Anna Karenina

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El inglés abrió la puerta y Vronsky entró en el establo, débilmente iluminado por una pequeña ventana. En el establo estaba la yegua, baya oscura, con el freno colocado, agitando las patas sobre la paja fresca.

Vronsky, ya habituado a la media luz del establo, pudo apreciar una vez más, de un vistazo, las características de su animal predilecto.

«Fru-Fru» tenía una alzada muy regular y, aparentemente, también tenía defectos. Sus huesos eran muy frágiles y, a pesar de que tenía el tórax saliente, era muy estrecha de pecho. Tenía la grupa un poco hundida y en los remos delanteros, y más todavía en los traseros, se notaba una tosquedad evidente. Los músculos de las patas no eran fuertes y, por el contrario, el vientre era demasiado ancho, lo que asombraría considerando la dieta y también las ancas enjutas de la yegua. Si se les miraba de frente, los huesos de las patas no parecían, bajo las corvas, más anchos que un dedo, pero, si se observaban de lado, resultaban bastante sólidos.

En conjunto, la yegua, excepto si se la miraba de lado, resultaba prolongada hacia abajo y apretada de costados. Sin embargo, tenía en alto grado una cualidad que hacía que se recordaran sus defectos: la «sangre», como se dice con arreglo a la expresión inglesa. Entre la red de sus nervios, sus músculos prominentes, dibujándose a través de la piel flexible, fina y suave como el raso, daban la impresión de que eran igual de fuertes que los huesos. La cabeza, delgada, de ojos alegres brillantes y salientes, se ensanchaba hacia la boca, mostrando la membrana rica de sangre en las fosas nasales.

La totalidad de su figura, y sobre todo su cabeza, tenía una expresión suave, enérgica y rotunda al mismo tiempo. Era uno de esos animales que da la impresión de que si no hablan es únicamente porque no lo permite la estructura de su boca.

A Vronsky, al menos, le pareció que la yegua entendía todas las emociones que él sentía mirándola.

Cuando Vronsky entró, ella aspiró hondamente y torciendo sus ojos hasta que se le enrojecieron de sangre las órbitas, miró a los que estaban entrando por el lado opuesto moviendo las patas con agilidad y sacudiendo el freno.

—¡Se da cuenta usted que está muy nerviosa! —dijo el inglés.

—¡Tranquila, tranquila, tranquila...! —susurró Vronsky, mientras se acercaba a la yegua hablándole.

El animal se inquietaba más cuanto más se aproximaba Vronsky. Finalmente, cuando él estuvo junto a ella, «Fru-Fru» se tranquilizó y sus músculos se estremecieron bajo la piel fina y suave.

Vronsky acarició su robusto cuello, arregló un mechón de crines que le estaban cayendo al lado opuesto y acercó la cara a las narices de la yegua, tensas y finas igual que las alas de murciélago.

El animal hizo una aspiración muy ruidosa, por las narices temblorosas dejó escapar el aire, bajó una oreja y alargó el belfo negro y fuerte hacia Vronsky, como si deseara coger la manga de su amo. Pero, recordando que llevaba el bocado, empezó a cambiar sus finos remos de posición.

—Tranquilízate, querida, tranquilízate —dijo él, al tiempo que le acariciaba la grupa.

Y abandonó el establo complacido de encontrar a la yegua en tan excelente disposición.

La excitación del animal se había transmitido a Vronsky, quien sentía que la sangre le afluía al corazón y que, igual que la yegua, le agitaba un deseo de morder, de moverse. Era una sensación que infundía, al mismo tiempo, alegría y miedo.

—Tengo confianza en usted —comentó al inglés—. En el lugar indicado, a las seis y media.

—No se preocupe, todo va a ir muy bien —contestó el inglés—. Milord, ¿adónde se dirige usted ahora? —preguntó de repente, dando a Vronsky un tratamiento no usado casi nunca por él hasta ese momento.

Extrañado, Vronsky alzó la cabeza y miró, como lo hacía habitualmente, no a los ojos, sino a la frente del inglés, sorprendido de la audacia de su pregunta.

Sin embargo, comprendiendo que al hablar de esa manera el entrenador no le consideraba como su señor, sino como un jinete, respondió:

—Iré a ver a Briansky y estaré en casa dentro de una hora.

«Hoy todo el mundo me pregunta lo mismo», pensó ruborizándose, lo que le ocurría en raras ocasiones.

El inglés le miró con atención y, como si adivinase a dónde se dirigía, agregó:

—Es necesario estar muy tranquilo antes de la carrera. No se disguste ni se enfade por nada.

—All right —contestó Vronsky con una sonrisa.

Y, saltando al carruaje, le dio la orden al cochero que le llevase a Peterhof.

Apenas habían andado varios pasos, el cielo nublado que amenazaba desde la mañana descargar se convirtió en un chubasco.

«Muy malo», se dijo Vronsky, mientras bajaba la capota del carruaje. «Si ya había barro sin esto, ahora el campo será un auténtico barrizal».

Solo, sentado en el carruaje cubierto, sacó la nota de su hermano y la carta de su madre y las leyó.

¡Siempre igual! Todo el mundo, incluso su madre y su hermano, creían necesario mezclarse en las cosas de su corazón. En él, esa intromisión despertaba rabia, que era un sentimiento que experimentaba en raras ocasiones.

«¿Pero qué tienen que ver ellos con esto? ¿Por qué todos piensan que es un deber preocuparse por mí? Probablemente porque se dan cuenta de que se trata de algo que ellos no pueden entender. ¡Me agobian mucho con sus consejos! Me dejarían en paz si se tratara de relaciones corrientes y frívolas, como las usuales en sociedad; pero perciben que esto es distinto, que no es una broma y que amo a esa mujer más que a mi propia vida. Y se disgustan, porque no comprenden ese sentimiento. Suceda lo que suceda, nosotros nos creamos nuestra suerte y no nos estamos quejando de ella», pensaba, refiriéndose con ese «nosotros» a Anna y a sí mismo. «Y los otros están empeñados en enseñarnos cómo debemos vivir, no tienen ni la más mínima idea de lo que es la felicidad; no saben que fuera de este amor no hay ni dicha ni desdicha, porque ni siquiera existe vida», concluyó Vronsky.

Se enfadaba mucho contra la intromisión de los demás, aunque, en el fondo, reconocía que todo el mundo tenía razón. Vronsky sentía que su amor por Anna no era una pasión fugaz, que se disiparía igual que se disipan las relaciones mundanas, sin dejar en la existencia de los dos otros vestigios que recuerdos gratos o ingratos.

Aceptaba lo espantoso de la situación de ambos, la difícil que era esconder su amor, engañar y mentir al respecto, encontrándose los dos tan a la vista de todos; sí, de engañar y mentir, y permanecer alerta, pensando siempre en los otros, cuando la pasión que les unía era tan avasalladora que hacía que se olvidaran de todo lo que no fuera su amor.

Claramente recordaba la frecuencia con que tenían que hacerlo violentando de esa manera su naturaleza, y sobre todo recordó, con una nitidez muy especial, la vergüenza que sentía Anna al verse obligada a simular.

Frecuentemente sentía, desde que tenía relaciones con Anna, un raro sentimiento de repugnancia que le llegaba a dominar completamente. Repugnancia hacia sí mismo, hacia Alexey Alexandrovich, hacia todos. Le habría costado mucho poder precisar ese sentimiento, pero siempre lo rechazaba lejos de él.

Vronsky movió la cabeza y continuó pensando:

«Ella antes era desdichada, pero se sentía tranquila y orgullosa. En cambio ahora, aunque lo aparente, no puede tener tranquilidad ni orgullo. Debemos acabar con todo esto», decidió.

Entonces, por primera vez, sentía la necesidad de terminar con esa farsa, y cuanto antes mejor.

«Es necesario abandonarlo todo y escondernos, a solas con nuestro amor, en algún lugar», pensó.

XXII

La lluvia fue de corta duración, y cuando Vronsky estaba llegando a su destino al trote largo del caballo de varas que, sin necesidad de acicates, forzaba a correr los laterales, el sol brillaba otra vez y los tejados de las casas de verano y los viejos tilos de los jardines que estaban a ambos lados de la calle principal despedían una húmeda claridad, y el agua goteaba de las ramas y se deslizaba por los tejados con un sonido alegre.

Vronsky ya no pensaba en que el chaparrón pudiera cubrir de lodo la pista, sino que se contentaba pensando en que iba a encontrar a Anna en casa, gracias a la lluvia.

Sabía que su esposo, recién llegado de una cura de aguas fuera del país, no se encontraba en la casa veraniega.

Vronsky, esperando encontrarla sola, como hacía siempre para atraer la atención lo menos posible, dejó el carruaje antes de llegar al pequeño puente, se fue caminando y entró por la puerta del patio, en lugar de entrar por la principal que daba a la calle.

—¿Llegó el señor? —preguntó al jardinero.

—No, señor. Pero la señora, sí se encuentra en casa. ¡Pero mejor entre por la puerta principal! Allí hay sirvientes y le podrán abrir —contestó el hombre.

—No, gracias, voy a pasar por el jardín.

Y, convencido ya de que Anna se encontraba sola, y queriendo sorprenderla, debido a que no le había notificado su visita para hoy y no debía esperar verle antes de las carreras, caminó, suspendiendo el sable y pisando cautelosamente la arena del camino bordeado de flores, a la terraza que daba al jardín.

Ya no recordaba cuanto pensara por el camino sobre los inconvenientes y disgustos de su situación. Únicamente sabía que la iba a ver y no en su imaginación, sino viva, tal como era.

Ya iba subiendo, pisando siempre con precaución, para no hacer ruido, los lisos peldaños de la escalera, cuando súbitamente recordó lo que siempre olvidaba, lo que hacía más difíciles sus relaciones con Anna: el hijo de ella, con su mirada interrogativa todo el tiempo que le resultaba tan desagradable.

 

Más que nadie, el niño perturbaba sus citas. Cuando se encontraba con ellos, ni Vronsky ni Anna se atrevían a decir algo que no se pudiera repetir frente a otras personas, ni usaban alusiones que el pequeño no pudiera comprender.

No lo convinieron de esa manera: eso surgió por sí mismo.

Hablaban en su presencia únicamente como si fuesen simples conocidos. Sin embargo, a pesar de sus precauciones, Vronsky a menudo percibía fija en él una mirada extraña y atenta, y comprobaba cierta desigualdad, cierta timidez —ya cariño excesivo, ya desapego— en el trato que el chiquillo le dispensaba. Se podía decir que el niño adivinaba que entre su madre y aquel hombre había una profunda relación, que él no podía comprender.

Realmente, el niño no entendía esas relaciones y hacía esfuerzos por concretar los sentimientos que Vronsky le debía inspirar. Su sensibilidad de niño le permitía percibir con claridad que su padre, su institutriz, la niñera, todos en fin, no sentían aprecio por Vronsky, sino que le miraban con miedo y repugnancia, aunque no comentaran nada sobre él, mientras que su madre siempre le trataba como si fuese su mejor amigo.

«¿Esto qué significa? ¿Quién es él? ¿Le debo querer? No lo entiendo y debe ser mi culpa; debo ser un niño tonto o malo», pensaba el niño. Y esta era la razón de su expresión interrogativa y un poco malévola y de la timidez y de la desigualdad de trato que tanto disgustaban a Vronsky.

En él, ver a ese niño despertaba aquel sentimiento de repulsión sin motivo que sentía en los últimos tiempos.

En realidad, la presencia del pequeño inspiraba a Vronsky lo que siente un navegante cuando comprueba, gracias a la brújula, que está siguiendo una ruta equivocada, sin ningún medio para poderla rectificar, sintiéndose más perdido cada vez y consciente de que ese cambio de dirección equivale a su completo extravío.

Con su mirada ingenua, ese niño representaba en la realidad la brújula que les marcaba a Anna y a él el grado de extravío a que sabían haber llegado, aunque se negaran a aceptarlo.

Sergio no estaba en casa. Salió de paseo, y la lluvia le sorprendió en pleno campo. Anna mandó a un sirviente y a una muchacha a buscarlo y ahora estaba sentada en la terraza, sola, esperándole.

Tenía un vestido blanco con anchos bordados y, encontrándose en un ángulo de la terraza, detrás de las flores, no podía ver a Vronsky. Mientras inclinaba la cabeza de rizos oscuros, sostenía una regadera entre sus bellas manos llenas de sortijas que él conocía tan bien.

La belleza de su cabeza, de su garganta, de sus manos, de toda su figura, siempre sorprendía a Vronsky como algo nuevo.

Se detuvo, mirándola embelesado. Pero apenas dio un paso, ella presintió su cercanía, soltó la regadera y volvió a él su cara enrojecida.

—¿Qué le sucede? ¿Se siente mal? —preguntó Vronsky en francés, mientras se aproximaba.

Habría deseado precipitarse hacia Anna, pero pensando que podía haber alguien que les mirara, primero echó un vistazo hacia las vidrieras del balcón y se ruborizó, como siempre que se veía forzado a mirar a su alrededor.

—No. Me siento bien —contestó ella, poniéndose en pie y estrechando la mano que le alargaba él—. Pero no lo estaba esperando.

—¡Dios mío, pero qué manos tan frías! —exclamó Vronsky.

—Me asustaste —dijo ella—. Estoy aquí sola, esperando a Sergio, que salió a pasear. Van a venir por ese lado.

Los labios de Anna temblaban, pese a sus esfuerzos para parecer serena.

—Discúlpeme por venir. Me fue imposible pasar otro día más sin verla —dijo Vronsky, todo el tiempo en francés, con el fin de eludir el solemne “usted” y el comprometedor “tú” de la lengua rusa.

—¿Disculparte el qué? Estoy muy feliz.

—O usted está triste o se encuentra mal —siguió él, inclinándose hacia Anna, sin soltar su mano—. ¿En qué estaba pensando?

—En lo mismo de siempre —contestó ella, con una sonrisa.

Estaba diciendo la verdad. En cualquier instante en que le preguntaran podía responder sin mentir: pienso en uno, en su desgracia y en su felicidad.

En este mismo momento, cuando llegó Vronsky, Anna precisamente pensaba en cómo era posible que a Betsy, por ejemplo (pues sabía de sus relaciones con Tuschkevich), todo le resultase tan sencillo, mientras que a ella le era tan difícil.

Y hoy, por razones muy especiales, tal pensamiento la angustiaba de manera particular.

Entonces le preguntó a él sobre las carreras y Vronsky, viendo a Anna muy nerviosa, con la finalidad de distraerla, le contó todo lo referente a los preparativos para el concurso hípico.

«¿Se lo digo o no?», pensaba Anna, observando los ojos serenos y acariciadores de Vronsky. «Se siente tan dichoso, tan ocupado con lo de las carreras, que no lo entendería en su sentido real, no entendería la importancia que encierra para nosotros este hecho...».

—Usted todavía no me dice en qué estaba pensando cuando llegué. Dígamelo, se lo suplico —imploró él, interrumpiendo su charla.

Anna no respondió. Inclinando ligeramente la cabeza, le dirigía, con la frente baja, la mirada de sus ojos brillantes adornados de pestañas muy largas.

Su mano estaba jugueteando con una hoja y temblaba. Él lo notó y en su cara se expresó esa sumisión, esa obediencia ciega que conmovían tanto a Anna.

—Me doy cuenta de que le ocurre algo. ¿Cómo puedo estar tranquilo sabiendo que usted sufre una pena que no comparto? Por Dios, dígamela —dijo nuevamente.

«No le disculparía si no entendiese toda la importancia de... Es preferible guardar silencio. ¿Para qué probarle?», pensaba Anna, mientras le miraba.

Y su mano y la hoja temblaban cada vez más.

—Por Dios, se lo suplico —insistió Vronsky.

—¿Se lo digo?

—Sí, sí, sí.

—Estoy embarazada —murmuró Anna, en voz baja y poco a poco.

La mano, que estaba jugando con la hoja, tembló más todavía, pero Anna no apartaba la mirada de él con el fin de ver cómo recibía la noticia.

Vronsky se puso pálido; quiso decir algo, sin embargo, se interrumpió, soltó la mano de ella y bajó la cabeza.

«Sí, ha entendido toda la importancia de esta situación», pensó Anna agradecida.

Y le apretó la mano.

Sin embargo, se engañaba pensando que Vronsky había comprendido toda la importancia de esa noticia tal como ella la comprendía.

Efectivamente, Vronsky, al escucharla, sintió diez veces con más fuerza de lo habitual la sensación de extraña repulsión que le poseía frecuentemente.

Comprendió, por otra parte, que había llegado la crisis que él deseaba, que no era posible esconder más los hechos al esposo y que de una forma u otra se tenía que terminar por fuerza con esa situación.

La emoción de Anna, además, se transmitió a él casi de manera física. Le miró de forma acariciadora y sumisa, besó su mano, se incorporó y empezó a pasear, callado, por la terraza.

—Sí —dijo después, aproximándose a ella—. Ninguno de los dos ha creído que nuestras relaciones son una broma. Y en este momento nuestro destino está decidido. Tenemos que acabar —dijo, mirando a su alrededor— esta farsa en que vivimos.

—¿Acabar, Alexey? ¿Y cómo? —preguntó Anna, con voz trémula y la cara iluminada por una débil sonrisa.

—Dejando a tu esposo y uniendo nuestras vidas.

—Pero ya lo están ahora —contestó ella, con una voz que casi no se podía escuchar.

—Pero no completamente.

—Pero, Alexey, ¿qué podemos hacer? Dímelo —contestó Anna, sonriendo tristemente al pensar en la delicada situación en que estaban—. ¿Cómo vamos a salir de todo esto? ¿No soy acaso la mujer de mi esposo?

—Hay salida para todo. Es necesario tomar una decisión —dijo él—. Cualquier cosa será preferible que vivir de esta manera. Yo me doy cuenta cuánto sufres por todo: por tu hijo, por tu esposo, por el mundo...

—Por mi esposo, no —dijo Anna con sonrisa inocente—. No pienso en él, no le conozco, para mí no existe.

—No estás diciendo la verdad. Te conozco. También sufres por él.

—Además, él no está enterado de nada —dijo ella.

Y de repente sintió que el cuello, las mejillas, la frente, se le enrojecían.

Sus ojos se llenaron de lágrimas de vergüenza.

—Por favor, ya no hablemos más de él —concluyó.

XXIII

Vronsky había probado en varias ocasiones, aunque no tan decididamente como ahora, hablar con Anna de su situación. Y siempre encontraba la misma ligereza y la misma superficialidad de reflexión que ella ahora demostraba al responder a la propuesta que le hacía.

Se podría pensar que había algo que ella no quería o no lograba aclarar consigo misma, como si cada vez que comenzaba a hablar de aquello la verdadera Anna se ensimismara y resultase otra mujer, desconocida para él, una mujer a quien no quería, a la que le tenía miedo y que le rechazaba.

Sin embargo, Vronsky estaba decidido hoy a decirlo todo, sucediera lo que sucediera.

—A nosotros nos da igual —expresó con su tono acostumbrado, firme y calmado—, lo sepa o no su esposo. Pero no podemos seguir de esta manera, sobre todo ahora.

—¿Pero qué quiere que hagamos? —preguntó Anna, con su habitual sonrisa sarcástica.

Había sentido miedo de que Vronsky tomara con ligereza su confidencia y en este instante se sentía enfadada consigo misma, al darse cuenta de que él deducía del hecho la absoluta necesidad de una solución enérgica y definitiva.

—Debe confesarle todo a su esposo y marcharse de su lado.

—Muy bien: solo imagine que se lo confieso —dijo Anna—. ¿Sabe lo qué ocurriría? Desde ahora se lo puedo decir —y una luz malévola brilló en su mirada, tan dulce momentos antes—. «¿Conque usted ama a ese hombre y mantiene con él relaciones prohibidas? —y cuando imitó a su marido subrayó la palabra “prohibidas”, como habría hecho Alexey Alexandrovich—. Ya le advertí sus consecuencias en el sentido social, religioso y familiar... Usted no escuchó mis consejos. Pero yo no puedo mancillar mi nombre...». —Anna iba a agregar: «ni tampoco el de mi hijo», pero no quiso implicar al niño en su burla, y agregó: «mancillar mi nombre», y alguna cosa más por el estilo. Siguió aun: Resumidamente, con su estilo de estadista y sus palabras claras y precisas, me va a decir que no me puede dejar marchar y que, con el fin de evitar el escándalo, tomará todas las medidas que estén a su alcance. Y hará, calmada y escrupulosamente, lo que diga. Es una máquina, no es un hombre. Y una máquina malévola cuando se enfada —agregó, recordando a Alexey Alexandrovich con todos los detalles de su figura, con su manera de hablar, acusándolo de todo lo que de malo podía hallar en él, no disculpándole nada por esa terrible bajeza de que ella era culpable ante su es poso.

—Anna —dijo Vronsky, con voz persuasiva y suave, intentando tranquilizarla—, de todas formas hay que decírselo y después actuar según la decisión que él tome.

—¿Y vamos a tener que escapar?

—¿Por qué no? No veo ninguna posibilidad de seguir de esta manera, y no únicamente por mí, sino porque veo cuánto está sufriendo usted.

—Por supuesto: escapar... y convertirme en su amante —dijo ella con perversidad.

—¡Anna! —exclamó él con dulce reproche.

—Sí —siguió ella—: convertirme en su amante y perderlo absolutamente todo.

Habría querido decir «perder a mi hijo», pero pronunciar la palabra le fue imposible.

Vronsky no podía entender que Anna, de naturaleza honesta y enérgica, pudiera soportar esa situación de mentiras y no quisiera salir de ella. Ni siquiera sospechaba que la razón principal la concretaba esa palabra “hijo”, que ella no se atrevía a pronunciar ahora.

Cuando Anna pensaba en su hijo y en las relaciones futuras que iba a tener con él si se separaba de su marido, temblaba pensando en lo que hizo y entonces no podía reflexionar; mujer al fin, no buscaba más que convencerse de que todo iba a quedar igual que en el pasado y olvidar la espantosa incógnita de lo que iba a ser de su hijo.

—Te pido, lo suplico —dijo Anna repentinamente, en un tono diferente de voz, dulce y sincero, y cogiéndole las manos— que no me vuelvas a hablar de eso.

—Pero Anna...

—¡Nunca! Déjame hacer lo que tengo que hacer. Conozco todo el horror y toda la bajeza de mi situación. ¡Pero no es tan sencillo de arreglar como imaginas! Déjame y hazme caso. Ya no me hables más de esto. Por favor, ¿me lo prometes? ¡No, no: prométemelo!

 

—Sí, te prometo lo que quieras, pero no me puedo quedar en paz, sobre todo después de lo que me dijiste. No puedo estar calmado cuando tú no lo estás.

—¿Yo? —contestó ella—. Es cierto que a veces sufro. Pero eso pasará si no me vuelves a hablar de... Me atormentas solamente con hablar de ello...

—No entiendo... —dijo Vronsky.

—Pues yo sí entiendo —interrumpió Anna— que sufres mintiendo, porque eres muy honesto, y te compadezco. A veces pienso que estropeaste tu vida por mí.

—Igual pensaba yo de ti en este instante —dijo él—. ¿Cómo pudiste sacrificarlo todo por mí? Jamás podré perdonarme el haberte hecho desdichada.

—¿Desdichada yo? —dijo Anna, aproximándose a él y mirándole con una sonrisa llena de dicha y de amor—. ¡Pero si soy como un hambriento al que le han dado de comer! Tal vez podrá sentir frío, tener el vestido roto y sentir vergüenza, pero no es desdichado. ¿Yo desdichada? No, justamente en esto encontré mi felicidad.

En aquel momento escuchó la voz de su hijo que se acercaba y se levantó rápidamente, lanzando una mirada que abarcó toda la terraza.

Sus ojos brillaron con un resplandor bien conocido por él, y, con un veloz movimiento, alzó sus manos llenas de sortijas, tomó la cabeza de Vronsky, le miró largamente y, acercando su cara, con la boca abierta y sonriente, le besó en los labios y en los dos ojos y después le apartó.

Se quiso ir de la terraza, pero Vronsky la retuvo.

—¿Hasta cuándo? —susurró contemplándola embelesado.

—Hasta esta noche a la una —respondió Anna.

Y, con un suspiro profundo, caminó, con paso rápido y ligero, para encontrarse con su hijo.

A Sergio le había sorprendido la lluvia en el Parque grande y tuvo que esperar, con la niñera, refugiado en el pabellón principal.

—Hasta luego —dijo Anna a Vronsky—. Tengo que salir dentro de poco para ir a las carreras. Betsy me dijo que vendría a buscarme.

Entonces, Vronsky consultó el reloj y salió rápidamente.

XXIV

Vronsky miró el reloj en la terraza de los Karenin, pero estaba tan ensimismado en sus pensamientos y tan perturbado que vio las manecillas, pero no se dio cuenta de la hora que era.

Salió a la calle y caminó hacia su coche, con sumo cuidado para no ensuciarse con el barro que cubría el suelo.

Recordar a Anna llenaba hasta tal punto su mente que no se daba cuenta de la hora ni de si tenía o no tiempo de encontrarse con Briansky. Como ocurre con frecuencia, solo le quedaba un sentido instintivo de lo que tenía que hacer, sin que la reflexión entrase para nada en ello.

Se aproximó al cochero, que cabeceaba a la sombra ya oblicua de un tilo frondoso, miró la nube de mosquitos que volaban sobre los caballos sudados y, después de despertar al cochero, saltó al carruaje y le dio la orden de que se dirigiese a casa de Briansky.

Solamente después de recorrer unas siete verstas se recuperó, miró el reloj, vio que ya eran las cinco y media y se dio cuenta de que iba tarde.

Para ese día estaban fijadas varias carreras: las de los equipos de Su Majestad, las de dos verstas para oficiales, otra de cuatro verstas y finalmente la carrera en que debía tomar parte él.

Todavía podía llegar a tiempo para la carrera, pero si iba a ver a Briansky no llegaría a tiempo y, por supuesto, después de que toda la Corte ya se encontrara en el hipódromo, era algo improcedente. Sin embargo, había dado su palabra a Briansky y decidió continuar, dándole la orden al cochero de que no tuviese clemencia con los caballos.

Vronsky llegó a casa de Briansky, estuvo cinco minutos allí y, a todo trote, volvió atrás.

La rápida carrera le tranquilizó. Cuanto había de triste y difícil en sus relaciones con Anna, lo indeciso que quedara el tema después de su charla, todo se le fue de la mente y ahora pensaba con mucho placer en la carrera, a la que iba a llegar a tiempo sin ninguna duda; y, de vez en cuando, la felicidad de la entrevista que iba a tener con Anna esa noche pasaba por su imaginación como una deslumbradora luz.

Cada vez más, se apoderaba de él la emoción de la próxima carrera a medida que se adentraba en el ambiente de ella, dejando atrás los coches de aquellos que, desde las casas de veraneo y San Petersburgo, iban al hipódromo.

Ya no había nadie en su casa: todos se encontraban en las carreras. El sirviente le esperaba a la puerta.

El sirviente, mientras se cambiaba de ropa, le notificó que la segunda carrera había empezado, que muchos señores habían estado preguntando por él y que el mozo de cuadras ya había ido, en dos ocasiones, a buscarle.

Una vez vestido sin darse prisa, ya que jamás se precipitaba ni perdía su calma, Vronsky ordenó al cochero que le llevase a las cuadras.

Desde allí se podía ver el mar de coches, de soldados, de peones que rodeaban el hipódromo y las tribunas llenas de personas. Se debía estar celebrando la segunda carrera, porque se escuchó sonar una campana en el instante que él entraba en las cuadras.

Cuando se acercaba al establo vio a «Gladiador», el caballo rojo de piernas blancas de Majotin, su competidor, que llevaban al hipódromo cubierto con gualdrapa de color azul marino y naranja. Sus orejas parecían enormes, gracias al adorno azul que llevaba.

—¿Dónde está Kord? —preguntó al palafrenero.

—En la cuadra, ensillando a la yegua.

El establo se encontraba abierto y «Fru-Fru» estaba ensillada. La iban a hacer salir.

—¿No llego tarde?

—All right, all right! —dijo el inglés—. Todo va muy bien.

Una vez más, Vronsky miró las elegantes líneas de su querida yegua, cuyo cuerpo estaba temblando de pies a cabeza, y abandonó la cuadra, costándole alejar la vista del animal.

En el momento oportuno llegó a las tribunas para no atraer la atención sobre sí.

Acababa de finalizar la carrera de dos verstas y ahora los ojos de todo el mundo estaban fijos en un caballero de la Guardia, a quien seguía un húsar de la escolta imperial que en ese instante alcanzaba la meta, animando con todas sus fuerzas a sus caballos.

La multitud se precipitaba hacia la meta desde el centro de la pista y desde el exterior. Un grupo de soldados y oficiales expresaba su alegría por el triunfo de su oficial y compañero con sonoras aclamaciones.

Sin llamar la atención, Vronsky se mezcló en el grupo, casi al mismo tiempo que sonaba la campana que anunciaba el fin de la carrera.

El caballero de la Guardia, de alta estatura, lleno de barro, que llegó en primer lugar, se acomodó con todo su peso en la silla y empezó a aflojar el bocado de su corcel gris, que respiraba de forma ruidosa, todo cubierto de sudor.

El caballo, moviendo las patas con mucho esfuerzo, refrenó la rápida marcha de su inmenso cuerpo. El caballero de la Guardia miró a su alrededor como si despertara de una pesadilla y sonrió con esfuerzo. Le rodeó un grupo de amigos y desconocidos.

Vronsky evadía, a propósito, los grupos de gente distinguida que se movían de manera pausada conversando ante las tribunas. Vio a Anna Karenina y a Betsy, y también a la esposa de su hermano. Sin embargo, no se acercó para que no le entretuviesen. Pero a cada paso encontraba personas conocidas que le detenían, con el objeto de contarle los pormenores de las carreras y de preguntarle el motivo de que llegara tan tarde.

Con el fin de que recibieran los premios, los corredores fueron llamados a la tribuna, y todos se dirigieron hacia allí.

Alejandro, el hermano mayor de Vronsky, coronel del ejército, un hombre más bien de baja estatura, pero bien formado, igual que el propio Alexey, y más guapo, con las mejillas y la nariz encendidas y la cara de alcohólico, se le aproximó.

—¿Te entregaron mi nota? —dijo—. No te pude encontrar.

Alejandro Vronsky era un perfecto cortesano, pese a la vida de libertinaje y, sobre todo, de embriaguez que llevaba, y que le había hecho famoso.

Ahora, cuando conversaba con su hermano de ese desagradable asunto, sabía que tenían muchas miradas fijas en ellos y, por tanto, adoptaba una apariencia sonriente, como si estuviese bromeando con él sobre cosas poco importantes.

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