Ana Karenina

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Capítulo 8

Alexey Alejandrovich no encontró nada de extraño ni de inconveniente en que su mujer estuviese sentada con Vronsky ante una mesita apartada manteniendo una animada conversación. Pero observó que a los otros invitados sí les había parecido extraño tal hecho y hasta incorrecto, y por ello, se lo pareció también a él. En consecuencia, Alexey Alejandrovich resolvió hablar de ello a su mujer.

De vuelta a casa, Alexey Alejandrovich pasó a su despacho, como de costumbre, se sentó en su butaca, tomó un libro sobre el Papado, que dejara antes allí, y empuñó la plegadera.

Estuvo leyendo hasta la una de la noche, como acostumbraba, más de vez en cuando se pasaba la mano por su amplia frente y sacudía la cabeza como para apartar un pensamiento.

Ana no había vuelto aún. Él, con el libro bajo el brazo, subió a las habitaciones del piso superior.

Aquella noche no le embargaban pensamientos y preocupaciones del servicio, sino que sus ideas giraban en tomo a su mujer y al incidente desagradable que le había sucedido. En vez de acostarse como acostumbraba, comenzó a pasear por las habitaciones con las manos a la espalda, pues le resultaba imposible ir al lecho antes de pensar detenidamente en aquella nueva circunstancia.

En el primer momento, Alexey Alejandrovich encontró fácil y natural hacer aquella observación a su mujer, pero ahora, reflexionando en ello, le pareció que aquel incidente era de una naturaleza harto enojosa.

Alexey Alejandrovich no era celoso. Opinaba que los celos ofenden a la esposa y que es deber del esposo tener confianza en ella. El porqué de que debiera tener confianza, el motivo de que pudiera creer que su joven esposa le había de amar siempre, no se lo preguntaba, pero el caso era que no sentía desconfianza. Al contrario: confiaba y se decía que así tenía que ser.

Mas ahora, aunque sus opiniones de que los celos son un sentimiento despreciable y que es necesario confiar no se hubieran quebrantado, sentía, con todo, que se hallaba ante algo contrario a la lógica, absurdo, ante lo que no sabía cómo reaccionar. Se veía cara a cara con la vida, afrontaba la posibilidad de que su mujer pudiese amar a otro y el hecho le parecía absurdo a incomprensible, porque era la vida misma. Había pasado su existencia moviéndose en el ambiente de su trabajo oficial: es decir, que sólo había tenido que ocuparse de los reflejos de la vida. Pero cada vez que se hallaba con ésta tal como es, Alexey Alejandrovich se apartaba de ella.

Ahora experimentaba la sensación del hombre que, pasando con toda tranquilidad por un puente sobre un precipicio, observara de pronto que el puente estaba a punto de hundirse y el abismo se abría bajo sus pies.

El abismo era la misma vida, y el puente, la existencia artificial que él llevaba.

Pensaba, pues, por primera vez en la posibilidad de que su mujer amase a otro y este pensamiento le horrorizó.

Seguía sin desnudarse, paseando de un lado a otro con su paso igual, ora a lo largo del crujiente entablado del comedor alumbrado con una sola lámpara, ora sobre la alfombra del oscuro salón, en el que la luz se reflejaba únicamente sobre un retrato suyo muy reciente que se hallaba colgado sobre el diván.

Paseaba también por el gabinete de Ana, donde había dos velas encendidas iluminando los retratos de la familia y de algunas amigas de su mujer y las elegantes chucherías de la mesa-escritorio de Ana que le eran tan conocidas.

A través del gabinete de su mujer, se acercaba a veces hasta la puerta del dormitorio y después volvía sobre sus pasos para continuar el paseo.

En ocasiones se detenía –casi siempre en el claro entablado del comedor– y se decía:

«Sí; es preciso resolver esto y acabar. Debo explicarle mi modo de entender las cosas y mi decisión». «Pero, ¿cuál es mi decisión? ¿Qué voy a decirle?» , se preguntaba reanudando otra vez su paseo, al llegar al salón, y no hallaba respuesta. «A fin de cuentas», volvía a repetirse antes de regresar a su despacho, «a fin de cuentas, ¿qué ha sucedido? Nada. Ella habló con él largo rato. ¿Pero qué tiene eso de particular, qué? No hay nada de extraordinario en que una mujer hable con todos… Por otra parte, tener celos significa rebajarla y rebajarme» , concluía al llegar al gabinete de Ana.

Más semejante reflexión, generalmente de tanto peso para él, al presente carecía de valor, no significaba nada.

Y desde la puerta de la alcoba volvía a la sala, y apenas entraba en su oscuro recinto una voz interna le decía que aquello no era así, y que si los otros habían observado algo era señal de que algo existía.

Y, ya en el comedor, se decía de nuevo:

«Sí, hay que decidirse y terminar esto; debo decirle lo que pienso de ello». Mas en el salón, antes de dar la vuelta, se preguntaba: «Decidirse sí, pero ¿en qué sentido?». Y al interrogarse: «Al fin y al cabo, ¿qué ha sucedido?» , se contestaba: «Nada», recordando una vez más que los celos son un sentimiento ofensivo para la esposa.

Pero al llegar al salón volvía a tener la certeza de que algo había sucedido, y sus pasos y sus pensamientos cambiaban de dirección sin por ello encontrar nada nuevo.

Alexey Alejandrovich lo advirtió, se frotó la frente y se sentó en el gabinete de Ana.

Allí, mientras miraba la mesa, con la carpeta de malaquita en la que había una nota a medio escribir, sus pensandentos se modificaron de repente. Comenzó a pensar en Ana, en lo que podría sentir y pensar.

Por primera vez imaginó la vida personal de su mujer, lo que pensaba, lo que sentía… La idea de que ella debía tener una vida propia le pareció tan terrible que se apresuró a apartarla de sí. Temía contemplar aquel abismo. Trasladarse en espíritu y sentimiento a la intimidad de otro ser era una operación psicológica completamente ajena a Alexey Alejandrovich, que consideraba como una peligrosa fantasía tal acto mental.

«Y lo terrible es que precisamente ahora, cuando toca a su realización mi asunto», pensaba, refiriéndose al proyecto que estaba llevando a cabo, «es decir, cuando necesitaría toda la serenidad de espíritu y todas mis energías morales, precisamente ahora me cae encima esta preocupación. Pero ¿qué puedo hacer? Yo no soy de los que sufren contrariedades y disgustos sin osar mirarlos cara a cara».

«Debo pensarlo bien, resolver algo y librarme en absoluto de esta preocupación», pronunció en voz alta.

«Sus sentimientos y lo que pasa o pueda pasar en su alma no me incumben. Eso es cuestión de su conciencia y materia de la religión más que mía», se dijo, aliviado con la idea de que había encontrado una ley que aplicar a las circunstancias que acababan de producirse.

«De modo», siguió diciéndose, «que las cuestiones de sus sentimientos corresponden a su conciencia y no tienen por qué interesarme. Mi obligación se presenta clara: como jefe de familia tengo el deber de orientarla y soy, pues, en cierto modo, responsable de cuanto pueda suceder. Por tanto, debo advertir a Ana el peligro que veo, amonestarla y, en caso necesario, imponer mi autoridad. Sí, debo explicarle todo esto».

Y en el cerebro de Karenin se formó un plan muy claro de lo que debía decir a su mujer. Al pensar en ello consideró, sin embargo, que era muy lamentable tener que emplear su tiempo y sus energías espirituales en asuntos domésticos y de un modo que no había de granjearle renombre alguno.

Mas, fuere como fuere, en su cerebro se presentaba clara como en un memorial la forma y sucesión de lo que había de decir:

«Debo hablarle así: primero le explicaré la importancia que tienen la opinión ajena y las conveniencias sociales; en segundo lugar le hablaré de la significación religiosa del matrimonio; en tercer término, si es necesario, le mencionaré la desgracia que puede atraer sobre su hijo; y en cuarto lugar le indicaré la posibilidad de su propia desgracia».

Alexey Alejandrovich, intercalando los dedos de una mano con los de la otra y dando un tirón, hizo crujir las articulaciones.

Este ademán, aquella mala costumbre de unir las manos y hacer crujir los dedos, le calmaba, le devolvía el dominio de sí mismo que tan necesario le era en momentos como los presentes.

Próximo al portal, se sintió el ruido de un coche. Alexey Alejandrovich se detuvo en medio del salón.

Se oyeron pasos femeninos subiendo la escalera. Ya preparado para su discurso, Alexey Alejandrovich se apretaba los dedos, probando para ver si crujían en algún punto, hasta que, en efecto, le crujió una articulación.

Al percibir el ruido ya cercano de los ligeros pasos de Ana, Alexey Alejandrovich, aunque muy satisfecho del discurso que meditara, experimentó terror pensando en la explicación que le iba a dar a ella.

Capítulo 9

Ana entró con la cabeza inclinada y jugueteando con las borlas de su baslik .

Su rostro resplandecía, pero no de felicidad; la luz que le iluminaba recordaba más bien el siniestro resplandor de un incendio en una noche oscura.

Al ver a su marido, levantó la cabeza y sonrió, como despertando de un sueño.

–¿No estás acostado aún? ¡Qué milagro!

Se quitó la capucha y, sin volver la cabeza, se encaminó al tocador.

–Es hora de acostarse, Alexey Alejandrovich; es tarde ya –dijo desde la puerta.

–Tengo que hablarte, Ana.

–¿Hablarme? –dijo ella extrañada.

Y saliendo del tocador, le miró.

–¿De qué se trata? –preguntó, sentándose–. Hablemos, si es preciso. Pero deberíamos irnos ya a dormir.

Ana decía lo primero que le venía a los labios y ella misma se extrañaba, al escucharse, de oírse mentir con tanta familiaridad, de comprobar lo sencillas y naturales que parecían sus palabras y de la espontaneidad que aparentemente existía en el deseo que expresara de dormir.

 

Se sentía revestida de una impenetrable coraza de falsedad y le parecía que una fuerza invisible la sostenía y ayudaba.

–Debo advertirte, Ana…

–¿Advertirme qué?

Le miraba con tanta naturalidad, con una expresión tan jovial, que quien no la hubiera conocido como su esposo no habría podido observar fingimiento alguno, ni en el sonido ni en la expresión de sus palabras.

Pero él la conocía, sabía que cuando se iba a dormir cinco minutos más tarde que de costumbre, Ana reparaba en ello y le preguntaba la causa. No ignoraba tampoco que su esposa le contaba siempre sus penas y sus alegrías. Por eso, el hecho de que esta noche no quisiera reparar en su estado de ánimo, ni contarle era para él altamente significativo. Comprendía que la profundidad de aquella alma, antes abierta siempre para él, se había cerrado de repente.

Observaba, por otra parte, que ella no se sentía molesta ni cohibida ante aquel hecho, antes lo manifestaba abiertamente, como si su alma debiera estar cerrada y fuese conveniente que ello ocurriera y debiera seguir ocurriendo en lo sucesivo. Y él experimentaba la impresión de un hombre que, regresando a su casa, se encontrase con la puerta cerrada.

«Quizá encontremos todavía la llave», pensaba Alexey Alejandrovich.

–Quiero advertirte, Ana –le dijo en voz baja– que con tu imprudencia y ligereza puedes dar motivo a que la gente murmure de ti. Tu conversación de hoy con el príncipe Vronsky (pronunció este nombre lentamente y con firmeza) fue tan indiscreta que llamó la atención general.

Y mientras hablaba miraba a Ana, a los ojos, y los ojos de su esposa le parecían ahora terribles por lo impenetrables, y comprendía la inutilidad de sus palabras.

–Siempre serás el mismo –respondió ella, fingiendo no comprender sino las últimas palabras de su marido–. Unas veces te agrada que esté alegre, otras te molesta que lo esté… Hoy no estaba aburrida. ¿Acaso te ofende eso?

Alexey Alejandrovich se estremeció y se apretó las manos intentando hacer crujir las articulaciones.

–¡Por favor, no hagas eso con los dedos! Ya sabes que me desagrada.

–Ana, ¿eres tú? –le preguntó Alexey Alejandrovich en voz baja; esforzándose suavemente en dominarse y contener el movimiento de sus manos.

–Pero, en fin, ¿qué significa todo eso? –dijo ella con sorpresa a la vez cómica y sincera–. Habla, ¿qué quieres?

Alexey Alejandrovich calló. Se pasó la mano por la frente y los ojos. En lugar de por el motivo por el que se proponía advertir a su mujer de su falta a los ojos del mundo, se sentía inquieto precisamente por lo que se refería a la conciencia de ella y le parecía como si se estrellara contra un muro erigido por él.

–Lo que quiero decirte es esto –continuó, imperturbable y frío–, y ahora te ruego que me escuches. Como sabes, opino que los celos son un sentimiento ofensivo y humillante y jamás me permitiré dejarme llevar de ese sentimiento. Pero existen ciertas leyes, ciertas conveniencias, que no se pueden rebasar impunemente.

Hoy, y a juzgar por la impresión que has producido –no fui yo solo en advertirlo, fue todo el mundo–, no te comportaste como debías.

–No comprendo absolutamente nada –contestó Ana encogiéndose de hombros.

«A él le tiene sin cuidado» , se decía. «Pero lo que le inquieta es que la gente lo haya notado.»

Y añadió en voz alta:

–Me parece que no estás bien, Alexey Alejandrovich.

Y se levantó como para salir de la habitación, mas él se adelantó, proponiéndose, al parecer, detenerla.

El rostro de Alexis Alejandrovich era severo y de una fealdad como Ana no recordaba haberle visto nunca.

Ella se detuvo y, echando la cabeza hacia atrás, comenzó a quitarse, con mano ligera, las horquillas.

–Muy bien, ya dirás lo que quieres –dijo tranquilamente, en tono irónico–. Incluso te escucho con interés, porque deseo saber de qué se trata.

Al hablar, ella misma se sorprendía del tono tranquilo y natural con que brotaban de sus labios las palabras.

–No tengo derecho, y considero incluso inútil y perjudicial el entrar en pormenores sobre tus sentimientos –comenzó Alexey Alejandrovich–. A veces, removiendo en el fondo del alma sacamos a flote lo que pudiera muy bien haber continuado allí. Tus sentimientos son cosa de tu conciencia; pero ante ti, ante mí y ante Dios tengo la obligación de indicarte tus deberes. Nuestras vidas están unidas no por los hombres, sino por Dios. Y este vínculo sólo puede ser roto mediante un crimen y un crimen de esa índole lleva siempre aparejado el castigo.

–¡No comprendo nada! ¡Y con el sueño que tengo hoy, Dios mío! –dijo ella, hablando muy deprisa, mientras buscaba con la mano las horquillas que aún quedaban entre sus cabellos.

–Por Dios, Ana, no hables así ––dijo él, con suavidad–. Tal vez me equivoque, pero créeme que lo que digo ahora lo digo tanto por mi bien como por el tuyo: soy tu marido y te quiero.

Ana bajó la cabeza por un instante y el destello irónico de su mirada se extinguió.

Pero las palabras «te quiero» volvieron a irritarla.

–«¿Me ama?», pensó. «¿Acaso es capaz de amar? Si no hubiera oído decir que existe el amor, jamás habría empleado tal palabra, porque ni siquiera sabe qué es amor.»

–Alexey Alejandrovich, la verdad es que no te comprendo –le dijo ella en voz alta–. ¿Quieres decirme claramente lo que encuentras de… ?

–Perdón; déjame terminar. Te quiero, sí; pero no se trata de mí. Los personajes principales en este asunto son ahora nuestro hijo y tú misma… Quizá, lo repito, te parecerán inútiles mis palabras o inoportunas; quizá se deban a una equivocación mía. En ese caso, te ruego que me perdones. Pero si tú reconoces que tienen algún fundamento, te suplico que pienses en ello y me digas lo que te dicte el corazón…

Sin darse cuenta, hablaba a su mujer en un sentido completamente distinto del que se había propuesto.

–No tengo nada que decirte. Y además –dijo Ana, muy deprisa, reprimiendo a duras penas una sonrisa–, creo que es hora ya de irse a acostar.

Alexey Alejandrovich suspiró y sin hablar más se dirigió hacia su dormitorio.

Cuando Ana entró a su vez, su marido estaba ya acostado. Tenía muy apretados los labios y sus ojos no la miraban. Ella se acostó esperando a cada instante que él le diría todavía algo. Lo temía y lo deseaba a la vez. Pero su marido callaba. Ana permaneció inmóvil largo rato y después se olvidó de él. Ahora veía otro hombre ante sí y, al pensar en él, su corazón se henchía de emoción y de culpable alegría.

De pronto sintió un suave ronquido nasal, rítmico y tranquilo. Al principio pareció como si el mismo Alexey Alejandrovich se asustase de su ronquido y se detuvo. Los dos contuvieron la respiración. Él respiró dos veces casi sin ruido, para dejar oír nuevamente el ronquido rítmico y reposado de antes.

«Claro», pensó ella con una sonrisa. «Es muy tarde ya… »

Permaneció largo rato inmóvil, con los ojos muy abiertos, cuyo resplandor le parecía ver en la oscuridad.

Capítulo 10

Una vida nueva empezó desde entonces para Alexey Alejandrovich y su mujer.

No es que pasara nada extraordinario. Ana frecuentaba, como siempre, el gran mundo, visitando mucho a la princesa Betsy y encontrándose con Vronsky en todas partes.

Alexey Alejandrovich reparaba en ello, pero no podía hacer nada. A todos sus intentos de provocar una explicación entre los dos, Ana oponía, como un muro impenetrable, una alegre extrañeza.

Exteriormente todo seguía igual, pero las relaciones íntimas entre los esposos experimentaron un cambio radical. Alexey Alejandrovich, tan enérgico en los asuntos del Estado, se sentía impotente en este caso.

Como un buey, que abate sumiso la cabeza, esperaba el golpe del hacha que adivinaba suspendida sobre él.

Cada vez que pensaba en ello se decía que cabía probar, una vez más, que restaba la esperanza de salvar a Ana con bondad, persuasión y dulzura, haciéndole comprender la realidad, y cada día se preparaba para hablar con ella, pero al ir a empezar sentía que aquel espíritu de falsedad y de mal que poseía a Ana se apoderaba también de él, y entonces le hablaba no de lo que quería decirle ni de lo que debía hacerse, sino con su tono habitual, con el que parecía burlarse de su interlocutor. Y en este tono era imposible decirle lo que deseaba.

Capítulo 11

Aquello que constituía el deseo único de la vida de Vronsky desde un año a aquella parte, su ilusión dorada, su felicidad, su anhelo considerado imposible y peligroso –y por ello más atrayente–, aquel deseo, acababa de ser satisfecho.

Vronsky, pálido, con la mandíbula inferior temblorosa, permanecía de pie ante Ana y le rogaba que se calmase, sin que él mismo pudiera decir cómo ni por qué medio,

–¡Ana, Ana, por Dios! –decía con voz trémula.

Pero cuanto más alzaba él la voz, más reclinaba ella la cabeza, antes tan orgullosa y alegre y ahora avergonzada, y resbalaba del diván donde estaba sentada, deslizándose hasta el suelo, a los pies de Vronsky, y habría caído en la alfombra si él no la hubiese sostenido.

–¡Perdóname, perdóname! –decía Ana, sollozando, y oprimiendo la mano de él contra su pecho.

Sentíase tan culpable y criminal que no le quedaba ya más que humillarse ante él y pedirle perdón y sollozar.

Ya no tenía en la vida a nadie sino a él, y por eso era a él a quien se dirigía para que la perdonase. Al mirarle sentía su humillación de un modo físico y no encontraba fuerzas para decir nada más.

Vronsky, contemplándola, experimentaba lo que puede experimentar un asesino al contemplar el cuerpo exánime de su víctima. Aquel cuerpo, al que había quitado la vida, era su amor, el amor de la primera época en que se conocieran.

Había algo de terrible y repugnante en recordar el precio de vergüenza que habían pagado por aquellos momentos. La vergüenza de su desnudez moral oprimía a Ana y se contagiaba a Vronsky. Mas en todo caso, por mucho que sea el horror del asesino ante el cadáver de su víctima, lo que más urge es despedazarlo, ocultarlo y aprovecharse del beneficio que pueda reportar el crimen.

De la misma manera que el asesino se lanza sobre su víctima, la arrastra, la destroza con ferocidad, se diría casi con pasión, así también Vronsky cubría de besos el rostro y los hombros de Ana. Ella apretaba la mano de él entre las suyas y no se movía. Aquellos besos eran el pago de la vergüenza. Y aquella mano, que siempre sería suya, era la mano de su cómplice…

Ana levantó aquella mano y la besó. Él, arrodillándose, trató de mirarla a la cara, pero ella la ocultaba y permanecía silenciosa. Al fin, haciendo un esfuerzo, luchando consigo misma, se levantó y le apartó suavemente. Su rostro era tan bello como siempre y, por ello, inspiraba aún más compasión…

–Todo ha terminado para mí –dijo ella–. Nada me queda sino tú. Recuérdalo.

–No puedo dejar de recordar lo que es mi vida. Por un instante de esta felicidad…

–¿De qué felicidad hablas? –repuso ella, con tal repugnancia y horror que hasta él sintió que se le comunicaba–. Ni una palabra más, por Dios, ni una palabra…

Se levantó rápidamente y se apartó.

–¡Ni una palabra más! –volvió a decir.

Y con una expresión fría y desesperada, que hacía su semblante incomprensible para Vronsky, se despidió de él.

Ana tenía la impresión de que en aquel momento no podía expresar con palabras sus sentimientos de vergüenza, de alegría y de horror ante la nueva vida que comenzaba. Y no quería, por lo tanto, hablar de ello, no quería rebajar aquel sentimiento empleando palabras vagas. Pero después, ya transcurridos dos o tres días, no sólo no halló palabras con que expresar lo complejo de sus sentimientos, sino que ni siquiera encontraba pensamientos con que poder reflexionar sobre lo que pasaba en su alma.

Se decía:

«No, ahora no puedo pensar en esto. Lo dejaré para más adelante, cuando me encuentre más tranquila».

Pero aquel momento de tranquilidad que había de permitirle reflexionar no llegaba nunca.

Cada vez que pensaba en lo que había hecho, en lo que sería de ella y en lo que debía hacer, el horror se apoderaba de Ana y procuraba alejar aquellas ideas.

 

«Después, después» , se repetía. «Cuando me encuentre más tranquila.»

Pero en sueños, cuando ya no era dueña de sus ideas, su situación aparecía ante ella en toda su horrible desnudez. Soñaba casi todas las noches que los dos eran esposos suyos y que los dos le prodigaban sus caricias. Alexey Alejandrovich lloraba, besaba sus manos y decía:

–¡Qué felices somos ahora!

Alexey Vronsky estaba asimismo presente y era también marido suyo. Y ella se asombraba de que fuese un hecho lo que antes parecía imposible y comentaba, riendo, que aquello era muy fácil y que así todos se sentían contentos y felices.

Pero este sueño la oprimía como una pesadilla y despertaba siempre horrorizada.