La gran ciudad

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La gran ciudad

Personajes

Kate: una chica de pueblo con ideas de primera división... ¡y 75.000 dólares!

Y estos son algunos de los personajes que Katie conoció en la Gran Ciudad...

Francis Griffin: un soltero que puso Wall Street patas arriba.

Trumbull: no importa la edad que usted se imagine que tenía, él era más viejo.

Ritchey: un chofer con un buen porte, una limusina, y un montón de tiempo libre.

Lady Perkins: una dama de la alta sociedad que bien podía alardear de ello.

Bob Codd: un famoso aviador, hasta que algo salió mal.

Herbert Daley: el propietario de una cuadra de caballos de carreras que desarrolló un cierto gusto por las mujeres.

Sid Mercer: un jockey guapo sin demasiado carácter.

Jimmy Ralston: un comediante que no pensaba demasiado en sí mismo.

Y aquí están algunos de los personajes reales que conocerá:

William Jennings Bryan: siempre parecía como si le estuvieran haciendo cosquillas en los pies.

Ziggy: dirigía el espectáculo.

Ed Wynn: pidió prestadas un par de ideas, que en sus manos resultaron un rotundo fracaso.

Man o’ War: ¡cómo corría!

Burleigh Grimes: el pitcher de los Dodgers que acabó siendo el atrezo de una obra de teatro.

i. Beneficios inmediatos

Lo que sigue es el recorte de un periódico de Nueva York, un artículo corto y humorístico que apareció sobre mí hace dos años. Dice lo siguiente: «Un tipo de Indiana manda a la lona a Wall Street. Los empleados de la empresa de inversiones en bolsa H. L. Kause & Co. no dudan en afirmar que, ayer a primera hora de la tarde, un acaudalado especulador de Indiana fue el protagonista de uno de los mejores acontecimientos del año en Wall Street. No hay ninguna información detallada sobre el nombre del misterioso visitante de la región al oeste del Misisipi, que fue reconocido solo por uno de los empleados de la firma, Francis Griffin, pero que anoche era incapaz de recordarlo».

Usted podría pensar que soy un millonario que ha timado a Morgan o algo así, pero solo es una broma, ¿sabe? Si los periódicos hubieran explicado la verdadera historia no habrían tenido espacio en sus páginas para contar las largas jornadas de selección para la carrera Pimlico, y Dios sabe que eso habría sido fatídico.

Pero si le interesa saber más, yo mismo puedo contárselo.

La guerra terminó en el otoño de 1918. El único miembro de mi familia que se dejó el pellejo fue el padrastro de mi esposa. Murió de pena al acabar la guerra, y al esfumarse con ella los doscientos mil dólares de los anticipos. Inmediatamente después me puse un brazalete negro en el brazo izquierdo, pero cuando se leyeron las últimas voluntades me recuperé y me quité la señal de duelo. Nuestra parte fue de setenta y cinco mil dólares. Es lo que quedó después de pagar los impuestos de sucesiones y un funeral sin caballos.

Kate, mi joven cuñada, heredó los otros setenta y cinco mil dólares, y el resto fue para el viejo ladino que había sido el capataz de la fábrica de papá. Aquel fulano fue un muerto de hambre durante los veinte años que recibió un sueldo de mi suegro. Cuando leyeron su nombre como beneficiario del mendrugo de pan que le dejaba, no dijimos ni una palabra, especialmente porque sabíamos que ya casi no le quedaban dientes para disfrutarlo.

Tal vez yo mismo podría haber recibido la parte del capataz si hubiera accedido a la propuesta que Papá me hizo justo antes de casarme con su hija. Yo estaba en Niles, Míchigan, donde vivían ellos, y me insistió para que visitara su fábrica, lo que significaba que también debería olerla. Por aquel entonces me levantaba unos mil ochocientos dólares al año vendiendo cigarros en los alrededores de South Bend, y el viejo me dijo que si empezaba a trabajar con él ganaría solo la mitad, pero tendría el privilegio de estar con él y con la hermana menor de mi esposa.

—Hay mucho que aprender en este negocio —dijo—, pero si le pones todo tu empeño puedes aspirar a convertirte en gerente. ¿Quién sabe?

—Mi nariz lo sabe —le respondí, y ahí acabó la conversación.

Años antes, el viejo perdió un montón de dinero. Se endeudó hasta las cejas y durante una buena temporada antes de la guerra lo único que pudo hacer fue mantenerse a sí mismo y a sus dos hijas, y pagar una parte de la deuda. Cuando estalló la guerra y el precio del cuero se puso por las nubes, mi esposa y yo pensamos que se enriquecería, pero antes de que nuestro país se metiera de lleno, las cosas discurrieron como de costumbre.

—No sé cómo lo hacen —solía decir—. Los demás comerciantes de cuero se forran firmando contratos con los Aliados, y yo ni siquiera he podido cerrar uno.

Creo que trataba de venderle maquinillas de afeitar a Rusia.

Incluso después de que nos hubiéramos metido de lleno en la guerra, y de que él empezara a ganar dinero, con la empresa trabajando día y noche, todo lo que sabíamos era que por fin había conseguido unos cuantos contratos con el gobierno norteamericano, pero nunca nos dijo qué productos le suministraba. Por lo que nos dejó saber, bien podrían ser medallas para la Armada de Tierra.

Sin embargo, cuando llegó el armisticio y la guerra se acabó para todos menos para el Congreso, el viejo ya debía de haber capitalizado un buen pellizco. Era evidente que no se encontraba entre los que fueron detenidos por celebrar a voz en grito los acontecimientos de la noche del 11 de noviembre. Por el contrario, me explicaron que cuando la gran noticia llegó a Niles, el viejo recibió un golpe del que nunca se recuperó, y aunque mi esposa y Kate estuvieron día y noche en la cabecera de su cama con la esperanza de que les dijera cuánto les había dejado en herencia, él mantuvo sus secretos fiscales para Oliver Lodge o para algún otro, y hasta la lectura del testamento no supimos que desde ese día no tendríamos necesidad de trabajar nunca más, algo muy reconfortante a pesar de la pérdida de un suegrastro que dirigía una fábrica de perfumes.

—¡Piensa —me dijo mi esposa— que no obstante todos sus problemas económicos, papá ha muerto siendo rico!

—Sí —dije—, y como un patriota. Lo único que lamentaba era que solo había tenido un año para venderle cuero a su país.

Si el viejo hubiera sido un vendedor solo la mitad de astuto que cualquiera de sus dos hijas, el articulista no se habría equivocado cuando me llamó acaudalado especulador de Indiana. Ni siquiera habían pasado dos semanas tras la lectura del testamento cuando las chicas ya se habían deshecho de la apestosa fábrica y de la vieja casa de Niles, Míchigan. Acordamos que Kate vendría a vivir con nosotros a South Bend. Aquello me agradó especialmente, porque pensé que si dos personas pueden vivir con mil ochocientos dólares al año, tres bien podrían arreglárselas con más de ciento cincuenta mil.

Si no fuera por mí, de todos modos, ella y su hermana Kate habrían ingresado todo el dinero en una cuenta para que el banco se beneficiara mientras durara el dinero. Discutimos y nos peleamos y finalmente las convencí de que ingresaran cinco mil dólares para gastos corrientes e invirtieran el resto en obligaciones. Lo primero que hicieron fue irse a Chicago y comprar todos los vestidos elegantes que había. Luego regresaron a South Bend con la esperanza de que alguien diera una fiesta para ellas. Pero, entre nosotros, las personas que frecuentábamos hasta entonces eran de los que se meten en la cama justo cuando vuelven a casa después del primer espectáculo, y, a pesar de que el Times había publicado que habíamos heredado un montón de dinero, no necesitábamos a una secretaria extra para atender las llamadas procedentes de aquel mundillo.

Al final, Ella decidió que montaríamos algo nosotros mismos. Así que mandó imprimir un montón de invitaciones y se las envió a todos nuestros amigos capaces de leerlas, y contrató un servicio de cáterin y a una orquesta de tres músicos y todo lo demás; y hasta me convenció para que me comprara un esmoquin.

Llegó la gran noche, y todos los que tenían a alguien que les cuidara a los hijos estaban allí. Los invitados llevaban vestidos de noche y toda una variedad de accesorios brillantes o collares previstos para la ocasión. Al principio, parecía que a todos se les hubiera comido la lengua el gato, pero una vez sentados a la mesa para el almuerzo, los hombres empezaron a gastarnos bromitas. Por ejemplo, le decían a mi esposa o a Kate:

—¿No tiene miedo de pillar un resfriado?

Y a mí:

—No sabía que trabajara de camarero en Oliver.

Antes del pescado ya se reían tontamente de cualquier cosa.

Después de la cena llegaron los músicos y, escondidos detrás de un geranio, tocaron jazz. Todo el mundo se puso a bailar a la primera canción. Katie y yo nos reservamos la segunda, y bailé la tercera con mi esposa. Después Kate y mi mujer bailaron juntas, mientras yo tanteé a una tal señora Eckhart, que parecía que le hubieran pedido que posara para una fotografía de exposición muy larga. Entonces la gente se amontonó alrededor de la planta para observar al batería; dado el estancamiento entre la señora Eckhart y yo, atrapé a su marido, me lo llevé a la cocina y le mostré una botella de Bourbon que había reservado para mí, con la esperanza de que lo relajara un poco. Le dije que era mi última botella, pero tal vez entendió que era la última botella de Bourbon del mundo. De hecho, cuando se la terminó, la prohibición ya se había convertido en ley en todos los Estados.

Volvimos a la sala de baile, y obviamente le pidió a Kate que bailara con él. Pero solo tuvo una oportunidad, después su mujer lo obligó a llevarla a casa, y aquello desencadenó una epidemia que vació la fiesta, a excepción de la orquesta y nosotros. Habíamos contratado a la banda hasta la medianoche, es decir, que aún quedaban dos horas y media, por lo que de inmediato invité a las dos chicas a bailar conmigo, pero parecía que ya habían tenido suficiente y ahora querían echarse a llorar un rato. Y los músicos ya habían acabado su repertorio de blues, así que los mandé a casa.

 

—¡Menuda fiesta! —dije, pero Ella y Kate me lanzaron una mirada furibunda, como si yo tuviera la culpa de todo, o algo así. Así que nos fuimos a la cama, y las mujeres se durmieron antes que yo.

Pero los invitados nunca nos devolvieron la invitación, nadie lo mencionó siquiera, y durante todo el invierno las únicas veces que las chicas pudieron mostrar sus vestidos fue cuando pasaba por la ciudad alguna compañía de teatro de segunda, y en ese caso alquilábamos un palco. No podíamos pedirle a nadie que nos acompañara por la sencilla razón de que no teníamos amigos que pudieran vestirse adecuadamente para la velada.

Finalmente llegó el verano y mi esposa dijo que quería salir de la ciudad.

—Debemos ayudar a Kate —dijo—. No conocemos solteros en South Bend, y para una chica joven no es muy divertido salir con su hermana y con su cuñado. Quizá si nos vamos de vacaciones a algún lugar conozcamos a alguien que la divierta.

Así que reservé habitaciones en un hotel en el lago Wawasee y estuvimos allí desde finales de junio hasta mediados de septiembre. Durante la estancia, yo pesqué un par de percas, y Kate un par de pollos de Fort Wayne. Se aferraba a una tierna amistad con uno de ellos cuando apareció una esposa que el pollo en cuestión no había creído que valiera la pena mencionar. Su compañero, por su parte, luchaba contra la fiebre del juego, pero una noche el juego pudo más que él, se gastó sus últimos cuarenta y cinco centavos en una máquina y tuvo que volver a casa y empezar una nueva vida.

Una semana antes de marcharnos observé que ya me parecía oportuno volver a South Bend a comer un poco de comida casera.

—¡Escucha! —dijo mi esposa—. Hace mucho que quiero tener unas palabras contigo, y ahora es un momento tan bueno como cualquier otro. Aquí estamos: yo, mi hermanita y tú, tenemos unos ingresos de más de ocho mil dólares al año, pero nos divertimos tanto como gallinas hervidas. Es más, en South Bend nunca estaremos bien, así que debemos marcharnos a algún lugar donde no nos conozcan.

—Pero South Bend cumple sin duda con todo eso —dije.

—En absoluto —respondió mi mujer—. Aquí estamos familiarizados con un tipo de personas que hace imposible que conozcamos a nadie más. Kate podría vivir aquí veinte años sin encontrar un partido decente. Es una chica muy atractiva y si se diera la ocasión podría casarse con quien quisiera. Pero en South Bend no surgirá la oportunidad. Y es inútil que digas que la deje en paz porque quiero protegerla hasta que se case y se instale. Así que, en otras palabras, quiero que hagamos el equipaje, que nos vayamos de South Bend y que nos traslademos a vivir algún lugar conforme a nuestra situación económica.

—¿Dónde, por ejemplo?

—Solo hay un lugar adecuado para nosotros —dijo—, Nueva York.

—He oído hablar de ese sitio, pero nunca he oído que la gente que no puede divertirse con ocho mil dólares en South Bend al año, se vaya a Nueva York y allí se lo pase bomba.

—No pienso tirar la casa por la ventana. Solo quiero estar en un lugar donde haya vida y diversión, donde podamos conocer a gente viva de verdad. ¡Y acerca de vivir allí con una pensión de ocho mil dólares, piensa en los que ya viven allí con la mitad o incluso menos!

—¡Sí, y en las vidas que llevan y en lo mucho que se divierten! —repliqué.

—Pero ¿por qué ocho mil dólares al año? —continuó mi esposa—. ¿Por qué tenemos que limitarnos a eso? Podemos vender unas pocas obligaciones y gastar parte del capital. Será como sacar dinero de un determinado tipo de inversión y meterlo en otro.

—¿En qué otro?

—En Kate. Si me dejas llevarla a Nueva York y ayudarla a hacer lo que tiene que hacer, le encontraré un marido que considerará una minucia nuestros ocho mil dólares al año.

—¿Quieres decir que permitirías que una hermana tuya se casara por conveniencia?

—Bueno —señaló mi esposa—, conozco a una hermana de Kate a la que no le importaría que lo hiciera.

Discutí y traté de llegar a un acuerdo para que fuéramos a cualquier otra ciudad de América, pero ella ya lo había decidido: o Nueva York o nada. Hay que señalar que ella nunca había estado antes en la Gran Ciudad, y todo lo que sabía acerca de la metrópoli lo había leído en libros y en revistas, y por un motivo u otro, cuando los escritores empiezan a hablar de esta ciudad, no tardan mucho en ponerse dulzones. Además, ¿qué oportunidades tenía de hacerle cambiar de idea cuando ella siempre estaba dispuesta a reprocharme que había sido su padrastro y no el mío el que nos había hecho ricos con su muerte?

Cuando me di por vencido, mi esposa llamó a Kate y habló con ella, y Kate gritó de alegría y nos besó a los dos, aunque Dios sabe que yo no merecía ninguna recompensa, ni podía pedirla.

Mi esposa lo había planeado todo. Venderíamos nuestros muebles y nos trasladaríamos a un apartamento amueblado, pero nos quedaríamos en cualquier hotel hasta que encontráramos uno al gusto de todos.

—Nuestra estancia en el hotel durará toda la vida —dije.

Los muebles, cuando fuimos a venderlos, no valían nada, y eso es precisamente lo que ganamos. No teníamos nada que trasladar porque Ella metió nuestros libros en las cajas de mis cuellos de camisa. Llevaba dos bajas y una alta, a pesar del Gobierno, y con dos taxistas y un mozo abarrotando el andén de la estación nos fuimos de South Bend y nos dirigimos a vivir la vida.

Los primeros seis kilómetros y medio del viaje se caracterizaron por un significativo lloriqueo por parte de ambas herederas.

—Si tanto os apena marcharos de Bend, volvamos —propuse.

—No es tanto marcharnos de Bend —dijo Ella—, nos entristece marcharnos de cualquier lugar.

—Entonces tendremos un viaje bastante húmedo —le contesté—. Este tren se detiene en casi todas partes para que suban o bajen pasajeros o empleados.

Todavía sollozaban cuando dejamos atrás Mishawaka, y me sentí obligado a echar mano de mi vis cómica para levantarles el ánimo. Mi esposa se presta fácilmente al juego cuando no tiene sus ojos azules anegados en lágrimas, pero nunca he visto a una chica que te felicite un gol cuando su nariz está en plena floración.

Kate había traído consigo una pila de revistas, y al llegar a Elkhart se puso a hojear una, pero era bastante difícil tratar de leer con las montañas del norte de Indiana al otro lado de las ventanillas, por no hablar de los buitres que recorrían los pasillos del tren de un lado a otro en busca de un poco de estímulo o de entretenimiento. Me fijé en un par que se interesarían mucho en cualquier señorita que les mostrara un poco de amabilidad. Yo mismo he viajado bastante y conozco a la clase de hombre que busca una aventura en un tren. Muchos de ellos han cometido el error de casarse hace mucho tiempo, pero eso no se lo cuentan a ellas. En cambio, ese tipo de hombre le dice a la chica que se parece mucho a una amiga que frecuenta a menudo, y que si alguna vez va a Toledo que lo llame, y le da un número de teléfono poco probable y le pregunta el nombre y la dirección y toma nota de ello en un papel, y la próxima vez que vaya a una reunión de los Alces les enseñará el papel a un par de tipos y les contará lo que habría pasado si hubiera hecho el resto del viaje con ella.

—Odio hablar de mí mismo. ¡Pero tengo que contároslo!

Bueno, la verdad es que no encontraba nada malo en dejar que Kate perdiera el tiempo con esa clase de tipos. Así que cada vez que uno de ellos miraba en nuestra dirección, yo lo miraba con ojos de pescado hervido, dándole así la señal de todo despejado. Ese era mi primer viaje largo desde que el gobierno había empezado a regular los trenes, y no conocía las nuevas reglas en lo que respectaba a las comidas; de lo contrario nunca me habría aventurado a ir a Wall Street. En los viejos tiempos solíamos esperar a que el camarero pasara anunciando que se empezaba a servir el almuerzo en el vagón comedor; entonces íbamos al baño, nos lavábamos las manos si era necesario, nos dirigíamos al restaurante, nos sentábamos y degustábamos una comida adecuada a nuestras posibilidades. Pero hoy en día, en cambio, el gobierno quiere ahorrar y por lo tanto reduce el número de trenes, por no hablar del avituallamiento. Ahora viaja el doble o el triple de personas en cada tren, porque al parecer no consiguen gastarse el dinero lo suficientemente rápido cuando se quedan en casa. Así, el resultado es que los más inteligentes se mantienen atentos al reloj, y cuando faltan unos veinte minutos para el almuerzo, se apresuran hacia el comedor y se apostan en la puerta. Con la misma rapidez, después de comer la primera vez, salen al pasillo y esperan hasta que les toca el turno de nuevo, porque, como ya se sabe, una comida estatal no satisface el apetito, solamente lo estimula, se podría decir.

En cualquier caso, seguí las reglas del pasado, y cuando llegamos al comedor, nos encontramos con una multitud detenida en la puerta como si esperaran frente al escaparate de un restaurante esperando ver cómo un panqueque se convertía en una tortuga. A eso de las ocho llegamos a una posición desde donde podíamos ver a lo lejos al afable encargado del restaurante que levantaba la mano una vez cada cuarto de hora, y parecía que le hubieran cortado todos los dedos menos uno.

A menudo he oído decir que se llega al corazón de un hombre a través de su estómago, pero cada vez que veía a hombres y a mujeres a la espera de su comida, era siempre el sexo débil el que soltaba el primer aullido y, personalmente, me preguntaba con asombro qué habría ocurrido en las trincheras de Europa si las mujeres hubieran tenido que ocupar el lugar de ellos cuando las raciones estaban a punto de agotarse. Supongo que las bombas que estallaban a su alrededor les sonarían como Sweet and Low cantada por un quinteto de sordomudos.

En cualquier caso, las dos damas bajo mi custodia eran como animales salvajes, y cuando el hombre finalmente levantó dos dedos no quise ni pude retenerlas más de lo que podría haber frenado al Center College Football Club después de que sonara el silbato que daba comienzo al partido.

Las dos se dirigieron hacia una mesa para cuatro personas que ya estaba ocupada por un par de hombres, y no habían pasado ni diez minutos cuando uno de aquellos pájaros le echó un vistazo a su cuenta y se levantó, pero en el tiempo en que tardé en sentarme en su lugar, el otro caballero y mis chicas ya parloteaban como peluqueras.

El tipo en cuestión era Francis Griffin, el del artículo del periódico. Pero cuando Ella nos presentó, todo lo que dijo fue:

—Este es mi marido. —Y no dijo el nombre del otro, porque en ese momento no lo sabía, ni tampoco el mío, porque probablemente se le había olvidado.

Griffin me miró como si yo fuera un plato que él no había pedido.

Bueno, no me importan los desaires a menos que yo sea la víctima. Así que le pregunté si era natural de Sioux City, aunque por su pinta se podía deducir que era de Nueva York.

—¡De Sioux City! —exclamó—. ¡Espero que no!

—Disculpe. Se parece a un fotógrafo que conocí en esa ciudad.

—Soy neoyorquino —señaló—, y no hay manera de que pueda llegar a casa pronto.

—No a bordo de este tren, está claro —dije.

—Perdí el Century —explicó.

—Bueno, su pérdida es nuestra ganancia.

—Su esposa me dijo que viajan a la Gran Ciudad. ¿Han estado allí antes?

—Solo durante unas pocas horas —dije.

—Bueno, cuando lleve un par de semanas se preguntará cómo ha podido vivir en otro sitio. Cuando estoy lejos del viejo Broadway me parece que estoy de acampada.

Las chicas mostraron una sonrisa de aprobación, por lo que comenté:

—Gran frase. Debería recordarla y pasársela a Georgie Cohan.

—¡El viejo Georgie! —exclamó. Le daría todo lo que tengo, y con gusto. Pero, ¡escuche! su esposa me habló de que quieren alojarse en un buen hotel mientras buscan una casa donde instalarse. Acepten mi consejo y elijan uno cerca del centro, amortizarán la diferencia ahorrando en transportes. Pasé un invierno en Hundreds y me gasté una media de diez dólares al día en taxis.

 

—Debió de ser una vida agradable y familiar —aventuré.

—¡Y aún la es! Soy un viejo solterón.

—¡Viejo! —dijo Kate, y tanto ella como mi esposa soltaron unas risitas.

—En serio —dijo—, yo en su lugar me iría derecho a Baldwin, donde una habitación para los tres les costará doce dólares al día, y desde allí podrán ir caminando a los teatros, a las tiendas y a dondequiera que deseen.

—¡Eso suena fantástico! —dijo Ella.

—En lo que a mí respecta —dije—, incluso podría verme a distancias oceánicas de los lugares que usted ha mencionado. Lo que quiero es una casa con un par de camas, un buen fogón en la cocina y, posiblemente, un baño.

—Pero primero queremos ver Nueva York —dijo Kate—, y podemos hacerlo mejor sin tener que ocuparnos de las tareas del hogar.

—¡Esa es la idea! —dijo Griffin—. Comer, beber y ser felices, mañana podemos estar muertos.

—Supongo que no podemos beber tanto como para matarnos —dije— por lo menos si la Gran Ciudad está sujeta a las mismas leyes que el lugar donde vivíamos hasta ahora.

—¡Por favor! —dijo nuestro nuevo amigo—. ¿Cree usted que la vieja Nueva York está a favor de la prohibición? Escúchenme, mañana por la noche puedo llevarles a treinta lugares, y en cualquiera de ellos podrán beber lo que deseen.

—Pues nos sobran veintinueve —dije.

—Pero esa no es la idea —dijo—. Lo que nos entristece a los habitantes de Nueva York es que puedan aplicar una ley similar en todos los Estados Unidos. ¿No era el gobierno del pueblo, para el pueblo y por el pueblo?

—¡El pueblo! —dije—. ¿Y quién diablos votó por la prohibición si no el pueblo?

—¿El pueblo de dónde? —dijo Ella—. Un montón de paletos de poca monta que no podrían permitirse un trago ni aunque lo desearan.

—Paletos aparte —dije—, también es una ley del Estado de Nueva York.

—Pero no la ha votado el pueblo de la ciudad de Nueva York —dijo—. Y no puedes afirmar que algo así es justo sin avisar antes a los hombres que han amasado sus fortunas con el alcohol, y decirles que ahora en adelante tendrán que sacrificar sus negocios.

—Tienes razón —dije—. Deberían haberlos consultado. En cambio ni siquiera hubo un atisbo de lo que vendría hasta que el Maine se quedó seco hace setenta años.

—¿El Maine? —dijo Ella—. ¿Qué demonios pinta aquí el Maine?

—No lo sé —le contesté—. Solo sé que había un barco o una nave o algo que se llamaba así y que los españoles la hundieron y nosotros los demandamos por daños y perjuicios o algo parecido.

—Es usted un buen tipo —dijo Griffin—. Pero, hablando de la guerra, ¿usted dónde estaba?

—En el astillero de South Bend pintando una lancha de desembarco —le contesté—. ¿Y usted?

—Estuve aquí unas pocas semanas. No hubo holgazanes en la Gran Ciudad.

—En realidad no —le contesté—, y América nunca olvidará a Nueva York por haberse puesto de nuestro lado.

Llegados a ese punto las chicas me lanzaron sendas miradas amenazadoras, así que comimos todo lo que pudimos, pagamos y nos fuimos de nuevo a nuestro compartimento. Me sentía un poco arrepentido, por lo que hurgué en la vieja bolsa de viaje y saqué una botella de Bourbon que el día anterior, en South Bend, me había dado un viejo amigo, George Hull. Griffin y yo fuimos al váter con la botella y antes de que terminara la velada ya estábamos muy cerca de olvidar las fronteras nacionales y de besarnos.

El viejo Bourbon hizo que ahorrara dinero a la mañana siguiente, porque me salté el desayuno. Ella y Kate fueron al restaurante con Griffin, y pensé que había matado dos pájaros de un tiro cuando mi esposa regresó y me dijo que nuestro amigo había insistido en pagar la cuenta.

—Nos lo ha contado todo sobre él —dijo mi esposa—. Se llama Francis Griffin y trabaja en Wall Street. El año pasado ganó veinte mil dólares en comisiones y otros ingresos.

—Es un tacaño mentiroso —le contesté—. La mayoría de ellos no se levanta de la cama por menos de seis cifras al año.

—¡Ya empezamos! —dijo Ella—. Nunca te crees nada. ¿Por qué debería mentirnos? ¿Es que no nos ha invitado a desayunar?

—Yo te he invitado a desayunar durante los últimos cinco años, pero eso no prueba que gane veinte mil dólares al año en Wall Street.

Francis y Kate estaban sentados muy juntos, cuatro o cinco asientos por delante de nosotros.

—Deberías haber visto la forma en que la miraba en el comedor —dijo mi esposa—. La miraba como si quisiera comérsela con los ojos.

—En estos días todos los que entran en el comedor de un tren están desesperados. ¿Tú y Kate habéis hecho lo mismo que él? ¿Le habéis dicho cuánto dinero tenemos?

—¡Diría que no! —contestó Ella—. Bueno, creo que le hemos dicho que tú no estabas haciendo nada y que nos dirigimos a Nueva York para experimentar la vida de verdad, después de todos estos años encerrados en una pequeña ciudad. Y mi hermanita le ha dicho que nos habías hecho invertir en obligaciones, y que todo lo que podíamos gastar era ocho mil dólares al año. Dijo que con esa cantidad no iríamos muy lejos en la Gran Ciudad.

—Dudo incluso de que lleguemos a la Gran Ciudad. Porque está claro que no lo conseguiremos si a este tipo se le mete en la cabeza quedarse antes con nuestro dinero.

—¡Oh, cállate! —protestó mi esposa—. Es una buena persona y siento simpatía por él, y espero que mi hermanita también. Formarían una pareja maravillosa. Me gustaría saber de qué están hablando.

—Bueno, siendo ambos tan reservados supongo que hablan de lo nerviosos que les ponen los pepinos.

Cuando volvieron y se unieron a nosotros, Ella dijo:

—Comentábamos que hacen una buena pareja. Y nos preguntábamos de qué estarían hablando durante todo este rato.

—Bueno —dijo Francis—, hemos hablado de ustedes. Su hermana me ha dicho que llevaban cinco años casados y yo he tenido la tentación de llamarla mentirosa. Le he dicho que usted tiene la mirada de alguien que acaba de terminar la escuela secundaria.

—He oído decir que los neoyorquinos son unos aduladores —dijo mi esposa.

—Yo no —dijo Francis—. Nunca digo nada que no tenga significado.

—Aunque a veces —interrumpí—, debería continuar y explicar un poquito ese significado.

Cerca de Schenectady se me despertó el apetito. Esta vez me obligué a indagar sobre el momento de la apertura del restaurante y nuestra compañía se apostó cerca de la puerta.

—Mi esposa me dijo que usted trabaja en el mercado de valores —le dije a Francis después de que pidiéramos los platos.

—Solo en parte. Pero me gusta. Gané veinte mil dólares el año pasado.

—Como ya nos ha dicho esta mañana —dijo Ella.

—Bueno —dije—, no hay ninguna razón para que un hombre pueda olvidar semejante cifra entre Rochester y Albany, aunque viaje en un tren tan lento como este.

—Veinte mil no es mucho en la Gran Ciudad —dijo Francis—. Sin embargo me las arreglo, y hasta me divierto bastante.

—Supongo que es suficiente para vivir solo —dije.

—Bueno —contestó Francis—, se dice que donde vive uno viven dos.

Él y Kate y Ella se echaron a reír, y el camarero trajo solo una parte de lo que pensábamos que habíamos pedido. Comimos lo que pudimos y pedimos la cuenta. Francis quiso pagarla, y yo, después de una larga discusión, estaba a punto de dejar que lo hiciera cuando las chicas me recordaron que él ya las había invitado al desayuno. Así que me cedió el honor, pero agregó que nos invitaría a cenar una noche de estas.

Francis y yo nos sentamos durante un momento a fumar en el lavabo y luego él se dedicó a entretener a las chicas, pero me imaginé que mi esposa se iría a dormir como siempre ocurre cuando prevé una escena en la que no va a participar, y yo me quedé donde estaba, escuchando a un par de comerciantes de mondadientes de Omsk mientras hablaban de lo que habrían hecho con la Liga de las Naciones si Wilson hubiera tenido suficiente sentido común como para confiarles sus negociaciones.

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