Innovación y metodología

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CASO 3

Llevar el peso del mundo: Diversos desafíos planteados en el ámbito de la vivienda social

Los primeros proyectos de vivienda social en occidente formaron parte de un movimiento para derribar los suburbios del siglo XIX que albergaban a los trabajadores de la revolución industrial. Estos esfuerzos se redoblaron a la vista del rápido incremento de la población después de la II Guerra Mundial, que alcanzó su cota máxima en los años sesenta y setenta. Esta no era una empresa moralmente neutra: los ayuntamientos y las asociaciones para la vivienda social eran bienintencionados pero también condescendientes, y estaban dispuestos a cambiar las condiciones de vida de “esa gente” mediante la creación de una infraestructura muy determinada. En cierto modo, estas “viviendas” eran utópicas y portadoras de elevados ideales; sin embargo, no se construyeron con un conocimiento profundo de la vida cotidiana de la gente a la que iban a albergar (a pesar de que los idealistas tenían la intención de cambiarla). Se puso el acento exageradamente en la velocidad y el tamaño. Aparecieron poblaciones enteras en los paisajes del extrarradio de nuestras viejas ciudades construidas con una arquitectura moderna inhóspita y anodina. Solían ser de construcción barata, con la nueva técnica de bloques de cemento prefabricados que permitían montarlos rápidamente in situ. Algunas de las torres son ejemplos de lo peor en construcción. Después de un arranque optimista, positivo y brillante, estas urbanizaciones empezaron a declinar. Las clases trabajadoras, que suponían la inmensa mayoría de su población, resultaron especialmente vulnerables a los cambios en la sociedad de los setenta y los ochenta porque muchas economías occidentales abandonaron el sector industrial de materias primas como la minería y, con el tiempo, también el sector de la fabricación para embarcarse en la economía de servicios. Este nuevo mundo feliz postindustrial demandaba de sus trabajadores un conjunto de capacidades totalmente diferente. Personas que, de entrada, nunca habían sido ricas, se vieron incapaces de impedir ese declive constante (Bordieu et al., 1999). Al mismo tiempo, el auge de los precios de los inmuebles provocó que la vida en los núcleos urbanos se encareciera progresivamente. Las viviendas sociales eran entonces los sitios más baratos donde vivir dentro de este nuevo ecosistema, y en consecuencia atrajeron a un flujo de personas que, bien por su origen o bien por su trayectoria, no podían conectar con la nueva economía, por lo que incorporaron a esas zonas enfermedades mentales, pobreza, drogas y delincuencia. Resulta tremendamente deprimente leer la escalofriante descripción realizada por Bordieu de las penalidades de la gente en una región del sur de Francia, donde las nuevas formas de gestión y el cambio económico general condujeron a la disminución del empleo en una zona industrial próspera en el pasado. El sufrimiento social se hace endémico, pues se hereda generación tras generación. Los trabajadores inmigrantes (legales e ilegales) que llegan a estas zonas solían originar una nueva generación criada en la pobreza, con una frustración general por la falta de oportunidades que conducía fácilmente al letargo y a una cultura urbana cínica y áspera.

En muchas áreas con viviendas sociales surge la delincuencia, con lo que se crea una situación aún más desalentadora (Hanley, 2007). La red increíblemente compleja de factores que conspiran conjuntamente para crear estas situaciones problemáticas las convierte prácticamente en impermeables al cambio. Los propios edificios aparecen como símbolos muy visibles del fracaso, a modo de chabolismo en bloques. El estigma que se empezó a asociar con ellos reduce aún más las oportunidades sociales de sus habitantes. Los espacios públicos mal planteados crean ambientes inhóspitos, y el relativo aislamiento de muchas de esas áreas (transporte deficiente, escasez de comercios y sobre todo la precariedad de los centros escolares) contribuye al declive de sus habitantes. Las familias jóvenes que pueden mudarse se marchan, y los que se quedan permanecen estancados. La sociedad educada tiende a esquivar estos problemas, y (literalmente) no quiere ni acercarse por allí. La cuestión de cómo actuar estriba en los responsables de las viviendas sociales, que suelen ser los ayuntamientos o los organismos a cargo de las mismas. Muchos de estos organismos se establecieron originariamente como entidades que construirían eficazmente grandes proyectos residenciales. Tienen su mérito, pues debemos reconocer que muchas de ellas actualmente apoyan a sus comunidades de vecinos con redes de trabajadores sociales muy profesionales. Pero sus estrategias convencionales para solucionar los problemas siguen centrándose en “el ladrillo y el cemento”, y cuando los problemas sociales son ya apabullantes buscan soluciones tangibles (derribar los edificios y volver a empezar otra vez). Esta tendencia se refuerza por parte de los medios de comunicación, que retratan continuamente a estos barrios como zonas lúgubres, grises y amenazadoras. Pero veremos más adelante en este capítulo (y en el estudio del caso práctico 15) que hace falta volver a reflexionar sobre ello. Hay otras formas de tratar estas situaciones tan sobrecogedoramente complejas si partimos del convencimiento de que este problema no tiene que ver con los edificios en sí.

Los desafíos

Debemos detenernos ahora un momento para entender mejor estos desafíos. En primer lugar, nos fijaremos en la naturaleza del problema al que nos enfrentamos y nos preguntaremos, “¿qué queremos decir realmente cuando hablamos de ‘problemas abiertos, complejos, dinámicos e interconectados’?” (véase figura 1.1). A continuación, examinaremos las dificultades para resolver esos problemas localizando los obstáculos que impiden a las organizaciones afrontarlos de forma eficaz: son los cinco síndromes de las organizaciones convencionales.

Por consiguiente, ¿a qué nos referimos cuando decimos que estos problemas modernos tienen un carácter “abierto, complejo, dinámico e interconectado”? Vayamos punto por punto:

“Abierto”

Un problema abierto es aquel en el que los límites no están claros o que es permeable. Es importante percatarse de que, normalmente, cuando comenzamos a resolver un problema esbozamos un círculo mental, enumerando los elementos en los que hemos de pensar y los que debemos eliminar. A todo lo que queda fuera de ese círculo lo llamamos “contexto”, y no formará parte de lo que reflexionemos sobre el problema. Sin embargo, en algunos casos hoy en día nos encontramos con problemas en los que no queda claro donde debemos dibujar este círculo, en los que realmente no podemos decir con seguridad lo que se debe excluir e ignorar. Durante el proceso de solución del problema, la suposición imprudente de que es posible excluir algún factor o algún agente puede volverse en nuestra contra después. Parece que confluyen el problema y su contexto.

“Complejo”

Un problema complejo es el que presenta muchos elementos con numerosas conexiones entre ellos. Estas conexiones pueden ser interdependientes entre sí, con lo que se crea un sistema en el que una pequeña decisión localizada puede provocar muchas repercusiones y reacciones en cadena en otros aspectos sin relación aparente con aquella. Estas relaciones dificultan enormemente la división del problema global en porciones más pequeñas con las que poder trabajar más fácilmente (tal y como lo hacemos al resolver los problemas de forma convencional): nunca podemos estar seguros de que, al proceder así, no estemos cercenando conexiones fundamentales. Si así ocurre de forma accidental, deberemos restituirlas más adelante durante el proceso de resolución del problema, pues entonces se mostrarán como defectos de la solución o, de hecho, como problemas nuevos. Además, la propia cantidad de elementos y relaciones casi imposibilita también el proceso de abstracción en un problema complejo (proceso que podría servir como alternativa estratégica para analizarlo). La maraña de elementos y conexiones implica que estos problemas esencialmente deben abordarse como un todo, en toda su complejidad. Pero, ¿cómo se hace esto? Comprobaremos cómo en este campo los diseñadores expertos tienen unas estrategias interesantes.

“Dinámico”

Un problema dinámico cambia con el tiempo, con la suma de nuevos elementos y con la modificación de las conexiones (por ejemplo, mediante cambios en las prioridades). Estos cambios pueden ser lentos, causados por pesados procesos tales como cambios culturales, o puede tratarse de movimientos fulminantes provocados por el desarrollo tecnológico, por ejemplo. Podemos predecir algunos de estos cambios dinámicos si nos percatamos de que los problemas irresolubles tienden a generar una oscilación, un tipo de dinamismo que es un movimiento de vaivén, en particular cuando el mecanismo de reacción es lento. Por ejemplo, solemos observar esto en la gestión de grandes organizaciones que tienden a fluctuar constantemente entre la centralización y la descentralización. Las dos modalidades tienen sus pros y sus contras, y los directivos tienden a compensarlas “reorganizándolas”. El péndulo entre la gestión centralizada y la descentralizada oscila de un lado a otro. Se podría pensar que funciona. Las situaciones en que los problemas son extraordinariamente dinámicos, algunas de las cuales analizaremos en este libro, son mucho más problemáticas. Pero, tal y como aprenderemos de los diseñadores expertos, también nos podemos preparar para estos desafíos.


Figura 1.1

LA NATURALEZA DE LOS PROBLEMAS ACTUALES

“Interconectado”

El carácter interconectado de los problemas actuales supone que potencialmente se influyen entre sí constantemente, tal y como vimos en el estudio de nuestro primer caso práctico, donde el auge de internet frustró los esfuerzos del estado para llegar a un consenso en la ruta de la línea ferroviaria. Lo que otros están haciendo en ámbitos sin aparente relación podría causar un efecto que perjudique gravemente al terreno en que se encuentre nuestro problema y a sus posibilidades de gestión. Abundan los ejemplos. Veremos más adelante en este capítulo otro ejemplo de un agente imprevisto que influye en los problemas relativos a la vivienda social.

 

“Abierto, complejo, dinámico e interconectado”

Todas juntas, las cuatro propiedades de los nuevos problemas ponen a prueba seriamente los supuestos que subyacen en nuestra forma convencional de resolverlos. Comprobaremos en el capítulo 7 que cualquiera de ellas puede arruinar la mayoría de las estrategias para solucionarlos de una forma convencional, y los estudios de los casos prácticos anteriores han demostrado que pueden resultar verdaderamente desconcertantes si se mezclan.

Estos problemas abiertos, complejos, dinámicos e interconectados no encajan bien con los supuestos en que se basan nuestros métodos convencionales para solucionar problemas, porque la mayoría de nuestras estrategias convencionales se concibieron para funcionar en un “minimundo” jerárquicamente ordenado y sumamente estático y aislado. Cuando aparecían los problemas, podíamos aislarlos en un ámbito aparte, descomponerlos en subproblemas relativamente sencillos y analizarlos, crear subsoluciones y a continuación juntarlas para formar una solución global que satisficiera a todos los actores implicados. Si fracasaba esta estrategia de divide y solucionarás, podíamos usar la estrategia alternativa de ejercer la autoridad para “simplificar” la extensión del problema anulando a alguna de las partes, e imponer una solución que satisficiera al agente más poderoso.

Pero ninguna de estas estrategias funciona para los problemas actuales. Vivimos en un estado de hiperconectividad. Cada uno de nosotros nos hemos ido conectando últimamente a otras muchas personas. Como nuestra sociedad está interconectada, también hemos interconectado nuestros problemas inconscientemente y los hemos hecho más abiertos, complejos y dinámicos. Los minimundos cerrados de nuestras sociedades, economías y culturas se han visto sustituidos por una maraña de relaciones con redes superpuestas y complejas, donde los problemas no se pueden simplificar dividiéndolos (la red de relaciones es muy fuerte) y el poder ya no se asienta en un solo lugar (así que la opción de domina y conquistarás queda eliminada). Además, los problemas están relacionados tan íntimamente entre sí (y hay tantas interdependencias) que resultan imposibles de aislar (Stacey, Griffin y Shaw, 2006; Lawson, 2001). Resolver problemas en la actualidad es como intentar deshacer el nudo gordiano de la mitología griega: si coges cualquier cuerda y tiras para intentar deshacer el nudo, se termina liando aún más.

De los tres casos prácticos anteriores, podemos aprender que no se pueden identificar fácilmente estos peculiares problemas abiertos, complejos, dinámicos e interconectados y, en ocasiones, ni siquiera llegan a reconocerse. Se caracterizan más por ser “situaciones problemáticas” en los que los temas cambian constantemente, y cualquier intento prematuro de esbozar una definición del problema puede originar soluciones deficientes o incluso contraproducentes. Sin embargo, en la forma convencional de solucionar problemas, la “definición” del mismo constituye siempre el primer paso y sirve de cimiento sobre el que se construyen los métodos de las organizaciones para resolverlos. Suele ocurrir que las organizaciones que no comprenden el carácter abierto, complejo, dinámico e interconectado del mundo que les rodea se engañan cuando usan sus métodos ya preestablecidos, porque el problema, tal y como lo definen, se parece mucho a otros anteriores. Y la verdad es que puede que los problemas fundamentales en sí mismos no hayan cambiado mucho con el tiempo (al fin y al cabo, llevamos planificando líneas ferroviarias desde hace más de ciento cincuenta años, deberíamos saber hacerlo), pero sus límites son más difíciles de dibujar y el contexto que los rodea hoy es mucho más complejo y dinámico. Ese contexto es el que define básicamente los métodos que funcionarán y los que fracasarán.

Incluso las organizaciones que comprenden totalmente el carácter fluido del mundo que les rodea suelen pensar que no pueden avanzar sin primero definir el problema. Pero, al definirlo, involuntariamente también congelan el contexto, y la mayoría de las veces esto constituye un grave error que se volverá en su contra cuando traten de aplicar su nueva solución. Una de las lecciones fundamentales que aprenderemos de los métodos de los diseñadores expertos que presentaremos en los próximos capítulos es que pueden idearse nuevos planteamientos para abordar problemas abiertos, complejos, dinámicos e interrelacionados sin necesidad de determinar de forma prematura la definición del problema.

Pero antes de recetar una “cura” que contribuirá a que las organizaciones acometan la solución de sus problemas de otra forma, primeramente debemos analizar lo que subyace en sus actuales métodos convencionales para resolverlos. Y debemos preguntarnos por qué esos métodos resultan tan resistentes al cambio, incluso a la vista de las abrumadoras pruebas de que ya no obtienen los resultados esperados. Para expresarlo en vocabulario de diagnóstico médico, debemos ir más allá de los síntomas de estos percances en la resolución de problemas y examinar los síndromes que se encuentran en la raíz de todo ello. Los ejemplos descritos anteriormente ilustran los diversos grados y tipos de “bloqueo” que experimentan las organizaciones en la actualidad (bien sean organismos del sector público o bien empresas comerciales). Exploremos los síndromes subyacentes que todas tienen en común (véase figura 1.2).

“El guerrero solitario”

En primer lugar, podemos observar que en todos estos casos la situación era tal que uno de los agentes principales pensaba, con razón o sin ella, que ellos “poseían” el problema y debían dirigir el proceso de solución, y sinceramente creían que este planteamiento era beneficioso para todos. En casos así, una de las partes busca el control absoluto del proceso y suele situarse fuera del ámbito de la solución (hay que cambiarlo todo, pero a ellos no). Aunque es posible que esta forma de funcionar sea útil y eficaz para los problemas convencionales, podemos observar que, en situaciones como la del tren de alta velocidad donde otros actores querían influir en la solución, inmediatamente surgen los conflictos. No ha existido un proceso en el que se cree una base de confianza y entendimiento entre la organización principal y estas partes interesadas que posibilite una colaboración eficaz y auténtica.


Figura 1.2

LOS CINCO SÍNDROMES DE LAS ORGANIZACIONES CONVENCIONALES

Y es muy difícil que las organizaciones asuman su papel para realizar la desconexión, y mucho más que alteren su enfoque particular para convertirlo en colaborativo cuando el proyecto ya ha echado a andar. Cuando el proceso ya empieza mal, es muy difícil cambiarlo. En el mundo comercial, es muy difícil reconducir los proyectos que comienzan sin un compromiso abierto con las personas a las que van a servir (Harkema, 2012).

En los procesos de consulta del sector público, los agentes suelen encastillarse en sus posiciones tras unas primeras discrepancias, y en ese momento se deja de debatir el problema para convertir el proceso en una discusión centrada únicamente en el “regateo entre las posiciones”. En todos los problemas abiertos, complejos, dinámicos e interconectados planteados anteriormente, la situación para resolver el problema solo puede avanzar mediante la colaboración.

La tónica resultante es que el agente principal que había asumido heroicamente gran parte de la responsabilidad para resolverlo está a punto de caer en una tremenda frustración. Verá la implicación de los demás como una “interferencia” y se sentirá incomprendido y poco valorado en la firme motivación de aquellos. Estos son sentimientos intensos que se convierten fácilmente en indignación y suelen ser la causa de que se deje de escuchar totalmente a los demás.

“Congelar el mundo”

Los procesos para solucionar problemas tienden a ser curiosamente estáticos. Aparentemente, para resolverlos de forma convencional debemos detener el mundo, aislar el problema y encontrar una solución única. Pero en un entorno que es muy dinámico y abierto este planteamiento no es nada realista: la influencia del tiempo y la conectividad significan que los límites que rodean el problema son muy permeables y que las reglas del juego cambian constantemente con el tiempo. La presencia de este método de “congelar el mundo” está indicada por signos reveladores tales como la infinita cantidad de investigación preliminar y las interminables discusiones de grupo antes de poner en marcha el proyecto. El responsable de solucionar el problema trata de comprender detenidamente la situación antes de elegir una solución elegante y convincente. Curiosamente, este planteamiento es no experimental, y lo que subyace en él es la aparente necesidad de delimitarlo totalmente antes de poner en práctica la solución. Cuando los responsables de solucionar el problema se percatan de que no han podido contener la situación y se ven arrastrados en un proceso dinámico, o “lanzados” a situaciones (Winograd y Flores, 1986, citando a Heidegger) que ellos no han provocado, sienten que están perdiendo el control. Al verse forzados a improvisar sin ganas o mal preparados para ello, podrían llegar a detenerse totalmente. Esto se denomina el síndrome de “congelar el mundo”.

“El molde a medida”

Todas las organizaciones tratan al principio de abordar un nuevo problema de una forma que haya funcionado en el pasado. Esta reacción es totalmente comprensible, pues resulta prudente evitar la inversión y las molestias que siempre acompañan a los cambios a menos que sean totalmente necesarias. Incluso las organizaciones que se precian de ser innovadoras en su campo aspiran a adelantarse a las demás y evitan toda innovación injustificada. Pero en estos casos hemos comprobado que existe una gran resistencia a cambiar de estrategia cuando estos métodos fiables claramente no obtienen los resultados esperados. Las organizaciones parecen quedarse atrapadas en sus hábitos.

En el peor de los casos, puede que la organización se aferre a sus métodos convencionales con todas sus fuerzas, muchas veces incluso sin saber por qué. Este empeño se ve acompañado por cierto grado de derrotismo o melancolía, una nostalgia de los tiempos en que el mundo todavía era comprensible, una edad de oro que hace mucho que acabó.

Este patrón de conducta, que consiste en bloquear la situación del problema, provoca una incapacidad profundamente arraigada en las organizaciones para traspasar los límites de sus anteriores formas de pensar. Entonces los especialistas en creatividad ofrecen talleres para ayudar a las personas a “salirse del molde”, lo cual puede servir de ayuda, pero las organizaciones no suelen percatarse de que los moldes que están tratando de romper los han creado ellas mismas. Más adelante comprobaremos cómo los profesionales del diseño consiguen evitar crearse estas trampas de pensamiento. El “molde a medida” es un síndrome importante porque en una situación verdaderamente cerrada, incluso personas muy moderadas y razonables pueden ser sorprendentemente persistentes e imponer implacablemente un cierto planteamiento para resolver el problema por falta de alternativas. Están bloqueando un nuevo pensamiento y reforzando el modelo del “molde a medida”.

“Adoptar una postura de superioridad racional”

En el fondo, todas las organizaciones que muestran signos evidentes de estos tres primeros síndromes están convencidas de que su forma de abordar el problema es completamente racional y que no podrían haber obrado de otra forma. Esta creencia en su propia racionalidad y la convicción profundamente arraigada de que solo hay una postura racional, pueden hacer que las organizaciones se muestren sorprendentemente inflexibles en su planteamiento para resolver el problema. Esta inflexibilidad persiste incluso hasta el punto de provocar una curiosa repetición por la que vemos a la misma organización usando el mismo planteamiento desastroso una y otra vez. El mismo gobierno que ideó el trayecto del tren de alta velocidad también había construido hacía un par de años una importante línea de mercancías que recorría el país. Ese proyecto mostró exactamente la misma tónica deficiente que el anterior (de Vries y Bordewijk, 2009). El marcado patrón que surge aquí supone algo más que aferrarse a suposiciones o ideas preconcebidas: en esencia, se trata de la convicción de que las acciones realizadas por la organización para resolver los problemas son completamente racionales y sumamente obvias. Esto recuerda a cómo los generales en la I Guerra Mundial ordenaban constantes oleadas de ataques sobre las trincheras enemigas, con el único resultado de que sus soldados resultaban acribillados una y otra vez. Aunque esto a veces ocurría varias veces al día, ellos persistían porque simplemente no tenían otra estrategia para salir de ese punto muerto. Por ello hay una extraña correlación entre creer ciegamente en un cierto tipo de racionalidad y la absoluta locura de continuar aplicándola en situaciones donde claramente no funciona.

 

El comportamiento sintomático que acompaña a este síndrome puede ser el uso repetitivo de frases que comienzan con “Está claro…”, que ejemplifican la incapacidad para discutir otros puntos de vista. Dichos llamamientos a la racionalidad y la causalidad incorporan una segunda afirmación: la que se refiere a la instancia moral de lo que es “razonable”. Esto puede llevar fácilmente a la adopción de una posición innegociable en el proceso de solución del problema y a una perseverancia obstinada. Aferrarse a la superioridad racional viene acompañado de un intenso temor a lo que pueda encontrarse más allá de los confines de esa racionalidad, lo cual se suele definir en términos de anarquía y caos. Muchas organizaciones se aferran a “la superioridad racional” desesperadamente para evitar caer en las arenas movedizas donde el “ensayo y error” puede ser la única forma de avanzar.

“Conformar nuestra identidad mediante métodos establecidos”

En las mentes de las personas permanecen profundamente arraigados los métodos más usados para resolver los problemas, y también en la estructura y en los procedimientos de las organizaciones. Se convierten fácilmente en la parte esencial de lo que la gente considera el núcleo de la organización, su identidad y su “cultura”. Esta cultura está representada por los objetivos, las estructuras, los procesos, los valores que propugna y los métodos de la organización, y la definición de “calidad” aceptada dentro de ella. Si la organización actúa en un entorno estable, tiene tiempo para perfeccionar sus procedimientos y su cultura se considera exitosa, el vínculo emocional de la gente con lo que ellos consideran el ADN inalterable de la organización puede llegar a ser muy sólido.

La persistencia de una organización para aferrarse a sus métodos puede verse muy clara y explícitamente en lo que se denomina autopoiesis organizativa, las sutiles formas en que se inicia a los nuevos empleados en “cómo hacemos las cosas aquí” por parte del personal existente. La iniciación comienza en cuanto llega la persona nueva (lo cual, por cierto, puede ser frustrante para el equipo directivo si con la contratación de esta persona se ha tratado de introducir ideas originales y nuevos métodos). Cuando en una organización se produce esta identificación patológica con los métodos habituales, se considera que su cultura se ha “autosellado” (Argyris, 2000) y significa el fin de toda innovación. Una cultura autosellada impide casi por completo que el personal idee nuevos métodos, por muy grande o evidente que sea su necesidad de afrontar los cambios en el entorno exterior.

Avanzar

Como afirma Boutellier (2013), la complejidad sin dirección paraliza. El sentimiento de impotencia que impregna los casos prácticos puede tener su origen en estos cinco síndromes subyacentes, cada uno de los cuales estudiaremos más adelante. Pero antes de seguir, es importante comprender que los participantes en los diecinueve casos prácticos de este libro en realidad son todas organizaciones muy válidas, que trabajan satisfactoriamente en sus respectivos campos desde hace muchos años. Los miembros de esas organizaciones cuentan con una excelente formación, están altamente cualificados, son bienintencionados, tienen experiencia, están motivados, son listos y dinámicos. El hecho de que unas organizaciones tan impresionantes se quedaran estupefactas contemplando estos problemas nuevos fue lo que provocó la redacción de este libro.

Y debemos darnos cuenta de que no va a ser fácil cambiar estas viejas formas de resolver los problemas. Los cinco síndromes que nos impiden abordar estos problemas abiertos, complejos, dinámicos e interconectados de forma innovadora son literalmente tan viejos como la humanidad. Por eso son tan reconocibles; están profundamente enraizados en nosotros mismos y en nuestras culturas profesionales. En realidad, estos modelos de pensamiento pueden encontrarse desde hace mucho tiempo en los grandes libros de la humanidad. La Biblia, el Corán y el Bhagavad-Gita ya estaban llenos de “guerreros solitarios”. Aunque el modelo de guerrero solitario con todo su heroísmo y su romanticismo disfuncional ya fue parodiado genialmente por Cervantes en su Don Quijote, la larga fila de guerreros solitarios arquetípicos ha continuado extendiéndose incesantemente hasta los libros infantiles actuales o los éxitos del cine de Hollywood. Asimismo, la idea de que es necesario un “mundo congelado” para resolver cualquier problema es otro supuesto que impregna nuestros relatos, películas y literatura: pensemos en los relatos de crímenes, por ejemplo. Sherlock Holmes siempre descubre al culpable de entre un selecto grupo de sospechosos que se aísla en una casa, en un tren, en un determinado grupo familiar o (actualmente) en una nave espacial. El “molde a medida” hecho con la sabiduría recibida y los métodos convencionales suele considerarse el núcleo mismo de la cultura de nuestras sociedades, y los medios de comunicación populares lo refuerzan con entusiasmo. La “postura de superioridad racional” que suele insinuarse en esta reafirmación de la autoridad origina otro arquetipo: el inteligente forastero que supera con creces el comportamiento normal. Estas figuras bufonescas son constantes en el tiempo y en las culturas: los ejemplos abarcan desde Loki en la mitología celta a Tengu en Japón, o al cómico monologuista de la actualidad. Pero este desfile de disconformidad ritualizada reconoce implícitamente la importancia del consenso y de los poderes fácticos (Le Roy Ladurie, 1979). La oscura lógica que sustentaba el aparato estatal en 1984 de Orwell ofrece una visión distópica de lo que puede provocar la imposición de una racionalidad limitada y perversa. Pero el libro se vuelve verdaderamente escalofriante cuando el lector se da cuenta de que la lógica está totalmente sellada dentro de la “identidad” de la sociedad, y todos en ella. No hay escapatoria posible de esta cultura totalitaria cerrada, y todos los actos de resistencia están condenados al fracaso sin remisión. El mecanismo de autosellado es muy serio, ciertamente…

Por ello, no hay duda de que los síndromes que tratamos aquí están profundamente arraigados porque sirven a importantes fines que crean estabilidad y continuidad. No pueden “resolverse” o eliminarse; no obstante, comprobaremos más adelante en el libro que pueden superarse cuando sea necesario.

La creación de marcos de referencia supone la oportunidad de acometer los problemas que afrontamos de una forma novedosa, y de evitar la repetición de los deficientes métodos del pasado para resolverlos. Como primer ejemplo, en el próximo caso práctico abordamos de una forma original y muy eficaz los problemas complejos y profundamente enraizados de un tema de vivienda social, pasando por alto todas las estrategias convencionales para resolverlos.