencia cultural que a través de los siglos había ido cuajando en Escocia. Puesto que durante buena parte de esos siglos Escocia se vio repetidamente supeditada a Inglaterra y su cultura, por largo tiempo ha habido en Escocia una profunda conciencia de los conflictos culturales, y de cómo una cultura dominante tiende a imponerse sobre las que le están supeditadas. Por ello Ritchie, al igual que otros de aquellos primeros misioneros escoceses, vino a nuestras tierras entendiendo claramente que era necesario que el Evangelio echase en esta parte del continente sus propias raíces y tomara su propia forma. Pero, con todo ello, el Evangelio que predicaron, las iglesias que fundaron, las tradiciones que nos legaron aquellos primeros misioneros, siempre dieron señales de sus orígenes escoceses.

 

Esto no ha de extrañarnos. La cuestión de la relación entre la fe y la cultura ha sido siempre uno de los temas fundamentales de toda teoría y práctica misiológicas. Cada vez que el mensaje del Evangelio atraviesa una frontera, cada vez que echa raíces en una nueva población, cada vez que se predica en un nuevo idioma, se plantea una vez más la cuestión de la fe y la cultura.

Por ello, es posible recontar toda la historia de la iglesia desde el punto de vista de esa cuestión: cómo se fue planteando y resolviendo a cada paso. En el Nuevo Testamento vemos cómo el cristianismo, nacido y formado dentro de una cultura judía, fue descubriendo —a veces en medio de enormes debates— cuánto de esa cultura se debía aceptar, y cuánto rechazar. Basta con leer las epístolas de Pablo para ver que uno de los principales temas de discusión en aquellos primeros tiempos fue precisamente qué hacer con los gentiles que se convertían al cristianismo. Es decir, ¿debía exigírseles que se hicieran judíos y que adoptasen todas las costumbres y prácticas judías? O ¿había un modo de ser cristiano y de declararse por tanto descendiente de Abraham sin hacerse judío?

Pronto el cristianismo comenzó a abrirse paso por el mundo grecorromano, y entonces la pregunta fue cómo debían ver los cristianos la cultura de ese mundo: ¿Debían rechazar todo lo que viniese de ella como producto del demonio y del error?, o sería posible ver en ella la mano y la acción de Dios? Sobre este caso particular volveremos más adelante.

Luego vinieron las invasiones germánicas, y buena parte del cristianismo se germanizó. Al llegar la Edad Moderna, volvieron a plantearse preguntas, dudas y debates acerca de la relación entre la cultura de esa edad y la fe de la iglesia, como hemos visto al comparar la reacción católica romana con la de los teólogos protestantes.

Con el advenimiento de los grandes tiempos misioneros —el siglo xvi para el catolicismo romano y el xix para el protestantismo— la cuestión volvió a plantearse. Cada vez que el cristianismo penetraba —o intentaba penetrar— una nueva cultura, había que preguntarse cuál debería ser su actitud ante ella. Es decir, ¿sería cuestión de destruir la vieja cultura para construir la nueva fe sobre sus escombros?, ¿sería cuestión de adaptar la predicación y la enseñanza a los modelos de la cultura receptora?, ¿sería cuestión de analizar esa cultura, dividiéndola en diversos elementos, para luego aceptar unos y rechazar otros? En resumen, la cuestión de fe y cultura es tema obligado para cualquier discusión misiológica.

Por otra parte, en tiempos más recientes, nuevas circunstancias le han añadido otra dimensión a esta cuestión. Se trata de la presencia de una gran variedad de religiones dentro de culturas que hasta hace poco podrían considerarse cristianas, o al menos contextos en los que la fe cristiana dominaba. En regiones tales como Europa occidental, los Estados Unidos, Australia y Nueva Zelandia, hay fuertes minorías musulmanas, budistas, hindúes, etc. Esto es más notable en los viejos centros coloniales, donde se ha producido un reflujo demográfico, de modo que existen fuertes contingentes de inmigrantes procedentes de las viejas colonias. Así, por ejemplo, en Inglaterra hay una numerosa comunidad procedente de la India, la mayoría de religión hindú, pero muchos musulmanes o seguidores de otras de las religiones tradicionales del subcontinente índico. De igual modo, aunque en menor grado, comienza a haber en todas las ciudades de la América Latina mezquitas, pagodas y templos de las más variadas religiones. Por todo ello, la cuestión de la relación entre la fe cristiana y la cultura cobra una nueva dimensión, pues no se trata ya tan sólo de cómo hemos de entender la relación entre la fe cristiana y las nuevas culturas donde se predica, sino también de cómo hemos de entender la relación entre esa fe y las viejas culturas que poco a poco se han amoldado a ella, pero donde se presentan ahora nuevas religiones que compiten con el cristianismo.

Así, si en el siglo xix la pregunta que se planteaba era cómo se podría relacionar la fe cristiana, por ejemplo, con la cultura china, hoy esa pregunta sigue planteándose, pero a ella se le añade otra: ¿Qué relación hay entre la fe cristiana y las culturas en que esa fe se ha arraigado por siglos, por ejemplo, la norteamericana?

Si cuando yo estudiaba en el seminario, hace medio siglo, la pregunta que nos hacíamos los latinoamericanos evangélicos era cómo relacionar nuestra fe con nuestra cultura, hoy seguimos haciéndonos esa misma pregunta, pero con nuevas dimensiones. No se trata ya solamente de ser evangélicos en una cultura católica. Se trata de eso y de mucho más. Se trata también de cómo ser cristianos evangélicos en las nuevas culturas en donde el creciente impulso misionero latinoamericano está llevando nuestra fe. Se trata de cómo ser cristianos evangélicos en una cultura que va variando, que se va haciendo cada vez menos monolítica y menos católica. Y se trata de cómo ser cristianos evangélicos cuando la modernidad toca a su fin, y cuando el enorme contraste entre el catolicismo y el protestantismo que existía durante el apogeo de la modernidad va también perdiendo sus aristas. Por todo ello, dudo que haya hoy una pregunta teológica más urgente que esta, la de las relaciones entre la fe y la cultura.

En este punto, se impone una aclaración. Lo que pretendo hacer aquí no es desarrollar toda una teoría antropológica acerca de las culturas, del modo en que funcionan, etc.; lo que intento es, al mismo tiempo, mucho menos y bastante más. Mucho menos, porque en lo que a teoría antropológica y etnogrfica se refiere, sólo sé lo que he leído en algunos libros básicos, y por tanto no creo tener nada nuevo que decir. Bastante más, pues lo que pretendo es, en buena medida, un ejercicio teológico. Digo esto porque en mi opinión la buena teología es la que concibe y vive la universalidad de Dios en las particularidades de la vida, y la eternidad de Dios en las vicisitudes de la historia. Por ello, a lo que quisiera invitar a mis lectores a investigar no es otra cosa que a eso mismo: a hacer teología; pero a nuestra manera, dentro de nuestros términos, y con pertinencia para los desafíos a que nos enfrentamos.

Luego, lo que hemos de considerar aquí —teológicamente, pero también desde nuestro punto de vista, el de una iglesia latinoamericana que se pregunta acerca de su lugar en esta sociedad— es qué es eso de la cultura, qué significa, cómo funciona, qué lugar tiene en el plan de Dios y, por tanto, qué lugar ha de tener en la misión de la iglesia. El desafío al que hoy nos enfrentamos consiste en entender correcta y teológicamente qué es eso de la cultura, y cuál es la relación de la iglesia con la cultura, porque sólo así podremos entendernos a nosotros mismos y nuestra misión.

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