Ana Karenina

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Capítulo 14

Al acercarse a su casa en inmejorable disposición de ánimo, Levin oyó un ruido de campanillas por el lado de la puerta principal.

«Ha venido alguien por ferrocarril» , pensó. «Es la hora del tren de Moscú. ¿Quién será? ¿Mi hermano Nicolás? Me dijo que iría a tomar las aguas en el extranjero o que vendría a mi casa. »

En principio, la idea de la presencia de su hermano le disgustó, sospechando que iba a perturbar su buena disposición de ánimo, tan acorde con la alegría primaveral. Pero, avergonzándose, abrió sus brazos espiritualmente, experimentando una sencilla alegría y deseando de corazón que el llegado fuese Nicolás.

Espoleó al caballo y, al salir de las acacias, vio una troika de alquiler que llegaba de la estación y en la que iba un señor con pelliza.

No era su hermano.

«¡Si fuese al menos alguna persona simpática con la que se pudiese hablar!» , pensó Levin.

Y, al reconocer a Esteban Arkadievich, exclamó alegremente, levantando los brazos:

–¡Qué visita más agradable! ¡Cuánto me complace verte!

Y pensaba:

«Ahora sabré con certeza si Kitty se ha casado o cuándo se casa.»

Y sintió que en aquel día primaveral el recuerdo de Kitty no le era tan penoso.

–¿No me esperabas? –dijo Esteban Arkadievich, saliendo del trineo.

Llevaba barro en la nariz, en las mejillas y en las cejas, pero iba radiante de salud y alegría.

–Ante todo, he venido para verte –dijo, abrazando y besando a Levin–; después, para cazar con perro y, además, para vender el bosque de Erguchovo.

–¡Muy bien! ¿Has visto qué primavera? ¿Cómo has podido llegar en trineo?

–En coche habría sido más difícil aún –contestó el cochero, que conocía a Levin.

–Estoy contentísimo de verte ––dijo Levin sonriendo con toda el alma, infantilmente.

Levin acompañó a su amigo al cuarto reservado para los invitados, donde ya habían llevado los efectos de Esteban Arkadievich: un saco de viaje, una escopeta enfundada, una bolsa de cigarros…

Dejándole lavarse y cambiar de ropa, Levin pasó a su despacho para dar órdenes relativas a la labranza y al trébol.

Agafia Mijailovna, muy preocupada como siempre del honor de la casa, abordó a Levin en el recibidor, mareándole con preguntas sobre la comida.

–Haga lo que quiera, pero pronto –dijo Levin.

Y fue en busca del encargado.

A su regreso, Esteban Arkadievich, peinado y lavado y con una sonrisa deslumbradora en los labios, salía de su cuarto. Subieron los dos juntos.

–¡Cuánto me alegro de haber venido! Ahora podré averiguar las cosas misteriosas que haces aquí. Pero te aseguro que te envidio. ¡Qué bien está todo en esta casa! ––decía Esteban Arkadievich, olvidando que no siempre era primavera ni todos los días como aquél–. Tu ama de llaves es un encanto de viejecita… Cierto que sería mejor tener una doncella con delantalito… Pero esa anciana va muy bien con tus costumbres austeras y tu vida monástica.

Esteban Arkadievich contó muchas noticias interesantes y, sobre todo, una interesantísima para Levin: que su hermano Sergio Ivanovich se proponía pasar el verano con él, en el pueblo.

No dijo una palabra de Kitty ni de los Scherbazky, sólo se limitó a transmitirle recuerdos de su mujer.

Levin le agradeció mucho la delicadeza y se sintió feliz de su visita. Como siempre que vivía solo una temporada, había recogido en aquel tiempo gran cantidad de sentimientos e ideas que no podía compartir con los que le rodeaban, y ahora hablaba a su amigo de la alegría que le causaba la primavera, de sus planes futuros con respecto a la propiedad, de sus fracasos, de sus pensamientos; hacía comentarios sobre los libros que había leído y le habló, sobre todo, de la idea de su obra, la base de la cual consistía, aunque él no lo advirtiese, en una crítica de todas las obras antiguas que se habían escrito sobre el mismo tema. Esteban Arkadievich, que era siempre amable y que todo lo comprendía con una palabra, estaba aquel día más amable que nunca, y Levin notó, además, en su amigo una especie de respeto y ternura hacia él que le encantaban.

Las preocupaciones de Agafia Mijailovna y el cocinero respecto a la comida tuvieron por resultado que los dos amigos, que tenían gran apetito, acometieran los entremeses, comiendo mucho pan con mantequilla, caza ahumada y setas saladas. Para colmo, Levin ordenó servir la sopa sin las empanadillas con las que el cocinero quería deslumbrar al invitado.

Aunque acostumbrado a otras comidas, Esteban Arkadievich lo encontraba todo excelente: el vodka de hierbas, el pan con manteca, la caza ahumada, el vino blanco de Crimea. Sí, todo era espléndido y exquisito.

–¡Admirable admirable! –dijo, encendiendo un grueso cigarro después del asado–––. Se dijera que después de viajar en un vapor, entre ruidos y tambaleos, he arribado a una costa tranquila… ¿De modo que, según tú, el factor obrero debe ser estudiado a inspirar el modo de organizar la economía agraria? Aunque profano en estas materias, me parece que esa teoría y su aplicación van a influir sobre el obrero también.

–Sí; pero no olvides que no hablo de economía política, sino de la ciencia de la explotación de la tierra.

Esta última debe, como todas las ciencias naturales, estudiar los fenómenos, así como al obrero en los aspectos económico, etnográfico…

Agafia Mijailovna entró con la confitura.

–Agafia Mijailovna –dijo el invitado, haciendo ademán de chuparse los dedos–, ¡qué caza y qué licores tan bien preparados tiene usted! ¿Qué, Kostia? ¿Es hora ya?

Levin miró por la ventana el sol que se ponía entre las desnudas copas de los árboles del bosque.

–Sí lo es. Kusmá, prepara el charabán –dijo Levin.

Y descendieron.

Ya abajo, Esteban Arkadievich quitó él mismo la funda de una caja de laca y, una vez abierta, comenzó a armar su escopeta, un arma cara, último modelo.

Kusmá, presintiendo una buena propina para vodka, no se separaba de Esteban Arkadievich. Le ponía las medias y las botas y él le dejaba hacer de buen grado.

–Kostia, si llega el comerciante Riabinin, a quien he mandado llamar, ordena que le reciban y que espere.

–¿Vendes el bosque a Riabinin?

–Sí. ¿Le conoces?

–Le conozco. Tuve con él asuntos que terminaron «positivamente y definitivamente».

Esteban Arkadievich rió. Aquellas últimas palabras eran las preferidas del comerciante.

–Sí; habla de un modo muy divertido. ¡Veo que has comprendido a dónde va tu amo! –añadió, acariciando a «Laska», que ladraba suavemente dando vueltas en torno a Levin y lamiéndole, ya las manos, ya las botas, ya la escopeta.

Cuando salieron, el charabán estaba al pie de la escalera.

–He mandado preparar el charabán, pero no está lejos… ¿Quieres que vayamos a pie?

–No, será mejor que vayamos montados –dijo Esteban Arkadievich, acercándose al coche.

Sentóse, se envolvió las piernas en una manta de viaje que imitaba una piel de tigre y encendió un cigarro, –No puedo comprender cómo no fumas. Un cigarro no es sólo un placer, sino el mejor de los placeres. ¡Esto es vida! ¡Qué bien va aquí todo! ¡Así me gustaría vivir!

–¿Quién te prohíbe hacerlo? –dijo, sonriendo, Levin.

–¡Eres un hombre feliz! Tienes cuanto quieres: si quieres caballos, los tienes; si quieres perros, los tienes; si quieres caza, la tienes; si quieres fincas, las tienes.

–Acaso soy feliz porque me contento con lo que tengo y no me aflijo por lo que me falta –dijo Levin pensando en Kitty.

Esteban Arkadievich le comprendió. Miró a su amigo y no dijo nada.

Levin agradecía a Oblonsky que no le hubiese hablado de los Scherbazky, comprendiendo que no deseaba que lo hiciese. Pero al presente Levin sentía ya impaciencia por saber lo que tanto le atormentaba, aunque no se atrevía a hablar de ello.

–¿Y qué, cómo van tus asuntos? –preguntó Levin, comprendiendo que estaba mal por su parte hablar sólo de sí.

Los ojos de su amigo brillaron de alegría.

–Ya sé que tú no admites que se busquen panecillos cuando se tiene ya una ración de pan corriente y que lo consideras un delito; pero yo no comprendo la vida sin amor –respondió, interpretando a su modo la pregunta de Levin–. ¡Qué le vamos a hacer! Soy así. Esto perjudica poco a los demás y en cambio a mí me proporciona tanto placer…

–¿Hay algo nuevo sobre eso? –preguntó Levin.

–Hay, hay… ¿Conoces ese tipo de mujer de los cuadros de Osián? Esos tipos que se ven en sueños… Pues mujeres así existen en la vida. Y son terribles. La mujer, amigo mío, es un ser que por más que lo estudies te resulta siempre nuevo.

–Entonces vale más no estudiarlo.

–¡No! Un matemático ha dicho que el placer no está en descubrir la verdad, sino en el esfuerzo de buscarla.

Levin escuchaba en silencio, y a pesar de todos sus esfuerzos, no podía comprender el espíritu de su amigo. Le era imposible entender sus sentimientos y el placer que experimentaba estudiando a aquella especie de mujeres.

Capítulo 15

El lugar indicado para la caza estaba algo más arriba del arroyo, no lejos de allí, en el bosquecillo de pequeños olmos.

Al llegar, dejaron el coche y Levin condujo a Oblonsky a la extremidad de un claro pantanoso, cubierto de musgo, donde ya no había nieve. Él se instaló en otro extremo del claro, junto a un álamo blanco igual al de Oblonsky; apoyó la escopeta en una rama seca baja, se quitó el caftán, se ajustó el cinturón y comprobó que podía mover los brazos libremente.

 

La vieja «Laska», que seguía todos sus pasos, se sentó frente a él con precaución y aguzó el oído. El sol se ponía tras el bosque grande. A la luz crepuscular, los álamos blancos diseminados entre los olmos se destacaban, nítidos, con sus botones prontos a florecer.

En la espesura, donde aún había nieve, corría el agua con leve rumor formando caprichosos arroyuelos.

Los pájaros gorjeaban saltando de vez en cuando de un árbol a otro. En los intervalos de silencio absoluto se sentía el ligero crujir de las hojas secas del año pasado, removidas por el deshielo y el crecer de las hierbas.

–¡Qué hermoso es esto! Se siente y hasta se ve crecer la hierba –exclamó Levin, viendo una hoja de color pizarra moverse sobre la hierba nueva.

Escuchaba y miraba ora la tierra mojada cubierta de musgos húmedos, ora a «Laska», atenta a todo rumor, ora el mar de copas de árboles desnudos que tenía delante, ora el cielo que, velado por las blancas vedijas de las nubecillas, se oscurecía lentamente.

Un buitre batiendo las alas muy despacio volaba altísimo sobre el bosque lejano; otro buitre volaba en la misma dirección y desapareció. La algarabía de los pájaros en la espesura era cada vez más fuerte. Se oyó el grito de un búho. «Laska», avanzando con cautela con la cabeza ladeada, comenzó a escuchar con atención. Al otro lado del arroyo se sintió el cantar de un cuclillo. El canto se repitió dos veces, luego se apresuró y se hizo más confuso.

–¡Ya tenemos ahí un cuclillo! –dijo Esteban Arkadievich saliendo de entre los arbustos.

–Ya lo oigo –repuso Levin, enojado al sentir interrumpido el silencio y con una voz que a él mismo le sonó desagradable–. Ahora, pronto…

Esteban Arkadievich desapareció de nuevo en la maleza y Levin no vio más que la llamita de un fósforo y la pequeña brasa de un cigarro con una voluta de humo azul.

Chic–chic, sonaron los gatillos de la escopeta que Esteban Arkadievich levantaba en aquel momento.

–¿Qué es eso? ¿Quién grita? –preguntó Oblonsky, llamando la atención a Levin sobre un ruido sordo y prolongado como el piafar de un potro.

–¿No lo sabes? Es el macho de la liebre. Pero basta de hablar. ¿No oyes? ¡Se oye ya volar! –exclamó Levin alzando a su vez los gatillos.

Se sintió un silbido agudo y lejano y en dos segundos, el espacio de tiempo familiar a los cazadores, sonaron otros dos silbidos y luego el característico cloqueo.

Levin miró a derecha a izquierda, y ante sí, en el cielo azul seminublado, sobre las suaves copas de los arbolillos, divisó un pájaro.

Volaba hacia él directamente. Su cloqueo, tan semejante al rasgar de un tejido recio, se sintió casi en el mismo oído de Levin, quien veía ya su largo pico y su cuello.

En el momento en que se echaba la escopeta a la cara, tras el arbusto que ocultaba a Oblensky brilló un relámpago rojo. El pájaro bajó, como una flecha, y volvió a remontarse. Surgió un segundo relámpago y se oyó una detonación.

El ave, moviendo las alas como para sostenerse, se detuvo un momento en el aire y luego cayó pesadamente a tierra.

–¿No le he dado? ¿No he hecho blanco? –preguntó Esteban Arkadievich, que no podía ver a través del humo.

–Aquí está –dijo Levin, señalando a «Laska» que, levantando una oreja y agitando la cola, traía a su dueño el pájaro muerto, lentamente, como si quisiera prolongar el placer, se diría que sonriendo…

–¡Me alegro de que hayas acertado! –dijo Levin, sintiendo a la vez cierta envidia de no haber sido él quien matara a la chocha.

–¡Pero erré el tiro del cañón derecho, caramba! –contestó Esteban Arkadievich cargando el arma–. ¡Chist! Ya vuelven.

Se oyeron, en efecto, silbidos penetrantes y seguidos. Dos chochas, jugueteando, tratando de alcanzarse, silbando sin emitir el cloqueo habitual, volaron sobre las mismas cabezas de los cazadores.

Se oyeron cuatro disparos. Las chochas dieron una vuelta, rápidas como golondrinas, y desaparecieron.

La caza resultaba espléndida. Esteban Arkadievich mató dos piezas más y Levin otras dos, una de las cuales no pudo encontrarse. Oscurecía. Venus, clara, como de plata, brillaba muy baja, con suave luz, en el cielo de poniente, mientras, en levante, fulgían las rojizas luces del severo Arturo. Levin buscaba y perdía de vista sobre su cabeza la constelación de la Osa Mayor. Ya no volaban las chochas. Pero Levin resolvió esperar hasta que Venus, visible para él bajo una rama seca, brillase encima de ella y hasta que se divisasen en el cielo todas las estrellas del Carro.

Venus remontó la rama, fulgía ya en el cielo azul toda la constelación de la Osa, con su carro y su lanza, y Levin continuaba esperando.

–¿Volvemos? –preguntó Esteban Arkadievich.

En el bosque reinaba un silencio absoluto y no se movía ni un pájaro.

–Quedémonos un poco más –dijo Levin.

–Como quieras.

Ahora estaban a unos quince pasos uno de otro.

–Stiva ––dijo de pronto Levin–, ¿por qué no me dices si tu cuñada se casa o se ha casado ya? –y al decir esto, se sentía tan firme y sereno que creía que ninguna contestación había de conmoverle.

Pero no esperaba la respuesta de Oblonsky.

–No pensaba ni piensa casarse. Está muy enferma y los médicos la han enviado al extranjero. Hasta se teme por su vida.

–¿Qué dices? ––exclamó Levin–. ¿Muy enferma? ¿Qué tiene? ¿Cómo es que … ?

Mientras hablaba, «Laska», aguzando los oídos, miraba al cielo y contemplaba a los dos con reproche.

«Ya han encontrado ocasión de hablar», pensaba la perra. «Y mientras tanto el pájaro está aquí, volando.

Y no van a verlo. »

Pero en aquel momento los dos cazadores oyeron a la vez un silbido penetrante que parecía golpearles las orejas.

Ambos empujaron sus armas, brillaron dos relámpagos y dos detonaciones se confundieron en una.

Una chocha que volaba muy alta plegó las alas instantáneamente y cayó en la espesura, doblando al desplomarse las ramas nuevas.

–¡Magnífico! ¡Es de los dos! –exclamó Levin y corrió con «Laska» en dirección al bosque para buscar la chocha.

«¿No me han dicho ahora algo desagradable?», se preguntó. «¡Ah, sí; que Kitty está enferma! En fin, ¿qué le vamos a hacer? Pero me apena mucho», pensaba.

–¿Ya la has encontrado? ¡Eres un as! ––dijo tomando de boca de «Laska» el pájaro palpitante aún y metiéndolo en el morral casi lleno.

Y gritó:

–¡Ya la ha encontrado, Stiva!

Capítulo 16

De vuelta a casa, Levin preguntó detalles sobre la dolencia de Kitty y sobre los planes de los Scherbazky, y aunque le avergonzaba confesarlo, hablar de ello le producía satisfacción.

Le satisfacía porque en aquel tema sentía renacer en su alma la esperanza, y también por la secreta satisfacción que le proporcionaba el saber que también sufría la que tanto le había hecho sufrir a él. Pero cuando su amigo quiso informarle de las causas de la enfermedad de Kitty y nombró a Vronsky, Levin le interrumpió:

–No tengo derecho alguno y tampoco, a decir verdad, interés en entrar en detalles familiares.

Esteban Arkadievich sonrió imperceptiblemente al observar el rápido –y tan conocido para él– cambio de expresión del semblante de Levin, tan triste ahora como alegre un momento antes.

–¿Has ultimado con Riabinin lo de la venta del bosque? –preguntó Levin.

–Sí, todo ultimado. El precio es excelente: treinta y ocho mil rublos. Ocho mil al contado y los demás pagaderos en seis años. He esperado mucho tiempo antes de decidirme, pero nadie me daba más.

–Veo que lo das regalado.

–¿Regalado? –dijo Esteban Arkadievich con benévola sonrisa, sabiendo que Levin ahora lo encontraría todo mal.

–Un bosque vale por lo menos quinientos rublos por deciatina –aseveró Levin.

–¡Cómo sois los propietarios rurales! –bromeó Esteban Arkadievich–. ¡Qué tono de desprecio hacia nosotros, los de la ciudad! Pero luego, cuando se trata de arreglar algún asunto, resulta que nosotros lo hacemos mejor. Lo he calculado todo, créeme, Y he vendido el bosque tan bien que sólo temo que Riabinin se vuelva atrás. Ese bosque no es maderable –continuó, tratando de convencer a Levin, diciendo que no era « maderable» , de lo equivocado que estaba–. No sirve más que para leña. No se obtienen más de treinta sajeñs por deciatina y Riabinin me da doscientos rublos por deciatina.

Levin sonrió despreciativamente.

«Conozco el modo de tratar asuntos que tienen los habitantes de la ciudad. Vienen al pueblo dos veces en diez años, recuerdan dos o tres expresiones populares y las dicen luego sin ton ni son, imaginando que ya han hallado el secreto de todo. ¡«Maderable» ! ¡«Levantar treinta sajeñs»! Pronuncia palabras que no entiende», pensó Levin.

–Yo no trato de ir a enseñarte lo que tienes que hacer en tu despacho, y en caso necesario voy a consultarte ––dijo en alta voz–. En cambio, tú estás convencido de que entiendes algo de bosques. ¡Y entender de eso es muy difícil! ¿Has contado los árboles?

–¡Contar los árboles! ––contestó riendo Esteban Arkadievich, que deseaba que su amigo perdiese su triste disposición de ánimo–. «¡Oh! Contar granos de arena y rayos de estrellas, ¿qué genio lo podría hacer?» ––declamó sonriente.

–Cierto; pero el genio de Riabinin es muy capaz de eso. Y ningún comprador compraría sin contar, excepto en el caso concreto de que le regalaran un bosque, como ahora. Yo conozco bien tu bosque. Todos los años voy a cazar allí. Tu bosque vale quinientos rublos por deciatina al contado y Riabinin te paga doscientos a plazos. Eso significa que le has regalado treinta mil rublos.

–Veo que quieres exagerar ––contestó Esteban Arkadievich–. ¿Cómo es que nadie me los daba?

–Porque Riabinin se ha puesto de acuerdo con los demás posibles compradores, pagándoles para que se retiren de la competencia. No son compradores, sino revendedores. Riabinin no realiza negocios para ganar el quince o veinte por ciento, sino que compra un rublo por veinte copecks.

–Vamos, vamos; estás de mal humor y…

–No lo creas –dijo Levin con gravedad.

Llegaban ya a casa.

Junto a la escalera se veía un charabán tapizado de piel y con armadura de hierro y uncido a él un caballo robusto, sujeto con sólidas correas. En el carruaje estaba el encargado de Riabinin, que servía a la vez de cochero. Era un hombre sanguíneo, rojo de cara, y llevaba un cinturón muy ceñido.

Riabinin estaba ya en casa; y los dos amigos le hallaron en el recibidor. Era alto, delgado, de mediana edad, con bigote y con la prominente barbilla afeitada con esmero. Tenía los ojos saltones y turbios. Vestía una larga levita azul, con botones muy bajos en los faldones, y calzaba botas altas, arrugadas en los tobillos y rectas en las piernas, protegidas por grandes chanclos.

Con gesto enérgico se secó el rostro y se arregló is levita, aunque no lo necesitaba. Luego saludó sonriendo a los recién llegados, tendiendo una mano a Esteban Arkadievich como si desease atraparle al vuelo.

–¿Conque ya ha llegado usted? –dijo Esteban Arkadievich–. ¡Muy bien!

–Aunque el camino es muy malo, no osé desobedecer las órdenes de Vuestra Señoría. Tuve que apresurarme mucho, pero llegué a la hora. Tengo el gusto de saludarle, Constantino Dmitrievich.

Y se dirigió a Levin, tratando también de estrechar su mano. Pero Levin, con las cejas fruncidas, fingió no ver su gesto y comenzó a sacar las chochas del morral.

–¿Cómo se llama ese pájaro? –preguntó Riabinin, mirando las chochas con desprecio–. Debe de tener cierto regusto de…

Y movió la cabeza en un gesto de desaprobación, como pensando que las ganancias de la caza no debían de cubrir los gastos.

–¿Quieres pasar a mi despacho? –preguntó Levin a Oblonsky en francés, arrugando aún más el entrecejo–. Sí; pasad al despacho y allí podréis hablar más cómodamente y sin testigos.

–Bien, como usted quiera –dijo Riabinin.

Hablaba con desdeñosa suficiencia, como deseando hacer comprender que, si hay quien halla dificultades sobre la manera en hay que terminar un negocio, él no las conocía nunca.

Al entrar en el despacho, Riabinin miró buscando la santa imagen que se acostumbra colgar en las habitaciones, pero, al no verla, no se persignó. Después miró las estanterías y armarios de libros con la expresión de duda que tuviera ante las chochas, sonrió con desprecio y movió la cabeza, seguro ahora de que aquellos gastos no se cubrían con las ganancias.

 

–¿Qué?, ¿ha traído el dinero? –preguntó Oblonsky–. Siéntese…

–Sobre el dinero no habrá dificultad. Venía a verle, a hablarle…

–¿Hablar de qué? Siéntese, hombre.

–Bueno; nos sentaremos –dijo Riabinin, haciéndolo y apoyándose en el respaldo de la butaca del modo que le resultaba más molesto–. Es preciso que rebaje el precio, Príncipe. No se puede dar tanto. Yo traigo el dinero preparado, hasta el último copeck. Respecto al dinero no habrá dificultades…

Levin, después de haber puesto la escopeta en el armario, se disponía a salir de la habitación, pero al oír las palabras del comprador, se detuvo.

–Sin eso se lleva ya usted el bosque regalado. Mi amigo me ha hablado demasiado tarde, si no habría fijado el precio yo –dijo Levin.

Riabinin se levantó y, sonriendo en silencio, miró a Levin de pies a cabeza.

–Constantino Dmitrievich es muy avaro –dijo, dirigiéndose a Oblonsky y sin dejar de sonreír–. En definitiva, no se le puede comprar nada. Yo le hubiese adquirido el trigo pagándoselo a buen precio, pero…

–¿Querría acaso que se lo regalara? –repuso Levin–. No me lo encontré en la tierra ni lo robé.

–¡No diga usted eso! En nuestros tiempos es decididamente imposible robar. Hoy, al fin y al cabo, todo se hace a través del juzgado y de los notarios; todo honesta y lealmente… ¿Cómo sería posible robar?

Nuestros tratos han sido llevados con honorabilidad. El señor pide demasiado por el bosque, y no podría cubrir los gastos. Por eso le pido que me rebaje algo.

–¿Pero el trato está cerrado o no? Si lo está, sobra todo regateo. Si no lo está, compro yo el bosque –dijo Levin.

La sonrisa desapareció de súbito del rostro de Riabinin y se sustituyó por una expresión dura, de ave de rapiña, de buitre… Con dedos ágiles y decididos, desabrochó su levita, mostrando debajo una amplia camisa, desabrochó los botones de cobre de su chaleco, separó la cadena del reloj y sacó rápidamente una vieja y abultada cartera.

–El bosque es mío, con perdón –dijo, santiguándose a toda prisa, y adelantando la mano–. Tome el dinero, el bosque es mío. Riabinin hace así sus negocios, no se entretiene en menudencias.

–En tu lugar yo no me apresuraría a cogerle el dinero ––dijo Levin.

–¿Qué quieres que haga? –repuso Oblonsky con extrañeza–. He dado mi palabra.

Levin salió de la habitación dando un portazo. Riabinin movió la cabeza y miró hacia la puerta sonriente.

–¡Cosas de jóvenes, niñerías! Si lo compro, crea en mi lealtad, lo hago sólo porque se diga que fue Riabinin quien compró el bosque y no otro. ¡Dios sabe cómo me resultará! Puede usted creerme. Y ahora haga el favor: fírmeme usted el contrato.

Una hora después, Riabinin, abrochando su gabán cuidadosamente y cerrando todos los botones de su levita, en cuyo bolsillo llevaba el contrato de venta, se sentaba en el pescante del charabán para volver a su casa.

–¡Oh, lo que son estos señores! –dijo a su encargado–. Siempre los mismos.

–Claro –repuso el empleado entregándole las riendas y ajustando la delantera de cuero del vehículo–. ¿Puedo felicitarle por la compra, Mijail Ignatich?

–¡Arte, arte! –gritó el comprador animando a los caballos.