Anna Karenina

Tekst
Loe katkendit
Märgi loetuks
Kuidas lugeda raamatut pärast ostmist
Šrift:Väiksem АаSuurem Aa

Su lema era: «Ni descansar, ni precipitarse».

Cuando entró en la sala, saludó a todos los presentes y, sonriendo, dijo a su esposa:

—¡Finalmente terminó mi soledad! No te imaginas lo «incómodo» —e hizo énfasis en la palabra— que es comer sin compañía.

Karenin, durante la comida, pidió a su esposa noticias de Moscú, sonriendo irónicamente cuando mencionó a Esteban Arkadievich, pero la charla, de un carácter general en todo momento, versó sobre la política y el trabajo en el ministerio.

Finalizada la comida, Karenin permaneció media hora con sus invitados y posteriormente se marchó para asistir a un consejo, después de un nuevo apretón de manos y una sonrisa a su esposa.

Anna no quiso ir al teatro, donde esa noche tenía palco reservado, ni a casa de la condesa Betsy Tverskaya, que, al saber que había llegado, le envió un recado de que la estaba esperando. Anna, antes de ir a Moscú, dio tres vestidos a su modista para que se los arreglase, porque ella sabía vestir bien gastando poco. Y, cuando se marcharon los invitados, Anna comprobó con enfado que de los tres vestidos que la modista le prometiera tener arreglados para cuando volviera, dos todavía no estaban terminados y el tercero no había quedado como a ella le gustaba.

Llamada de inmediato, la modista pensaba que el vestido le quedaba mejor a Anna de aquella forma. Anna Karenina se enfureció de tal manera contra ella que inmediatamente se sintió avergonzada de sí misma. Entró en la habitación de Sergio para serenarse, le acostó, le arregló las sábanas, le persignó con una señal de la cruz muy amplia y se marchó de la alcoba.

Se alegraba ahora de no haber salido y se sentía un poco más tranquila. Recordó la escena de la estación y reconoció que ese incidente, al que diera demasiada importancia, solo era un detalle insignificante de la vida mundana del que no tenía por qué sonrojarse.

Se acercó junto a la chimenea para esperar la vuelta de su marido mientras leía su novela inglesa. La autoritaria llamada de Alexis Alexandrovich sonó en la puerta a las nueve y media en punto y este entró en la alcoba un momento después.

—Vaya, ya volviste —dijo Anna, tendiéndole la mano, que él besó antes de tomar asiento junto a ella.

—¿De manera que todo fue bien en tu viaje? —inquirió el marido.

—Sí, muy bien.

Ella le contó todos los detalles: la grata compañía de la condesa Vronsky, la llegada, el accidente en la estación, la compasión que sintiera primero hacia su hermano y después hacia Dolly.

—La falta de Esteban es imperdonable, aunque sea tu hermana —dijo Alexis Alexandrovich enfáticamente.

Anna sonrió. Su marido intentaba hacer ver que los lazos de parentesco no tenían ninguna influencia en sus juicios. Ella reconocía muy bien ese rasgo de la personalidad de su esposo y sabía apreciarlo.

—Me satisface —seguía él— que todo finalizara bien y de que hayas vuelto. ¿Por allí qué se comenta del nuevo proyecto de ley que he hecho ratificar por el Gobierno últimamente?

Cuando recordó que nadie le había dicho nada sobre un asunto que su marido consideraba tan importante, Anna se sintió turbada.

—Pues aquí, por el contrario, interesa bastante —dijo él con sonrisa de complacencia.

Anna adivinó que su esposo quería extenderse en detalles que debían de ser satisfactorios para su amor propio y, a través de varias preguntas hábiles, hizo que Karenin le explicara, con una sonrisa de felicidad, que la aceptación de ese proyecto estuvo acompañada de una verdadera aclamación en honor a él.

—Me alegré mucho, porque eso es una demostración de que comienzan a ver las cosas desde una óptica muy razonable.

Alexis Alexandrovich, después de tomar dos tazas de café con crema, se preparó para dirigirse a su despacho.

—¿Durante este tiempo no has ido a ningún lugar? Seguro te aburriste mucho —indicó.

—¡Oh, no! —contestó ella, poniéndose en pie—. ¿Y ahora qué estás leyendo?

—Un libro del duque de Lille: La poésie des enfers. Es una obra bastante interesante.

Anna sonrió igual que se sonríe ante las debilidades de las personas queridas y, pasando su brazo bajo el de su marido, fue con él hasta el despacho. Sabía que el hábito de leer por la noche era una verdadera necesidad para su esposo. A pesar de los deberes que monopolizaban su tiempo, creía que era su obligación estar enterado de lo que aparecía en el campo intelectual, y Anna sabía eso. También sabía que su esposo, sumamente competente en temas de religión, política y filosofía, no comprendía nada de letras ni bellas artes, pero eso no le impedía interesarse por ellas. Y, así como en religión, política y filosofía tenía dudas trataba de disiparlas hablando con otros sobre ellas, en literatura, poesía y, sobre todo, música, de todo lo cual no comprendía nada, mantenía opiniones sobre las que no toleraba discusión ni oposición. Le gustaba charlar de Shakespeare, de Beethoven y de Rafael y poner límites a las escuelas modernas de poesía y música, clasificándolas en un orden inflexible y lógico.

—Voy a escribir a Moscú. Te dejo —dijo ella en la puerta del despacho, en el cual, al lado de la butaca de su esposo, había preparadas una pantalla para la vela y una botella con agua.

Él, una vez más, le estrechó la mano y la besó.

Cuando volvía a su habitación, Anna pensaba: «Es un hombre honesto, bueno, leal y, en su especie, un ser humano excepcional». Sin embargo, al tiempo que pensaba así, ¿no se escuchaba en su corazón una voz secreta que le decía que no era posible amar a aquel hombre? Y continuaba pensando: «Es que no me puedo explicar cómo se le ven tanto las orejas. Seguro se cortó el cabello...».

Mientras Anna, sentada ante su pupitre, escribía a Dolly, a las doce en punto se escucharon los pasos apagados de alguien caminando en zapatillas, y apareció en el umbral Alexis Alexandrovich, peinado y lavado y con su ropa de noche.

—Vamos, ya es hora de dormir —le dijo, con una sonrisa maliciosa, antes de desaparecer en el dormitorio. “¿Pero con qué derecho lo había mirado ‘él’ de aquella forma?”, se preguntó Anna, recordando la mirada que, en la estación, Vronsky dirigiera a su esposo.

Y se fue tras su marido. Pero ¿qué fue de esa llama que en Moscú animaba su cara haciendo resplandecer sus ojos y dando luminosidad a su sonrisa? Esa llama parecía haberse extinguido ahora o, al menos, estaba oculta.

XXXIV

Vronsky, cuando se marchó de San Petersburgo, dejó su espléndido piso de la calle Morskaya a su amigo Petrizky.

Petrizky, un muchacho perteneciente a una familia muy modesta, la única fortuna que tenía eran sus deudas. Todas las noches se embriagaba y sus aventuras, ridículas o escandalosas, frecuentemente le costaban arrestos. A pesar de todo ello, todos los compañeros y los jefes le apreciaban.

Cuando llegó a su casa hacia las once, Vronsky vio un coche junto a la puerta que no le era completamente desconocido. Llamó y escuchó risas masculinas en la escalera, un acento femenino muy gracioso y la voz de Petrizky exclamando:

—¡Si se trata de uno de esos miserables, no le dejes entrar!

Vronsky entró sin anunciarse, tratando de no hacer ruido, y caminó hacia el salón. Una amiga de Petrizky, la baronesa Chillton, una rubia de rostro sonrosado y acento parisiense, vestida en aquel momento con un traje de satén lila, estaba preparando el café sobre una mesita. Trajeado de paisano, Petrizky, y de uniforme el capitán Kamerovsky, estaban junto a ella.

—¡Vaya, Vronsky, tú aquí! —exclamó Petrizky, mientras saltaba de su silla—. El señor dueño cae repentinamente en su casa... Vamos Baronesa: prepárale el café en la cafetera nueva. ¡Qué grata sorpresa! Y, ¿qué me dices de este adorno nuevo de tu salón? Tengo confianza en que te va a gustar —dijo, señalando a la Baronesa—. Imagino que ya se conocen...

—¡Vaya si nos conocemos! —dijo, con una sonrisa, Vronsky, mientras estrechaba la mano de la Baronesa—. Somos viejos amigos.

—Me marcho —dijo ella—. Usted vuelve de viaje y... Si le molesto, me voy.

—Amiga mía, usted está en su casa, en su casa... Hola, Kamerovsky —agregó Vronsky, estrechando la mano del capitán con cierta frialdad.

—¿Se da usted cuenta lo amable que es? —dijo la Baronesa a Petrizky—. Usted sería incapaz de hablar con tanta amabilidad.

—Ya lo creo. Pero después de comer, sí.

—Pero no tiene gracia después de comer. Ea, mientras usted se arregla prepararé el café —dijo la Baronesa, tomando asiento y manipulando la cafetera nueva con mucho cuidado.

—Pedro: dame el café; pondré más —dijo a Petrizky.

Le llamaba por su nombre propio, sin preocuparse de esconder la relación que tenía con él.

—Le mimas mucho. ¡Mira que ponerle más café!

—No, no le mimo... ¿Y su esposa? —dijo de repente la Baronesa, interrumpiendo la charla de Vronsky con sus amigos—. ¿No sabe que le hemos casado mientras estaba fuera? ¿No trajo consigo a su mujer?

—No, Baronesa. Soy un bohemio, nací y moriré siéndolo.

—Y hace bien. ¡Vamos, deme esa mano!

Y sin dejar de mirar a Vronsky, la Baronesa empezó a explicarle, bromeando, su último proyecto de vida y le pidió consejos.

—Y si él no quiere consentir en el divorcio ¿qué voy a hacer? («él» era su esposo). Tengo la intención de llevar el asunto a los Tribunales. ¿Y usted qué opina? Kamerovsky, eche un vistazo al café; ¿se da cuenta?, ya se ha derramado... ¿No ve que estoy hablando de asuntos muy serios? Tengo que recuperar mis bienes, porque ese señor —dijo con tono despectivo—, con la excusa de que le soy infiel, se quedó con mis riquezas.

Vronsky se divertía mucho escuchándola, le daba la razón, la aconsejaba, medio en broma y medio en serio, como hacía habitualmente con ese tipo de mujeres.

 

Las personas del ambiente en que se movía Vronsky suelen dividir a la gente en dos clases: la primera está integrada por estúpidos, ridículos e imbéciles, que imaginan que los maridos les deben ser fiel a sus mujeres, las muchachas puras, las casadas honorables, los hombres dueños de sí, firmes y decididos. Estos idiotas opinan que se debe educar a los hijos, pagar las deudas, ganarse la vida y cometer otras boberías similares. La segunda clase, a la que los hombres del mundo de Vronsky presumen de pertenecer, únicamente da valor a la generosidad, la elegancia, el buen humor y la audacia, burlándose de todo lo demás y entregándose sin reserva a sus pasiones.

No obstante, influido en este momento por el ambiente de Moscú, tan diferente, Vronsky, de momento, estaba fuera de su centro en esa atmósfera, y la encontraba muy frívola y superficialmente alegre. Sin embargo, rápidamente entró en su vida acostumbrada, de una manera tan fácil como si metiese los pies en sus zapatos usados.

El café jamás se llegó a beber. Se salió de la cafetera, se derramó en la alfombra, ensució el traje de la Baronesa y salpicó a todos, pero cumplió con su objetivo: provocar la risa colectiva y la alegría.

—¡Muy bien, muy bien, hasta pronto! Me marcho, porque si no voy a tener sobre mi conciencia la culpa de que usted cometa el delito más aborrecible que puede cometer un individuo correcto: no lavarse. ¿De manera que me recomienda que coja a ese hombre por el cuello y...?

—Exactamente; pero tratando de que sus pequeñas manos estén cerca de sus labios. De esa manera, él las besará y las cosas acabarán a gusto de todo el mundo —respondió Vronsky.

—Bien, nos vemos a la noche. En el teatro Francés, ¿no?

Kamerovsky también se puso en pie. Y, sin esperar a que saliese, Vronsky le dio la mano y se marchó al cuarto de aseo.

Al tiempo que se arreglaba, Petrizky empezó a explicarle su situación. Ya no tenía dinero, su padre no le quería dar más y tampoco pagar sus deudas; el sastre se negaba a hacerle ropa y otro sastre había asumido la misma actitud. Para colmo de males, el Coronel lo iba a expulsar del regimiento si seguía dando esos escándalos, y la Baronesa, con sus ofrecimientos de dinero, se ponía pesada como el plomo... Tenía planeada la conquista de otra belleza, un tipo totalmente oriental...

—Es, querido, una especie de Rebeca. Ya te la voy a enseñar...

Después, había una rencilla con Berkchev, que se proponía enviarle los padrinos, aunque se podía asegurar que no iba a hacer nada. Resumidamente, todo marchaba muy bien y era sumamente divertido.

Petrizky, antes de que Vronsky pudiera reflexionar en aquellas cosas, pasó a relatarle las noticias del día.

Vronsky, al escucharle, al encontrarse en ese ambiente tan conocido, en su propio piso, donde habitaba hacía tres años, sintió que se sumergía otra vez en la vida alegre y despreocupada de San Petersburgo, y lo sintió con mucha satisfacción.

—¿Será posible? —preguntó, mientras aflojaba el grifo del lavabo, que dejó caer sobre su cuello rojizo y vigoroso un chorro de agua—. ¿Será posible —dijo nuevamente con tono de incredulidad— que Laura haya abandonado a Fertingov por Mileev? Y él, ¿qué está haciendo? ¿Sigue tan estúpido y tan satisfecho de sí mismo como siempre? Escucha, a propósito, ¿qué pasa con Buzulkov?

—¿Buzulkov? ¡Si supieras lo que le sucede! Tú conoces su afición al baile. No se pierde ni uno solo de los de la Corte. ¿Sabes que actualmente se llevan unos cascos más ligeros...? Sí, ¡mucho más! Pues bien: él se encontraba allí con su uniforme de gala... ¿Me oyes?

—Te oigo, te oigo —aseguró Vronsky, al tiempo que se secaba con la toalla de felpa.

—Una gran duquesa estaba pasando del brazo de un diplomático extranjero y la charla recayó, desgraciadamente, en los cascos nuevos. La gran duquesa quiso mostrarle uno al diplomático y viendo a un buen muchacho con el casco en la cabeza —y Petrizky trató de remedar la actitud y los gestos de Buzulkov— le pidió que le hiciese el favor de dejárselo. Y él, sin hacer el más mínimo movimiento ¿Y esa actitud qué significaba? Comienzan a hacerle señas, indicaciones, le guiñan el ojo... ¡Y él sigue inmóvil como un muerto! ¿Entiendes la situación? Entonces uno... —no sé cómo se llama, nunca me acuerdo —va a tratar de quitarle el casco. Buzulkov se defiende. Y finalmente otro se lo arranca a la fuerza y se lo da a la gran duquesa. «Este es el modelo más reciente de cascos», dice, volviéndolo. Y de repente ven que sale del casco... ¿Sabes qué? ¡Bombones, chico, dos libras de bombones! ¡Y una pera, una pera! ¡El muy animal iba bien aprovisionado!

Vronsky reía hasta saltarle las lágrimas. Por largo rato, cada vez que le venía a la mente la historia del casco, se reía jovialmente, y al hacerlo, mostraba su bella dentadura.

Vronsky, una vez informado de las noticias recientes, se puso el uniforme con ayuda de su sirviente y fue a presentarse en la Comandancia militar. Después se proponía visitar a su hermano, pasar por casa de Betsy y hacer otras visitas que le reincorporasen a la vida social y le diesen la posibilidad de encontrar a Anna Karenina. Entonces, salió para volver, como es costumbre en San Petersburgo, muy entrada la tarde.

1 Pan en forma de rueda, tradicional de Europa del Este, servido durante comidas rituales e importantes.

2 Antigua medida de peso rusa, que equivale a 16,4 kg.

3 Era una forma de gobierno local que fue instituida durante las reformas liberales del Zar Alexander II, en la Rusia imperial.

4 En francés, polvo de arroz y vinagres de tocador.

5 Sopa y plato tradicional ruso, respectivamente.

6 En alemán, «Es divino, cuando supero mis deseos terrenales, pero sin embargo, cuando no lo consigo también puede ser muy placentero».

7 Antigua moneda rusa, equivalente a un centavo de rublo.

8 Calzado hecho con fibra de abedul. Está hecho como una cesta que se teje y adapta al pie.

9 En francés antiguo: «vergüenza a quién piense mal de ello».

10 En francés: «estás viviendo el perfecto sueño del amor. Mucho mejor, querida, mucho mejor…».

11 En francés, joyería.

12 En ruso, un tipo de abrigo.

13 Es un abrigo tradicional ruso, amplio y cálido, sin cinturón, que generalmente consiste en una piel de oveja, con la lana hacia adentro y el cuero hacia fuera.

Segunda Parte

I

Los Scherbazky tuvieron en su casa, los últimos días de invierno, consulta de médicos, ya que se temía por la salud de Kitty. Se sentía muy débil y con la cercanía de la primavera su salud solo empeoró. El doctor de la familia le recetó aceite de hígado de bacalao, hierro después y, finalmente, nitrato de plata. Pero el doctor terminó recomendando un viaje al extranjero, porque ninguno de esos remedios dio buen resultado.

La familia, en vista de ello, decidió llamar a un médico muy afamado. Este, hombre todavía joven y de excelente presencia, pidió el examen detallado de la paciente. Con una complacencia especial, insistió en que el pudor de las señoritas era una reminiscencia bárbara, y que era muy natural que un hombre, aunque fuera joven, auscultara a una chica a medio vestir.

Él estaba habituado a hacerlo diariamente y como no sentía, por tanto, ninguna emoción, consideraba el pudor femenino no solamente como una ofensa personal, sino también como un vestigio de barbarie.

Fue necesario someterse, porque, a pesar de que todos los médicos hubiesen seguido la misma cantidad de cursos, estudiado los mismos libros y hubiesen, por tanto, practicado la misma ciencia, no se sabe por qué razones, y pese a que algunos calificaron a ese médico de persona poco recomendable, se decidió que únicamente él era capaz de salvar a Kitty.

Después de un exhaustivo examen a la enferma, aturdida y confusa, el célebre médico se lavó las manos escrupulosamente y salió al salón, donde le estaba esperando el Príncipe, quien le escuchó tosiendo y con aire grave. Como hombre ya de edad, que no era necio y jamás había estado enfermo, el Príncipe no creía en la medicina y se sentía enfadado ante esa comedia, ya que era tal vez la única persona que adivinaba el motivo del padecimiento de Kitty.

«Este médico sería capaz hasta de espantar la caza, es un admirable charlatán», se decía, expresando con esos términos de viejo cazador lo que opinaba sobre el diagnóstico del doctor.

El doctor, por su parte, disimulaba con dificultad su desprecio hacia el viejo aristócrata. Siendo la Princesa la auténtica dueña de la casa, apenas se dignaba hablarle a él, y solamente ante ella se proponía derramar las perlas de su sabiduría.

La Princesa compareció rápidamente, seguida por el médico de la familia, y el Príncipe se apartó para no exteriorizar lo que estaba pensando de toda esa comedia.

Desconcertada, la Princesa no sabía qué hacer, sintiéndose en este momento culpable con respecto a Kitty.

—Muy bien, doctor, decida nuestra suerte: díganoslo todo, por favor.

Iba a agregar: «¿Hay alguna esperanza?», pero su boca tembló y no llegó a hacer la pregunta. Se limitó a decir:

—¿Así, doctor, que...?

—Princesa, primero hablaré con mi colega y después tendré el honor de darle mi opinión.

—¿Entonces los debo dejar solos?

—Como usted prefiera...

La Princesa salió, suspirando.

Cuando los dos profesionales quedaron solos, el médico de familia empezó tímidamente a exponer su criterio de que era un proceso de tuberculosis incipiente, pero que...

El célebre doctor le escuchaba y en medio de su discurso miró su voluminoso reloj de oro.

—Muy bien —dijo—. Pero...

En la mitad de su charla, el médico de familia guardó silencio respetuosamente.

—Como usted bien sabe —dijo la eminencia—, no podemos saber con exactitud cuándo empieza un proceso tuberculoso. No sabemos nada en concreto hasta que no existan cavernas. Únicamente caben suposiciones. Aquí hay síntomas: nerviosismo, mala nutrición, etcétera. El asunto es este: aceptado el proceso del tuberculoso, ¿qué se debe hacer para ayudar a la nutrición?

—Sin embargo, usted no ignora que en esto frecuentemente se mezcla causas de orden moral —se permitió señalar el otro médico, con una leve sonrisa.

—Ya, ya —respondió la eminencia médica, mirando nuevamente su reloj—. Disculpe: ¿usted sabe si el puente de Yausa ya está terminado o si aún hay que dar la vuelta? ¿Ya está finalizado? Podré, entonces, llegar en veinte minutos... Pues, como decíamos, se trata de tranquilizar los nervios y mejorar la alimentación... Una cosa va unida a la otra, y es necesario actuar en las dos direcciones de este círculo.

—¿Y un viaje fuera del país? —preguntó el médico de la familia.

—Yo soy enemigo de los viajes fuera del país. Si existe el proceso tuberculoso, lo que no podemos saber, el viaje no solucionaría nada. Tenemos que utilizar un remedio que aumente la nutrición sin dañar al organismo.

Y el doctor afamado expuso un plan de curación con base en las aguas de Soden, plan cuyo mérito principal, a sus ojos, era claramente que esas aguas no podían de ningún modo perjudicar a la enferma.

—En pro del viaje al extranjero, yo alegaría el cambio de ambiente, alejarla de las condiciones que despiertan recuerdos... Su madre, además, lo desea...

—En ese caso pueden ir. Esos charlatanes alemanes solo le harán daño. Sería preferible que no les escuchara. Sin embargo, ya que lo quieren de esa manera, que vayan.

Miró de nuevo el reloj.

—Ya tengo que marcharme —dijo, caminando hacia la puerta.

En atención a las conveniencias profesionales, el célebre doctor dijo a la Princesa que tenía que examinar a Kitty una vez más.

 

—¡Examinarla de nuevo! —exclamó la madre, afligida.

—Únicamente unos detalles, Princesa.

—Está bien; pase, por favor...

Y la madre, en compañía del doctor, entró en el pequeño salón de Kitty.

Kitty, bastante delgada, con las mejillas enrojecidas y un brillo peculiar en la mirada debido a la vergüenza que pasó momentos antes, se encontraba de pie en medio del cuarto.

Cuando entró el médico se ruborizó aún más y sus ojos se llenaron de lágrimas. Su enfermedad y la curación las consideraba algo estúpido y hasta ridículo. La sanación le parecía tan absurda como querer rehacer un jarro roto reuniendo los trozos quebrados. Su corazón estaba totalmente destrozado. ¿Cómo componerlo con drogas y píldoras?

Sin embargo, no se atrevía a llevarle la contraria a su madre, que se sentía, por otro lado, culpable por lo que le estaba pasando a ella.

—Princesa, siéntese, por favor —dijo el eminente médico.

Sonriendo, se sentó ante Kitty, y nuevamente, mientras le tomaba el pulso, empezó a preguntarle las cosas más incómodas.

Al principio, Kitty le respondía, pero, impaciente finalmente, se puso en pie y le contestó enfadada:

—Disculpe, doctor, pero todo esto no lleva a nada. Esta es la tercera vez que usted me pregunta lo mismo.

El médico no se sintió ofendido.

—Se trata de excitación nerviosa —dijo a la madre de Kitty cuando esta salió—. De todas maneras, ya había acabado.

Y el doctor empezó a explicar a la Princesa, como si se tratase de una mujer de excepcional inteligencia, el estado de salud de Kitty desde el punto de vista científico, y finalizó insistiendo en que hiciese esa cura de aguas, que, en su opinión, sería completamente inútil.

Cuando la Princesa le preguntó si era conveniente ir al extranjero, el doctor se sumió en hondas reflexiones, como meditando sobre un problema sumamente difícil, y después de pensarlo mucho terminó recomendando que realizaran el viaje. Puso, sin embargo, por condición que se le consultara a él para todo y no se hiciese caso de los charlatanes de allí.

Cuando el doctor se marchó todos se sintieron aliviados, como si allí hubiese ocurrido algún feliz acontecimiento. Radiante de alegría, la madre volvió al cuarto de Kitty y esta fingió estar también contenta. Ahora se veía obligada frecuentemente a ocultar sus verdaderos sentimientos.

—Mamá, es cierto, me siento muy bien. Pero si usted considera conveniente que viajemos al extranjero, entonces podemos ir —le dijo, y empezó a hablar de los preparativos, para mostrar el interés que despertaba en ella ese viaje.

II

Dolly llegó después que el médico se marchara.

Sabía que ese día se celebraba consulta de médicos y, pese a que hacía poco que se había levantado de la cama después de su último alumbramiento (dio a luz a una niña a finales de invierno), fue a interesarse por la salud de Kitty, dejando a la recién nacida y a otra de sus hijas que estaba enferma.

—Los veo a todos muy contentos —dijo cuando entró al salón, sin quitarse el sombrero—. ¿Es que Kitty está mejor?

Le trataron de contar lo que dijera el doctor, pero resultó que, a pesar de que este habló muy bien durante largo rato, no eran capaces de explicar claramente lo que había dicho. Lo único interesante era que se decidió viajar al extranjero.

Dolly suspiró. Se marchaba su hermana, su mejor amiga. Y su propia existencia no era nada feliz. Después de la reconciliación, la relación con su esposo se había vuelto humillante para ella. Fue de poca consistencia la soldadura hecha por Anna y la dicha conyugal se rompió nuevamente por el mismo lugar.

Nada había en concreto, pero Esteban Arkadievich casi nunca estaba en casa, siempre faltaba el dinero para los gastos del hogar y a Dolly la martirizaban incesantemente las sospechas de las infidelidades de su esposo, a pesar de que trataba de eludirlas para no caer de nuevo en el sufrimiento de los celos. No se podía volver a producir la primera explosión de celos, ya ni siquiera el descubrimiento de la infidelidad de su esposo habría de despertar en ella el sufrimiento de la primera vez.

Tal descubrimiento únicamente le habría impedido atender sus deberes familiares; pero para ella era mejor dejarse engañar, despreciándole y despreciándose a sí misma por ser tan débil. Aparte de eso, todo su tiempo lo ocupaban las preocupaciones propias de una casa habitada por una familia numerosa: ya se tratara de que la recién nacida no podía lactar bien, ya de que la niñera se marchaba, ya, como en la presente ocasión, de que uno de los niños caía enfermo.

—¿Cómo están todos en tu casa? —preguntó la Princesa a Dolly.

—Nosotros también tenemos muchos sufrimientos, mamá... Lili está enferma ahora, y temo que se trate de la escarlatina. Únicamente salí para preguntar por Kitty. Por eso vine de inmediato, porque si es escarlatina, ¡Dios nos proteja!, quién sabe cuándo voy a poder venir.

Después que se fue el doctor, el Príncipe salió de su despacho y, tras ofrecer la mejilla a Dolly para que le diera un beso, se dirigió a su esposa:

—¿Qué decidieron? ¿Se irán al extranjero? ¿Y qué piensas hacer conmigo?

—Pienso que te debes quedar, Alejandro —contestó su mujer.

—Como quieras.

—Mamá, ¿y por qué papá no puede venir con nosotras? —preguntó Kitty—. Todos estaríamos mejor.

El Príncipe se puso en pie y acarició los cabellos de Kitty. Ella alzó la cara y le miró haciendo esfuerzos por verse sonriente.

A Kitty le daba la impresión de que nadie de la familia la entendía tan bien como su padre, aunque hablaba poco con ella. Por ser la más pequeña de sus hijas, ella era la preferida del Príncipe y Kitty sentía que su mismo amor le hacía penetrar más en sus sentimientos.

Cuando sus ojos se encontraron con los ojos azules y bondadosos del Príncipe, que la consideraba con mucha atención, le pareció que esa mirada la penetraba, descubriendo toda la tristeza que había dentro de ella.

Ruborizándose, Kitty se irguió, y se adelantó hacia su padre esperando que le diera un beso. Sin embargo, él se limitó a acariciar sus cabellos diciendo:

—¡Esos estúpidos postizos! Uno ni siquiera puede acariciar a su propia hija. Tenemos que contentarnos con pasar la mano por los cabellos de alguna señora muerta... Dolliñka, ¿y tu «triunfador» qué hace? —preguntó a Dolly, su hija mayor.

—Nada, papá —respondió ella, entendiendo que se estaba refiriendo a su esposo. Y, con sonrisa irónica, agregó—: Siempre está fuera de casa. Casi no lo veo.

—¿Aún no ha ido a vender la madera a la finca?

—No... Siempre se está preparando para ir…

—Claro. ¡Preparándose para ir! ¡Yo también voy a hacer lo mismo! ¡Está muy bien! —dijo dirigiéndose a su esposa, mientras tomaba asiento—. Kitty, ¿sabes lo que debes hacer? —añadió, hablando a su hija menor—. Pues te levantas cualquier día en que brille un buen sol diciendo: “Me siento totalmente sana y contenta y saldré de paseo con papá, muy temprano de mañana, y a respirar el aire fresco”. ¿Qué opinas?

Parecía muy sencillo lo que había dicho su padre, pero Kitty, al escucharle, se turbó como un criminal atrapado infraganti.

«Sí: él lo sabe todo, lo entiende todo, y con esas palabras me quiere decir que hay que sobrevivir a la vergüenza, aunque lo pasado sea vergonzoso».

Sin embargo, no tuvo fuerzas para responder. Iba a comentar algo y, de repente, estalló en llanto y salió corriendo del cuarto.

—¿Te das cuenta del resultado de tus bromas? —dijo la Princesa, disgustada—. Siempre vas a ser igual, no cambias... —agregó, y le soltó un discurso lleno de recriminaciones.

Durante largo rato, el Príncipe escuchó las acusaciones de su mujer y guardaba silencio, pero su cara iba adquiriendo una expresión cada vez más sombría.

—¡La pobre se siente tan desdichada, tan desdichada! Y tú no entiendes que toda alusión a la causa de su dolor la hace sufrir. No es posible que una se pueda equivocar tanto con los hombres.

Dolly y el Príncipe adivinaron que se refería a Vronsky, por el cambio de tono de la Princesa.

—No entiendo que no existan leyes que castiguen a la gente que actúan de una forma tan poco noble, tan ruin.

—No quisiera ni escucharte —dijo el Príncipe seriamente, poniéndose en pie y como si fuera a irse, pero deteniéndose en el umbral—. Sí hay leyes; las hay, mujer. Y si deseas saber quién tiene la culpa, te lo voy a decir: tú y solo tú. Ha habido siempre leyes contra semejantes personajes y todavía las hay. ¡Sí, señora! Si las cosas no hubieran ido como no debían, si no hubiesen sido ustedes las primeras en invitarle a nuestra casa, yo, un viejo, habría sabido llevar a donde fuese a ese lechuguino. Pero como todo fue como fue, ahora tenemos que pensar en cómo curar a Kitty y en mostrarla a todos esos charlatanes.