El país de los otros

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Durante la guerra, mientras el regimiento de Amín avanzaba hacia el Este, él pensaba en su finca como otros sueñan con una mujer o una madre que han dejado atrás. Temía morir sin haber podido cumplir la promesa de fecundar aquella tierra. En los largos momentos de aburrimiento que la guerra deparaba, los hombres sacaban las barajas de naipes, las cartas de la familia cubiertas de manchas o alguna novela. Él se zambullía en la lectura de un libro de botánica o de una revista especializada que trataba sobre los nuevos métodos de riego. Había leído que Marruecos se convertiría en una California, ese estado americano lleno de sol y de naranjos, donde los agricultores eran millonarios. Aseguraba a Murad, su asistente, que su país se disponía a vivir una revolución, a acabar con esos tiempos sombríos en los que el campesino temía las razias, en los que antes que cultivar trigo se prefería criar borregos, pues con cuatro patas corren más rápido que el agresor. Él tenía, por supuesto, la intención de dar la espalda a los métodos antiguos y hacer de su finca un modelo de modernidad. Había leído con entusiasmo el relato de un tal H. Ménager, que también había sido soldado, quien, al acabar la Primera Guerra Mundial, plantó eucaliptos en la desheredada llanura del Gharb. El hombre se había inspirado en el informe de una misión enviada por el mariscal Lyautey a Australia en 1917, y había comparado la calidad de la tierra y la pluviometría de esa región con las de aquel continente lejano. Por supuesto, la gente se burló de aquel pionero. Franceses y marroquíes se reían de que quisiera plantar hasta donde alcanzase la vista unos árboles que no daban frutos y cuyos troncos grises afeaban el paisaje. Pero H. Ménager consiguió convencer a la Dirección de Aguas y Bosques, y no tuvieron más remedio que admitir que había ganado su apuesta: el eucalipto frenaba los vientos de arena, permitía sanear las hondonadas donde pululaban los parásitos, y sus raíces profundas extraían agua de la capa freática inaccesible al campesino común. Amín quería figurar entre esos pioneros, para quienes la agricultura era una búsqueda mística, una aventura, y seguir los pasos de aquellos hombres, pacientes y sabios, que habían realizado experimentos en suelos ingratos. Esos campesinos que la gente trataba de locos habían plantado pacientemente naranjos, desde Marrakech a Casablanca, e iban a convertir en jauja ese país seco y austero.

Amín regresó a Marruecos en 1945, a la edad de veintiocho años, victorioso y casado con una mujer extranjera. Luchó para retomar posesión de sus tierras, formar a sus obreros, sembrar, recolectar, tener una visión con amplitud de miras, como había dicho una vez el mariscal Lyautey. A finales de 1948, tras varios meses de negociaciones, recuperó sus tierras. Primero tuvo que realizar obras en la casa, abrir nuevas ventanas, acondicionar un pequeño jardín y pavimentar un patio en la parte trasera de la cocina para lavar y tender la ropa. Por su lado norte, el terreno estaba en pendiente y allí mandó construir en piedra una escalera de entrada e instaló una elegante puerta acristalada que daba al comedor. Desde allí se veía el perfil suntuoso del monte Zerhun y las inmensas extensiones silvestres que servían desde hace siglos como terreno de paso del ganado.

Durante los primeros cuatro años en la finca, sufrieron todo tipo de desilusiones, viendo cómo sus vidas adquirían un tono propio de los relatos bíblicos. El colono que había alquilado las tierras mientras él estuvo fuera había vivido en una pequeña parcela cultivable, detrás de la casa, y todo estaba por hacer. Primero, hubo que roturar y limpiar la tierra del palmito, esa planta viciosa y tenaz que exigía un trabajo agotador. A diferencia de los colonos de las fincas colindantes, Amín no pudo contar con la ayuda de un tractor, y sus obreros tuvieron que arrancar el palmito a golpes de pico durante varios meses. Luego hubo que dedicar varias semanas a despedregar y, tras quitar la rocalla, se procedió al desfonde del terreno con el arado y se empezó a labrar. Plantaron lentejas, guisantes, judías y parcelas enteras de cebada y trigo candeal. Poco después, una plaga de langosta atacó los campos. Una nube rosácea apareció crepitando, como surgida de una pesadilla, a devorar las cosechas y los frutos de los árboles. Amín se indignó con los trabajadores que para espantar a los parásitos se limitaban a hacer chocar unas latas vacías. «¡Pandilla de ignorantes! ¿No se os ocurre más que eso?», les gritaba, tratándolos de incultos, y les enseñó a cavar trincheras en las que ponían salvado envenenado.

Al año siguiente, sobrevino la sequía y la consiguiente desilusión de la siega, pues las espigas de trigo estaban vacías como lo estarían en los meses siguientes los estómagos de los campesinos. En los aduares, los obreros rezaban para que cayera la lluvia, unas rogativas transmitidas de una generación a otra desde hacía siglos y que jamás habían demostrado su eficacia. Pero se seguía rezando, bajo el ardiente sol de octubre, y la sordera de Dios no indignaba a nadie. Amín hizo excavar un pozo que le exigió un trabajo enorme y absorbió parte de su herencia. Pero la arena invadía constantemente el agujero que habían perforado y los campesinos no conseguían bombear agua para regar.

Mathilde estaba orgullosa de Amín. Y aunque le indignaba que pasara tanto tiempo fuera de casa y la dejara sola, sabía que era trabajador y honrado. A veces, pensaba que a su marido le faltaba suerte y una dosis de intuición. Eso era lo que su padre sí tenía. Georges era menos serio, menos incansable y constante que Amín. Bebía hasta llegar a olvidarse de su propio nombre y de las normas elementales del pudor y la cortesía. Jugaba a las cartas hasta la madrugada y se quedaba dormido en los brazos de mujeres de generosos pechos y de cuellos blancos y orondos que olían a mantequilla. En un ciego arrebato, era capaz de despedir a su contable y olvidarse de contratar a otro, dejando amontonarse en su viejo escritorio de madera la correspondencia sin abrir. Invitaba a los agentes judiciales que le llevaban las denuncias a beber unas copas con él, y estos acababan olvidándose del motivo por el que estaban allí y se ponían a cantar viejas canciones. Georges tenía un olfato excepcional, un instinto infalible. Era natural en él y ni él mismo se lo explicaba. Entendía a la gente y sentía hacia los hombres, y, por tanto, hacia sí mismo, una bondadosa compasión, un cariño que lo hacía merecedor de la simpatía de los desconocidos. Georges no negociaba jamás por codicia, sino por simple juego, y, si alguna vez había engañado a alguien, no lo había hecho a propósito.

A pesar de los fracasos, las peleas y la pobreza, Mathilde jamás pensó que su marido fuera un incompetente o un perezoso. Lo veía despertarse al alba, salir de casa, animado, y regresar al final del día con las botas cubiertas de tierra. Recorría varios kilómetros y no se cansaba nunca. Los hombres del aduar admiraban su resistencia, aunque se ofendían a veces por el desprecio que manifestaba hacia los métodos de cultivo tradicionales. Lo veían agacharse, palpar la tierra con los dedos, dejar la palma de la mano durante unos momentos sobre la corteza de un árbol, como si esperara que la naturaleza le revelara algún secreto. Quería que todo fuera rápido. Quería triunfar.

Corría el inicio de la década de 1950, y el fervor nacionalista brotaba, dirigiendo un odio furibundo hacia los colonos. Se sucedían secuestros, atentados, fincas incendiadas. Los colonos, a su vez, se reunían en grupos de defensa, y Amín sabía que su vecino, Roger Mariani, formaba parte de estos. «La naturaleza no se mete en política», dijo un día a Mathilde para justificar la visita que iba a hacer a aquel vecino de fama diabólica. Quería comprender a qué se debía la brillante prosperidad de Mariani, saber los tipos de tractores que utilizaba, qué sistema de riego había instalado. Se imaginaba también que el francés podría suministrarle los cereales que utilizaba en la crianza de cerdos a la que se dedicaba. Lo demás le importaba poco.

Una tarde, cruzó el camino que separaba las dos fincas. Pasó delante de dos grandes cobertizos donde estaban aparcados unos modernos tractores, delante de unos establos llenos de cerdos gruesos y sanos, delante de las bodegas donde se trataba la uva por los mismos procedimientos que en Europa. Todo en aquella finca respiraba progreso, riqueza. Mariani estaba de pie en la escalinata de la casa, con dos perros de aspecto agresivo y feroz, atados con unas correas que sostenía en la mano. Por momentos, su cuerpo se proyectaba hacia delante, perdía el equilibrio, y no se sabía si estaba sometido a la fuerza de aquellos molosos o si era fingido, para acentuar la amenaza que pesaba sobre el visitante inoportuno. Amín, incómodo, se presentó balbuceando. Señaló en dirección a su finca: «Necesito consejos», declaró, y Mariani, cuyo rostro se había iluminado, miró con desdén a aquel moro tímido.

«¡Brindemos por nuestra vecindad! Tenemos tiempo para hablar de negocios.»

Cruzaron por un frondoso jardín y se sentaron a la sombra, en una terraza desde donde se veía el monte Zerhun. Un hombre delgado y de piel negra dejó en la mesa algunas copas y botellas. Mariani sirvió un anisete a su vecino y, cuando vio que este dudaba debido al calor y al trabajo que aún le esperaba, se echó a reír. «¿No bebes, verdad?» Amín sonrió y se humedeció los labios con el líquido blanquecino. En el interior de la casa sonaba un teléfono, pero Mariani lo ignoró.

El colono no lo dejaba hablar. A Amín le pareció que su vecino era un hombre muy solo que en ese momento encontraba una ocasión poco frecuente de hacer confidencias a alguien. Con una familiaridad que incomodó a Amín, Mariani se quejó de sus obreros, contándole que había formado a dos generaciones, pero que seguían siendo vagos y sucios. «¡Qué mugre, por Dios!» A veces, alzaba sus ojos legañosos hacia el bello rostro de su invitado, y, riendo, añadía: «Ya sabes que no lo digo por ti». Y sin dejarle responder continuaba: «Que digan lo que quieran, pero no me imagino este país el día en que ya no estemos nosotros para hacer florecer los árboles, remover la tierra y dedicarnos a ella. ¿Qué había aquí antes de que llegáramos? Te lo pregunto. Nada. Nada de nada. Mira a tu alrededor. Siglos de vidas humanas y ni un hombre con agallas suficientes para cultivar esas hectáreas. Siempre ocupados en hacer la guerra. Pasamos hambre. Aquí hemos enterrado, sembrado, cavado tumbas, fabricado cunas infantiles. Mi padre murió de tifus en estas tierras. Yo me rompí la espalda por ir sentado días enteros a caballo recorriendo los campos, negociando con las cabilas. No podía tumbarme en la cama sin lanzar aullidos del dolor que sentía en los huesos. Pero voy a decirte algo: debo mucho a este país. Me ha devuelto a la esencia de las cosas, me ha puesto en contacto con el impulso vital, con la brutalidad». El rostro de Mariani enrojeció y empezó a hablar más lento por el efecto del alcohol. «En Francia, me esperaba una vida de marica, mezquina, sin amplitud, sin conquistas, sin espacio. Este país me ofreció la oportunidad de vivir como un hombre.»

 

Mariani llamó al criado que llegó trotando a la terraza. Le regañó en árabe por lo lento que era y dio un puñetazo en la mesa con tanta fuerza que la copa de Amín se derramó. El colono hizo un gesto como de lanzar un escupitajo y se quedó observando la espalda del criado mientras se alejaba al interior de la casa. «Mira y aprende. ¡Yo me conozco a estos moros! Los obreros son unos ignorantes. ¿Cómo no vas a tener ganas de darles una tunda de palos? Hablo su lengua, conozco sus dobleces. Sé muy bien lo que dicen sobre la independencia, pero un puñado de alborotadores no me va a quitar años de sudor y de trabajo.» Luego, se echó a reír, mientras cogía unos emparedados que el criado había traído al cabo de un rato, y repitió: «¡Ya sabes que no lo digo por ti!». Amín estuvo a punto de levantarse y renunciar a aliarse con su poderoso vecino. Pero Mariani, cuyo rostro se parecía extrañamente al de sus perros, se giró hacia él, como si hubiera sentido que se había ofendido, y le dijo: «¿Quieres un tractor, verdad? Lo podríamos arreglar».

II

El verano que precedió a la entrada de Aicha en la escuela primaria fue muy caluroso. Mathilde iba por la casa vestida con una combinación ajada, con uno de los tirantes deslizándosele por el hombro y el pelo pegado a las sienes y a la frente por el sudor. En uno de los brazos sostenía a Selim, el bebé, y, en la otra mano, un pedazo de papel o de cartón con el que se abanicaba. Siempre andaba descalza, a pesar de los reproches de Tamo, que decía que traía mala suerte. Cumplía con las tareas cotidianas, pero todos sus gestos parecían más lentos, más laboriosos que de costumbre. Aicha y su hermanito Selim, que acababa de cumplir dos años, se portaban excepcionalmente bien. No tenían hambre ni ganas de jugar, y se pasaban el día desnudos, tendidos en el suelo de baldosas, incapaces de hablar o de inventarse juegos. A principios del mes de agosto, se levantó el siroco y el cielo se volvió blanco. Se prohibió a los niños que salieran fuera pues ese viento del desierto era una obsesión para las madres. Muilala había contado a Mathilde un sinnúmero de veces la historia de unos niños que habían muerto por unas fiebres altas que el siroco arrastra a su paso. Su suegra decía que ese aire viciado no se podía respirar, pues si lo tragabas te quemabas por dentro y acababas seca, a la manera de esas plantas que se marchitan de golpe. Por culpa de ese maldito viento, la noche llegaba sin dar tregua. La luz se atenuaba, la oscuridad cubría los campos y los árboles desaparecían de la vista, pero el calor seguía pesando con todas sus fuerzas, como si la naturaleza hubiera hecho acopio de reservas de sol. Los niños entonces se ponían nerviosos. Selim gritaba. Lloraba con rabia, y su madre lo cogía en brazos y lo consolaba. Lo mantenía apretado contra ella, horas y horas, con los torsos de ambos empapados de sudor. Agotados. Fue un verano interminable, y Mathilde se sintió muy sola. A pesar de aquel calor agobiante, su marido se pasaba el día en el campo. Acompañaba a los obreros a unas siegas decepcionantes. Las espigas resultaron secas, las jornadas de trabajo se sucedían y todos se preocupaban temiendo morir de hambre en septiembre.

Una noche, Tamo encontró un escorpión debajo de un montón de cacerolas y soltó un grito ensordecedor que hizo que Mathilde y los niños se precipitaran a la cocina. Esta daba a un patio pequeño donde se tendía la ropa, se ponían a secar las tiras de carne adobada, se amontonaban barreños sucios y merodeaban los gatos que Mathilde mimaba. Ella insistía siempre en que se cerrara la puerta que daba al exterior. Le asustaban las culebras, las ratas, los murciélagos y, sobre todo, los chacales, que una vez se habían agolpado en manada junto al horno de cal. Pero Tamo era muy despistada y se debió olvidar de cerrar la puerta. La hija de Ito tenía algo menos de diecisiete años. Era risueña y voluntariosa, le gustaba estar al aire libre, ocuparse de los niños, enseñarles los nombres de los animales en amazigh. Pero le desagradaba la actitud de Mathilde hacia ella. La alsaciana se mostraba severa, autoritaria, cortante. Se había propuesto educar a Tamo en lo que ella denominaba las buenas maneras, pero sin mostrar paciencia alguna. Cuando quiso enseñarle los rudimentos de la cocina occidental, tuvo que rendirse a la evidencia: a Tamo le importaba un bledo, no le hacía caso y sujetaba con una mano floja la espátula con la que debía remover la crema pastelera.

Esa noche, cuando Mathilde entró en la cocina, la joven bereber estaba salmodiando unos versículos mientras se ocultaba la cara con las manos. Mathilde tardó un poco en entender qué la había asustado tanto. Luego vio las pinzas negras del arácnido asomando por debajo de la sartén que se había traído de Mulhouse, adquirida justo después de casarse. Levantó a Aicha del suelo, pues andaba también descalza. Ordenó en árabe a Tamo que se serenara. «Deja de llorar y recoge eso», le repetía. Cruzó el largo pasillo que conducía a su dormitorio y dijo: «Tesoros, esta noche dormiréis conmigo».

Sabía muy bien que su marido la regañaría. Amín desaprobaba su modo de educar a los niños, su complacencia con sus pequeñas rabietas y sus emociones. Le reprochaba que estuviera convirtiéndolos en unos seres débiles, quejicas, en especial al varoncito. «A un hombre no se lo educa así, sin darle los medios para afrontar la vida.» En aquella casa, lejos de todo, Mathilde sentía miedo, echaba de menos sus primeros años en Marruecos, cuando vivían en la medina, con la gente, los ruidos, la agitación humana. Si hacía partícipe de sus sentimientos a su marido, él se burlaba de ella. «Créeme, estáis más seguros aquí.» En aquel mes de agosto de 1953 que llegaba a su fin, Amín le prohibió incluso que fuese a la ciudad, pues temía que hubiera protestas masivas o alguna revuelta. Al anunciarse el exilio del sultán Sidi Mohamed Ben Yusef a la isla de Córcega, y posteriormente a Madagascar, el pueblo se sintió airado. En Meknés y en las demás ciudades del reino, la atmósfera se tornó inflamable, los gestos eran cada vez más tensos, cualquier incidente podía transformarse en motín. En la medina las mujeres, con los ojos enrojecidos por el odio y el llanto, iban vestidas de negro para mostrar su adhesión a la causa nacionalista. «Ia latif, ia latif!», en todas las mezquitas del reino se rezaba esa breve jaculatoria, implorando la misericordia divina para que regresara el soberano. Se habían constituido organizaciones clandestinas a favor de la lucha armada contra el opresor cristiano. En las calles, desde la madrugada hasta la noche, se elevaba el grito de alabanza al rey: «Iahia al-malik!». Pero la pequeña Aicha no entendía de política. Ni siquiera sabía que corría el año 1953, que unos hombres se preparaban para luchar, para conseguir la independencia, y otros para negársela. Le daba igual. Se pasó el verano pensando en el colegio, aterrorizada.

Mathilde dejó a los dos niños encima de la cama y les prohibió moverse. Regresó a los pocos minutos, llevando en los brazos un par de sábanas blancas que había humedecido con agua fría. Los niños se tendieron sobre la tela fresquita y mojada, y Selim se quedó dormido enseguida. Mathilde balanceaba sus pies hinchados fuera de la cama. Acariciaba la espesa melena de su hija que murmuró: «No quiero ir al colegio. Quiero quedarme contigo. Muilala no sabe leer, Ito y Tamo, tampoco. ¿Qué más da?». Mathilde surgió violentamente de su letargo y acercó su rostro al de la niña. «Ni tu abuela ni Ito lo eligieron por propia voluntad.» En la oscuridad, la niña no distinguía los rasgos de su madre pero notó que hablaba con una gravedad poco habitual que le preocupó. «No se te ocurra jamás decir semejante disparate. ¿Lo has entendido?» Afuera, unos gatos se peleaban, lanzando unos maullidos espantosos. «Me das envidia, ¿sabes?», continuó. «Me encantaría volver al colegio, aprender miles de cosas, hacerme amigos que duren para siempre. Ahí es donde empieza la vida de verdad. Ahora eres una niña mayor.»

Las sábanas se secaron y Aicha no conseguía dormirse. Con los ojos abiertos, soñó en la nueva vida que le esperaba. Se imaginó un patio en sombra y fresco, y cogida de la mano de una niña que sería su alma gemela. La vida de verdad, según había dicho Mathilde, no estaba pues aquí, en esta casa blanca aislada en la colina. La vida de verdad no consistía en andar todo el día con las obreras. ¿Acaso los que trabajaban en las tierras de su padre no tenían una vida de verdad? Se preguntaba si no era importante la manera de cantar o el cariño con que la acogían, a la sombra de los olivos a la hora del descanso, para comer media hogaza de pan cocido esa misma mañana sobre un anafre, ante el que las mujeres permanecían sentadas horas y horas, inhalando un humo negro que acabaría matándolas.

Hasta entonces, Aicha no había pensado nunca en esa otra vida. Salvo quizá cuando iban a la parte alta de la ciudad europea, y se encontraba en medio del ruido de los coches, de los vendedores ambulantes, de los escolares adolescentes que se precipitaban a las salas de cine. Cuando oía la música que provenía del fondo de los cafés, el ruido de los tacones sobre el cemento. Cuando su madre, en la acera, tiraba de ella, harta, diciendo «perdón» a los transeúntes. Sí, ella había visto que en otros lugares había otra vida, más densa, más rápida, una vida que parecía dirigida hacia algo. Sospechaba que la vida que ellos llevaban no era más que una sombra, una dura tarea lejos de las miradas, una entrega. Una servidumbre.

El primer día de colegio llegó. Sentada en el asiento trasero del coche, Aicha estaba paralizada por el miedo. Ahora no había ninguna duda, dijeran lo que dijeran, aquello era un abandono. Un cobarde y terrible abandono. Iban a dejarla allí, en esa calle desconocida, a ella, a la niña salvaje que no conocía más que la inmensidad del campo, el silencio de la colina. Mathilde intentaba sacar temas de conversación, se reía tontamente, y ella notaba que su madre tampoco estaba tranquila. Que toda esa comedia sonaba a mentira. Las puertas del colegio aparecieron y su padre paró el coche y aparcó. En la acera, las madres llevaban de la mano a sus hijas, vestidas de domingo. Se habían puesto ropa nueva, con un corte perfecto pero de colores discretos. Eran niñas de ciudad para las que lucirse era una costumbre. Las madres, tocadas con sombrero, hablaban entre ellas mientras las pequeñas se saludaban. Para ellas era un rencuentro, la continuación de su mundo. De pronto, a Aicha le entraron temblores. «No quiero», empezó a gritar, «no quiero bajar del coche.» Sus gritos estridentes atrajeron la atención de los adultos y de las alumnas. Ella, que de costumbre era tranquila y tímida, había dejado de comportarse bien. Se enrolló como una bola en el asiento de atrás, se agarró a él y gritó hasta romper el corazón y los tímpanos de quienes la oían. Mathilde abrió la puerta: «Ven, cariño, ven, no te preocupes». Le lanzó una mirada suplicante que Aicha reconoció. Era la misma que la de los obreros de la finca cuando amansaban a los animales antes de matarlos. «Ven por aquí, tesoro, ven», y luego llegaba el encierro, los golpes, el matadero. Amín también abrió la puerta y cada uno intentó sacar a la niña. Su padre lo consiguió, y ella se agarró a la portezuela con una rabia y unas fuerzas asombrosas.

Enseguida se formó un corro de gente. Compadecían a Mathilde, quien, por vivir tan lejos con los indígenas, había hecho de sus hijos unos salvajes. Esos gritos, esa histeria, eran propios de los campesinos de las cabilas. «¿Sabían ustedes que las mujeres se arañan la cara hasta sangrar para expresar su pena?» Nadie de la ciudad frecuentaba a los Belhach, pero todos conocían la historia de esa familia que vivía en el camino hacia El Hayeb, a veinticinco kilómetros del centro, en una finca aislada. Meknés era una ciudad tan pequeña, la gente se aburría tanto, que ese matrimonio extraño alimentaba las conversaciones en las horas calurosas de las tardes.

 

*

En la peluquería Au Palais de la Beauté —donde a las mujeres jóvenes les ponían bigudíes en el pelo y esmalte de uñas en los pies—, Eugène, el dueño, se burlaba de Mathilde, la rubia alta de ojos verdes que medía al menos diez centímetros más que el moro de su marido. Hacía reír a sus clientas insistiendo en lo que diferenciaba a aquella pareja: él con un pelo negro que nacía tan bajo sobre la frente que le endurecía la mirada; ella, que tenía la impaciencia de las jóvenes de veinte años, y, a la vez, algo masculino, violento, incorrecto, que había llevado a Eugène a dejar de aceptarla en su salón. Con unas palabras bien escogidas, describía las piernas largas y firmes de la alsaciana, su mandíbula voluntariosa, sus manos descuidadas y, luego, aquellos pies inmensos, tan grandes e hinchados que solo podía llevar zapatos de hombre. La blanca y el morango. La gigante y el oficial enano. Bajo los cascos secadores, las clientas se desternillaban de risa. Pero cuando la gente recordaba que Amín había luchado en la guerra de liberación, que había sido herido y condecorado, las risas disminuían. Las mujeres se sentían obligadas a callarse, y, por ello, con más ganas de soltar hiel. Pensaban que Mathilde era un extraño botín de guerra. ¿Cómo pudo convencer ese soldado a la robusta alsaciana a que lo siguiera hasta este país? ¿De qué huía ella para haber llegado a esto?

*

Se agolparon alrededor de la niña. Llovían los consejos. Un hombre apartó con violencia a Mathilde e intentó hacer entrar en razón a Aicha. Sin éxito, alzó los brazos en el aire, invocó al Altísimo y los principios fundamentales de los que depende una buena educación. Zarandeaban a Mathilde que intentaba proteger a Aicha. «¡No la toquen, no se acerquen a mi hija!» Se sentía devastada. Verla llorar así era un tormento. Quiso abrazarla, acunarla y confesarle sus mentiras. Sí, se había inventado aquellos recuerdos idílicos de amistades eternas y maestros entregados. La verdad era que estos no eran amables. Que conservaba de la escuela el recuerdo del agua helada con la que se lavaba la cara en mitad de una madrugada oscura, los golpes que le propinaban, la asquerosa comida y las tardes con el estómago reconcomido por el hambre, por el desesperado deseo de un gesto de cariño. Vámonos, quería gritar. Olvidémonos de esta historia. En casa todo irá bien, me las apañaré, sabré enseñarle. Amín le lanzó una mirada fulminante. Con sus ridículos mimos y ñoñerías estaba consiguiendo que la niña fuera una blandengue. Para colmo, ella era quien había querido matricularla en esa escuela de franceses, donde despuntaba el campanario de una iglesia en la que se rezaba a un dios extranjero. Mathilde contuvo las lágrimas, y, torpemente y sin convicción, extendió los brazos hacia su hija. «Ven, cariño, tesoro.»

Estaba tan pendiente de Aicha que no se dio cuenta de que se burlaban de ella. Que las miradas bajaban y observaban sus zapatones de cuero gastado. Las madres murmuraban, con las manos enfundadas en guantes. Se ofendían de su presencia entre ellas y se reían. Delante de la cancela del colegio e internado Notre-Dame, recordaron de pronto que debían ser compasivas pues el Señor las observaba.

Amín agarró a su hija por la cintura. Estaba furioso. «¿Se puede saber qué es este escándalo que has organizado? ¿Vas a soltar la puerta de una vez? ¡Pórtate bien, nos estás avergonzando!» Con el vestido levantado, a la niña se le veían las bragas. El guarda del colegio los miraba, preocupado. No se atrevía a moverse. Brahim era un viejo de rostro redondo y afable. Llevaba un bonete blanco de croché sobre su cabeza calva. La chaqueta azul marino, impecablemente planchada, le quedaba grande. Los padres de la niña no conseguían calmarla, parecía poseída por el diablo. La ceremonia de inauguración del curso escolar acabaría estropeándose y la madre superiora se enfadaría al enterarse de que semejante espectáculo había tenido lugar delante de la cancela de su venerable institución. Le pediría cuentas y él sería el culpable.

El viejo se acercó al coche y con la dulzura máxima posible intentó despegar los deditos que se asían a la portezuela. Se dirigió en árabe a Amín: «Yo la sostengo y tú arrancas, ¿entendido?». Él asintió. Hizo un gesto con la barbilla en dirección a Mathilde y esta regresó a su sitio. Ni siquiera tuvo tiempo de dar las gracias al guarda. En cuanto la niña soltó la puerta y esta se cerró, arrancó. El coche se alejó y Aicha no supo si su madre le había lanzado una última mirada. Eso fue todo: la habían abandonado.

Allí estaba ella, en la acera, con su vestido azul arrugado al que se le había caído un botón. Tenía los ojos enrojecidos por el llanto y el señor que la llevaba agarrada de la mano no era su padre. «No puedo acompañarte hasta el patio. Tengo que quedarme aquí en la entrada. Es mi trabajo.» Puso su mano en la espalda de la niña y la empujó con suavidad hacia el interior. Aicha hizo un gesto de dócil asentimiento. Estaba avergonzada. Ella, que quería ser discreta como una libélula, había atraído la atención de todos. Avanzó por el sendero al final del cual la esperaban en fila unas monjas vestidas con largas túnicas negras.

Entró en el aula. Las demás niñas ya estaban en sus sitios y la miraban con descaro y sonrientes. Sintió tanto miedo que tuvo ganas de dormir. La cabeza se le llenó de zumbidos. Si cerraba los ojos seguro que caería en un sueño profundo. Una monja la cogió por el hombro. Llevaba una hoja en la mano. Le preguntó: «¿Cómo te llamas?». Aicha alzó la vista, sin entender qué se esperaba de ella. La sor, joven y guapa, de tez pálida, le gustó a la niña. Repitió la pregunta y se inclinó a la altura de Aicha, que acabó murmurando: «Me llamo Mchicha».

La hermana frunció las cejas. Se ajustó las gafas sobre la nariz y se inclinó de nuevo para consultar la lista de alumnas. «Señorita Belhach. Señorita Aicha Belhach, nacida el 16 de noviembre de 1947.»

La niña se giró. Miró detrás de ella, como si no entendiera a quién se dirigía la monja. No conocía a esa gente, y en su pecho retuvo un sollozo. La barbilla le temblaba. Hundió las uñas en la carne de sus brazos. ¿Qué había sucedido? ¿Qué había hecho ella para merecer estar encerrada allí? ¿Cuándo regresaría mamá? La monja no se lo creía pero debía admitirlo: aquella niña no conocía su propio nombre.

«Señorita Belhach, siéntese usted allá, cerca de la ventana.»

Desde que tuvo uso de razón, había oído ese nombre: Mchicha. Era el que gritaba su madre desde la puerta de la casa para llamarla a cenar. Era el que volaba entre los árboles, el que rodaba colina abajo en la boca de los campesinos que la buscaban y no la encontraban, hasta dar con ella, dormida, hecha una bolita contra un tronco de árbol. «¡Mchicha!», oía que la llamaban, y solo podía existir ese nombre, puesto que era el que silbaba como el viento, el que hacía reír a las mujeres bereberes que la abrazaban como si fuera hija de ellas. Ese era el nombre que su madre tarareaba por las noches en mitad de las canciones infantiles que se inventaba. Ese era el último sonido que escuchaba antes de quedarse dormida, y, desde que había nacido, habitaba en sus sueños. Mchicha. La vieja Ito había comentado que los gritos del bebé parecían maullidos, y fue ella quien le puso ese apodo: gatita. Había enseñado a Mathilde el modo de cargar a la niña en la espalda, envolviéndola con una pañoleta. «Así se queda dormida mientras tú trabajas.» A ella le divirtió aquel truco. Se pasaba los días así, con la boquita de su niña pegada a la nuca. Y esa ternura la hacía feliz.