Siempre nos quedará Beirut

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En cuanto a los cineclubes, existían varios proyectos que se desarrollaban simultáneamente, centrándose cada uno en un público concreto.[63] A nivel escolar, Ghassan Abou Chacra y Antoine Aoueis, dos profesores de francés, crearon en 1961 el Ciné-club de la Jeunesse, un proyecto ambulante que el Centro Nacional de Cine ministerial añadió en 1964 a su programa escolar, ya que se llegó a un acuerdo con ciertas escuelas católicas del país. También el Centro Nacional de Cine organizó un cineclub que tenía lugar en la sala de arte y ensayo Clemençeau, hoy día Masrah al-Madina (Teatro de la Ciudad), donde Jean-Pierre Goux Pelleton, crítico de cine habitual del periódico libanés L´Orient-Le Jour, dirigía las sesiones y redactaba la ficha artística que se repartía.[64] Partiendo de una iniciativa privada se fundó el Ciné-club Beirut, en el cual participaban los críticos locales, que fueron los verdaderos responsables, frente a los distribuidores comerciales, de la difusión del cine extranjero de autor en el país. Dos de estos diligentes renovadores de la escena local fueron Alain Plisson, actor y uno de los propietarios de la revista Cinés d´Orient, y el antes citado Jean-Pierre Goux Pelleton. El Ciné-club Beirut proyectaba las películas europeas del nuevo cine e invitó a importantes directores, entre ellos el italiano Pier Paolo Pasolini, el francés François Truffaut y el alemán Werner Herzog.

Otra fuente de actividades audiovisuales en este y otros países árabes han sido durante mucho tiempo los centros culturales extranjeros. En aquel momento, el más activo en el país era el Instituto Goethe, que contaba entre sus numerosas actividades con una sesión semanal de cineclub. Pero, tras revisar los programas de la época, se constata que al principio los títulos se proyectaban cuatro o cinco años después de su estreno internacional y que, en realidad, apenas había habido alguna sesión dedicada al nuevo cine alemán. Aunque, a medida que pasó el tiempo, las actividades aumentaron y en 1974 las películas empezaron a llegar con menor retraso.

Encuentros similares, pero de distinta naturaleza, fueron las famosas y populares sesiones cinematográficas que se dieron cada septiembre desde 1969 a 1975 en el colegio Champville. En ellas no sólo se veían películas, sino que también se aprendía a comentarlas y a realizar análisis fílmico; además, dentro del afán educativo motor de este movimiento, surgieron los cursos de formación de animadores de sesiones.[65] Una gran parte de las películas ahí proyectadas pertenecían a las nuevas olas europeas. La primera sesión de 1969, a la que acudieron unas cien personas, se centró precisamente en la Nouvelle vague francesa. A sesiones posteriores acudieron personajes relevantes de los nuevos cines, entre ellos uno de los fundadores de Cahiers du cinéma, Jacques Doniol Valcroze, así como directores árabes fundamentales del momento como Salah Abou Seyf y Tawfiq Salah; y, aunque en general las proyecciones se centraban sobre todo en el cine europeo, siempre se consagraba una jornada completa al cine árabe no comercial. Estas reuniones sirvieron de proyección del cine de las nuevas olas, pero su impacto se frenó justo cuando estaban empezando a adquirir mayor importancia mediática y de público debido al estallido de la guerra en 1975. Champville se hacía eco de lo que ocurría a nivel internacional y el Centro Interárabe del Cine y de la Televisión,[66] fundado en 1964, agrupaba y recogía lo que ocurría en el mundo árabe. La fundación del Centro Interárabe, cuyas semillas fueron los encuentros en torno al cine árabe que tuvieron lugar en Beirut en 1962 y 1963, había brotado del espíritu en el que confluían los tres motores de la época: la voluntad de forjar una nueva producción árabe alejada de los convencionalismos del cine egipcio, la ideología panarabista y el deseo de transmitir más ampliamente una cultura audiovisual entre la población local. Sus cometidos cardinales, propuestos en los textos fundacionales y en sus actividades, eran tanto centralizar la comunicación entre los países árabes y sus respectivas industrias cinematográficas como promoverlas de forma interregional. El Centro se propuso la creación de un archivo fílmico árabe, acogió mesas redondas, publicó y editó textos como Le cinéma des Pays Arabes de Georges Sadoul[67] y los de las conferencias que se organizaban. Realizó su propia publicación, la revista Al-Ajbar (Las noticias), y produjo el cortometraje documental La médecine chez les arabes (La medicina en la historia árabe, 1968) del libanés Antoine Mechawar, única producción audiovisual propia de la que queda constancia. A nivel gubernamental, el Ministerio de Cultura, a través del Centro Nacional de Cine, tuvo la intención de fomentar cursos y seminarios y, según se apuntaba en la prensa del momento, se barajó a Jean-Luc Godard como posible instructor, pero nada de todo esto se materializó debido al arranque del conflicto.

Las publicaciones

La difusión de esta nueva cultura se hacía también a través de publicaciones sobre cine, entre las que había tanto periódicos como revistas. Tres eran los periódicos de mayor tirada en la época que contaban con una sección regular sobre cine: An-Nahar, L’Orient y Le Jour. En An-Nahar escribía el cineasta egipcio Samir Nasri,[68] un colaborador habitual del director Youssef Chahine y uno de los más importantes críticos de cine de los años sesenta y setenta. Las referencias al cine en este periódico se hacían sólo cuando había un hecho a destacar que tuviera relación con la producción nacional o la cartelera comercial semanal. Pero, en general, las referencias al nuevo cine tanto árabe como europeo eran escasas. Por otro lado, estos dos periódicos inicialmente independientes, L´Orient fundado en 1925 el primero y Le Jour, en 1965, ambos en lengua francesa, se fusionaron en 1971 para publicar conjuntamente. En sus páginas escribían también Samir Nasri y Jean-Pierre Goux Pelleton. Los lunes publicaban As-safhat Al-itnein As-sinemaiya (Las páginas de los lunes cinematográficos), ya que era el día de los estrenos, por lo que se centraban básicamente en los títulos comerciales de la cartelera. Tenía un suplemento cultural en el que al menos una o dos páginas se dedicaban al cine. En ellas, las revisiones a los nuevos cines, aunque esporádicas y puntuales,[69] eran más numerosas que en el anterior.

Y tres eran también las revistas, Cinés d´Orient, Film y Al-Ajbar, aunque cada una mantenía un grado de implicación y una perspectiva diferentes en lo que a los nuevos cines se refiere. Cinés d´Orient, publicada en lengua francesa, era la revista local especializada en cine comercial, podía adquirirse en kioscos y bibliotecas, y recogía el testigo de Écran d´Orient, publicada por primera vez el 12 de noviembre de 1949 y que, con las mismas características que su sucesora, cambió de equipo redactor y de nombre en 1952.[70] Se hacía eco principalmente del cine americano y europeo, especialmente el francés. Aunque sí seguía las producciones y la marcha del cine libanés, sólo hacía menciones esporádicas al cine árabe, al que dedicaron un único número especial.[71] Al-Ajbar, la publicación del Centro Interárabe de Cine y Televisión, nació el 1 de agosto de 1965. En la introducción al primer número declaraban su intención y vocación por hacerse eco de lo que ocurría en el mundo árabe y especialmente en Líbano, centrándose en los nuevos cines.[72] Se publicaba en blanco y negro, en formato más sencillo que Cinés d´Orient, pero en tres lenguas (inglés, francés y árabe), y al final de sus páginas se adjuntaban fotogramas de las películas comentadas. Realizaba a veces monográficos sobre cinematografías concretas y se distribuía en más de cien países, entre prensa especializada, centros audiovisuales de diverso tipo y cineclubes. La revista buscaba ser un punto de referencia para los cineastas árabes y las menciones al cine exterior eran prácticamente inexistentes, a pesar de que en el primer número sí reseñaban los nuevos cines europeos. La revista, dirigida por Walid Schmeit, quien actualmente trabaja en el Institut du Monde Arabe de París, dejó de publicarse debido al comienzo de la guerra, cuando también desapareció el centro.

La escena audiovisual

Un factor cultural y sociológico más complejo, al que hacen referencia muchos críticos de la época y que contribuyó probablemente a la sensación de extrañeza entre autores y público, fue la gran diferencia existente entre la elite económica y el resto de los ciudadanos, que había provocado una brecha radical entre la educación y el legado cultural de unos y otros. Otro factor importante fueron las trabas que el Gobierno del Líbano, al igual que los de otros países árabes, ponía a la producción, especialmente si comparamos con lo poco en que contribuía a su desarrollo,[73] haciendo que la relación entre el mundo del cine y el Gobierno se redujera a la del censurador y el censurado.[74] Como consecuencia de este panorama, el público general carecía de una formación audiovisual compleja o rica que le permitiera construir una relación sólida con el nuevo cine, que se mostraba preocupado por una realidad de la que no huía, sino que la afrontaba y cuestionaba. Sobre la relación entre el nuevo cine árabe y el público local, reflexionaban numerosos textos de la época. También lo hacía el cineasta libanés Bourhane Alawieh en una entrevista con Mohammad Rida[75] y sostenía que los cineastas locales de la época estaban estrictamente condicionados por un público demasiado habituado a las películas de baile y lucha, y que, aunque ambicionaran el cambio, no podían alejarse totalmente, al menos en aquella primera fase, de este tipo de cine si querían obtener cierto éxito local; de ahí la importancia de distinguir la existencia —como haremos más adelante— de ciertos títulos “bisagra” entre una época y estilo y otro.

 

Son muchos y complejos los elementos que alejaban al ciudadano libanés de clases más populares del nuevo cine local, entre ellos incluso el uso del dialecto libanés frente al egipcio, que era la lengua que asociaban con las películas.[76] Pero no eran sólo las clases populares las más alejadas del nuevo cine árabe, pues la burguesía y la clase alta local, muy influidas por una cultura marcada por el colonialismo, se habían hecho con el monopolio total de la denominada alta cultura,[77] por lo que se sentían sobre todo “atraídos por la máquina occidental, además de tener ciertas reticencias contra el cine árabe”,[78] mostrándose cínicos frente a la posibilidad de un cine árabe de calidad. Por último, hay quien habla de una tercera brecha que se daba, especialmente en el Líbano, “entre los intelectuales, la burguesía y el cine libanés”,[79] por lo que, en este primer periodo, el nuevo cine árabe no gozaba de un público concreto, por no decir que carecía de él.

En cualquier caso, habría de señalarse que por parte del Gobierno no fue todo falta de apoyo. Se creó la Dirección de Asuntos de Cine, Teatro y Espectáculos dependiente del Ministerio de Noticias y Difusión, hoy Ministerio de la Información, que se encargaba de apoyar la presencia del cine libanés en festivales y congresos. La institución apoyó el Festival Internacional de Cine de Beirut desde 1960 y comenzó a dar subvenciones, exiguas, para la producción. Fue esta institución la que atrajo a la unesco a establecer en Beirut el Markaz at-Tansiq as-Sinimai al-´Arabi (Centro de Coordinación del Cine Árabe), el cual estuvo funcionando desde 1964 hasta el estallido de la guerra. También se llegó a crear un sindicato de cineastas en 1952, pero éste no incluía a actores ni a músicos y estaba separado del sindicato de productores creado anteriormente.[80] A nivel internacional, es de especial relevancia tener en cuenta que este momento histórico coincidió con el periodo en que Hollywood desplegaba una poderosa campaña de internacionalización de su cine para contrarrestar la competencia interna que había supuesto la irrupción de la televisión comercial en los Estados Unidos,[81] una estrategia que arrasó en los mercados de los países más empobrecidos e impuso un gusto audiovisual determinado.

En cuanto a la limitada industria privada en el Líbano, durante largo tiempo el cine libanés que se veía localmente era el que copiaba las fórmulas egipcias. Su mayor exponente fue Muhammad Salman, un actor sirio que había trabajado en El Cairo antes de establecerse definitivamente en Beirut[82] y había comenzado su carrera en una coproducción comercial libanesa-iraquí, Laila fi-l-Iraq (Laila en Iraq, 1949), la cual escribió y protagonizó. El circuito de distribución estaba formado por negocios de carácter familiar; una gran parte de las salas comerciales pertenecían al circuito Empire, que sigue existiendo hoy día. En general, su política de proyección estaba restringida según una cuota acordada con las grandes distribuidoras norteamericanas de películas estadounidenses que debían ser proyectadas, por lo que había poco o casi ningún espacio para el cine árabe[83] y menos para el que no tenía grandes aspiraciones comerciales. Otras eran las familias significativas como Aitani y Fatah Allah, las cuales, todavía hoy, son dueños de salas beirutíes. Una tercera familia importante fueron los Sabbah,[84] quienes, además, se embarcaron en la producción de Bairut, al-liqa ´(Beirut, el encuentro, 1982) de Bourhane Alawieh, uno de los títulos fundamentales del cine de autor libanés, y que siguen llevando también la distribución de películas libanesas antiguas y contemporáneas.

Sirva como ejemplo de las películas que se veían, el número de filmes árabes proyectados en salas libanesas entre 1965 y 1966:[85] Al-Bank (El banco, 1965) de Muhammad Salman, Bay´a al-jawatim (La vendedora de anillos, 1965) de Youssef Chahine, Abu Salim fi ifriqya (Abu Selim en África, 1965) de Gary Garabedian, Al-Yababira (Los gigantes, 1965) de Hassib Chams, Al-millionira (La millonaria, 1965) de Youssef Malouf, ´Aria bi-la ajta (Desnuda, sin faltas, 1965) de Kostanoff, coproducción sirio-libanesa, y Aqua min al-hayat (Más fuerte que la vida, 1965) de Muhammad Zulficar.

En cuanto a la producción, Mohammad Sueid[86] daba cuenta de Al-Arz y Haroun, los dos estudios de cierta relevancia, ambos establecidos en 1952. El segundo, que duró más tiempo, fue fundado por Michel Haroun, uno de los pioneros del teatro libanés: el espacio que ocupaba estaba conformado por una habitación y un baño, y realizó y produjo enteramente una sola película, Zuhur hamra´ (Flores rojas, 1957). Otros dos pequeños estudios fueron As-Sakhra, un proyecto jordano-palestino-libanés, y Asri, cuyo origen era una primera asociación comercial sirio-libanesa del mismo nombre. Todos estos estudios eran, según Mohammad Sueid, los “grandes”,[87] pero también apuntaba Sueid, muy acertadamente, que se trataba de quimeras más que de una verdadera infraestructura. Tenían aquellos pioneros una fuerza de voluntad inquebrantable a pesar de la lentitud con que avanzaban las cosas en el país, en comparación con los desarrollos que ocurrían en Europa y de los que estaban al corriente.[88] Por último, el más ambicioso y activo fue el estudio Baalbek, cuyos fundadores, Youssef Bids y Badiah Bulos, ambos de origen palestino, eran dueños del banco Intrabank —un tipo de perfil muy similar al del banquero egipcio Tala´at Harb que abrió Estudio Misr—, pero, cuando su banco sufrió una gran crisis,[89] se precipitó la caída del estudio. En cualquier caso, finalmente todos estos proyectos se extinguieron con el estallido y prolongación de la guerra cuatro años más tarde.

La producción: primeros pasos hacia un

cine de autor en el Líbano

Afirmaba Jean-Luc Godarad que, “cincuenta años tras la revolución de octubre, el cine americano reina sobre el cine mundial. No hay demasiado que añadir a este hecho. Salvo que desde nuestra modesta escala debemos nosotros también crear dos o tres Vietnams en el seno del inmenso imperio de Hollywood-Cinecittá-Mosfilms-Pinewood-etc., tanto económica como estéticamente, es decir, luchar desde los dos frentes creando cines nacionales, libres, hermanos, camaradas y amigos”.[90] Y no se equivocaba al denunciar la situación en la que se encontraba el cine internacional frente al monopolio que había, al que, en el caso del Líbano, habría de añadirse el egipcio, pues las oligarquías narrativas que ambos imponían limitaban las oportunidades de experimentación narrativa o temática. Un reflejo de aquella actitud podía verse en el hecho de que los productores y guionistas, en un afán supuestamente conciliador, narraban problemas puramente amorosos y no sociales, además de que evitaban dar a sus personajes nombres que reflejaran su religión, o bien se cuidaban de que tanto los personajes malvados como los buenos estuvieran repartidos con cierto equilibrio entre actores musulmanes y cristianos para no herir posibles sensibilidades.[91] En la década de los cincuenta, casi los únicos casos excepcionales fueron los filmes de Georges Nasser.[92] Nasser estudió cine en la Universidad de Los Ángeles[93] y realizó su primer largometraje, Ila aina? (¿Hacia dónde?, 1952), en dialectal libanés y acerca de la emigración local. La película se presentó en el Festival de Cannes, pero en el Líbano tan sólo una sala comercial aceptó estrenarla y lo cierto es que, comercialmente, fue un fracaso absoluto. El director apuntaba a un boicot a su obra, por lo que, supuestamente y según sus palabras, eso le llevó a rodar su segundo título, Le petit étranger (El pequeño extranjero, 1961), en lengua francesa, porque él intuía que su público potencial veía las películas francesas y ésta era una forma de poder conservarlo;[94] además, esperaba obtener distribución internacional. Pero las críticas que recibió cuando presentó esta segunda película, también en el Festival de Cannes, fueron terribles. Incluso los críticos árabes de la época veían en sus películas una copia de otros filmes franceses de la Nouvelle vague,[95] aunque él lo negaba y no veía “ninguna influencia”[96] de aquel cine, sino acaso una mayor influencia estadounidense, “especialmente los westerns de John Ford”;[97] en cualquier caso, hemos de remitirnos a sus palabras y los escritos de la época, pues no hay ninguna copia disponible.[98]

En la década de los sesenta aparecieron algunos filmes que iban abriendo una senda distinta a lo puramente comercial. Al-Ayniha al-mutakassira (Alas rotas, 1964) de Youssef Maalouf, basada en la novela homónima de Gibran Khalil Gibran, fue además, hasta los ochenta, la única producción basada en una obra literaria libanesa.[99] En 1966, el crítico Samir Nasri[100] realizó Shabab tahta ash-shams (Juventud bajo el sol) con un presupuesto muy bajo para la época, 8.500 liras libanesas, y, aun sin contar con grandes estrellas en el reparto, obtuvo una buena acogida de crítica y público. Este éxito le permitió rodar su siguiente película, Intissar al-mounhazem (La victoria del vencido, 1966), en la que retrataba a un novelista libanés que se negaba a que convirtieran un filme basado en su novela en una mera fórmula comercial al añadirle números de baile y demás ingredientes típicos de aquel cine.

Otra película que usaba un lenguaje alejado de lo establecido fue Al-Ajrass wa-l-hobb (El mudo y el amor, 1967) de Alfred Bahry,[101] pero la carrera de este director no tuvo tampoco mucha continuidad. Un nuevo director que intentó hacer obras diferentes fue Gary Garabedian, quien realizó Abu Salim fi ifriqya (Abu Selim en África, 1965), también sobre la emigración, y Garo (Garo, 1965), sobre la que hablamos más adelante y uno de los títulos que sirvieron de transición entre épocas y corrientes. Su actor protagonista, Mounir Masri, dirigió a principios de los setenta Al-Qadar (El destino, 1972) considerada por la crítica del momento la primera película seria y de calidad que “marca un giro en nuestra joven cinematografía. Finalmente, un filme que rompe con las tradiciones establecidas”;[102] aunque, de nuevo, fue una apuesta arriesgada y comprometida que no consiguió convencer al público. En la misma época se produjo un importante fenómeno que refleja el carácter de absorción que tiene la industria local libanesa. Las producciones a las que nos referíamos anteriormente eran de bajo presupuesto y tenían un carácter bastante independiente, pero, con la nacionalización de las salas en Egipto por parte del nuevo régimen naserista y una censura incipiente, muchos realizadores emigraron al Líbano. Los directores Youssef Chahine y Henry Barakat dirigieron los musicales que los hermanos Rahbani escribieron y que protagonizaba la estrella local de la canción Fayrouz. Ambos directores dejaron películas que son consideradas, todavía hoy, parte del legado cultural libanés: Baya´ al-jawatem (El vendedor de sortijas, 1965) de Youssef Chahine, que atrajo tanto al público elitista burgués como al de clases más populares, y los filmes Safar Barlek (Safar Barlek, 1967) y Bint al-hares (La hija del guardia, 1968) de Henry Barakat, ambos ambientados en la época de dominio otomano.

 

Pero el cambio más importante en el cine libanés se produjo, en realidad, a raíz de un hecho histórico, la Naksa de 1967. Fue entonces cuando apareció con más fuerza que nunca la causa palestina, cuya situación crítica no podía seguir siendo ignorada pr la gran pantalla. Esta causa se convirtió en uno de los temas fundamentales del cine árabe, dando lugar a un cine político y comprometido con su historia. En cuanto al cine libanés de autor, cuando se produjo este importante cambio político, gran parte de los primeros filmes eran obras comerciales que explotaban la figura del fedayín con títulos en los que su figura estaba más cercana a la del gran héroe que a un personaje real. Al-fedayin (Los fedayines, 1967) de Christian Ghazi[103] fue el primer título libanés realista sobre la lucha palestina, precursor de una nueva ola de cineastas que arrancó en el cambio de década. Un cambio que Bourhane Alawieh definía de forma global como

una renuncia al cine clásico: el de aquellos que continuaban dirigiendo el cine desde hacía décadas, el de los temas alejados de la realidad. Un rechazo a los productores que eran, en su mayoría, sólo comerciantes. Se trataba de rodar en los exteriores, lejos de los estudios. […] Las películas egipcio-libanesas producidas en los sesenta representan un cine hundido o fracasado, y partiendo de esta visión propusimos hacer un cine nuevo, alternativo y rebelde a este cine anterior [...] había que aclarar que nuestro colectivo en Beirut —y me refiero al que conformaban Baghdadi, Ibrahim Al-Ariss, Jean Chamoun, Walid Chmait, Samir Nasri, Christian Ghazi, entre otros— representa una parte del movimiento cinematográfico joven y generalizado en el mundo árabe, y Beirut era un eco del mundo árabe y este movimiento, pero la llamada a un cine alternativo [badila] partió de Damasco en 1972 y ya, antes de El Cairo, de mano de la Yama`a al-sinima al-yadida [Organización del nuevo cine] en 1968.[104]

Más tarde, Christian Ghazi intentó realizar un título sobre la causa palestina alejado de los convencionalismos, Mi´at wahy li-yawm wahad (Cien caras para un solo día, 1972), de producción siria, en el que con distintas voces en off y un diseño de sonido muy elaborado, contrasta imágenes de escenas de ocupación y pobreza, entre las que hay víctimas de los bombardeos israelíes, la dura vida en humildes aldeas árabes y escenas de combate de guerrilla, con otras donde se ve gente que vive en la opulencia o de las noches beirutíes donde viven despreocupados de lo que ocurre a pocos kilómetros de distancia. Pero la película no fue bien recibida por parte de la crítica local; incluso fue calificada por Mohammad Rida como “uno de los ejemplos de cómo tomar un camino equivocado en la creación de un cine alternativo”.[105] Preocupado por el devenir del nuevo cine y las posibilidades que ofrecía, exponía Rida en sus textos un término que siento acierta de lleno en la relación del público árabe de entonces y su cine: un perpetuo Ightirab, es decir, una suerte de extrañamiento, alienación o alejamiento de lo propio que sufrían los directores árabes y libaneses con respecto a su público. El camino que le quedaba por recorrer al cine libanés era el de la realidad, un camino que, definitivamente, emprendieron los cineastas azuzados por la guerra y cuando la realidad, o la hiperrealidad de ésta, se impuso.

Otro factor importante que les movía era el impulso político del panarabismo. Según Bourhane Alawieh, “sin duda, las cosas han cambiado. En los 60 y 70, los árabes buscábamos aquello que nos uniera y que demostrara que todos éramos árabes. Intentábamos cada uno de nosotros afirmar nuestra propia arabidad en la arabidad de los otros y viceversa. Pero hoy, a finales de los 90, la búsqueda cultural apunta hacia las características específicas de cada uno”.[106] Y la obra de Christian Ghazi a la que aludimos era, en realidad, también un claro ejemplo, pues hablaba de la causa palestina relacionándola con “la nación árabe”.

“Películas bisagra” y nuevos géneros

A finales de los sesenta y en la primera mitad de los años setenta se produjeron una serie de títulos que permiten hablar de “películas bisagra” que intentaban llegar al gran público a la vez que ambicionaban innovar en el lenguaje y los temas. Entre los títulos “bisagra” en cuanto al cine de género, destacó en calidad el filme Garo (Garo, 1965) de Gary Garabedian, enmarcado dentro del género policial. Basado en una historia real, Garo, el protagonista, se convertía en criminal sin buscarlo y era perseguido, primero por unos malhechores y luego por la policía, hasta que, mientras huía, caía por una ventana y moría. A nivel cinematográfico, aunque tiene ciertos elementos interesantes, además de incluir un par de números de baile[107] y carecer de una línea narrativa rica, no tocaba ningún tema social de forma concreta. Pero tanto el actor protagonista como el director hicieron este tipo de cine con salida y éxito comercial, y pudieron realizar después otros trabajos más personales y comprometidos. Gary Garabedian hizo Kul-luna fidaiyun (Todos somos fedayines, 1969),[108] que, aunque se enmarcaba aún en la tradición comercial, planteaba temas interesantes que tenían que ver con la ocupación de Palestina, y, si bien trataba la causa palestina alejándose de un discurso político complejo, era entretenida y tenía un lenguaje cinematográfico más sofisticado. Es importante señalar que, para ciertos críticos, Kul-luna fidaiyun u otros filmes similares como Fidak ya filastin (Por ti, Palestina, 1969) de Antoine Remi y Al filistini az-zair (El palestino rebelde, 1969) de Rida Mayssar, ,eran clasificables como “western-fedayins”[109], producciones cuyo principal objetivo era sacar beneficios económicos “del entusiasmo solidario de los árabes por la causa palestina”.[110] Pero, aun siendo en parte cierta esta afirmación, el hecho de tratar un tema real y contemporáneo sirvió para abrir una nueva brecha temática interesante en un panorama donde la irrealidad había sido la única posibilidad narrativa. El actor protagonista de Garo, Mounir Masri, dirigió Al-Qadar, en la que se criticaban, por primera vez, el feudalismo local y las diferencias de clase de forma clara y sin tapujos.

Palestina parecía ser la excusa para llevar la realidad a las pantallas libanesas, en concreto, y a las árabes, en general. En el Líbano se empezaron a realizar numerosos trabajos, casi todos documentales. En el periodo previo a los ochenta, la mayoría eran proyectos testimoniales ligados a la Organización para la Liberación de Palestina (olp) y producidos por su Unidad de Cine, en la que participaban directores palestinos y libaneses juntos, como de ello dejaban constancia por escrito los realizadores Randa Chahal-Sabbagh, libanesa, y Mustafa Abu Ali, palestino: “Acompañábamos a los combatientes en las batallas de la calle y las líneas del frente. Nos guiaban y seguíamos sus sugerencias. La cámara se había realmente convertido en un arma como las otras. Nuestro trabajo armonizaba con el de los combatientes, de quienes hemos aprendido mucho”.[111] La primera producción libanesa seria en torno a la causa fue el filme de Christian Ghazi Fedayin[112] (Fedayines, 1967), y otros títulos relevantes que apuntaban también a nuevas formas y daban mayor importancia a la realidad, fueron Al-harb fi lubnan (La guerra en el Líbano, 1978) de Samir Nimr, Akhbar Tell Ez-Zatar (Noticias sobre Tell Ez-Zatar, 1976) de Adnan Medanat y Tell Ez-Zatar[113] (Tell Ez-Zatar, 1977) de Mustafa Abu Ali. Este afán y necesidad por dejar constancia de los hechos afianzó, a través del apoyo de distintos organismos, el documental. Entre las más relevantes se encuentra la primera película documental de Jean Chamoun, realizada junto al palestino Mustafa Abu Ali, Tell Az-Zatar (Tell El-Zatar, 1974) producida con el apoyo de Harakat-al-a`mal as-sinima´i al-yama`i (Movimiento del Trabajo Cinematográfico Colectivo), con título homónimo al campamento donde se perpetró una matanza de palestinos. Kafr Qassem,[114] el filme de Alawieh, una ficción basada también en una masacre real en la aldea palestina homónima, no sólo pertenece a la corriente de cine sobre Palestina, sino que también inauguró el sinima al-badila, o cine alternativo libanés.[115] La película se presentó el mismo año que arrancó el conflicto civil y recibió una gran acogida, con premios como el de mejor guion de la Agence de Cooperation Culturelle et Technique de Pays Francophones y el gran Premio en las Jornadas de Cartago.[116] Fue grabada en una aldea siria y producida por la onc, y renarraba la matanza en 1956 de 48 palestinos a manos de un comando israelí. El Gobierno israelí condenó al coronel que dirigía a los soldados a pagar un solo shekel israelí por las muertes y, además, fue nombrado “responsable de asuntos árabes” en una de las zonas ocupadas. Cuando el filme se estrenó, recibió también duras críticas,[117] ya que, además de mostrar la brutalidad israelí contra la población civil frente al ambiente general que buscaba una unidad árabe inquebrantable, ponía de manifiesto las divisiones internas en el seno de la sociedad palestina al mostrar a aquellos personajes que se aprovechaban de la ocupación para sacar beneficios económicos con respecto al resto de sus vecinos, a los que engañaban y explotaban económicamente. En fin, la historia no sólo se centra en la víspera del día de la matanza y en la matanza en sí, sino que cuestiona el posicionamiento de los mismos árabes frente a la ocupación. Con aire de docuficción y la aldea como protagonista colectivo, tiene una interesante estructura narrativa. La película arranca con la escena del juicio a los soldados israelíes, para después ir reconstruyendo en un gran flashback lo que había ocurrido aquel trágico día. Narra cómo en el pueblo, cuyos habitantes era fundamentalmente campesinos, todo el mundo hablaba del esperado discurso de Gamal Abdel Naser la noche que declaró la nacionalización del Canal de Suez. Dibujaba Alawieh la constante tensión existente entre los dirigentes locales corruptos y los hombres y mujeres del pueblo explotados por los israelíes con el consentimiento de los primeros, presentando la cara más compleja de la ocupación, pues, aunque señalaba una sola víctima, los campesinos, apuntaba a varios culpables, al denunciar a los palestinos capataces y ricos corruptos que los engañaban y actuaban de intermediarios para que trabajaran para los israelíes como mano de obra barata. En fin, se trata de un filme con una perspectiva política y social marcada por un fuerte carácter panarabista con un libanés como director, una historia en torno a la ocupación que contaba con dinero y apoyo sirio y fue presentada y premiada en festivales árabes.