Anna Karenina

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Se decía a sí misma, como todos los días, que era imposible continuar de esa manera, que había que solucionar algo, castigar a su esposo, humillarle, devolverle, aunque únicamente fuese en parte, el sufrimiento que él le había producido. Sin embargo, mientras se decía que tenía que irse, reconocía dentro de ella que era imposible, porque no podía dejar de considerarle como su marido, sobre todo no podía dejar de quererle.

Además entendía que si aquí, en su propia casa, no había podido cuidar a sus cinco hijos, peor lo habría de hacer en otra. Ya el más pequeño había sufrido las consecuencias del desorden que reinaba en la casa y había enfermado debido a que tomó el día antes un caldo mal condimentado, y faltó muy poco para que los demás se quedaran sin comer el día anterior.

Sabía, por tanto, que no era posible irse; sin embargo, se engañaba a sí misma simulando que estaba preparando las cosas para hacerlo.

Cuando vio a su esposo, hundió las manos en un cajón, como si estuviese buscando algo, y hasta que lo tuvo al lado no se volvió para mirarle. Su rostro, que quería ofrecer una apariencia decidida y dura, expresaba únicamente indecisión y sufrimiento.

—¡Dolly! —susurró él, tímidamente.

E inclinó la cabeza, encogiéndose y tratando de adoptar una actitud dócil y dolorida, pero, pese a todo, se le veía lleno de lozanía y salud. Con una mirada muy rápida, ella le miró de la cabeza a los pies.

«Está contento y es dichoso», pensó. «¡Yo en cambio!... ¡Ah, esa detestable bondad suya que los demás le alaban tanto! ¡Yo le odio más por ella!».

Contrajo la boca y un músculo de su mejilla derecha tembló levemente.

—¿Y usted qué quiere? —preguntó con una voz tan profunda y rápida, que no se parecía a la suya.

—Dolly —dijo él nuevamente, inseguro—. Hoy llega Anna.

—¿Y eso a mí qué me interesa? No la pienso recibir —exclamó su esposa.

—Dolly, es necesario que la recibas.

—¡Fuera de aquí, fuera! —le gritó ella, como si esas exclamaciones le fuesen arrancadas por un dolor corporal.

Mientras pensaba en su esposa, Oblonsky pudo haber estado tranquilo, imaginando que todo se iba a arreglar, según le dijera Mateo, en tanto que tomaba el café y leía el periódico. Pero al observar la cara de Dolly, cansada y dolorida, al escuchar su acento resignado y desesperado, las lágrimas brotaron de sus ojos, se le cortó la respiración y se le oprimió la garganta.

—¡Oh, mi Dios, Dolly, qué hice! —susurró. Ya no pudo decir más, porque tenía la voz ahogada por un sollozo.

Ella le miró después de cerrar el armario.

—Dolly, ¿qué te puedo decir? Únicamente una cosa: que me perdones... ¿No crees que los nueve años que llevamos casados merecen que echemos al olvido los instantes de...?

Bajando la cabeza, Dolly escuchó lo que él iba a decirle, como si ella misma le suplicara que la convenciese.

—¿... los instantes de ofuscación? —continuó él.

E iba a seguir, pero al escuchar esa expresión, la boca de su esposa se contrajo nuevamente, como bajo el efecto de un dolor corporal, y el músculo de su mejilla tembló otra vez.

—¡Fuera, fuera de aquí —gritó con voz aún más ensordecedora— y no hable de sus ofuscaciones ni de sus bajezas!

Y ella misma trató de salir, pero se tuvo que apoyar, desfallecida, en el respaldo de una silla. La cara de su esposo parecía haberse hinchado; tenía los labios inflados y los ojos cubiertos de lágrimas.

—¡Dolly! —susurraba, llorando—. Debes pensar en los niños... ¿Qué culpa tienen los pobrecitos? Yo sí tengo la culpa y estoy preparado para aceptar el castigo que merezca. No hallo palabras con qué expresar lo mal que he actuado. ¡Dolly, perdóname!

Dolly tomó asiento. Oblonsky escuchaba su respiración, pesada y fatigosa, y se sintió invadido de una compasión infinita por su esposa. Ella quiso comenzar a hablar en varias ocasiones; pero no pudo. Oblonsky esperaba.

—Tú únicamente te acuerdas de los niños para valerte de ellos, pero seguro que ya están perdidos —dijo ella, finalmente, repitiendo una frase que, probablemente, en esos tres días se había dicho a sí misma más de una vez.

Le trató de tú. Oblonsky la miró, y se adelantó para cogerla de la mano, pero ella se alejó de su marido con repulsión.

—Yo sí pienso en mis hijos, haría todo lo posible para protegerles, pero no sé cómo hacerlo. ¿Arrebatándoles a su padre o dejándoles al lado de un padre degenerado, sí, degenerado? Ahora, después de lo que pasó —siguió, alzando la voz—, respóndame: ¿cómo es posible que continuemos viviendo juntos? ¿Cómo puedo vivir con un hombre, el padre de mis hijos, que está enredado sentimentalmente con la institutriz de sus propios hijos?

—¿Y ahora qué quieres que hagamos? ¿Qué debemos hacer? —respondió él, casi sin saber lo que decía, inclinando la cabeza cada vez más.

—Usted me repugna, me da asco —gritó Dolly, más agitada cada vez—. ¡Sus lágrimas son pura agua! ¡Usted nunca me ha amado! ¡Ignora lo que es nobleza ni sentimiento!... A usted le veo como a una persona extraña, sí, como a una persona extraña —dijo, repitiendo con rabia esas palabras tan terribles para ella: una persona extraña.

Atemorizado y sorprendido de la furia que se dibujaba en el rostro de su mujer, Oblonsky la miró. No entendía que lo que provocaba la rabia de su esposa era la lástima que le expresaba. Ella no veía amor en él, únicamente compasión.

«Me detesta, me odia y no me va a perdonar», pensó Oblonsky.

—¡Es espantoso, espantoso! —exclamó.

En aquel instante se escuchó a un niño, que, probablemente, se había caído en alguno de los cuartos. Daria Alexandrovna escuchó con atención y, de repente, su cara se dulcificó. Durante un momento permaneció vacilante como si no supiera qué hacer y, finalmente, se dirigió rápidamente hacia la puerta.

«Ama a mi hijo», pensó el Príncipe. «Basta ver cómo cambió de expresión cuando le escuchó gritar. Y si ama a mi hijo, ¿cómo no me va a amar a mí?».

—Dolly, espera: solo una palabra más —dijo, caminando detrás de ella.

—Si me sigue, voy a llamar a la gente, a mis hijos, para que todos se enteren de que usted es un villano. Ahora mismo yo me marcho de casa. Usted siga viviendo aquí con su amante. ¡Yo me voy en este momento de casa!

Y, dando un portazo, se fue.

Esteban Arkadievich exhaló un suspiro, se secó la cara y se dirigió hacia la puerta.

«Mateo dice que todo se va a arreglar», reflexionaba, «pero no sé cómo. No veo la forma. ¡Y qué manera de gritar! ¡Qué palabras! Villano, amante... —se dijo, recordando lo dicho por su esposa—. ¡Ojalá no la hayan escuchado las criadas! ¡Es espantoso!», se repitió. Durante unos segundos permaneció en pie, se enjugó las lágrimas, exhaló un suspiro, y, levantando el pecho, salió del cuarto.

El relojero alemán estaba dando cuerda a los relojes en el comedor. Era viernes. Esteban Arkadievich recordó su broma habitual, cuando, hablando de ese alemán calvo, tan puntual, comentaba que a él se le había dado cuerda para toda la vida con la finalidad de que él, a su vez, pudiera darle a los relojes, y sonrió. A Esteban Arkadievich le encantaban las bromas divertidas. «Tal vez», pensó nuevamente, «¡todo se arregle! ¡Arreglar: qué bella palabra!», se dijo. «También habrá que contar ese chiste».

Entonces llamó a Mateo:

—Mateo, prepara el cuarto para Anna Arkadievna. Dile a María que te ayude.

—Muy bien, señor.

Esteban Arkadievich se encaminó hacia la escalera, mientras se colocaba la pelliza.

—¿El señor no va a comer en casa? —preguntó Mateo, que caminaba junto a él.

—No sé; ya veremos. Toma, para los gastos —dijo Oblonsky, sacando de la cartera diez rublos—. ¿Será suficiente?

—Suficiente o no, igual nos tendremos que arreglar —dijo Mateo, cerrando la puerta del coche y subiendo después la escalera.

Mientras, Daria Alexandrovna volvió a su habitación después de tranquilizar al niño y comprendió, por el ruido del carruaje, que su marido se marchaba. Su alcoba era su único lugar de refugio contra las preocupaciones del hogar que, apenas salía de allí, la rodeaban. Ya en ese breve instante que pasara en la habitación de los niños, Matrena y la inglesa le habían preguntado con respecto a algunas cosas urgentes que había que hacer y a las que únicamente ella podía responder. “¿Qué se iban a poner los niños para pasear? ¿Les daban leche? ¿Buscaban o no otro cocinero?”.

—¡Déjenme tranquila! —había respondido Dolly, y, volviéndose a su alcoba, se sentó en el mismo lugar donde antes había conversado con su esposo, se retorció las manos llenas de sortijas que se deslizaban de sus dedos huesudos, y empezó a recordar la charla que había tenido con él.

«Ya se marchó», pensaba. «¿Cómo acabará la cuestión de la institutriz? ¿La seguirá viendo? Se lo debí preguntar.

»No, no, la reconciliación es imposible... Incluso si continuamos viviendo en la misma casa, tendremos que vivir como extraños el uno para el otro. ¡Extraños para toda la vida!», repitió, acentuando esas palabras terribles. «¡Y cómo le amaba! ¡Cómo le amaba, mi Dios! ¡Cómo le he amado! Y en este mismo momento: ¿no le amo, y tal vez más que antes? Lo espantoso es que...».

No pudo finalizar su pensamiento porque se presentó en la puerta Matrena Filimonovna.

—Señora, si me lo permite, mandaré a buscar a mi hermano —dijo—. Si no, yo tendré que preparar la comida, no vaya a ser que los niños, igual que ayer, se queden sin comer hasta las seis de la tarde.

—Ahora salgo y miraré lo que se debe hacer. ¿Enviaron por leche fresca?

Y sumiéndose en las preocupaciones cotidianas, Daria Alexandrovna ahogó, momentáneamente, su sufrimiento en ellas.

 

V

Esteban Arkadievich, aunque nada tonto, era travieso y perezoso, por lo que salió del colegio destacando entre los últimos.

A pesar de todo, pese a su vida de desenfreno, a su poca edad y a su modesto grado, tenía el cargo de presidente de un Tribunal público de Moscú. Obtuvo aquel empleo debido a la influencia del esposo de su hermana Anna, Alexis Alexandrovich Karenin, quien ocupaba un alto cargo en el Ministerio del que dependía su oficina.

Sin embargo, aunque Karenin no le hubiera colocado en ese puesto, Esteban Arkadievich, a través de la mediación de mucha gente, hermanos o hermanas, primos o tíos, igualmente habría logrado aquel cargo u otro similar que le permitiese ganar los seis mil rublos al año que necesitaba, dada la pésima situación de sus negocios, incluso contando con los bienes que tenía su esposa.

La mitad de las personas de buena posición de Moscú y San Petersburgo eran amigos o familiares de Esteban Arkadievich. Él nació en el ambiente de los más influyentes y poderosos de este mundo. Más de la mitad de los altos funcionarios, los antiguos, fueron amigos de su padre y a él le conocían desde la cuna. Con la otra parte se tuteaba, y la parte que quedaba estaba compuesta de conocidos con los que mantenía relaciones bastante cordiales.

De manera que los distribuidores de los bienes terrenales —como arrendamientos, cargos, concesiones, etcétera— eran familiares o amigos y no iban a dejar a uno de los suyos en la miseria.

De manera que, para obtener un excelente puesto, Oblonsky no necesitó hacer muchos esfuerzos. Le fue suficiente con no envidiar, no oponerse, no pelear, no enfadarse, todo lo cual le era muy sencillo debido a la bondad innata de su temperamento. No encontrar un cargo con la retribución que requería le habría parecido increíble, sobre todo no ambicionando casi nada: únicamente lo que habían logrado otros amigos de su edad y que estuviera al alcance de sus habilidades.

Las personas que le conocían no solamente apreciaban su carácter bondadoso y jovial y su indiscutible honestidad, sino que se sentían inclinados hacia él incluso por su altiva presencia, sus ojos brillantes, sus cejas negras y su cara sonrosada y blanca. Cuando alguien se encontraba con él, de inmediato manifestaba su alegría: «¡Aquí está Stiva Oblonsky!», exclamaba al verle aparecer, casi siempre sonriendo jovialmente.

Y, si bien después de una charla con él no se producía ninguna satisfacción especial, las personas, un día y otro, al verle, le acogían nuevamente con igual júbilo.

Esteban Arkadievich había logrado, en los tres años que llevaba ejerciendo su cargo en Moscú, no únicamente atraerse el afecto, sino el respeto de jefes, compañeros, subordinados y de todos los que le trataban. Las cualidades principales que hacían que fuese respetado en su oficina eran, primeramente, su indulgencia con los otros —fundamentada en la aceptación de sus propios defectos— y, posteriormente, su sincero liberalismo. No ese liberalismo de que hablaban los periódicos, sino un liberalismo que tenía en la sangre, y que hacía que tratara de la misma manera a todos, sin distinción de jerarquías y posiciones, y en último lugar —y esta era la principal— la absoluta indiferencia que su cargo le inspiraba, lo que le permitía no entusiasmarse mucho con él ni cometer equivocaciones.

Oblonsky, entrando en su oficina, pasó a su pequeño gabinete privado, y detrás de él iba el conserje, que le llevaba la cartera. Allí se puso el uniforme y entró en el despacho.

Los oficiales y escribientes se pusieron en pie, saludándole con respeto y jovialidad. Oblonsky, como de costumbre, estrechó las manos a los integrantes del Tribunal y tomó asiento en su puesto. Conversó y bromeó durante un rato, no más de lo conveniente, y empezó a trabajar.

Nadie mejor que él sabía establecer los límites de la sencillez adecuada y la formalidad necesaria para hacer eficaz y grato el trabajo.

El secretario se aproximó con los documentos del día, y le habló con el tono de confianza que el propio Esteban Arkadievich introdujera en la oficina.

—Finalmente recibimos los datos que necesitábamos de la administración provincial de Penza. Están aquí. Con su permiso...

—¿Así que ya se recibieron? —exclamó Esteban Arkadievich, mientras colocaba la mano sobre ellos—. ¡Vamos, señores! Y toda la oficina empezó a trabajar.

«Si ellos supieran», se dijo, al tiempo que, con aire grave, escuchaba el informe, «¡qué apariencia de niño culpable tenía su “presidente de Tribunal” media hora antes!».

Y mientras escuchaba la lectura del expediente, su mirada reía.

El trabajo duraba hasta las dos, en que se abría una pausa para almorzar.

Las enormes puertas de la sala se abrieron repentinamente, poco antes de esa hora, y alguien entró en ella. Sentados bajo el retrato del Emperador y colocados bajo el zérzalo, los miembros del tribunal dirigieron sus miradas hacia la puerta, complacidos de aquella diversión imprevista. Sin embargo, el ujier hizo salir inmediatamente al recién llegado y cerró la puerta de vidrio tras él.

Oblonsky, después de examinar el expediente, se puso en pie, se desperezó y, rindiendo tributo al liberalismo de la época que corría, encendió un cigarro en plena sala del consejo y caminó hacia su despacho.

Sus dos amigos, el gentilhombre de cámara Grinevich y el veterano empleado Nikitin, fueron tras él.

—Tendremos tiempo de terminar el asunto después de comer —dijo Esteban Arkadievich.

—Por supuesto —aseveró Nikitin.

—¡Ese Fomin debe ser un pillo muy astuto! —dijo Grinevich en referencia a uno de los que se encontraban complicados en el expediente que estaban estudiando.

Oblonsky hizo un ademán, como para dar a entender a Grinevich que no era apropiado establecer juicios anticipados, y no respondió.

—¿Quién era el hombre que entró mientras estábamos trabajando? —preguntó al ujier.

—Uno que lo hizo sin autorización, Excelencia, y que aprovechó un descuido mío. Preguntó por usted. Le respondí que hasta que los miembros del Tribunal no salieran...

—¿Y dónde está ahora?

—Seguro se fue a la antesala. No podía sacarlo de aquí. ¡Ah, ese es! —dijo el ujier, señalando a un hombre ancho de espaldas, de buena figura, con la barba rizada, quien, sin quitarse el gorro de piel de carnero, subía velozmente a la escalinata de piedra desgastada.

Un funcionario demacrado, que bajaba con una cartera bajo el brazo, miró severamente las piernas de aquel hombre y dirigió una mirada inquisitiva a Oblonsky.

Esteban Arkadievich se encontraba en lo alto de la escalera. Su cara, resplandeciente sobre el cuello bordado del uniforme, brilló más cuando reconoció al recién llegado.

—Es él, me lo suponía. Es Levin —dijo con una sonrisa un poco burlona y amistosa—. ¿Cómo te atreves a venir a verme en esta «covachuela»? —dijo mientras abrazaba a su amigo, no conforme con estrechar su mano—. ¿Llegaste hace mucho?

—No, acabo de llegar. Tenía muchas ganas de verte —respondió Levin tímidamente y mirando a la vez a su alrededor con enfado e inquietud.

—Muy bien: acompáñame a mi gabinete —dijo Oblonsky, que conocía el enorme amor propio de su amigo y su timidez.

Y le arrastró tras de sí, sujetando su brazo, como si le estuviera abriendo camino a través de muchos peligros.

Esteban Arkadievich tuteaba a casi todos sus conocidos: jóvenes de veinte años, viejos de sesenta, ministros y artistas, generales y comerciantes. De manera que muchos de los que tuteaba se encontraban en extremos opuestos del nivel social y habrían quedado bastante asombrados de saber que tenían entre sí algo de común, a través de Oblonsky.

Se tuteaba con todas las personas con las que bebía champán una vez, y como lo bebía con todos, cuando en presencia de sus subordinados se encontraba con uno de esos «tus», como llamaba habitualmente en broma a esos amigos, de los que tuviera que avergonzarse, sabía esquivar, debido a su tacto natural, lo que eso pudiese tener de indigno para sus subordinados.

Levin no era un «tú» del que se pudiera sentir avergonzado, pero Oblonsky entendía que su amigo pensaba que él quizá tendría recelos en demostrarle su intimidad frente a sus subalternos y debido a eso le llevó arrastrando a su despacho.

Levin no tenía la misma edad que Oblonsky. Su tuteo no se debía únicamente a haber bebido champán juntos, sino a haber sido compañeros y amigos en su primera juventud. A pesar de la diferencia de sus inclinaciones y temperamentos, se querían como se quieren habitualmente dos amigos de la adolescencia. Sin embargo, como sucede frecuentemente entre personas que escogen diferentes profesiones, cada uno, aprobando y comprendiendo la elección del otro, en el fondo de su corazón la despreciaba.

A cada uno de los dos le parecía que la vida que él llevaba era la única verdadera y la del amigo una ficción. Debido a eso Oblonsky no había podido reprimir una sonrisa de burla cuando vio a Levin. En varias ocasiones le había visto en Moscú, llegado del pueblo, donde estaba ocupado en cosas que Esteban Arkadievich jamás alcanzaba a comprender totalmente, y que, por otro lado, no tenían el más mínimo interés para él.

Levin siempre llegaba a Moscú de forma precipitada, agitado, apocado y enfadado contra sí mismo por su torpeza y, generalmente, expresando puntos de vista inesperados y desconcertantes con respecto a todo.

Esteban Arkadievich encontraba eso sumamente divertido. En el fondo, Levin también despreciaba la vida ciudadana y el trabajo de Oblonsky, que consideraba sin ningún valor. La diferencia radicaba en que Oblonsky, haciendo lo que todas las otras personas, al reírse de su amigo, lo hacía con excelente humor y muy seguro de sí, mientras que Levin no tenía calma y se molestaba a veces.

—Te estaba esperando desde hace mucho —dijo Oblonsky, entrando en el despacho y soltando el brazo de su amigo, como para indicar que los riesgos habían acabado—. Me siento muy feliz de verte —siguió—. ¿Cuándo llegaste?

Levin guardaba silencio, observando a los dos desconocidos amigos de Esteban Arkadievich y fijándose, principalmente, en la mano blanca del elegante Grinevich, una mano de blancos y afilados dedos y de largas uñas curvadas en su extremo. Toda la atención de Levin la atraían aquellas manos surgiendo de los puños de una camisa adornados de brillantes e inmensos gemelos, y limitaban la libertad de sus pensamientos.

Oblonsky lo notó y sonrió.

—Déjenme presentarlos —dijo—. Aquí, Felipe Ivanovich Nikitin y Mijaíl Stanislavovich Grinevich, mis amigos. Y aquí —agregó volviéndose a Levin—: un gran deportista, que levanta cinco puds2 con una sola mano; una gran personalidad de los estados provinciales, un integrante de los zemstvos3, el maravilloso cazador, rico ganadero, mi gran amigo hermano de Sergio Ivanovich Koznichev: Constantino Dmitrievich Levin.

—Encantado de conocerle —dijo el anciano.

—Yo tengo el honor de conocer a Sergio Ivanovich, su hermano —afirmó Grinevich, extendiéndole su mano fina de uñas largas.

Levin frunció el ceño, le estrechó la mano fríamente y se volvió hacia Oblonsky. A pesar de que apreciaba bastante a su hermano de madre, famoso escritor, le era totalmente inaguantable que a él no le consideraran como Constantino Levin, sino como hermano del célebre Koznichev.

—Ya no soy parte del zemstvo —dijo, hablando con Oblonsky—. Ya no voy a sus reuniones. Me peleé con todos.

—¡Vaya, qué rápido te cansaste! ¿Cómo fue eso? —preguntó, sonriendo, su amigo.

—Es una larga historia. Te la contaré otro día —respondió Levin.

Pero seguidamente la empezó a contar:

—Tengo la seguridad, en una palabra, de que con los zemstvos no se hace ni se podrá hacer nada provechoso —dijo como si respondiese a un insulto—. Por una parte, se juega al parlamento, y yo no soy ni muy viejo ni muy joven para divertirme jugando. Por la otra —Levin hizo una pausa—... es una forma que ha encontrado la camarilla rural de extraer el jugo a las provincias. Anteriormente había juicios y tutelas, y en la actualidad zemstvos, en forma de sueldos inmerecidos y no de gratificaciones —concluyó muy acalorado, como si alguien de los presentes le hubiese objetado las opiniones.

—Por lo que me doy cuenta, estás atravesando una nueva etapa, y en esta ocasión conservadora —comentó Oblonsky—. Pero ya hablaremos de eso más tarde.

—Sí, más tarde... Pero antes te quería hablar de cierto asunto... —respondió Levin mirando con antipatía la mano de Grinevich.

 

Esteban Arkadievich sonrió ligeramente.

—¿No me decías que jamás te ibas a poner trajes europeos? —preguntó a Levin, observando el traje que este vestía, probablemente cortado por un sastre francés—. ¡Cuando digo que estás atravesando una nueva etapa!

Levin se ruborizó, pero no como la gente adulta, que se pone roja casi sin notarlo, sino como los chiquillos, que al sonrojarse entienden lo ridículo de su timidez, lo que aviva todavía más su rubor, casi hasta llorar.

Ver esa expresión infantil en la cara varonil e inteligente de su amigo producía un efecto tan extraño que Oblonsky desvió la mirada.

—¿Entonces dónde nos podemos ver? —preguntó Levin—. Tengo que hablar contigo.

Oblonsky reflexionó.

—Iremos a almorzar al restaurante Gurin —dijo— y allí hablaremos. Hasta las tres estoy libre.

—No —respondió Levin, después de pensarlo un poco—. Antes debo ir a otro lugar.

—Entonces cenaremos juntos por la noche.

—Pero, ¿para qué vamos a cenar? Al fin y al cabo no tengo nada especial que contarte. Únicamente preguntarte dos cosas, y podremos conversar después.

—Pues pregúntame las dos cosas en este momento y conversemos por la noche.

—Se trata... —empezó Levin—. No es nada especial, de todas maneras.

Una viva irritación se dibujó en su cara provocada por los esfuerzos que hacía para controlar su timidez.

—¿Y qué sabes de los Scherbazky? ¿Continúan sin novedad? —preguntó, finalmente.

Esteban Arkadievich, a quien le constaba desde hacía tiempo que su amigo Levin estaba enamorado de su cuñada Kitty, sonrió de manera imperceptible y sus ojos resplandecieron de complacencia.

—Tú lo has preguntado en dos palabras, pero yo no lo puedo responder en dos palabras, porque... Discúlpame un momento.

El secretario —con familiaridad respetuosa y con la conciencia modesta de la superioridad que todos los secretarios piensan tener sobre sus jefes en el conocimiento de todas las cuestiones— entró y caminó hacia Oblonsky llevando unos documentos y, en forma de pregunta, comenzó a explicarle un problema. Sin acabar de escucharle, Esteban Arkadievich colocó la mano sobre el brazo del secretario.

—No, hágalo, de todas formas, como le dije —indicó, suavizando con una sonrisa la orden. Y después de explicarle la idea que él tenía sobre la solución del problema, concluyó, mientras separaba los documentos—: Le suplico, Zajar Nikitich, que lo haga de esa manera.

Un poco confundido, el secretario se marchó. Entretanto, Levin se había recuperado totalmente de su turbación, y en ese instante se encontraba escuchando con burlona atención y con las manos apoyadas en el respaldo de una silla.

—No lo entiendo, no... —dijo.

—¿Qué no entiendes? —contestó Oblonsky sonriendo y sacando un cigarro.

Estaba esperando alguna extravagancia de parte de Levin.

—Lo que haces aquí —respondió Levin, encogiéndose de hombros—. ¿Es posible que lo puedas tomar en serio?

—¿Por qué no?

—Porque aquí no hay nada que hacer.

—Eso te imaginas tú. Estamos agobiados de trabajo.

—Claro: sobre el papel... En verdad, tienes aptitudes para todo esto —agregó Levin.

—¿Qué quieres decir?

—No quiero decir nada —respondió Levin—. De todas formas, admiro mucho tu grandeza y me siento sumamente orgulloso de tener un amigo tan importante... Pero todavía no has respondido a mi pregunta —concluyó, mirando a Oblonsky a los ojos con un desesperado esfuerzo.

—Muy bien: solo espera un poco y tú también vas a terminar aquí, a pesar de que tengas en el distrito de Krasinsky tres mil hectáreas de tierras, tengas tus músculos y la agilidad y lozanía de una joven de doce años. ¡Pese a todo ello vas a acabar por pasarte a nuestras filas! Y respecto a lo que me preguntaste, no hay novedad. Pero es una verdadera lástima que, durante tanto tiempo, no vinieras por aquí.

—¿Pues qué sucede? —preguntó Levin, con inquietud.

—Nada, no sucede nada —dijo Oblonsky—. Ya hablaremos. Y concretamente, ¿qué es lo que te trajo aquí?

—De eso también será mejor que hablemos después —contestó Levin, poniéndose rojo hasta las orejas.

—Muy bien; ya me hago cargo —dijo Esteban Arkadievich—. Si las quieres ver, las vas a encontrar hoy, de cuatro a cinco, en el Parque Zoológico. Kitty va a estar patinando. Vas a verlas. Nos reuniremos allí y después iremos a cualquier lugar.

—Muy bien. Entonces hasta luego.

—¡Recuerda la cita! Yo te conozco muy bien: eres capaz de olvidarla o de irte al pueblo —exclamó Oblonsky riendo.

—No, no la voy olvidar...

Y abandonó el despacho, sin recordar, hasta que estuvo en la puerta, que no se había despedido de los amigos de Oblonsky.

Cuando Levin se marchó, Grinevich dijo:

—Da la impresión de que es un hombre de carácter.

—Sí, estimado —asintió Esteban Arkadievich, mientras inclinaba la cabeza—. ¡Es un muchacho con suerte! ¡Joven y fuerte, tres mil hectáreas en Krasinsky, y con un futuro muy hermoso...! ¡No es igual que nosotros!

—¿Y usted de qué se queja?

—¡Me quejo de que todo me va demasiado mal! —contestó, con un profundo suspiro, Oblonsky.

VI

Levin se sonrojó cuando Oblonsky le preguntó a qué había ido a Moscú, y se indignó consigo mismo por haberse ruborizado y por no haber sabido responderle: «Vine a Moscú a pedir la mano de tu cuñada», pues únicamente por esta razón estaba en Moscú.

Antiguas familias nobles de Moscú, los Levin y los Scherbazky siempre habían mantenido cordiales relaciones entre sí, y su amistad se afirmó más todavía durante los años en que Levin era estudiante. Este se preparó e ingresó en la Universidad al mismo tiempo que el joven príncipe Scherbazky, el hermano de Kitty y Dolly. En esa época, Levin se encariñó con la familia Scherbazky, y los visitaba con frecuencia.

Por raro que pueda parecer, a lo que Levin le tenía afecto era justamente a la casa, a la familia y, por encima de todo, a la parte femenina de la familia.

Levin no tenía recuerdos de su madre; únicamente tenía una hermana, y esta era mayor que él. De manera que en casa de los Scherbazky se encontró por primera vez en su vida en ese ambiente de hogar intelectual y aristocrático del que él jamás había podido disfrutar debido al fallecimiento de sus padres.

Ante él, todo, en los Scherbazky, principalmente en las mujeres, se presentaba envuelto como en un velo enigmático, poético; y no solamente no veía ningún defecto en ellos, sino que imaginaba que bajo aquel velo poético que envolvía sus vidas se escondían las más altas perfecciones y los sentimientos más elevados.

Que esas señoritas hablaran un día en francés y otro en inglés; que tocasen por turno el piano, cuyas melodías se escuchaban desde la habitación de trabajo de su hermano, donde los estudiantes estaban preparando sus lecciones; que tuviesen profesores de dibujo, de música, de literatura francesa, de danza; que las tres, en compañía de mademoiselle Linon, fuesen, a horas fijas, por las tardes al bulevar Tverskoy, vestidas con sus abrigos de satén invernales —Natalia de medio largo, Dolly de largo y Kitty completamente de corto, de manera que sus piernas cubiertas de tersas medias rojas podían distinguirse bajo el abriguito—; que pasearan por el bulevar Tverskoy acompañadas por un lacayo que llevaba en el sombrero una escarapela dorada; todo eso y mucho más que se hacía en ese misterioso mundo en el que ellos se movían, Levin no lo podía entender, pero estaba convencido de que todo lo que allí se hacía era bello y perfecto, y justamente se sentía enamorado de ello por el misterio en que para él se desenvolvía.

En sus tiempos de estudiante, casi se enamoró de Dolly, la hija mayor, pero esta contrajo matrimonio poco después con Oblonsky. Entonces empezó a enamorarse de la segunda, como si para él fuera preciso estar enamorado de una u otra de las hermanas. Sin embargo, Natalia, apenas fue presentada en sociedad, se casó con el diplomático Lvov. Cuando Levin salió de la Universidad, Kitty aún era una niña. El joven Scherbazky, que había entrado a formar parte de la Marina, murió en el Báltico y a partir de ese momento las relaciones de Levin con la familia, pese a su amistad con Oblonsky, cada vez se hicieron menos estrechas. Pero cuando ese año, a comienzos de invierno, Levin volvió a Moscú después de un año de estar ausente y les hizo una visita a los Scherbazky, entendió de quién estaba destinado realmente a enamorarse. Al parecer, nada más simple —conociendo a los Scherbazky, siendo de excelente familia, no siendo pobre, más bien rico, y teniendo treinta y dos años de edad—, que pedir la mano de Kitty, la princesita. Indudablemente le habrían considerado un excelente pretendiente. Sin embargo, como Levin estaba completamente enamorado, Kitty le parecía tan perfecta, una mujer tan por encima de todo lo del mundo, y él se consideraba un hombre tan vulgar y bajo, que casi no se podía imaginar que ni Kitty ni los otros consideraran que él era digno de ella.