Reflexiones de un viejo teólogo y pensador

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Из серии: Reflexiones teológicas
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El ser humano, por ser un nudo de relaciones, se caracteriza además por surgir como una apertura ilimitada: abierto a sí mismo, al mundo, al otro y al infinito. Siente en sí una pulsión infinita que le trasmite el sentimiento de vacío; de ahí su permanente insatisfacción. No se trata de un problema psicológico que pueda ser curado por un psicoanalista o un psiquiatra; es su marca distintiva, ontológica y, como ya hemos dicho, no un defecto. Esa falta de plenitud reclama una plenitud, fuente de su permanente esperanza.

En términos biológicos somos seres carentes. No poseemos ningún órgano que garantice nuestra subsistencia. Tenemos que activar nuestra red de relaciones en todas direcciones. Por esa razón somos esencialmente seres sociales que, con los demás, construimos el habitat común. Las civilizaciones nacieron de ese impulso relacional de los seres humanos, red de relaciones totales.

Pero tenemos un límite, que es la finitud de la vida. Nos cuesta acoger la muerte como parte de la vida y el drama del destino humano que ella implica. A través del amor, del arte y la fe presentimos que la muerte no es un final, sino una invención de la propia vida para transfigurarnos por medio de ella. Y sospechamos que en el balance final, un pequeño gesto de amor verdadero e incondicional vale más que toda la materia y energía del universo juntas.

Por eso solo podemos hablar, creer y esperar en una última realidad a la que somos atraídos como prolongación del amor, en forma de infinito.

Forma parte de la singularidad del ser humano no solo aprehender una presencia viva, misteriosa y amorosa, que sobrepasa todos los seres y con la que entretejer un diálogo de amistad y de amor, sino que además intuye que ella corresponde al infinito deseo que siente en sí mismo, infinito que es bueno y en el que puede descansar.

Esa última realidad no es un objeto entre los demás, ni una energía cualquiera entre otras. Si fuese así, podría ser detectada por la ciencia, y no sería la experiencia oceánica que no cabe dentro de ninguna fórmula. Esa realidad aparece como aquel soporte cuya naturaleza es misterio, que lo sostiene todo, alimenta y mantiene la existencia. Sin ella, todo volvería a la nada o al vacío cuántico de donde irrumpió.

Esa realidad es la fuerza por la que el pensamiento piensa, pero que no puede ser pensada. El ojo que lo ve todo, pero que no puede verse a sí mismo. Es el misterio siempre conocido y siempre por conocer indefinidamente. Recorre y penetra hasta las entrañas de cada ser humano y del universo entero.

Podemos pensar, meditar e interiorizar esa misteriosa realidad, subyacente a todas las realidades. Y en ese mismo camino debe ser concebido el ser humano.

Quién es y cuál es su último destino son respuestas que se pierden en lo incognoscible, siempre de alguna forma cognoscible, que es el espacio del misterio conocido y por conocer indefinidamente. Por eso, como seres humanos somos una ecuación que nunca se cierra y que siempre permanece abierta.

Hay que añadir aún un dato proveniente de la nueva cosmología. Todos los seres son expresión de este universo. Como su situación natural no es la estabilidad, sino el cambio, hoy se habla de cosmogénesis, no simplemente cosmología, pues todo está en su génesis aún, en proceso de nacimiento.

Somos tierra que siente, piensa y ama

El ser humano es el punto por el que el universo llega a sí mismo, se piensa y celebra la grandiosidad de su proceso. Como la Tierra está dentro de ese movimiento cosmogénico, el ser humano surge como esa porción de la Tierra que en un determinado momento de complejidad y altísimo orden comenzó a sentir, a pensar, a amar y a venerar. Él es Tierra como atestigua el Primer Testamento y afirma también la encíclica ecológica del papa Francisco (n. 2).

Por esa razón el término “hombre” procede de humus, tierra fecunda, y el Adam bíblico significa en hebreo tierra arable y fértil. La Tierra es la Pachamama de los indígenas o nuestra gran Madre. Somos un fragmento de ella, aquel en que irrumpió el espíritu, y podemos llegar a identificar esa energía misteriosa, poderosa y amorosa que lo invade todo y sostiene todo: la fuente originaria de todos los seres.

El padre de la ecología norteamericana, el antropólogo y teólogo Thomas Berry (1914-2009) describió bien uno de los doce principios para entender el universo y nuestro papel en él: “Para la comunidad humana, el universo, el sistema solar y el planeta Tierra, en sí y en su emergencia evolutiva, son la principal revelación del misterio fundamental a partir del cual existen todas las cosas”.

Esa afirmación acerca del misterio fundamental que origina todo y de que somos Tierra pensante y amante hace aún más punzante la cuestión: Quiénes somos y quién revelará nuestra naturaleza y destino? En el escenario del mundo tal como es, y de la ecología, por muy integral que se presente, nadie puede darnos una respuesta satisfactoria.

Descifrar esta última realidad corresponde a la tarea del pensamiento filosófico y teológico, buscarle un nombre que venerar, o muchos nombres, sin que por ello podamos definir su naturaleza de misterio, cognoscible y siempre por conocer. Son solo señales que nos indican en qué dirección debemos pensar y qué actitudes debemos cultivar para poder captar su presencia misteriosa y amorosa.

Junto a la indagación sobre qué es el ser humano está inseparablemente la pregunta acerca de la última realidad a la que nos referimos antes.

Quienes profesan la fe cristiana lo denominan simplemente Dios. Otros le dan otros nombres: Tao, Shiva, Alá, Olorum y Yahvé, pero se trata en todos los casos de la misma y última realidad. Los nombres cambian, pero ella está siempre presente desafiándonos. Ambos, ser humano y dios, somos un misterio, cada uno a su manera, inseparable y mutuamente implicados.

El teólogo y la sabiduría

El teólogo que entiende solo de teología acaba no entendiendo ni siquiera de teología. Por naturaleza, la teología es un discurso globalizante, pues tiene la osadía de pensar todas las cosas y articularlas a la luz de Dios. Solo conseguirá dialogar mínimamente con los diferentes saberes actuales, en la medida de sus posibilidades, si se toma esa tarea en serio durante toda su vida. El premio será un espíritu sapiencial.

El verdadero teólogo que busca las raíces debe convertirse en un sabio poco a poco. No es que yo haya alcanzado ese punto; eso sería mucha arrogancia (la hybris de los griegos), pero intenté abrirme a ella, buscando la sabiduría que tanto elogia la Biblia, especialmente el libro de la Sabiduría.

El sabio se hace sensible al sentido del misterio, a la grandeza y miseria humanas. Se hace capaz de leer la realidad como símbolo de un misterio que traspasa toda la realidad y también habita en su propia vida. Por eso existe una sacralidad propia de la sabiduría.

Es tarea del sabio discutir los fines, y no solo perderse en los medios. En esa dimensión emerge su postura ética y espiritual, fundamental para todo pensador. Él es el guardián de los grandes ideales de la humanidad; no se preocupa tanto del cómo, sino que se interroga principalmente acerca del porqué, donde la verdad se esconde.

Solo el pensador puede ser un mártir como Sócrates y tantos otros y otras en la historia de la humanidad, en testimonio de una verdad que no es posesión de nadie sino instancia que juzga a todos, incluido él mismo.

El pensador no está presente solo en el ámbito de la cultura ilustrada. Pensar es un atributo de todo ser humano, por lo que existe también el pensador popular que, dentro de la gramática simbólica y narrativa, contempla el sentido de la realidad y la expresa con igual fuerza y, no pocas veces, hasta con más vigor que el pensador clásico.

En la actualidad, junto con la movilización popular surgen los pensadores populares como medios naturales de comunicación de los deseos y luchas de los oprimidos, del cuestionamiento del tipo de sociedad bajo la que estamos sufriendo, y para manifestar qué otra sociedad queremos y cómo preservar los valores que aún no han desaparecido de la cultura popular.

Evidentemente, como cualquier otro agente social, el pensador también ocupa su lugar. En una sociedad de clases como la nuestra, con profundas desigualdades, tiene también la función de denunciarla y anunciar su superación gracias a la creación de la justicia social.

Sin embargo, el pensador no se deja consumir plenamente en una determinación de clase; su compromiso es con la verdad que debe ser pensada y testimoniada, por encima de cualquier conveniencia, “oportuna o inoportunamente”. La ignorancia y la masacre no ayudan a nadie, y perjudican a todos.

Hay además una instancia que no cabe dentro de los intereses de los grupos sociales que desempeñan su papel en la gran obra de la vida. Estos grupos no producen la verdad ni pueden interpretarla a gusto durante mucho tiempo, pues dicha instancia los juzga. La verdad suprema no es juzgada por el veredicto de la historia, sino que es ella quien juzga a la misma historia. Pensar la verdad de esa manera es la valentía del pensador, especialmente de aquel que asume el oficio de teólogo.

Por eso su posición social es incómoda, pues no se puede reducir totalmente a los criterios de un lugar social, religioso o eclesial. Su auténtico lugar es el de filosofar, tan propio de la tradición del pensamiento occidental: siempre repensando los propios fundamentos, cuestionando sus presupuestos, constatando el círculo vicioso de todo pensar y ser capaz de transformarlo en círculo virtuoso que retome permanentemente las viejas cuestiones, que se vuelven nuevas al ser siempre resituadas, como el sentido de la vida y el misterio de toda existencia. En otras palabras, el pensador comprueba que él, a pesar de todas las determinaciones de la condición humana, no se agota jamás en ellas, sino que alcanza y conserva la universalidad. Por eso, hay cuestiones que sencillamente son humanas, y no propias del estatuto de la clase burguesa o proletaria, hegemónica o subalterna.

 

La existencia del pensador siempre nos hace replantearnos cuestiones fundamentales:

 Qué es el ser humano?

 Qué puede y no puede?

 A qué está llamado?

 Se trata de un apéndice del proceso cosmogénico?

 O bien, posee su propia irreductibilidad?

 No es, más bien, ese por quien el universo se percibe a sí mismo?

 Cuál es la misteriosa luz a través de la cual vemos la luz?

 Qué tipo de discurso produce normalmente el pensador?

Él transita por varios campos del saber e intenta ecologizarlos. Su discurso constituye, en el buen sentido de la palabra, una mezcla semántica. Une los discursos, combina los juegos lingüísticos porque sabe que todos están unidos entre sí, en una indescriptible red de relaciones, como con tanta insistencia enfatiza el papa Francisco en su encíclica Laudato Si’ (2015).

En ese sentido, todos los discursos están al servicio de la comunicación de lo humano universal. Como su oficio lo sitúa en el nivel de las cuestiones fundamentales, a veces filosofa como un filósofo, otras evoca como un poeta o raciocina como un científico, o advierte como un moralista, y otras universaliza como un humanista, o asume un tono sacerdotal, e incluso extrapola como un místico. Su discurso es el de todo maestro del espíritu: enseña, advierte, proclama, profetiza, conservando el tonus firmus en las cuestiones relativas al sentido de los sentidos, sin el que la vida pierde su dignidad y el mérito de ser vivida.

Cada generación posee sus grandes sabios. Llegan a ser grandes por la fidelidad que conservan en la escucha al espíritu de su tiempo. Son sus testigos, como flechas dirigidas a lo alto. Muchos que caminan por el valle elevan la mirada y, gracias a ellos, buscan también la cima de las montañas, donde lo alto es aún más alto. Es una señal que apunta hacia las causas que dignifican al ser humano y por las que vale la pena vivir, sacrificarse y dignamente morir.

El teólogo: un ser casi imposible

Tras todas estas reflexiones debemos confesar humildemente que hacer teología es una tarea casi irrealizable. No es como ver una película o ir al teatro. Es algo muy serio, pues se ocupa de la última realidad, del principio que origina todo ser y no es un objeto tangible como los demás.

Por eso la búsqueda de la partícula “Dios” en los confines de la materia y en el interior del “Campo de Higgs” no tiene ningún sentido. Ello supondría que Dios es parte del mundo; como un pedazo del mundo, aun siendo el pedazo más importante.

Hago mías las palabras de un sutil teólogo franciscano, Duns Scotto (1266-1308): “Si Dios existe como existen las cosas, entonces Dios no existe”. Esto es, Dios no es del orden de cosas que pueden ser encontradas y descritas. Él es la precondición y soporte anterior para que dichas cosas existan. Sin él, ellas habrían quedado en ese mar insondable de la energía de fondo o volverían allí.

Esta es la naturaleza de Dios: no ser cosa, sino el origen y el abismo que da origen a todas las cosas. Y el origen no puede ser pensado, pues es la precondición de todo pensamiento.

En consecuencia, es muy complicado hacer teología. Henri Lacordaire (1802-1861), el gran orador francés, dijo con razón: “El doctor católico es un hombre casi imposible: pues tiene que conocer el depósito de la fe, las acciones del papado y además lo que san Pablo llama ‘los elementos del mundo’, esto es, todo y todo”.

Recordemos la afirmación de René Descartes (1569-1650) en el Discurso del método, base del conocimiento moderno: “Si yo quisiera hacer teología, sería necesario ser más que un hombre”. Y Erasmo de Rotterdam (1466-1536), el gran sabio de los tiempos de la Reforma, observaba: “Hay algo de sobrehumano en la profesión del teólogo”.

No nos debe admirar que Martin Heidegger (1889-1976), tal vez el filósofo de mayor profundidad de los últimos tiempos, dijera que una filosofía que no se confronta con las cuestiones de la teología aún no ha llegado del todo a sí misma. El oficio de la teología es casi impracticable, y eso es algo que yo siento día a día.

Lógicamente, hay una teología perezosa que renuncia a pensar a Dios, y apenas piensa lo que otros ya pensaron o lo que ya dijeron los teólogos del pasado o los documentos oficiales de los papas.

Mi sentimiento del mundo me dice que hoy la teología como teología contemporánea tiene que proclamar a gritos lo que ya dijo el papa Francisco en su encíclica sobre el cuidado de la casa común, Laudato Si’ (2015): tenemos que cuidar y preservar la naturaleza y armonizarnos con el universo, porque ellos son el primer y gran libro que Dios nos ha dado. En ellos encontramos lo que él nos quiere decir. Y como desaprendimos a leer ese libro, él nos dio otro, las Escrituras, judeocristianas y de otros pueblos, para que aprendamos de nuevo a leer el libro de la naturaleza y del universo.

Hoy la casa común está siendo devastada. De ese modo destruimos nuestro acceso a la revelación de Dios. Por tanto, tenemos que hablar de la naturaleza y del mundo a la luz de Dios y también de nuestra razón científica. Si no preservamos la naturaleza y el mundo, los libros sagrados perderían su significado, que es enseñarnos a leer el libro de la naturaleza y del mundo.

Así pues, el discurso teológico tiene su lugar junto a los otros discursos, que, llevados a último término, tocan también ellos el misterio de todas las cosas. Ese es el carácter del misterio que fascinaba a Einstein (1879-1955). Como él decía, quien no lo percibe es como un ciego que no ve.

Tenemos la osadía de dar un nombre a ese misterio, un nombre de nuestra reverencia y respeto: el Dios de los mil nombres y de los infinitos atributos. La dignidad del ser humano reside en esa capacidad de interrogarse y entrar en diálogo con este misterio que, en el fondo, también lo siente dentro de su corazón.

CAPÍTULO 3

DIOS: EL PRINCIPIO QUE DA ORIGEN A TODOS LOS SERES

Vamos a abordar ahora aquella ultima realidad que venimos llamando Dios. Se trata del mayor desafío del pensamiento radical y de la teología.

Ya en la Edad Media, santo Tomás de Aquino (1225- 1274), san Buenaventura (1221-1274) y Duns Scotto (1266-1308), entre otros, enseñaban: teología en sí es la ciencia que Dios tiene de sí mismo; es decir, su divino pensamiento, propósito y misterio. La teología nos es inaccesible. Es de Dios para Dios.

Pero en términos humanos teología es la reflexión sobre Dios y sobre todas las cosas a su luz. En otras palabras: nada escapa a la esfera divina. Por eso siempre cabe la pregunta: cómo es la política a la luz de Dios y cómo se revela o se empequeñece Dios en la política? Cómo es la tecnociencia desde la perspectiva de Dios? Sirve a la vida o al enriquecimiento corporativo? Cómo participa Dios, interior y exteriormente, en la liberación histórico-social de los oprimidos? Dicho de otro modo, se puede hacer teología acerca de todo, siempre que se contemple desde la perspectiva de Dios.

Por esta razón las iglesias participan en la política, en la economía, en el orden social y en otros campos, partiendo siempre de la perspectiva teológica y también de la ética inspirada en dicha óptica. No hablan políticamente de política, sino que lo hacen de manera teológica o evangélica, pues ese es su campo específico. Fuera de ahí pierden su legitimidad.

Dios como misterio en sí mismo y para nosotros

Se ha dado mil nombres a la realidad “Dios”. Y todos ellos insuficientes, porque las palabras adecuadas no aparecen en ningún diccionario de ninguna lengua. Por eso, como ya hemos dicho, la palabra misterio sería la más adecuada.

Pero cuidado: misterio no es sinónimo de enigma que, una vez resuelto, desaparece. Misterio es aquello que podemos conocer pero no se agota en ningún conocimiento sino que permanece siempre como misterio en todo conocimiento. Como bien observaba Albert Einstein: “El hombre que no tiene los ojos abiertos al misterio pasará por la vida sin ver nada”.

Esta comprensión es la más adecuada al hablar del misterio de Dios. Por eso el misterio es siempre dinámico. Nosotros lo conocemos solo en parte. Al ser siempre dinámico, podemos atrevernos a decir que Dios es un misterio incluso para sí mismo. Esta es su verdadera naturaleza, como ya afirmaron algunos místicos. Apenas hay una diferencia entre nosotros y él: su propio conocimiento de su naturaleza de misterio es constantemente entero y pleno; el nuestro, siempre limitado y parcial.

Por ser dinámico, el misterio divino está siempre abierto a una nueva plenitud, a la vez que permanece siempre como misterio eterno e infinito para sí mismo. En este sentido, Dios-misterio tiene futuro. Él puede ser aquello que no ha sido nunca antes, como su encarnación en el hombre Jesús de Nazareth.

Acogemos el testimonio de quienes conocen a Dios por experiencia, los místicos. Con frecuencia afirman que, al hablar de Dios, negamos más que afirmamos y expresamos más mentiras que verdades. A pesar de ello debemos hablar de él, con reverencia y unción, porque, como ya dijimos en el capítulo anterior, planteamos cuestiones que solo apelando a la categoría “dios” pueden ser vagamente respondidas.

En la palabra “dios” se contiene lo ilimitado de nuestra representación y la utopía suprema de orden, de armonía, de conciencia, de pasión y de sentido supremo que mueven a las personas y culturas. La palabra “dios” solo posee significado existencial si encamina los sentimientos humanos hacia esas dimensiones, en su realidad infinita y de suprema plenitud.

Como atestigua la historia de las religiones, de la teología y de la mística, hay muchas maneras de hablar de Dios. Nosotros queremos seguir un camino contemporáneo, relativamente nuevo, proveniente de la nueva cosmología (la ciencia del cosmos), pues los propios científicos se encuentran con el misterio a través de ella y lo expresan de forma explícita.

En primer lugar, lo que fascina a los científicos es la armonía y belleza del universo. Todo parece haber sido montado para que, a partir de la profundidad abisal de un océano de energía primordial, surgiesen las partículas elementales, después la materia ordenada, a continuación la materia compleja, que es la vida y, finalmente, la materia en sintonía completa de vibraciones, formando una suprema unidad holística: la conciencia.

Tal como dicen quienes formulan el principio andrópico (en qué medida el ser humano forma parte de la interpretación del universo) fuerte y débil, Brandon Carter, Hubert Reeves y otros: si las cosas no hubiesen ocurrido como ocurrieron (la expansión/ explosión, la formación de las grandes estrellas rojas, las galaxias, las estrellas, los planetas, etc.) no estaríamos aquí para decir todo esto que estamos diciendo.

Esto es, para que nosotros podamos estar aquí fue necesario que, en los 13.700 millones de años de la existencia de nuestro universo conocido, todos los factores cósmicos se articularan y convergieran de tal forma que fuera posible la complejidad, la vida y la conciencia. En caso contrario no existiríamos ni estaríamos aquí para reflexionar sobre tales cosas.

Por tanto, todo está relacionado con todo: cuando recojo un bolígrafo del suelo entro en contacto con la fuerza gravitacional que atrae o hace caer todos los cuerpos del universo. Si, por ejemplo, la densidad del universo en los diez segundos posteriores a la expansión/explosión no hubiese mantenido su nivel crítico adecuado, el universo no habría podido ser constituido: la materia y la antimateria se habrían anulado y no habría cohesión suficiente para la formación de las masas y, por tanto, de la materia.

Constatamos un minucioso cálculo de medidas, sin las cuales las estrellas no se habrían formado ni habría surgido la vida en el universo. Por ejemplo, si la interacción nuclear fuerte (que mantiene la cohesión de los núcleos atómicos) hubiese sido un 1% más fuerte, jamás se habría formado el hidrógeno que, combinado con el oxígeno, nos dieron el agua, imprescindible para los seres vivos. Si hubiese sido mayor, por poco que fuera, la fuerza electromagnética (que confiere cohesión a los átomos y moléculas y les permite los enlaces químicos) quedaría descartada la posibilidad del surgimiento de la cadena del adn y, por tanto, de la producción y reproducción de la vida.

 

Como dijo el físico británico Freeman Dyson (1923- ): “Cuanto más examino el universo y los detalles de su arquitectura, más evidencias encuentro de que el universo sabía que un día, más adelante, íbamos a surgir”1.

En cada cosa encontramos el todo, las fuerzas interactuando, las partículas articulándose, la estabilización de la materia realizándose, nuevas relaciones surgiendo y la vida creando órdenes cada vez más complejos. En cada cosa podemos encontrar registrada la marca divina y de la naturaleza, una firma que trasmite mensajes que a nosotros nos toca descifrar.

La verificación de ese orden del universo hace surgir sentimientos de asombro y de veneración en científicos como Einstein, Bohm, Hawking, Prigogine, Swimme y otros. En todas las cosas hay un orden implícito que es invadido por la conciencia y el espíritu desde el primer momento. Como enfatizaba David Bohm, discípulo predilecto de Einstein, ese orden implícito remite a un orden supremo subyacente. La conciencia y el espíritu indican que hay una conciencia más allá de este cosmos y un espíritu trascendente.

Cómo emerge Dios en el proceso cosmogénico

¿Cómo explicar la existencia del ser? Qué había antes del universo en expansión y del big bang? Hablamos del muro de Planck, último límite que nos impide ver el otro lado de las cosas. La ciencia no puede decir nada acerca de eso, pues parte del universo ya constituido. Pero el científico, como ser humano, no deja de plantearse tales preguntas. Max Planck, quien formula la teoría cuántica, escribió: “La ciencia no puede resolver el misterio último de la naturaleza, porque, en definitiva, nosotros mismos formamos parte de ella y, por tanto, del misterio que intentamos desvelar”.

Sin embargo, el silencio de la ciencia no ahoga todas las palabras. Hay aún una última palabra que viene de otro campo del conocimiento humano: de la teología, de la espiritualidad y de las religiones. En ellas, conocer no es distanciarse de la realidad para desnudarla en todas sus partes. Conocer es una forma de amor, de participación y de comunión; es descubrir el todo más allá de las partes, es descubrir la síntesis previa al análisis. Conocer significa descubrirse dentro de la totalidad, interiorizarla y sumergirse dentro de ella.

En realidad, solo conocemos bien lo que amamos. El físico David Bohm, que también fue un místico, afirmó: “Podríamos imaginar al místico como alguien que está en contacto con las espantosas profundidades de la materia o de la mente sutil, lo llamemos como lo llamemos”. Nosotros lo llamamos Dios.

A partir del asombro surgió la ciencia como un esfuerzo por descifrar el código oculto de todos los fenómenos. De la veneración deriva la mística, la teología y la ética del cuidado y de la responsabilidad universal. La ciencia pretende explicar cómo existen las cosas, tal como afirmaba L. Wittgenstein (1889-1951) en su Tractatus. La mística se extasía por el hecho de que las cosas son y existen; venera a aquel que se revela y se vela detrás de cada cosa y del todo; busca experimentarlo y establecer comunión con él. La matemática es para el científico lo que la meditación para el místico y la reflexión reverente para el teólogo. El físico busca la materia hasta su última división posible, hasta la última y definitiva posibilidad de detectarla, llegando hasta los campos energéticos y al vacío cuántico (principio que da origen a todos los seres). La mística y la teología, realizadas con el debido celo, captan la energía que se densifica en muchos niveles hasta revelarse como el misterio de Dios y el Dios del misterio.

Hoy día cada vez más científicos, sabios, teólogos y místicos se encuentran en el asombro y veneración ante el misterio y el universo. Ellos saben que ambos nacen de una misma experiencia de base y apuntan en la misma dirección: al misterio de la realidad, conocido racionalmente por la ciencia y experimentado emocionalmente por la espiritualidad, la mística y la teología. Todo converge hacia aquel que no tiene nombre, provisionalmente llamado por los cosmólogos como la “energía de fondo”, el “abismo que alimenta todo”, la “fuente que da origen a todos los seres”.

¿Cómo podríamos trazar la imagen de Dios que irrumpe de la reflexión cosmológica contemporánea? Surge de la “cadena de remitentes” que la investigación tiene que elaborar: de la materia nos remitimos al átomo, a las partículas elementales; de estas partículas, a la energía de fondo, llamada también vacío cuántico, que de vacío no tiene nada pues en él se encuentran todas las virtualidades y potencialidades del universo. Esta energía es la última referencia de la razón analítica. Todo sale y vuelve a ella. Es el océano de energía sin márgenes, el continente de todos los posibles contenidos, de todo lo que puede suceder. Tal vez también sea el “gran atractor” cósmico, pues el conjunto del universo está siendo atraído por un misterioso punto central.

Pero la energía de fondo sigue perteneciendo al orden del universo, aunque tenga las características que atribuimos a Dios: innombrable, infinita, origen de todo. Qué pasó antes del tiempo? Qué había antes del antes? Es la realidad atemporal, en el absoluto equilibrio de su movimiento, la totalidad de simetría perfecta, la energía sin fin y la fuerza sin fronteras. Es Dios en su misterio.

En un “momento” de su plenitud, Dios decide crear un espejo en el que verse a sí mismo. Crea compañeros de su vida y de su amor.

Crear es decaer, esto es, permitir que surja algo que no sea Dios ni tenga sus características exclusivas (plenitud, simetría absoluta, vida sin entropía, coexistencia de todos los contrarios). Algo decae de aquella plenitud original. Por tanto, decadencia tiene aquí una comprensión ontológica (pertenece a la estructura de lo real), no ética.

Dios crea ese pequeño punto, billonésimamente menor que la cabeza de un alfiler. Es transmitido a su interior un flujo inconmensurable de energía. Ahí están todas las probabilidades y posibilidades en abierto. Nace una onda universal. El observador supremo (Dios) las observa y, entonces, hace que algunas se materialicen y se armonicen entre sí. Otras colapsan y vuelven al Reino de las probabilidades. Es la energía de fondo.

Todo se expande y, entonces, explota. Surge el universo en expansión. Más que un punto de partida, el big bang es un punto de inestabilidad que, debido a las relaciones de todo con todo, permite que surjan unidades holísticas y órdenes cada vez más relacionados. El universo en formación es una metáfora del propio Dios, una imagen de su potencia de ser y de vivir.

Si todo en el universo constituye una red de relaciones, si todo está en comunión con todo, como enfatiza siempre el papa Francisco en su encíclica, si la imagen de Dios está estructurada en forma de comunión, todo ello es indicio de que esa suprema realidad es fundamental y esencialmente comunión, vida en relación y amor supremo:

Para los cristianos, creer en un solo Dios que es comunión trinitaria lleva a pensar que toda la realidad contiene en su seno una marca propiamente trinitaria. Las personas divinas son relaciones subsistentes, y el mundo, creado según el modelo divino, es una trama de relaciones (Laudato Si’, nn. 239-240).

Ahora bien, las intuiciones místicas y las tradiciones espirituales de la humanidad ya expresan esta reflexión. La esencia de la experiencia judeocristiana se articula en este eje, el de un Dios en comunión con su creación, un Dios personal, una vida que, según la fe cristiana, se desvela en tres vivientes: el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo.

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