La fuerza de la esperanza

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«Estaba desnudo». Me sentía sin Dios, angustiado, desesperado, como desnudo, sin un sentido en la vida pero me escuchaste y me diste tu mejor vestido.

«Estaba enfermo». Enfermo de cáncer, de Sida..., enfermo de soledad, enfermo del alma. Enfermo a causa de mi egoísmo. Estaba enfermo y me visitaste, curaste mis heridas, me liberaste.

«Estaba en la cárcel», a causa de la droga o del mal que había cometido. «Estaba en la cárcel» como encarcelado, encerrado en mí mismo y viniste a verme, encontré la libertad.

Esta misión puedes acompañarla de tu oración: «¡Ven, Santo Espíritu! Derrama tu luz para que pueda ver tantos rostros de pobreza, tantos rostros donde Jesús se hace presente. ¡Ven, Santo Espíritu!»[18].

6. Para meditar

«“Oh, Señor, haz que sea pobre como tú”. ¡Cuán a menudo pedimos lo contrario!

“Pues conocéis la gracia de nuestro Señor Jesucristo, el cual, siendo rico, se hizo pobre por vosotros para enriqueceros con su pobreza” (2Cor 8,9).

“Cultiven con diligencia los religiosos y, si es preciso, expresen con formas nuevas la pobreza voluntaria abrazada por el seguimiento de Cristo, del que, principalmente hoy, constituye un signo muy estimado. Por ella, en efecto, se participa en la pobreza de Cristo, que, siendo rico, se hizo pobre por nosotros a fin de enriquecernos con su pobreza” (PC 13; cf LG 8.9.43.46; PO 17).

La expresión “La Iglesia de los pobres” no significa que queramos que las personas se queden pobres, sino más bien que nos esforzaremos por elevar su nivel de vida en todos los aspectos.

“Es obligación de toda la Iglesia trabajar para que los hombres sean capaces de restablecer rectamente el orden de los bienes temporales y de ordenarlos hacia Dios por medio de Jesucristo. A los pastores atañe manifestar claramente los principios sobre el fin de la creación y el uso del mundo y prestar los auxilios morales y espirituales para instaurar en Cristo el orden de las cosas temporales. [...] Entre las obras de este apostolado sobresale la acción social de los cristianos, que desea el santo concilio se extienda hoy a todo el ámbito temporal, incluida la cultura” (AA 7; cf GS 60.69.72.88).

Poseer como si no poseyésemos nada; vender como si no vendiésemos; comprar como si no comprásemos; no tener nada pero comportarnos como si fuésemos dueños de todo; no pedir nada pero estar dispuestos a darlo todo: este es el espíritu de pobreza.

“Vended vuestros bienes y dad limosna; haceos bolsas que no se estropeen, y un tesoro inagotable en el cielo, adonde no se acercan los ladrones ni roe la polilla” (Lc 12,33).

“Aunque viven en el mundo, sepan siempre, sin embargo, que no son del mundo, según la sentencia del Señor, nuestro Maestro. Disfrutando, pues, del mundo como si no disfrutasen, llegarán a la libertad de los que, libres de toda preocupación desordenada, se hacen dóciles para oír la voz divina en la vida ordinaria. De esta libertad y docilidad emana la discreción espiritual con que se halla la recta postura frente al mundo y a los bienes terrenos” (PO 17; cf LG 39.42; GS 37; PC 13; AA 4).

La pobreza no significa carecer de bienes, lo cual en realidad constituye miseria y degradación. En realidad la pobreza significa justa distribución de los bienes materiales. No digas: “¡No es más que una taza de café o un vaso de cerveza!”. El goce de estas cosas puede ser resultado de mucho esfuerzo, de duro trabajo y hasta de sacrificio por parte de quienes los han producido. Incluso un cigarrillo podría significar el afán de algún anónimo trabajador.

“Jesús les contestó: En verdad, en verdad os digo: me buscáis no porque habéis visto signos, sino porque comisteis pan hasta saciaros” (Jn 6,26; cf 1Tes 4,11-12; 2Tes 3,7-9).

“Aquellos que están dedicados a trabajos muchas veces fatigosos deben encontrar en esas ocupaciones humanas su propio perfeccionamiento, el medio de ayudar a sus conciudadanos y de contribuir a elevar el nivel de la sociedad entera y de la creación. Pero también es necesario que imiten en su activa caridad a Cristo, cuyas manos se ejercitaron en los trabajos manuales y que continúan trabajando en unión con el Padre para la salvación de todos. Gozosos en la esperanza, ayudándose unos a otros a llevar sus cargas, asciendan mediante su mismo trabajo diario a una más alta santidad, incluso con proyección apostólica” (LG 41; cf GS 33.34.35.57.67)» (François-Xavier Nguyen Van Thuan, Vivir las virtudes a la luz de la Escritura y del concilio Vaticano II, Ciudad Nueva, Madrid 2012, 59-62).

Preguntas para reflexionar

 ¿Qué pasos tendría que dar nuestra Iglesia para llevar a cabo la opción preferencial por los pobres?

 «Ser pobres no es carecer de las cosas, es no necesitarlas». ¿Eres materialista y consumista o vives la austeridad evangélica?

 ¿Vivirás pobre sin renunciar a la calidad de vida? ¿Cómo avanzarás en la llamada del Señor a vivir la pobreza?

 ¿Ves la pobreza evangélica como un tesoro? ¿Qué rasgos hay en tu vida que expresen la pobreza evangélica como un tesoro?

 ¿Qué experiencia tienes de vivenciar el relato evangélico del juicio final (cf Mt 25,31-46), vislumbrando el rostro de Jesús en los pobres: «Tuve hambre, tuve sed, era forastero, estaba desnudo, estaba enfermo, o en la cárcel»?

 ¿Qué respuesta evangélica das con tu vida a los desheredados de la tierra: pobres, marginados, excluidos, desfavorecidos, rechazados...? ¿Haces lo suficiente o puedes hacer más?

 ¿Cómo es tu relación con los más pobres? ¿Tienes algún amigo pobre? ¿Eres esperanza para algún pobre?

 A Jesús se le ha llamado el «pobre de Nazaret» y al Espíritu Santo el «Padre de los pobres», y tú, ¿qué nombre te pondrías en relación con la pobreza?

 Piensa en la historia de tu relación con la pobreza y con los pobres. ¿Qué oración te brota de este recuerdo? Haz una oración por todos los pobres que te has encontrado en el camino de la vida.

 ¿Qué experiencia tienes de la misericordia entrañable, del camino samaritano y de la cercanía sanadora, de Jesús hacia ti y de ti hacia los demás?

 

3 Adviento, la apertura del corazón a la esperanza

1. La espiritualidad propia del Adviento

Podríamos decir que hay una llamada al ejercicio de las virtudes teologales a través del año litúrgico, si bien es todo el año para cultivar estas virtudes; destacamos como tiempos propicios la Cuaresma y Semana Santa para avivar la Caridad, la Fe en el tiempo Pascual y la Esperanza en Adviento. Cuando crecemos en caridad, crecemos en fe y esperanza y así con las tres virtudes, hay una correlación y un influjo mutuo.

Al adentrarte en este tiempo fuerte de nuestra vida cristiana descubre las llamadas de Dios a la luz de su Palabra y pon todo tu interés y entusiasmo para llevarlas a cabo. Sumérgete en esta espiritualidad a fin de que avances poco a poco o como el Señor quiera en una espiritualidad comprometida, en un esfuerzo hecho para recuperar la conciencia de ser Iglesia para el mundo, transmisora de la esperanza y del gozo evangélico. Más aún, de ser Iglesia esposa de Cristo, vigilante en oración y exultante en la alabanza del Señor que viene. Por eso vas a adentrarte en algunos rasgos que diseñan esta espiritualidad: esperanza contra toda desesperanza, camino de conversión, autenticidad y sencillez de vida, alegría del que sabe esperar en Dios, estar despiertos y vigilantes, la paciencia para crecer espiritualmente, el testimonio hasta el final.

Pero antes de ir desarrollando algunos aspectos de la espiritualidad del Adviento quiero hablar de la esperanza porque es la virtud de la esperanza la que envuelve todo el ambiente ya que las grandes figuras del Adviento, el profeta Isaías, Juan el Bautista y María son personajes que vivieron de la esperanza y la transmitieron a los demás.

En un comentario al salmo 118, Hilario de Poitiers se hacía eco de la pregunta que muchos gritan a los cristianos: «Cristianos, ¿dónde está vuestra esperanza?». Para un cristiano la esperanza es una responsabilidad de la que hay que responder a quien nos pregunte, como dice la primera carta de Pedro: «Estad siempre dispuestos para responder a cualquiera que os pida razón de la esperanza que hay en vosotros» (1Pe 3,15). Hoy esta responsabilidad constituye uno de los retos decisivos de la Iglesia. Como cristiano, ¿eres capaz de infundir esperanza a personas concretas y de mostrar que hoy sigue valiendo la pena vivir y morir por Cristo?

Estamos en una «sociedad de la incertidumbre», como dice el sociólogo polaco Zygmunt Bauman. Es época de cambio, como un paso a algo nuevo porque muere la modernidad, las ideologías y el régimen de cristiandad, caminamos hacia una renovación del cristianismo que llena de esperanza donde todos debemos poner lo mejor de nosotros mismos y no instalarnos en la mediocridad sino lanzarnos a la acción del Espíritu Santo. Y para ello debemos combatir los dos enemigos de la esperanza, que la impresión dominante nos presenta: la indiferencia y el sinsentido. No vivas indiferente ante la realidad que ven tus ojos sino da una respuesta desde tu amor cristiano y no pierdas el sentido de la vida ya que Cristo, nuestro Señor, nos lo ha marcado.

San Agustín afirma que «la esperanza es lo único que nos hace propiamente cristianos» (La ciudad de Dios 6, 9, 5). Es decir, el cristiano dota de un sentido nuevo y distinto a las cosas y a las realidades, e incluso a todas las relaciones humanas. Es la esperanza la que sostiene al ser humano en camino, la que le hace capaz de futuro.

 

El cristiano encuentra en Cristo su esperanza, el sentido último de todas las realidades y relaciones, como nos dice el apóstol Pablo: «Cristo Jesús, nuestra esperanza» (1Tim 1,1). La esperanza es la que te puede hacer vivir con alegría y serenidad cuando aparecen las tribulaciones, las pruebas y los sufrimientos, incluso el martirio. Pues como dice también san Agustín: «Nuestra historia es ahora esperanza; después será eternidad» (Comentario a los salmos 103, 4, 17).

2. Esperanza contra toda desesperanza

«¿Qué tienes, alma mía, que te abate? ¿Por qué gimes en mi interior? Confía en Dios. Aún le cantaré a Dios mi salvador» (Sal 42,5); «Que Dios, fuente de toda esperanza, os conceda esa fe que da frutos de alegría y paz, y así os sintáis cada día más esperanzados gracias al poder del Espíritu Santo» (Rom 15,13).

Si Dios es la fuente de toda esperanza, ¿por qué a veces estás abatido? ¿Por qué llegas a perder la confianza? Cuando te encierras en ti mismo ya no ves a Dios, la mirada de la fe se te nubla y pierdes la esperanza. Te visita la angustia y la desesperación. Hoy la Iglesia necesita «profetas de esperanza». Para el filósofo francés Gabriel Marcel la esperanza es «una lucha activa contra la desesperación».

El profeta Isaías es un testigo de esperanza, con la luz del Espíritu descubría en los acontecimientos históricos la presencia permanente de Dios cumpliendo sus promesas. Él sabía esperar con confianza la manifestación suprema y decisiva del amor de Dios para con su pueblo.

Como profetas de esperanza hagamos prender la llama de una esperanza que comience quemando la falsedad y comprometiéndonos seriamente con la construcción del proyecto divino. El Pueblo de Dios sabe descubrir la manifestación de Dios en los acontecimientos de cada día. Asume su papel de elegido, de consagrado, porque su razón de ser es precisamente responder con esperanza a esa vocación de hacer presente a Dios y llevar adelante sus proyectos. Esto llena de sentido la vida de todo seguidor de Jesús. Cuando el corazón se te ensancha al realizar la voluntad de Dios tu vida se abre a horizontes de esperanza porque más allá de la oscuridad sabes que hay una luz, es la luz de Cristo que ilumina los corazones.

Hay gente que no espera nada porque cree que ya lo ha conseguido todo. No son capaces de mirar hacia su interior para darse cuenta de que su corazón está cerrado, ni son capaces de mirar hacia fuera para ser conscientes de que forman parte de una humanidad en la que hay mucha gente que sufre. Y hay otro tipo de gente que tampoco espera nada porque se ha desengañado de todo. La vida ha perdido para ellos sentido e interés, pues le ha sido muy dura y no han encontrado a nadie que les tendiera una mano. Vemos cómo Jesús, en el Evangelio, se acerca a la gente que se encuentra en su camino, y les ayuda a despertar la esperanza que llevan en su interior. A quien no espera nada, Jesús no tiene nada que decirle, ni puede hacer nada por él. Los que tienen esperanza y se encuentran con Jesús son invitados a buscar más, a encontrar la fuerza del amor pleno que es Dios y su Reino.

Jesús siempre nos está llamando a reforzar nuestra esperanza. Cada gesto de amor, cada momento de felicidad, cada dolor superado, cada injusticia vencida, cada experiencia de confianza en Dios Padre, fortalece nuestra esperanza y hace posible la realización del Reino.

Pero la gran esperanza cristiana está puesta en ese momento último y pleno de alcanzar la vida eterna, cuando Dios reuna a sus hijos e hijas en su cielo nuevo, donde ya no habrá dolor ni penas ni tristezas. Mientras tanto vive en esperanza, contagiando esperanza, presentando a Dios como el manantial de toda esperanza.

3. Camino de conversión

«Por aquellos días apareció Juan el Bautista proclamando en el desierto de Judea: “Convertíos porque ya llega el Reino de los Cielos”» (Mt 3,1-2); «Toda la tierra se acordará del Señor y a él se volverá. Todos los pueblos, razas y naciones ante él se postrarán» (Sal 22,28).

En el Adviento escuchas la llamada de Juan Bautista a la conversión, con la esperanza de que la conversión es posible. Es la mejor forma para acoger el misterio de la Encarnación. Se trata de que Dios sea Dios, que Él lleve tu vida, un «dejarle hacer».

Eres invitado a acoger un misterio muy grande y para ello necesitas un cambio de mentalidad a la luz de la palabra de Dios, y de la adecuación de tus criterios a los del Señor; y un cambio del corazón para que tus actitudes y comportamientos sean los que exige la implantación del reino de Dios. El momento culminante de este proceso se expresa en un gesto de humildad para celebrar el sacramento del perdón. Como dice Enzo Bianchi: «El cristiano funda la explicación de su esperanza en el perdón, testimoniando que el mal cometido no tiene el poder de cerrar el futuro de su vida; narra su esperanza configurando su presencia entre los hombres desde la fe en que el acontecimiento pascual expresa la voluntad divina de salvación de todos los hombres»[19].

La conversión va de la mano de la experiencia de la reconciliación. Si no te reconcilias contigo mismo, con los demás y con Dios no podrás avanzar por este camino. Necesitas la gracia del sacramento para tener fuerzas en tus luchas y tareas cotidianas.

4. Autenticidad y sencillez de vida

«Y ya está el hacha puesta a la raíz de los árboles; y todo árbol que no dé buen fruto será cortado y arrojado al fuego» (Lc 3,9).

Juan el Bautista denunciaba tajantemente la hipocresía de los fariseos y saduceos. Pedía sinceridad, limpieza de corazón. Todas nuestras hipocresías han de quedar purificadas, quemadas a fuego, porque para recibir al Señor anhelamos solo vivir en la verdad.

El rigorismo y el cumplimiento de la ley, buscando un perfeccionismo, no deja que hagamos fiesta en nuestro corazón, lo que produce es amargura. Cuando falta el amor falta todo, ya no hay esperanza, ni ilusión, ni entusiasmo. La autenticidad de vida exige el amor y cuando hay amor la vida se llena de esperanza.

«Él debe crecer y yo disminuir» (Jn 3,30). Estas palabras de Juan el Bautista nos inducen a pensar que el centro de nuestra vida no somos nosotros, el centro de todo cristiano es Cristo. Por eso si quieres seguir a Cristo, descéntrate, y pon a él en el centro de tu vida, es necesario que tú te apagues y él resplandezca, que los demás vean en ti su presencia, su amor.

La abnegación, la austeridad, la sobriedad y la sencillez son virtudes que adquiere quien desea acoger el misterio de la Encarnación. No se puede acoger al Señor que viene sin acoger la pobreza de Belén, y para ello necesitas negarte a ti mismo y dejar que Dios haga su obra. El hombre nuevo, abierto al misterio, aprende a pisar la tierra de la humildad y la sencillez, y tú estás llamado a ello.

5. Alegría del que sabe esperar en Dios

«Los liberados del Señor volverán y llegarán a Sión, cantando de alegría, una felicidad eterna transfigurará sus rostros. Alegría y gozo les acompañarán, el dolor y el llanto habrán llegado a su fin» (Is 35,9-10).

La alegría de la Navidad ha de ser para todo el pueblo de Dios una alegría desbordante, una alegría en el Señor. Pero te puede parecer que la alegría hay que guardarla para la Navidad, desde luego que la gran alegría por la venida del Señor estallará en la Navidad y con más fuerza en la Pascua de Resurrección del Señor. Sin embargo, no hay tiempos para la alegría, la alegría cristiana debe permanecer siempre. Así nos dice el papa Francisco: «La alegría del Evangelio llena el corazón y la vida entera de los que se encuentran con Jesús»[20].

En los tiempos más difíciles de la historia de Israel, los profetas invitaban a vivir la alegría de saber que el Señor no les abandonaba, que estaba con ellos, que les guiaba y conducía.

Nuestra alegría es el Señor, merece la pena mirar hacia nuestro interior y vivir la alegría de tener a Dios con nosotros en cada momento, acompañándonos siempre. Que nunca te nuble la alegría superficial de la Navidad, porque el Adviento es una llamada a buscar una alegría más profunda: la alegría de que el Señor nazca en tu corazón. En realidad debe nacer en ti cada día porque cada día tu fe debe renovarse. Vale la pena, en el interior de cada uno, sentir la alegría de su presencia que traspasa todo lo visible y actúa con fuerza en nosotros transformándonos, haciéndonos gustar aquella vida suya que va más allá de todo lo que nosotros podamos programar, organizar y crear. Sea tu gran alegría que Dios viene a salvar, y te ha escogido con un corazón de pobre para llevar a cabo la salvación. Hazte misionero de su alegría y salvación.

6. Estar despiertos y vigilantes

«Levantaos, alzad la cabeza; se acerca vuestra liberación. Tened cuidado: no se os embote la mente con el vicio, la bebida y las preocupaciones por la vida, y se os eche encima de repente aquel día. Estad siempre despiertos» (Lc 21,28.34.36). «Mirad, vigilad: pues no sabéis cuándo es el momento. Lo que digo a vosotros lo digo a todos: ¡Velad!» (Mc 13,33.37).

No es fácil admitir que muchas veces estamos dormidos y que necesitamos estar despiertos. Sin embargo, la palabra de Dios nos insiste en que vigilemos, que estemos en vela.

Velar en espera de Jesús es un sentimiento que se asemeja a la espera de un amigo. Velar es despertar a nuestra realidad, ser consciente de nuestras esclavitudes, de nuestra falta de luz. Muchas veces puedes llegar a depender de la opinión de los demás, de la buena imagen, de que las cosas funcionen bien. Y necesitas estar despierto a tantas cosas que ocurren a tu alrededor, a tantas cosas que vives sin darte cuenta. Pregúntate si tu vida está organizada desde Dios, o desde la pequeñez de tu propio egoísmo. ¿Cómo te encuentras en este momento? ¿Dormido o despierto? ¿Eres consciente de la realidad que pisas y estás dando una respuesta evangélica a esa realidad?

La esperanza cristiana es abrir los ojos, y ver y oír en Jesús una palabra de amor infinito para nosotros, y para ello necesitamos la oración. Con los ojos cerrados a la realidad y muchas veces encerrado en ti mismo no puedes mirar al mundo con la mirada de Cristo y por tanto estás como dormido y necesitas despertar. Una vez me contaba un amigo sacerdote que haciendo ejercicios espirituales y paseando por el jardín de la Casa de Espiritualidad escuchó cómo algo crujía, era como un «crac». Observando los sonidos de la naturaleza descubrió que ese «crac» procedía de las piñas que se abrían y desprendían sus piñones. Entonces su reflexión fue que hacer ejercicios espirituales era abrirse a la gracia divina para poder dar fruto. Y eso era estar despierto, lo contrario sería permanecer en el letargo invernal, a la espera de que otros hagan lo que le corresponde hacer a cada uno. Todos somos responsables de nuestra vida y la vida cristiana es un estar despiertos a la acción del Espíritu. Por eso nunca olvides las palabras del apóstol Pablo: «Despierta tú que duermes, y levántate de entre los muertos, y te iluminará Cristo» (Ef 5,14).

7. La paciencia para crecer espiritualmente

«Tened paciencia, hermanos, hasta la venida del Señor. El labrador aguarda paciente el fruto valioso de la tierra, mientras recibe la lluvia temprana y tardía. Tened paciencia también vosotros, manteneos firmes, porque la venida del Señor está cerca» (Sant 5,7-8).

La vida es como un camino hacia la plenitud que un día llegará, pero que lo que reclama ahora es constancia, fidelidad, capacidad de descubrir la presencia del Señor. Dentro de las dificultades cultivamos la paciencia, con la que se pone a prueba nuestra fe, esperanza y amor. Hablar de paciencia es mantener la paz de espíritu cuando el seguimiento de Jesús se hace duro o incierto o confuso. Por eso la paciencia se cultiva en sus dos vertientes: no desanimarse ni abandonar el camino de búsqueda de fidelidad a Jesús y su Evangelio, y mantener siempre la paz, la confianza, la esperanza. Pregúntate: ¿qué es lo que te hace perder la paciencia? ¿Qué importancia tiene la paciencia en tu camino de santificación?

8. El testimonio hasta el final

«Vosotros recibiréis el poder, cuando el Espíritu venga sobre vosotros y seréis mis testigos en Jerusalén y en toda Judea y Samaría y hasta los confines de la tierra» (He 1,8).

Juan el Bautista llega hasta el final en su testimonio de señalar quién es la luz y para ello su coherencia de vida le exige denunciar la injusticia, e incluso le cuesta la vida, sufre el martirio. Muestra a sus discípulos dónde está para ellos el cordero de Dios y no los acapara como si fuera él la luz que les va a iluminar. Juan es profético, vive en la verdad y anuncia la verdad que viene de Dios. Es valiente para denunciar lo injusto, lo que es contrario a la voluntad de Dios. No se calla y pone los corazones en vilo hasta que den el paso a la conversión. Todo un ejemplo a seguir porque hoy el mundo necesita profetas de la verdad, profetas del amor, profetas de oración, profetas convencidos que entreguen su vida.

 

El papa Francisco nos pide que seamos testigos de la esperanza pero desde la dulzura, el respeto y la paz: «...en nuestra relación con el mundo, se nos invita a dar razón de nuestra esperanza, pero no como enemigos que señalan y condenan. Se nos advierte muy claramente: “Hacedlo con dulzura y respeto” (1Pe 3,16), y “en lo posible y en cuanto de vosotros dependa, en paz con todos los hombres” (Rom 12,18)»[21].

Cada Adviento te exige ser testigo de esperanza, ordenar tu vida para poder acoger a quien es la Vida, abrirte al misterio y a la confianza en Dios. Nada más asombroso y sorprendente que esperar en el Señor, dando testimonio de tu fe, esperanza y amor hasta el final, hasta la entrega de tu vida, entonces brillará el sol por el horizonte de tu corazón en cada amanecer[22].

9. Para meditar

«El cerco se cierra. Si el hombre es la alegría de Dios, Dios es, en mayor medida, la alegría del hombre. Es decir, la verdad de Dios solo puede hacer que resalte y resplandezca la verdad del hombre. ¿Y cuál es la verdad del hombre? Que es un ser amado por el Eterno y, por tanto, desde toda la eternidad, desde siempre y para siempre, por encima de sus méritos y de sus culpas.

Una verdad que provoca de inmediato la alegría. Porque también para el hombre la verdad es experiencia de plenitud interior, de conquista de sí mismo, de sentido de su propia dignidad. Sobre todo si es experiencia vivida ante la verdad de Dios. También cuando la verdad del amor de Dios hace que el hombre descubra aún más profundamente la verdad de su falta de amor, como es lógico, por otra parte: las polaridades opuestas se refieren mutuamente; es evidente, por tanto, que solo ante el amor del Eterno podrá el ser humano pecador descubrir su egoísmo en sus numerosas versiones, más o menos sofisticadas (y que podrían tranquilamente seguir ocultas en un examen de conciencia privado... ante la propia conciencia). Pero también en este caso, más allá de la amargura y tal vez de la sorpresa por su propio pecado, el creyente pecador se siente envuelto en el abrazo del Padre. Y no solo eso, sino que cuanto más descubre su propia maldad y debilidad, tanto más sentirá la grandeza del amor divino, porque es absolutamente inmerecido y, por tanto, es un amor verdadero, un amor seguro, un amor grande, un amor divino... un amor que da alegría.

Podríamos decir que la alegría del cristiano se encuentra en la confluencia de la experiencia radical del amor de Dios y de la conciencia igualmente radical de su propio pecado, es como la resultante de ambas o la prueba de que el camino del autoconocimiento ha tenido lugar a la luz del amor de Dios y, por tanto, ha sido un camino acrisolado y auténtico, recorrido por quien no ha temido percibir la raíz del mal dentro de sí, por un lado, pero justamente por eso ha saboreado también la grandeza de la misericordia del Eterno, como amor que va mucho más allá de la justicia del hombre. Es el «gozo de ser salvado» (Sal 50,14); es el gozo de Pablo que «se gloría» de su debilidad que antes le humillaba; podríamos decir que es el Magníficat de Pablo (cf 2Cor 12,9). Es la alegría del hijo pródigo, sobre todo cuando es abrazado por el padre, el momento en que percibe que es un hijo amadísimo y en el que –al mismo tiempo– comprende también la gravedad de su pecado (cf Lc 15,20-21). Es la alegría de Christian de Chergé, ya mencionada anteriormente, cuando sueña con encontrarse en el cielo junto con aquel que va a quitarle la vida (“amigo del último instante”), ambos “ladrones agraciados... colmados de alegría”. La alegría marca el punto de contacto entre dos polaridades que perecerían inconcebibles: el amor (de Dios) y el pecado ( del hombre), la experiencia del hijo y del pecador. Y que, en cambio, son esenciales para hablar de auténtica experiencia cristiana, pero también de verdadera alegría humana.

La cual, en efecto, es auténtica y segura, estable y profunda solo cuando es consiguiente a estas dos experiencias simultáneas, porque solo entonces se fundamenta sobre la alegría de Dios» (Amedeo Cencini, La alegría, sal de la vida cristiana, Sal Terrae, Santander 2009, 119-121).

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