Anna Karenina

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Daba la impresión de que el Príncipe tenía todavía muchas cosas más por decir, pero apenas la Princesa le escuchó hablar en ese tono, ella, como siempre hacía cuando se trataba de asuntos serios, se sintió arrepentida y se humilló.

—Alejandro, Alejandro... —susurró, aproximándose a él, sollozando.

Apenas ella empezó a llorar, el Príncipe se tranquilizó a su vez. También se acercó a su esposa.

—Ya es suficiente, basta... Sé que estás sufriendo igual que yo. Pero ¿qué hacemos? En resumidas cuentas, no es un mal grave. Dios es piadoso... tenemos que darle gracias... —siguió sin saber ya lo que estaba diciendo y respondiendo al beso húmedo de su esposa que acababa de sentir en su mano. Después salió del cuarto.

Cuando Kitty se marchó llorando, Dolly entendió que arreglar ese asunto era propio de una mujer y se dispuso a tomar acciones. Entonces se quitó el sombrero y, arremangándose moralmente, si es válida la frase, se preparó para actuar. Dolly, mientras su madre increpaba a su padre, intentó contenerla tanto como se lo permitía el respeto. En el arrebato del Príncipe, se conmovió posteriormente con su padre dándose cuenta de la bondad demostrada por él de inmediato cuando vio llorar a la Princesa.

Cuando su padre salió, tomó la decisión de hacer lo que más urgía: hablar con Kitty e intentar tranquilizarla.

—Mamá: hace mucho tiempo que le quería decir que Levin, cuando vino aquí la última vez, tenía el propósito de declararse a Kitty. Se lo comentó a Stiva.

—¿Y qué? No entiendo...

—Es posible que Kitty lo haya rechazado. ¿Ella no te dijo nada?

—No, ella no me dijo absolutamente nada de uno ni de otro. Es muy orgullosa, aunque estoy segura de que aquel tiene la culpa de todo.

—Pero solo imagina que haya rechazado a Levin... Yo pienso que jamás lo habría hecho de no haber sucedido lo que yo sé. ¡Y después el otro la engañó de una forma tan terrible!

Asustada cuando recordó cuán culpable era ella con respecto a Kitty, la Princesa se irritó.

—No entiendo nada. Actualmente todas desean vivir según sus propias ideas. No le cuentan nada a sus madres, y después...

—Voy a hablar con ella, mamá.

—Ve. ¿Es que acaso te lo estoy prohibiendo? —contestó la Princesa.

III

Cuando entró en el pequeño salón de Kitty, una reducida habitación, delicada, con muñecas vieux saxe, tan juvenil, alegre y rosada como su misma hermana solamente dos meses antes, Dolly recordó con cuánta alegría y afecto arreglaron las dos ese saloncito el año anterior.

El corazón se le oprimió cuando vio a Kitty sentada en la silla baja más cercana a la puerta, con los ojos inmóviles fijos en un punto del tapiz.

Kitty miró a Dolly sin que se alterase la fría y casi severa expresión de su cara.

—En este momento me marcho a casa y en muchos días no voy a salir de ella; tú tampoco podrás venir a visitarme —dijo Daria Alexandrovna, mientras se sentaba junto a ella—. De manera que quisiera hablarte.

—¿De qué? —preguntó Kitty de inmediato, levantando la cabeza y un poco alarmada.

—¿Pero de qué quieres que sea, sino del disgusto que estás pasando?

—No estoy pasando ningún disgusto.

—Ya es suficiente Kitty. ¿Acaso piensas que no lo sé? Yo lo sé todo. Y créeme que es una tontería. Todas las mujeres hemos pasado por eso.

Kitty guardaba silencio, manteniendo la expresión severa de su cara.

—¡Él no se merece lo que estás sufriendo por su culpa! —siguió Daria Alexandrovna, yendo directamente al tema.

—¡Me despreció! —dijo Kitty con voz apagada—. Por favor, no me hables de eso, te suplico que no me hables...

—¿Quién te lo dijo? No hay ninguna persona que lo diga. Estoy convencida de que te quería y hasta de que te sigue queriendo ahora, pero...

—¡Esta compasión es lo que más me fastidia! —exclamó Kitty de pronto. Se sonrojó, se agitó en la silla y movió irritada los dedos, mientras oprimía la hebilla del cinturón que tenía entre sus manos.

Dolly conocía ese hábito de Kitty de coger la hebilla, una vez con una mano, otra vez con la otra, cuando estaba enfadada. Sabía que en esos instantes su hermana era muy capaz de perder la cabeza y decir cosas superfluas y hasta desagradables, y habría querido tranquilizarla, pero ya era demasiado tarde.

—¿Qué es, dime, qué es lo que quieres hacerme entender? —dijo Kitty rápidamente—. ¿Que estuve enamorada de un hombre a quien yo no le importaba nada y que ahora me estoy muriendo de amor por él? ¡Y eso me lo dice mi propia hermana pensando probarme de esta forma su cariño y su compasión! ¡No necesito para nada ese cariño ni esa compasión!

—Eres muy injusta, Kitty.

—¿Por qué me martirizas?

—Por el contrario: veo que estás triste, y...

Pero, en su irritación, Kitty ya no la escuchaba.

—No tengo por qué entristecerme ni consolarme. Soy lo suficientemente orgullosa para no permitirme nunca querer a un hombre que no me ama.

—Pero si no te estoy diciendo nada de eso —contestó Dolly suavemente—. Solamente dime una cosa —agregó al tiempo que le tomaba la mano—: ¿Levin habló contigo?

Pareció que el nombre de Levin hizo perder a Kitty la poca calma que aún le quedaba. En ese momento saltó de la silla y, lanzando al suelo el cinturón que tenía en las manos, habló, haciendo gestos muy rápidos:

—¿Y Levin qué tiene que ver con todo esto? No entiendo qué necesidad tienes de torturarme. Ya dije, y lo repito, que soy muy orgullosa y que jamás, jamás voy hacer lo que haces tú de volver con el hombre que te traicionó, que quiere a otra mujer. ¡Eso yo no lo puedo entender! ¡Tú lo puedes hacer, pero yo no!

Y, cuando dijo estas palabras, Kitty miró a Dolly y, viendo que bajaba la cabeza con mucha tristeza, en lugar de salir del cuarto, como se proponía, se sentó al lado de la puerta e inclinó la cabeza, cubriéndose la cara con el pañuelo.

Durante unos instantes se prolongó el silencio. Dolly estaba pensando en sí misma. Ante las palabras de Kitty, su constante humillación se reflejó en su corazón con más fuerza. No esperaba tanta crueldad de su hermana y en este momento se sentía ofendida.

Sin embargo, de repente, percibió el roce de un vestido, el murmullo de un llanto reprimido... Y unos brazos enlazaron su cuello.

—¡Dolliñka, soy tan desdichada! —exclamó Kitty, a manera de confesión de su culpa.

Y esa amada cara, llena de lágrimas, se ocultó entre los pliegues del vestido de Dolly.

Como si esas lágrimas hubiesen sido el aceite sin el cual la máquina de la mutua comprensión entre ambas hermanas no pudiese funcionar, estas, después de llorar, no solamente conversaron de lo que las preocupaba, sino también de otros asuntos, y se entendieron. Kitty se daba cuenta de que las palabras que le dijo a Dolly en ese momento de exaltación, sobre las infidelidades de su esposo y la humillación que implicaban, la hirieron en lo más hondo, sin embargo su hermana la perdonaba.

Y Dolly, a su vez, comprendió todo lo que quería saber: entendió que sus presunciones eran completamente justificadas, que el sufrimiento, el incurable sufrimiento de Kitty, consistía en que había rechazado la propuesta de Levin para después ser engañada por Vronsky; y también entendió que Kitty ahora estaba a punto de amar a Levin y de odiar a Vronsky.

No obstante, Kitty no dijo nada de todo ello, sino que solo se había limitado a hablar de su estado anímico.

—No tengo ninguna tristeza —dijo la muchacha cuando se tranquilizó—. Pero ¿entiendes que para mí todo se ha vuelto desagradable y monótono, que siento repulsión de todo y que la siento hasta de mí misma? No te puedes imaginar las ideas tan espantosas que me inspira todo.

—¿Pero qué ideas espantosas pueden ser esas? —preguntó Dolly sonriendo.

—Las peores y más repulsivas. No sé cómo te lo puedo explicar. Ya no se trata de nostalgia ni de aburrimiento, sino de algo mucho peor. Parece que todo lo que había de bueno en mí se ha eclipsado y que únicamente permanece lo malo. ¿Cómo te lo hago comprender? —siguió al ver dibujarse la incertidumbre en la mirada de Dolly—. Si papá habla, me da la impresión de que me quiere dar a entender que lo que debo hacer es contraer matrimonio. Si mamá me lleva a un baile, creo que lo está haciendo pensando en casarme lo antes posible con el fin de deshacerse de mí. Y a pesar de que sé que no es así, no puedo apartar esos pensamientos de mi cabeza... Es que no puedo ni ver a eso que se llama «un pretendiente». Pienso que me están examinando para medirme. Anteriormente me era muy agradable ir a cualquier lugar en traje de noche, me admiraba a mí misma... Sin embargo, ahora me siento avergonzada y cohibida. ¿Qué quieres? Y me ocurre lo mismo con todo... El doctor, ¿sabes...?

Y Kitty guardó silencio, turbada. Deseaba continuar hablando y decir que desde que comenzó a experimentar ese cambio, Esteban Arkadievich le era especialmente desagradable y no le podía ver sin que le asaltasen los pensamientos más bajos.

—Todo se me presenta bajo su apariencia más grosera y más vil —siguió— y mi enfermedad es esa. Tal vez se me pase después...

—¡Kitty, no pienses esas cosas!

—No lo puedo evitar. Únicamente me siento a gusto entre los niños. Por eso solamente estoy bien en tu casa.

—Siento mucho que por ahora no puedas ir para allá.

—Sí puedo ir. Ya padecí la escarlatina. Voy a pedir permiso a mamá.

Kitty insistió hasta que consiguió que su madre le permitiera vivir en casa de Dolly. Mientras duró la escarlatina, que en efecto padecieron los niños, les estuvo cuidando. Ambas hermanas pudieron sanar a los seis chiquillos, sin embargo, la salud de Kitty no mejoraba y, por la Cuaresma, los Scherbazky viajaron fuera del país.

 

IV

En rigor, la gran sociedad de San Petersburgo es un círculo en el que todos se conocen y se visitan unos a otros. Sin embargo, ese amplio círculo tiene sus subdivisiones.

De esa manera, Anna Arkadievna tenía relaciones en tres sectores distintos: uno en el entorno oficial de su esposo, con sus subordinados y colaboradores, unidos y separados del modo más raro en el marco de las situaciones sociales. Actualmente, Anna difícilmente recordaba esa especie de respeto religioso que sintiera al comienzo hacia aquella gente. Ya conocía a todos como se conoce a las personas en una ciudad provinciana pequeña. Conocía las debilidades y costumbres de cada uno, en qué parte les apretaba el zapato, cuáles eran sus relaciones recíprocas y, con respecto al centro principal, conocía dónde hallaban apoyo, y cómo y por qué lo encontraban, y en qué puntos coincidían o divergían entre ellos.

Sin embargo, ese círculo de intereses políticos y masculinos jamás la había interesado y trataba de frecuentarlo lo menos posible, pese a los consejos de la condesa Lidia Ivanovna.

Otro círculo cercano a Anna era aquel a través del cual Alexis Alexandrovich hiciera carrera. El centro de ese círculo era la condesa Lidia Ivanovna. Era una sociedad de mujeres viejas, feas y muy religiosas y de hombres sabios, inteligentes y muy ambiciosos.

Un hombre de talento que era integrante de ese círculo lo llamaba «la conciencia de la sociedad de San Petersburgo». Alexis Alexandrovich adoraba bastante ese ambiente y Anna, que se sabía granjear las simpatías de todo el mundo, halló en ese medio muchos amigos en las primeras épocas de su vida en la capital. Sin embargo, cuando volvió de Moscú esa sociedad se le hizo insoportable. Le parecía que allí todos simulaban, igual que ella, y se sentía tan a disgusto y aburrida en ese mundillo que visitó lo menos posible a la Condesa.

Había un tercer círculo en que Anna tenía relaciones y era el gran mundo propiamente dicho, el de los vestidos elegantes, el de los bailes, el de los banquetes, mundo apoyado con una mano en la Corte con el fin de no rebajarse hasta ese semimundo que los integrantes de aquel pensaban despreciar, pero con el que tenían no ya similitud, sino identidad de gustos.

Anna tenía relaciones con este círculo a través de la princesa Betsy Tverskaya, mujer de su primo hermano, con ciento veinte mil rublos de renta y que, desde que Anna apareció por primera vez en su ambiente, la halagó, la quiso y la arrastró con ella, burlándose del círculo de la Condesa.

—Yo voy a ser como ellas cuando sea vieja —comentaba Betsy—, pero usted, que es hermosa y joven, no tiene que ingresar en ese asilo de ancianos.

Anna, inicialmente, evitó el ambiente de la princesa Tverskaya, porque exigía más gastos de los que se podía permitir y también porque prefería, en el fondo, al primero de esos círculos. Sin embargo, desde su viaje a Moscú sucedía lo contrario: frecuentaba el gran mundo y huía de sus amigos intelectuales.

En él solía hallar a Vronsky y esos encuentros le producían una emocionada alegría. Le veía frecuentemente en casa de Betsy, Vronskaya de nacimiento y prima de Vronsky.

El muchacho acudía a todos los lugares donde podía encontrar a Anna y siempre que se presentaba oportunidad para ello le hablaba de su amor.

Anna no le daba ninguna esperanza, pero apenas le veía se encendía en su corazón aquel sentimiento vivificador que experimentara en el vagón el día en que le viera por primera vez. Tenía la precisa sensación de que, cuando se encontraba con él, la alegría iluminaba su cara y le dilataba los labios en una sonrisa, y que no le era posible dominar la expresión de esa alegría.

Anna, al comienzo, parecía sentirse verdaderamente molesta por la insistencia de Vronsky en perseguirla. Sin embargo, al poco tiempo de volver de Moscú y después de haber ido a una reunión en la que, esperando verle, no le vio, tuvo que reconocer, por la tristeza que sentía, que se estaba engañando a sí misma, y que las asiduidades de Vronsky no únicamente le agradaban sino que eran todo el interés de su existencia.

Por segunda vez, la famosa artista cantaba y en el teatro se encontraba reunida toda la alta sociedad. Viendo a su prima desde su butaca de primera fila, Vronsky, sin esperar el entreacto, pasó a su palco.

—¿Por qué usted no vino a comer? —preguntó Betsy.

Y agregó con una sonrisa, de manera que únicamente él pudiera entenderla:

—Estoy admirada de la clarividencia de los enamorados. Ella no estaba. Pero, cuando termine la ópera, venga.

Vronsky, inquisitivo, la miró. Ella bajó la cabeza. Él, agradeciendo su sonrisa, se sentó junto a ella.

—¡Cómo recuerdo sus burlas! —siguió la Princesa, que hallaba un placer especial en seguir el desarrollo de esa pasión—. ¿Qué queda de lo que usted decía anteriormente? ¡Querido, le han atrapado!

—Solo deseo eso —contestó Vronsky, con su sonrisa benévola—. A decir verdad, solo me quejo de no estar más atrapado... Ya comienzo a perder la esperanza.

—¿Pero qué esperanza puede tener usted? —dijo Betsy, como disgustada de esa ofensa a la virtud de su amiga—. No entiendo...

Sin embargo, en su mirada brillaba una luz que indicaba que sabía tan bien como Vronsky la esperanza a que este se estaba refiriendo.

—Ninguna —contestó él, mostrando, cuando sonrió, sus magníficos dientes—. Disculpe —agregó, al tiempo que tomaba los gemelos de Betsy y contemplaba por encima de sus hombros desnudos la hilera de los palcos de enfrente— siento temor de parecer un poco ridículo...

Sabía perfectamente que a los ojos de su prima y las otras personas del gran mundo no corría ningún riesgo de parecer ridículo. Estaba seguro de que ante ellos puede ser ridículo el rol de enamorado sin esperanzas de una muchacha o de una mujer libre. Sin embargo, el rol de pretender a una mujer casada, teniendo como meta conducirla al adulterio, todos lo consideraban, y Vronsky lo sabía, como algo grandioso, maravilloso, jamás ridículo.

De esa manera, dibujando una sonrisa orgullosa y alegre bajo su bigote, bajó los gemelos y miró a Betsy:

—¿Por qué no fue a comer? —preguntó ella, mirándole a su vez.

—Me voy a explicar... Estuve muy ocupado... ¿Y usted sabe en qué? Estoy seguro de que no va a acertar, aunque le dé cien o mil oportunidades de adivinarlo. Estaba tratando de lograr paz entre un marido y su ofensor. Sí, de verdad...

—¿Y lo logró?

—Bueno, casi.

—Me lo tiene que contar —dijo ella, poniéndose en pie—. En el otro entreacto venga hacia aquí.

—No es posible. Me voy al teatro Francés.

—¿No se va a quedar a escuchar a la Nilson? —exclamó ella, horrorizada, al no considerarle capaz de poder diferenciar entre la Nilson y cualquier corista.

—¿Y yo qué haré, pobre de mí? Allí tengo una cita que tiene que ver con esa pacificación.

—Benditos los pacificadores, porque ellos van a ser salvados —dijo ella, recordando algo similar dicho por alguien—. Entonces, tome asiento y dígame todo ahora. ¿De qué se trata el asunto?

Y, a su vez, Betsy se sentó nuevamente.

V

—A pesar de que es un poco indiscreto, es tan gracioso que ardo en deseos de contarlo —dijo Vronsky, mientras la miraba con ojos sonrientes—. Pero no voy a dar nombres.

—Yo los adivinaré, y va a ser mejor todavía.

—Entonces, escuche: en un coche iban dos caballeros jóvenes y bastante alegres.

—Evidentemente, oficiales de su regimiento.

—No estoy hablando de dos oficiales, sino de dos muchachos que han comido bien.

—Bueno, traduzcamos que han bebido bien.

—Tal vez. Se dirigen a casa de un amigo con el ánimo mucho más optimista. Y ven que una mujer muy hermosa les adelanta en un coche de alquiler, vuelve la cabeza y —o por lo menos así les parece— les saluda y sonríe. Como es de imaginar, se van tras ella. Los caballos van corriendo velozmente. Con gran asombro suyo la muchacha se baja frente a la misma puerta de la casa adonde ellos se dirigen. La hermosa mujer corre al piso de arriba. Únicamente han visto de ella su boca roja bajo el velillo y los pequeños y admirables pies.

—Lo cuenta con tanto entusiasmo que da la impresión de que usted era uno de los dos muchachos.

—¿Usted no recuerda lo que me prometió? Los muchachos entran en casa de su amigo y van a una comida de despedida de soltero. Es seguro entonces que beben, y quizá excesivamente, como siempre ocurre en comidas similares. Preguntan en la mesa por la gente que vive en la misma casa. Sin embargo, nadie lo sabe y solo el criado del anfitrión, interrogado sobre si arriba viven mademoiselles, responde que hay muchas en la casa. Ambos jóvenes se dirigen después de comer al despacho del anfitrión y allí escriben una misiva a la desconocida. Es una declaración amorosa, una carta llena de pasión. Ellos mismos, una vez escrita, le llevan arriba con la finalidad de explicar personalmente lo que pudiera quedar confuso en la nota.

—¿Usted cómo se atreve a relatarme semejantes horrores? ¿Y qué sucedió?

—Llaman a la puerta. Sale una joven, le entregan la misiva y le aseguran que están tan enamorados que morirán allí mismo, frente a la puerta. Al tiempo que la muchacha, que no entiende nada, está hablando con ellos, sale un señor rojo como un cangrejo y con patillas en forma de salchichones, quien les declara que en la casa solamente vive su esposa y les echa de allí.

—¿Y usted cómo sabe que el señor tiene las patillas en forma de salchichones?

—Vamos, escúcheme y lo sabrá. Hoy fui para tratar de reconciliarles.

—¿Y qué sucedió?

—Bueno, aquí viene lo más interesante. Resulta que se trata de dos muy buenos esposos: un consejero titular y la dama consejera titular. Entonces el consejero presenta una denuncia y yo me transformo en conciliador. ¡Y qué conciliador! Le puedo afirmar que el propio Talleyrand quedaba pequeñito junto a mí.

—¿Surgieron problemas?

—Vamos, escuche, escuche... Se pide disculpas en toda regla: «Estamos angustiados; le suplicamos que disculpe el enojoso error...». El consejero titular comienza a ablandarse, trata de expresar sus sentimientos y, apenas empieza a hacerlo, se enfada y comienza a decir groserías. Entonces tengo que poner nuevamente en juego mis habilidades diplomáticas. «Debo reconocer que el comportamiento de esos dos señores no fue correcto, pero le suplico que tenga en cuenta su juventud, su equivocación. Recuerde, además, que los dos salían de una comida opípara, y... Usted ya me entiende. Ellos se arrepienten con todo su corazón y yo le imploro que les disculpe». El consejero se ablanda otra vez: «De acuerdo; estoy dispuesto a disculparles, pero entienda que mi esposa, una mujer honesta, ha soportado las audacias, persecuciones y groserías de dos muchachos idiotas... ¿Entiende usted? Esos muchachos se encontraban allí mismo y yo tenía que reconciliarles. Nuevamente utilizo mi diplomacia y otra vez, al ir a dar por terminado el asunto, mi consejero titular se enfurece, se le erizan las patillas, se pone rojo... y de nuevo me veo forzado a recurrir a las sutilezas de la diplomacia...».

—¡Tengo que contarle esto! —dice Betsy a una señora que entró en su palco en ese momento—. Me hizo reír mucho. ¡Es una broma muy buena! —le dijo a su primo, tendiéndole el único dedo que el abanico le dejaba libre y bajándose el corsé, que se le había subido cuando se sentó, con un movimiento de hombros, con el objetivo de que estos quedasen totalmente desnudos al aproximarse a la barandilla del palco, bajo la luz del gas, a la vista de todo el mundo.

Vronsky se marchó al teatro Francés, donde tenía una cita, efectivamente, con el coronel de su regimiento, que nunca dejaba de asistir a las funciones de ese teatro, y al que debía notificar del estado de la reconciliación, que, desde hacía tres días, le ocupaba y entretenía.

En ese asunto estaban mezclados Petrizky, por quien sentía mucho cariño, y otro, un nuevo oficial, el joven príncipe Kedrov, buen muchacho y buen compañero; pero, por encima de todo, con él estaba comprometido el buen nombre del regimiento. Ambos jóvenes eran integrantes del escuadrón de Vronsky. Venden, un funcionario consejero titular, fue a ver al comandante para quejarse de dos oficiales que habían ofendido a su esposa. Venden relató que llevaba medio año casado. Su joven mujer estaba en la iglesia con su madre y, sintiéndose mal debido a su estado, no pudo permanecer en pie por más tiempo y, en el primer coche de alquiler de lujo que pudo encontrar, se marchó a casa.

 

Cuando la vieron en el coche, dos oficiales jóvenes empezaron a seguirla. Ella se atemorizó y, sintiéndose peor todavía, subió la escalera corriendo. El mismo Venden, que había vuelto de su oficina, sintió voces y el timbre; salió y encontró a ambos oficiales con una misiva en la mano.

Él los echó de su casa y en este momento pedía al coronel que les impusiera un ejemplar castigo.

—Usted puede decir lo que quiera, pero este Petrizky se está poniendo incontrolable —había expresado el coronel a Vronsky—. No transcurre una semana sin que la arme. Y este empleado no dejará las cosas de esa manera. Quiere llevar el asunto hasta el final.

Vronsky entendía la gravedad del asunto, admitía que en ese caso no había lugar a duelo y se daba cuenta de que era necesario hacer todo lo que estuviera a su alcance para tranquilizar al consejero y concluir el tema.

Precisamente el coronel llamó a Vronsky por considerarle un hombre caballeroso e inteligente y porque le constaba que apreciaba mucho el honor del regimiento. Después de discutir sobre lo que se podía hacer, los dos decidieron que Petrizky y Kedrov, en compañía de Vronsky, fueran a presentar sus disculpas al consejero titular.

Tanto el coronel como Vronsky habían pensado en que el nombre de este último y su categoría de ayudante de campo, iban a influir mucho en tranquilizar al ofendido funcionario. Y, efectivamente, esos títulos fueron eficaces, sin embargo, había quedado dudoso el resultado de la conciliación.

Vronsky, ya en el teatro Francés, salió con el coronel al fumadero y le notificó sobre el resultado de su gestión. Después de haber reflexionado, el coronel decidió dejar el asunto sin consecuencias. Posteriormente, para divertirse, empezó a interrogar a Vronsky sobre los pormenores de su entrevista.

El coronel no pudo contener la risa durante largo rato, pero lo que hizo que se riera más fue escuchar cómo el consejero titular, después de parecer tranquilizado, se irritaba nuevamente cuando recordaba los detalles del incidente, y cómo Vronsky, aprovechando la última palabra de reconciliación, huyó mientras empujaba a Petrizky delante de él.

—Es una historia muy divertida, aunque bastante desagradable. Kedrov no se puede enfrentar a duelo con ese señor. ¿De manera que se irritaba mucho? —preguntó otra vez.

Y, hablando de la nueva bailarina francesa, añadió:

—¿Usted qué me dice de Claire? ¡Es maravillosa! Parece diferente cada vez que se la ve. Únicamente los franceses tienen la capacidad de hacer algo así.

VI

Sin esperar el fin del último acto, la princesa Betsy abandonó el teatro.

Apenas entró en su tocador y empolvó su pálida y ovalada cara, revisó su vestido y, después de ordenar que sirvieran el té en el salón principal, empezaron a llegar coches a su enorme casa de la calle Bolshaya Morskaya.

Los invitados acudían al amplio portalón y el corpulento portero, que leía los periódicos por la mañana tras la enorme puerta de vidrio para la instrucción de los transeúntes, abría la misma puerta, haciendo el menor ruido posible, para dejar paso libre a los visitantes.

Casi al mismo tiempo entraron por una puerta la dueña de la casa, con la cara ya arreglada y el peinado compuesto, y por otra sus invitados, en el enorme salón de paredes oscuras, con sus mullidas alfombras y espejos y su mesa inundada de luz de velas, resplandeciente y con la plata del samovar, la transparente porcelana del servicio de té y el mantel blanco.

La princesa Betsy se instaló ante el samovar y se quitó los guantes. Tomando sus sillas con ayuda de los discretos criados, los invitados se dispusieron en dos grupos: uno junto a la dueña, al lado del samovar; otro en un lugar diferente del salón, al lado de la hermosa esposa de un embajador, con un traje de terciopelo negro, y con cejas negras muy señaladas.

Igual que siempre, en los primeros instantes la charla de los dos grupos era poco animada e interrumpida con frecuencia por los saludos, encuentros y ofrecimientos de té, como si se estuviese buscando el tema en que se debía generalizar la conversación.

—Es una actriz extraordinaria. Se nota que ha seguido perfectamente la escuela de Kaulbach —comentaba el diplomático a los que se encontraban en el grupo de su esposa—. ¿Se fijaron ustedes con qué arte se derrumbó?

—¡Ya no hablemos de la Nilson, por favor! ¡No hay nada nuevo que comentar de ella! —exclamó una señora colorada, sin pestañas ni cejas, bastante gruesa y con un vestido de seda muy usado.

Se trataba de la princesa Miágkaya, bastante conocida por su trato natural y brusco y a la que le decían enfant terrible.

La princesa Miágkaya se sentaba entre ambos grupos, escuchando y tomando parte en las charlas de los dos.

—Me han repetido tres veces hoy la misma frase referente a Kaulbach, como si se hubiesen puesto de acuerdo. Ignoro por qué les gusta tanto esa frase.

Este comentario interrumpió esa conversación y tuvieron que buscar otro tema.

—Vamos, cuéntanos algo divertido... pero no inmoral —dijo la esposa del embajador, sumamente experta en esa clase de conversación frívola que los ingleses denominan small-talk, dirigiéndose al marido, que tampoco sabía de qué tema conversar.

—Eso no es muy fácil, porque, según sostienen muchos, únicamente lo inmoral es divertido —comenzó él, con una sonrisa—. Pero voy a probar... Denme un tema. La clave se encuentra en el tema. Es sencillo comentarlo si se encuentra tema. Frecuentemente pienso que los famosos conversadores del siglo pasado se verían en problemas en este momento para poder hablar con agudeza. En nuestros días todo lo agudo resulta aburrido.

—Eso ya se ha dicho hace mucho tiempo —interrumpió, sonriendo, la esposa del embajador.

La charla comenzó con bastante corrección, pero justamente por exceso de corrección se encalló nuevamente.

Entonces se recurrió al remedio seguro, a lo que no falla jamás: la maledicencia.

—¿Ustedes no encuentran que Tuschkevich tiene cierto “estilo Luis XV”? —preguntó el embajador, mostrando con los ojos a un apuesto muchacho rubio que estaba cerca de la mesa.

—¡Oh, sí! Tiene el mismo estilo que este salón. Por eso viene con tanta frecuencia.

Esta charla se sostuvo, pues, porque solo consistía en alusiones sobre un asunto que no se podía tratar de forma alternativa: las relaciones entre la dueña de la casa y Tuschkevich.

Alrededor del samovar, entretanto, la charla, que al comienzo decaía y sufría interrupciones mientras se trató de temas de actualidad teatral, política y otros similares, en este momento se había reanimado también cuando se entró de lleno en el terreno del chisme.

—¿Ustedes no han escuchado decir que la Maltischeva —la madre, no la hija— se hace un traje diable rose?

—¿Será posible ...? ¡Sería bastante divertido!

—Me parece raro que con su inteligencia —porque no es nada boba— no se dé cuenta del ridículo que está haciendo.

Todo el mundo tenía algo que comentar y criticar de la pobre Maltischeva, y la charla, igual que una hoguera encendida, chisporroteaba alegremente.

Cuando se enteró de que su esposa tenía invitados, el esposo de la princesa Betsy, hombre bondadoso y grueso, gran coleccionista de grabados, entró en el salón antes de marcharse al círculo.

Se aproximó a la princesa Miágkaya, avanzando sobre la espesa alfombra sin hacer ruido.

—¿Qué le pareció la Nilson? —le preguntó.

—¡Pero qué manera de acercarse a las personas! ¡Vaya susto que me dio! —dijo ella—. Por favor, no me hable de la ópera: usted no entiende absolutamente nada de música. Es preferible situarme a su nivel y hablarle de grabados y mayólicas. ¿Qué tesoros compró recientemente en la subasta?