Anna Karenina

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—Hiciste muy bien en venir, porque has hecho una obra excelente —contestó Dolly, mientras la miraba atentamente.

Anna volvió hacia ella sus ojos cubiertos de lágrimas.

—Dolly, no digas eso. Ni hice ni podía hacer absolutamente nada. Me pregunto algunas veces por qué todos se empeñan en consentirme tanto. ¿Qué hice y qué podía hacer? Tienes mucho amor en tu corazón para perdonar, y eso fue todo, nada más.

—¡Solo Dios sabe lo que habría sucedido de no haber venido tú! ¡Y es que eres tan dichosa, Anna...! ¡En tu alma hay tanta pureza y tanta claridad!

—Todos tenemos en el alma skeletons, como dicen los ingleses.

—¿Tú qué skeletons puedes tener? ¡En tu alma todo es tan claro! —dijo Dolly.

—Sin embargo, los tengo —dijo Anna. Y, a través de sus lágrimas, una sonrisa maliciosa e inesperada torció sus labios.

—Tus skeletons me los imagino más divertidos que lúgubres —opinó Dolly, también con una sonrisa.

—Estás en un error. ¿Sabes por qué me marcho hoy y no mañana? Te quiero hacer esta confesión, aunque me pesa —dijo Anna, mientras se sentaba en la butaca y miraba a Dolly a los ojos.

Y, con gran asombro de Dolly, Anna se puso pálida hasta la raíz de sus rizados cabellos.

—¿Sabes por qué Kitty no vino a comer? —preguntó Anna—. Está celosa de mí; destruí su felicidad. Yo fui la culpable de que el baile de anoche, del que estaba esperando tanto, se convirtiese en un martirio para ella. Pero la verdad es que no tengo la culpa, o sí, pero muy poca... —dijo acentuando las últimas palabras.

—Dices lo mismo que Stiva —dijo Dolly, con una sonrisa.

—¡Oh, no, no soy igual que él! Si te digo esto, es porque no deseo dudar de mí misma ni un minuto.

Sin embargo, al decirlo, Anna tuvo conciencia de su debilidad: no únicamente no tenía confianza en sí misma, sino que recordar a Vronsky le producía tal emoción que decidió escapar para no verle nunca más.

—Sí, Stiva, me contó que bailaste con Vronsky toda la noche y que...

—El giro tan extraño que tomó todo es cosa que haría reír. Me proponía favorecer el casamiento de Kitty y en vez de ello... Quizá yo contra mi voluntad...

Anna se sonrojó y guardó silencio.

—Los hombres se dan cuenta de esas cosas inmediatamente —dijo Dolly.

—Y yo siento mucho que él lo tomara en serio. Sin embargo, estoy convencida de que todo se olvidará pronto y que Kitty me disculpará —agregó Anna.

Si te soy sincera, ese casamiento no me gusta mucho para mi hermana. Ya te das cuenta de que Vronsky es un hombre capaz de enamorarse en un día de una mujer. Siendo de esa manera, vale más que haya sucedido lo que sucedió.

—¡Oh, mi Dios! ¡Eso sería tan absurdo! —exclamó Anna. Pero un rubor que evidenciaba su satisfacción encendió sus mejillas al escuchar expresado su propio pensamiento en voz alta.

—Sentía tanta simpatía por Kitty y ahora me marcho convertida en su enemiga. ¡Es tan amable! Pero, Dolly, ¿tú lo vas a arreglar, verdad?

Dolly casi no pudo contener una sonrisa. Sentía mucho aprecio por Anna, pero le complacía bastante descubrir que ella también tenía debilidades.

—¿Qué dices? ¿Kitty enemiga tuya? ¡Eso no es posible!

—Me encantaría marcharme sabiendo que me quieren todos tanto como yo los quiero a ustedes. Ahora los quiero mucho más que antes. ¡Ay, estoy hecha una boba! —dijo Anna, con los ojos llenos de lágrimas.

Después se secó los ojos con el pañuelo y se empezó a arreglar,

Cuando ya estaba preparada para salir, Esteban Arkadievich se presentó, bastante acalorado, oliendo a tabaco y a vino.

Conmovida por el cariño que Anna le manifestaba, Dolly susurró a su oído, cuando la abrazó por última vez:

—Jamás voy a olvidar lo que hiciste por mí. Te quiero y te querré toda mi vida como a mi mejor amiga. Recuérdalo siempre.

—¿Por qué? —preguntó Anna, tratando de contener las lágrimas.

—Me has entendido y me entiendes. ¡Hasta pronto, Anna querida!

XXIX

«¡Ya todo esto terminó, gracias a Dios!», pensó Anna cuando se separó de su hermano, quien hasta que sonó la campana se quedó obstruyendo la portezuela del vagón con su figura.

Anna se acomodó en el asiento al lado de su camarera, Anuchka.

«¡Gracias al Señor que mañana veré a mi pequeño Sergio y a Alexis Alexandrovich! Finalmente mi vida va a recuperar su ritmo acostumbrado», pensó nuevamente.

Presa todavía de la agitación que desde la mañana la dominaba, comenzó a ocuparse de ponerse cómoda. Hábiles y pequeñas, sus manos extrajeron un almohadón del saco rojo de viaje que colocó sobre sus rodillas; se instaló cómodamente y se envolvió bien los pies.

Una pasajera enferma ya se había acostado en el asiento para dormir. Otras dos dirigieron preguntas frívolas a Anna, mientras una más gruesa y vieja se cubría las piernas con una manta al tiempo que opinaba sobre la mala calefacción.

Anna respondió a las señoras, pero, no encontrando interés en su charla, pidió a su criada que le diese su farolillo de viaje, después lo sujetó al respaldo de su asiento y sacó una novela inglesa y una plegadera.

No era fácil sumergirse en la lectura. Todo la distraía: El ruido del tren, el movimiento a su alrededor, la nieve que, a su izquierda, golpeaba la ventanilla y se pegaba a los vidrios, las observaciones de sus compañeras de viaje a propósito de la tormenta, y el revisor que de vez en cuando pasaba cubierto de copos de nieve.

Pero, por otro lado, todo era monótono: la misma nieve en la ventana, el mismo traqueteo del vagón, los mismos cambios bruscos de temperatura, del calor al frío y nuevamente al calor; las mismas voces, las mismas caras vislumbradas en la penumbra, y Anna terminó logrando concentrarse en la lectura y enterándose de lo que estaba leyendo.

Ya Anuchka dormitaba, sosteniendo sobre sus rodillas el saco rojo de viaje entre sus manos gruesas enguantadas, uno de cuyos guantes estaba roto.

Anna estaba leyendo y se enteraba de lo que leía, sin embargo, la lectura, es decir, el hecho de interesarse en la vida de los otros, era inaguantable, tenía muchas ganas de vivir por sí misma.

Si un miembro del Parlamento pronunciaba un discurso, Anna habría querido pronunciarlo ella; si la heroína de su novela cuidaba a un enfermo, Anna habría querido entrar ella misma en la habitación del paciente con pasos suaves; si lady Mary galopaba tras su traílla, irritando a su nuera y asombrando a las personas con su arrojo, Anna habría querido encontrarse en su lugar.

Pero era inútil. Mientras daba vueltas a la plegadera entre sus pequeñas manos, se debía contentar con la lectura.

Ya el héroe de su novela comenzaba a alcanzar la plenitud de su británica dicha: obtenía unas propiedades y un título de barón, y Anna sentía deseo de marcharse con él a esas tierras. Repentinamente Anna Karenina tuvo la impresión de que su héroe se debía de sentir avergonzado y que ella era partícipe de su vergüenza. Pero ¿por qué?

«¿De qué me tengo que avergonzar?», se preguntó con asombro e indignación. Y dejando a un lado la lectura, se reclinó en su butaca, oprimiendo entre sus nerviosas manos la plegadera.

¿Qué hizo? A su memoria llegó lo ocurrido en Moscú, donde todo fue maravilloso. Recordó el baile, a Vronsky y su cara de enamorado enloquecido, de su comportamiento con respecto a él... No había nada que pudiese avergonzarla. Y, sin embargo, cuando llegó a este punto de sus recuerdos, renacía nuevamente en ella el sentimiento de vergüenza. Daba la impresión de que en el hecho de recordarle, una voz interior le susurrase, a propósito de él: «Tú estás ardiendo, tú estás ardiendo. Esto es un fuego, es un fuego». Muy bien, ¿y qué?

«¿Qué quiere decir todo eso?», se preguntó, moviéndose intranquila en su butaca. «¿Siento miedo de mirar ese recuerdo cara a cara? ¿Dichosamente, entre ese joven oficial y yo no hay otras relaciones que las que pueden existir entre dos personas cualesquiera?».

Tomó de nuevo el libro sonriendo con desdén; pero ya le fue imposible entender nada de lo que estaba leyendo. Pasó por el cristal cubierto de escarcha la plegadera, después aplicó la superficie lisa y fría de la hoja a su mejilla, y faltó muy poco para que estallara a reír de la alegría que bruscamente se apoderó de ella.

Cada vez notaba sus nervios más tensos, sus manos y pies cada vez más crispados, sus ojos cada vez más abiertos. Sufría de una especie de sofocación y le parecía que en esa penumbra las imágenes y los sonidos la impresionaban con una fuerza extraordinaria. Incesantemente se preguntaba si el tren avanzaba, retrocedía o estaba inmóvil. ¿Era Anuchka, su criada, la que se encontraba junto a ella o era una extraña?

«¿Lo que cuelga del asiento es una piel o un animal? ¿La que va sentada aquí soy yo u otra mujer?».

Le causaba pánico abandonarse a aquel estado de inconsciencia. Sentía, no obstante, que, con la fuerza de su voluntad, todavía podía oponer resistencia. Para recuperarse, se incorporó haciendo, pues, un esfuerzo, dejó su capa y su manta de viaje y durante un momento se sintió mejor.

Un hombre delgado, con un largo abrigo al que le faltaba un botón, entró. Anna comprendió que se trataba del encargado de la calefacción. Vio que consultaba el termómetro y notó que tras él entraban el viento y la nieve en el vagón. Después, todo se volvía confuso nuevamente. Apoyándose en el tabique, el hombre alto garabateaba algo, mientras la señora anciana estiraba las piernas y el compartimento parecía envuelto en una nube negra. Anna escuchó un ruido terrible, como si algo se estuviese rasgando en la oscuridad. Parecía que estaban torturando a una persona. Un resplandor rojo hizo que cerrara los ojos; después todo quedó envuelto en tinieblas y Anna tuvo la sensación de que se estaba hundiendo en un precipicio. Sin embargo, esas sensaciones no eran desagradables, sino divertidas.

 

Un hombre cubierto con un abrigo lleno de nieve le gritó unas palabras al oído.

Ella se recobró. Entendió que estaban llegando a una estación y que ese hombre era el revisor. Pidió a su criada que le diese la pelerina y el chal, y colocándoselos, se aproximó a la portezuela.

—Señora, ¿desea salir? —preguntó Anuchka.

—Sí: tengo que moverme un poco. Me estoy ahogando aquí dentro.

Trató de abrir la portezuela, pero, como si quisieran impedirle abrir, la lluvia y el viento se lanzaron contra ella, y esto también le pareció divertido. Finalmente logró abrir la puerta. Daba la impresión de que el viento la había estado esperando afuera para llevársela entre gritos de alegría. Anna, con una mano, se asió fuertemente a la barandilla del estribo y bajó del tren sosteniéndose el vestido con la otra. El viento estaba soplando con fuerza, pero, al abrigo de los vagones, había más tranquilidad en el andén. Anna respiró profundamente el aire frío de esa noche tormentosa y miró la estación iluminada por las luces y el andén.

XXX

De una puerta a otra de la estación corrió un remolino de viento y nieve, silbó con furia entre las ruedas del tren y lo inundó todo: gente y vagones, con la amenaza de sepultarlos en nieve. Por un breve instante se calmó la tormenta, para desatarse otra vez con tal violencia que no parecía posible de resistir. Sin embargo, de vez en cuando, la puerta de la estación se abría y cerraba, dando paso a personas que corrían de un lado a otro, conversando alegremente, deteniéndose en el andén, cuyo suelo de madera crujía bajo sus pies.

La figura de un hombre encorvado pareció emerger de la sierra a los pies de Anna. Se escuchó el golpe de un martillo contra el hierro; posteriormente, una voz ronca se oyó entre las tinieblas.

—Manden un telegrama —decía la voz.

Como un eco, otras voces contestaron:

—Por aquí, haga el favor. En el número veintiocho —y, como llevados por la nieve, los empleados pasaron corriendo. Ante Anna pasaron fumando tranquilamente dos señores, con sus cigarrillos encendidos.

Nuevamente respiró el aire frío de la noche a pleno pulmón, colocó la mano en la barandilla del estribo para subir al vagón, cuando en ese instante, la silueta de un hombre vestido con capote militar, que se encontraba muy cerca de ella, le ocultó la luz vacilante del farol. Anna se volvió para mirarle y le pudo reconocer. Se trataba de Vronsky. Él le preguntó con mucho respeto si podía servirla en algo, mientras se llevaba la mano a la visera de la gorra. Durante unos momentos, Anna le contempló en silencio. A pesar de que Vronsky se encontraba de espaldas a la luz, Anna Karenina creyó apreciar en su cara y en sus ojos la misma expresión de respetuoso entusiasmo que la conmoviera tanto en el baile. Anna se había repetido, hasta entonces, que Vronsky era uno de los muchos muchachos, eternamente iguales, que están en todos lados, y se prometió que no iba a pensar en él. Y he aquí que en este momento se sentía poseída por un sentimiento alegre de orgullo. No era necesario preguntar por qué Vronsky se encontraba allí. Era para estar más cerca de ella. Lo sabía con tanta seguridad como si se lo hubiera dicho el mismo Vronsky.

—No sabía que usted pensara ir a San Petersburgo. ¿Tiene algo pendiente en la capital? —preguntó Anna, mientras separaba la mano de la barandilla.

Y su rostro resplandecía.

—¿Algo pendiente? —dijo nuevamente Vronsky, clavando sus ojos en los de Anna—. Sabe muy bien que voy para estar junto a usted. Es que no puedo hacer otra cosa.

En ese instante, el viento, como venciendo un obstáculo invisible, se arrojó contra los vagones, esparció la nieve del techo y agitó victoriosamente una plancha que había conseguido arrancar.

La locomotora lanzó un silbido con un lúgubre aullido.

A Anna, la trágica belleza de la tormenta le parecía en este momento más llena de magnificencia. Acababa de escuchar las palabras que su razón temía, pero que, al mismo tiempo, su corazón anhelaba escuchar. Se quedó callada. Sin embargo, Vronsky leyó en su cara la lucha que sostenía dentro de su corazón.

—Disculpe si le dije algo que la incomodó —susurró con humildad. Vronsky hablaba respetuosamente, pero en un tono tan decidido y audaz que Anna no supo qué responder en el primer momento.

—Lo que usted dice no está bien —murmuró Anna, finalmente— y, si es usted un caballero, lo va a olvidar todo, igual que lo hago yo.

—No lo voy a olvidar, ni jamás podré olvidar ninguna de sus palabras, ninguno de sus gestos.

—¡Ya es suficiente, basta! —exclamó Anna inútilmente, tratando en vano de dar una expresión severa a su cara.

Y subió los peldaños del estribo, agarrándose a la fría barandilla, y entró en el coche rápidamente.

Sintió la necesidad de tranquilizarse y se detuvo un instante en la portezuela. No podía recordar muy bien lo que conversaron, pero entendía que ese momento de conversación les acercó el uno al otro de una forma terrible, lo que la aterraba y la hacía dichosa al mismo tiempo.

Anna, después de unos breves instantes, entró en el compartimento y tomó asiento. Su tensión nerviosa iba en aumento: daba la impresión de que sus nervios estallarían.

En toda la noche no logró conciliar el sueño. Sin embargo, en esa exaltación, en los sueños que llenaban su cabeza, no existía nada doloroso; por el contrario, había algo ardiente, excitante y alegre.

Cuando amaneció se quedó dormida en su butaca. Al despertar ya era de día. Se estaban aproximando a San Petersburgo. Anna pensó en su hijo, en su esposo, en sus obligaciones domésticas, y esos pensamientos la dominaron completamente.

Su esposo fue la primera persona a quien vio cuando se bajó del tren.

«Dios mío, ¿por qué le crecieron tanto las orejas en estos días?», pensó al ver esa figura altiva, pero fría, con su sombrero redondo que se parecía sostener en los cartílagos salientes de sus orejas.

Su marido se aproximaba a ella, mirándola fijamente con sus enormes ojos cansados, con su eterna sonrisa sarcástica en los labios, y en esta oportunidad la mirada inquisitiva de Alexis Alexandrovich hizo que se estremeciera.

¿Es que acaso esperaba encontrar a su esposo diferente de como era realmente? ¿O era que su conciencia le recriminaba toda la ausencia de naturalidad, la hipocresía que había en sus relaciones matrimoniales? Hacía largo tiempo dormía en lo profundo de su alma esa impresión, pero únicamente en este momento se le aparecía en toda su dolorosa y triste claridad.

—Como puedes darte cuenta, tu enamorado marido, tan enamorado como el primer día, deseaba verte otra vez —dijo Karenin con su voz seca y lenta, usando el mismo tono ligeramente irónico que siempre empleaba al hablar con ella, como para ridiculizar esa manera de expresarse.

—¿Y Sergio cómo está? —preguntó Anna.

—¡Vaya, qué recompensa a mi amoroso entusiasmo! Pues Sergio está bien, excelente...

XXXI

Esa noche, Vronsky no trató siquiera de conciliar el sueño. Se quedó sentado en su butaca con los ojos muy abiertos. En un momento mirando fijamente ante él, y en otro observando a los que entraban y salían; y si antes impresionaba a las personas desconocidas con su inalterable serenidad, ahora parecía todavía más lleno de orgullo y más seguro de sí mismo. Para él, la gente no tenía en aquel instante más importancia que las cosas. Con semejante actitud consiguió la enemistad de su vecino de asiento, un muchacho bastante nervioso, trabajador del Ministerio de Justicia, que hizo todo lo posible para que Vronsky se diera cuenta de que él pertenecía al mundo de los vivos. Inútilmente le había pedido fuego, inútilmente le hablaba o le daba leves golpes en el codo. Pero Vronsky no demostró más interés por él que por el pequeño farol del vagón. Su compañero de viaje, ofendido por su imperturbabilidad, apenas podía reprimir su enfado.

Esa olímpica indiferencia no quería decir que Vronsky se sintiera dichoso pensando que había impresionado el corazón de Anna. Incluso no se atrevía ni siquiera a imaginarlo, pero le llenaba de orgullo y alegría el solo hecho de pensar en ello. No sabía ni deseaba pensar en las consecuencias de todo aquello.

Solamente tenía el presentimiento de que sus fuerzas, desperdiciadas hasta aquel momento, se iban a unir para empujarle hacia un destino único y maravilloso.

Verla, escucharla, estar junto a ella, este era actualmente el único objetivo de su existencia. Se encontraba tan poseído por ese pensamiento que, apenas la vio en la estación de Blagoe, donde él se bajó del tren para tomarse un vaso de soda, no pudo evitar decírselo.

Se sentía satisfecho de habérselo manifestado, satisfecho porque ella ahora ya sabía que la amaba y no iba a poder dejar de pensar en él.

Vronsky, ya en el vagón, comenzó a recordar los más mínimos detalles de las ocasiones que se habían encontrado: las palabras, los gestos de Anna. Y su corazón palpitó con fuerza ante las visiones que su mente le presentaba para el futuro.

Tan descansado y fresco como si saliera de un baño frío, se bajó en San Petersburgo, a pesar de que había pasado la noche sin dormir. Se detuvo al lado de un vagón para ver pasar a Anna.

«Volveré a verla», pensaba, mientras sonreía sin darse cuenta. «Quizá me dirija un gesto, una palabra, algo...».

Sin embargo, al primero que vio fue a Karenin acompañado por el jefe de estación, quien le daba muchas demostraciones de respeto.

«¡Ah, el esposo!», pensó.

Y, cuando lo vio erguido frente a él, con sus piernas rectas enfundadas en los pantalones negros, cuando lo vio coger el brazo de Anna con la naturalidad de quien realiza un acto al que tiene derecho, Vronsky recordó que aquella persona, cuya existencia apenas hasta ese momento considerara, existía, era de carne y hueso y estaba estrechamente unido a la mujer que él quería.

Ese rostro frío de petersburgués, ese aire seguro e indiferente, ese sombrero redondo, esa espalda levemente encorvada, ese conjunto, era una realidad y Vronsky tenía que reconocerlo, sin embargo, lo reconocía como un hombre que, desfalleciendo de sed, cuando encuentra una fuente de agua pura descubre que estaba ensuciada por una vaca, un perro o un cerdo que bebieron en ella.

Pero, sobre todo, lo que le desesperaba de Alexis Alexandrovich era su forma de caminar, balanceando un poco el cuerpo y moviendo sus piernas de una manera rápida. A Vronsky le parecía que únicamente él tenía derecho a amar a Anna.

Por fortuna, ella continuaba siendo la misma, y cuando la vio, sintió que su corazón se conmovía.

El sirviente de Anna, un alemán que hizo el viaje en segunda clase, fue a que le dieran las órdenes. El esposo, antes de dirigirse resueltamente a Anna, le entregó los equipajes. Vronsky presenció el encuentro de los esposos y su sensibilidad de hombre enamorado le permitió percibir el leve gesto de contrariedad que hizo Anna cuando se encontró a su marido.

«No le ama, no le puede amar...», se dijo Vronsky.

Se sintió dichoso al darse cuenta de que Anna, a pesar de que estaba de espaldas, adivinaba su cercanía. Efectivamente, ella se volvió, le miró y continuó charlando con su esposo.

—Señora, ¿pasó usted la noche bien? —preguntó Vronsky, saludando al mismo tiempo a ambos, y dando de esa manera oportunidad al marido de que, si le placía, le reconociese.

—Sí, muy bien; gracias —contestó ella.

No se dibujaba en su cara fatigada la animación de otras ocasiones, pero a Vronsky le fue suficiente, para sentirse dichoso, notar que la mirada de Anna, al verle, se iluminaba de felicidad.

Anna alzó los ojos hacia su esposo, intentando descubrir si este recordaba al Conde. Con aire de disgusto, Karenin observaba al muchacho y como si apenas le pudiera reconocer.

Vronsky se sintió contrariado. En este momento, su serenidad y su seguridad de siempre chocaban contra esa actitud gélida.

—Es el conde Vronsky —dijo ella.

—¡Ah, ya; creo que nos conocemos! —se dignó decir el marido, dando la mano al muchacho—. Por lo que me puedo dar cuenta, cuando fuiste viajaste con la madre y al volver con el hijo —agregó arrastrando poco a poco las palabras como si le costara un rublo cada una—. ¿Qué? ¿Usted vuelve de su tiempo de permiso? —y, sin esperar la respuesta de Vronsky, dijo con sarcasmo, dirigiéndose a Anna—: ¿Y los de Moscú lloraron mucho cuando se separaron de ti?

 

Creía finalizar de esa manera la conversación con el Conde. Y se llevó la mano al sombrero para completar su propósito. Sin embargo, Vronsky interrogó a Anna:

—Confío en que tendré el honor de ir a visitarles.

—Claro, con mucho gusto. Los lunes recibimos a los invitados —dijo Alexis Alexandrovich fríamente.

Y, sin prestarle más atención, siguió charlando con su esposa con el mismo tono sarcástico de antes:

—¡Estoy fascinado de tener solo una media hora de libertad para expresarte lo que siento!

—Da la impresión de que me hablaras de ellos con el fin de realzar más su valor —contestó Anna, escuchando, de manera involuntaria, los pasos de Vronsky que andaba detrás de ellos.

«Realmente no me preocupa nada», pensó.

Y después preguntó a su marido cómo pasó Sergio esos días.

—Los pasó muy bien. Mariette me dijo que estaba de excelente humor. Lamento mucho decirte que no te extrañó mucho. A tu amante esposo no le ocurría lo mismo. Estoy muy agradecido de que hayas vuelto un día antes de lo esperado. También nuestro querido samovar se va a alegrar mucho.

El esposo de Anna aplicaba el mote «samovar» a la condesa Lidia Ivanovna, por su permanente estado de agitación y frenesí. Continuó:

—Me preguntaba por ti a diario. Te recomiendo que la vayas a visitar hoy mismo. Tú ya sabes que su corazón siempre sufre por todo y por todos, y en este momento está especialmente intranquila con el tema de la reconciliación de los Oblonsky.

Lidia era una antigua amiga de su esposo y el centro de ese círculo social que, por las relaciones de su marido, Anna se veía forzada a ver frecuentemente.

—Ya le escribí.

—Pero ella desea conocer todos los pormenores. Amiga mía, si no estás muy agotada, ve a visitarla. Ea, te voy a dejar. Debo ir a una sesión. Kondreti va a conducir tu coche. ¡Gracias a Dios que finalmente comeré contigo! —y agregó seriamente—: ¡No te puedes imaginar lo mucho que me cuesta habituarme a hacerlo solo!

Y Karenin la llevó a su coche, mientras le estrechaba largamente la mano y le sonreía tan cariñosamente como pudo.

XXXII

La primera cara que Anna vio cuando entró en su casa fue la de Sergio, su hijo, quien, sin hacer caso a su institutriz, echó a correr escaleras abajo, gritando alegremente:

—¡Mamá, mamá, mamá!

Y se colgó del cuello de Anna.

—¡Yo ya decía que se trataba de mamá! —dijo después a la institutriz.

Sin embargo, igual que el padre, el hijo causó una desilusión a Anna. Le imaginaba en la ausencia más apuesto de lo que era realmente; y no obstante era un chiquillo encantador: un bello niño de ojos azules, bucles rubios y piernas muy derechas, con los calcetines estirados completamente.

Cuando lo tuvo junto a ella y tras recibir sus caricias, Anna sintió un placer casi físico, y percibió un consuelo moral cuando escuchó sus preguntas inocentes y miró sus ojos dulces, cándidos y confiados.

Le ofreció los obsequios que le mandaban los niños de Dolly y le dijo que en Moscú, en casa de los tíos, había una niña de nombre Tania que ya sabía escribir y enseñaba a los demás niños.

—¿Es que valgo menos que ella entonces? —preguntó el niño.

—Vida mía, para mí vales más que nadie.

—Ya lo sabía —dijo Sergio, mientras sonreía.

Antes de que Anna finalizara de tomar el café, le notificaron la visita de la condesa Lidia Ivanovna. Era una mujer gruesa y de alta estatura, de color enfermizo y amarillento y enormes y maravillosos ojos negros, un poco pensativos.

Anna la quería mucho y, no obstante, pareció apreciar por primera vez sus defectos.

—Querida, ¿así que llevó el ramo de oliva a los Oblonsky? —preguntó la Condesa.

—Sí, todo está arreglado —contestó Anna—. Las cosas no estaban tan mal como nos imaginábamos. Mi bella cuñada toma sus decisiones con mucha precipitación y...

Sin embargo, la Condesa, que tenía el hábito de interesarse por cuanto no le interesaba, y, en cambio, frecuentemente no ponía ninguna atención en lo que le debía importar más, interrumpió a Anna:

—Estoy consternada. ¡En el mundo hay mucha maldad y mucho sufrimiento!

—¿Pues qué ocurre? —preguntó Anna, borrando su sonrisa.

—Comienzo a cansarme de luchar inútilmente por la verdad, y en ocasiones me siento totalmente abatida. Ya usted puede ver: la obra de los hermanitos (era una institución religiosa-benéfico-patriótica) andaba por buen camino. ¡Pero con esos señores no se puede hacer nada! —expresó la Condesa en tono de irónica resignación—. Aceptaron la idea con el único fin de desvirtuarla y ahora la juzgan de una manera indigna y ruin. Únicamente dos o tres personas, entre ellas su esposo, entendieron el auténtico alcance de esta empresa. Los otros solamente la desacreditan... Recibí carta de Pravlin ayer.

(Estaba hablando del famoso paneslavista Pravlin, que vivía fuera del país.) La Condesa dijo lo que había escrito en su misiva y después habló de las dificultades que se oponían a que las iglesias cristianas se unieran.

La Condesa, explicado aquello, se fue precipitadamente, porque tenía que ir a dos reuniones, una de ellas la sesión de un Comité eslavista.

«Para mí, nada de esto es nuevo. ¿Pero por qué será que ahora lo veo todo de otra forma?», se dijo Anna. «Lidia me ha parecido hoy más nerviosa que en otras oportunidades. Todo eso, en el fondo, es un absurdo: dice que es cristiana y no hace más que criticar y enfadarse; todos son sus enemigos, a pesar de que estos enemigos también digan que son cristianos y persigan los mismos objetivos que ella».

Más tarde, después de la Condesa, llegó la mujer de un funcionario de alto nivel, que contó a Anna todas las noticias del momento y se marchó a las tres, haciendo la promesa de volver otro día a comer con ella.

El marido de Anna estaba en el Ministerio. Ella asistió a la comida de Sergio (que siempre comía solo) y después arregló sus cosas y despachó la correspondencia que tenía atrasada.

En ella no quedaba nada de la vergüenza e intranquilidad que había sentido durante el viaje. Ya en su ambiente habitual se sintió ajena a todo miedo y por encima de toda recriminación sin entender su estado anímico del día anterior.

«A fin de cuentas, ¿qué ocurrió?», se preguntaba. «Vronsky me dijo una bobería y yo le respondí como debía. Hablar de ello a Alexis es totalmente inútil. Parecería que daba mucha importancia al tema».

Le vino a la memoria una ocasión que un subordinado de su esposo le hiciera una declaración de amor. Pensó que era adecuado y oportuno decírselo a Karenin y este le respondió que toda mujer de mundo tenía que estar preparada para tales eventualidades, y que él tenía confianza en su tacto, sin dejar que los celos lo arrastraran, algo que habría sido humillante para ambos.

«De manera que es preferible guardar silencio», decidió Anna ahora como conclusión de sus reflexiones. «Además, no tengo nada que contarle, gracias a Dios».

XXXIII

El esposo de Anna llegó a su casa a las cuatro, pero como le sucedía frecuentemente, no tuvo tiempo de ver a su mujer y pasó directamente al despacho para firmar los documentos que le llevó su secretario y recibir las visitas.

Había, como era habitual, varios invitados a comer: una anciana prima de Karenin, uno de los directores del ministerio donde era funcionario Karenin, con su esposa; una anciana, que era su prima, y un muchacho que le habían recomendado.

Para recibirles, Anna bajó al salón. Apenas dio las cinco el enorme reloj de bronce de estilo Pedro I, Alexis Alexandrovich hizo su aparición con traje de etiqueta, corbata blanca y dos condecoraciones en la solapa, debido a que tenía que salir después de comer. Alexis Alexandrovich tenía los momentos contados y había de cumplir sus obligaciones diarias con una puntualidad muy estricta.