Ríos que cantan, árboles que lloran

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1La idea de la novela como exploración de las posibilidades de la existencia humana es de Kundera (1986: 37-63). En los análisis que presento en este capítulo, mi interés no es seguirles la pista a las eventuales infidelidades históricas de los autores, sino captar la forma en que los textos exploran las posibilidades humanas en el marco de la colonización de las selvas, ya que, como dice Kundera, «“existir” significa: “ser en el mundo”. Es preciso por ende comprender el personaje y su mundo como posibilidades» (1986: 61).

2Chakrabarty ha rastreado (2008: 201-207) la tendencia del pensamiento humanista europeo —desde Hobbes y Vico en el siglo xvii y hasta Croce y Braudel en el xx— a fijar una separación entre historia humana e historia natural, y muestra cómo esa idea entra en crisis en las últimas décadas, debido a la conciencia de los trastornos ambientales introducidos por los humanos a escala global. Un libro que subraya el impacto de la problemática ecológica actual sobre nuestra percepción del pasado histórico es A Green History of the World de Clive Ponting (1991). En cuanto a la concepción de la realidad americana como espacio al margen de la historia, su formulación más radical está en la filosofía de Hegel, tal como lo documenta Gerbi en La disputa del Nuevo Mundo (1960: 386-389 y 398-401).

3Entre las fuentes históricas sobre el primer viaje de Orellana al Amazonas, la relación de fray Gaspar de Carvajal es clave, pues el dominico participó en la expedición y escribió la crónica poco después de acaecidos los hechos; en un segundo nivel están las crónicas de Gonzalo Fernández de Oviedo, Pedro Cieza de León y Toribio de Ortiguera, quienes contaron «con testimonios y documentos de primera mano» (Pérez 1989: 41). Los hechos relativos al segundo viaje, por su parte, son conocidos a través de cartas, cédulas reales y otros documentos de la época; la novela de Benites incluye al final una lista detallada de dicha documentación.

4Benites comenta al respecto: «Al emperador le preocupa poco lo que ocurre en esos dominios lejanos, como no sea la posibilidad de que le lleguen remesas de oro y de especias. No ha tomado España la colonización del nuevo mundo como negocio productivo ni como causa nacional» (184). Lafaye, por su parte, afirma que la conquista «fue tratada como pariente pobre por la Corona. El esfuerzo oficial se concentró ante todo en la legislación y manifestó más el cuidado de combatir los abusos que el de respaldar a los conquistadores en sus empresas o aportarles algún tipo de ayuda» (1964: 40). Y concluye: «Para resumir en pocas palabras las relaciones entre los conquistadores y el Estado español, habría que decir que los primeros tomaban todos los riesgos (incluyendo el de la desgracia oficial) y el segundo su parte de todos los beneficios» (46).

5Rodríguez analiza el papel de este contraste en la crónica de Carvajal y destaca su pronta incorporación al discurso etnográfico: «Los dos rasgos culturales más prominentes de los grupos étnicos documentados eran la generosidad (“indios pacíficos”, buenos salvajes) y la combatividad (“indios guerreros”, caníbales). En consecuencia, desde el comienzo, los discursos etnográficos y políticos están directamente ligados a la administración o al control de las poblaciones. La política es debatida a través de las múltiples implicaciones de la categorización de los pueblos amerindios como “gente de paz” y “gente de guerra”» (2004: 170).

6Muchos autores ven en la busca de maravillas un hilo conductor de la conquista de América; Pastor escribe: «Desde principios del siglo xvi, se sucedieron casi sin interrupción las expediciones en busca de objetivos maravillosos y quiméricos. La expansión territorial del Imperio español y la exploración del continente americano se llevaron a cabo bajo el signo seductor del mito» (2008: 195); según Alès y Pouyllau, «toda la conquista… está marcada por la expectativa de lo ­fantástico» (1992: 275); Magasich-Airola y de Beer relatan las búsquedas de regiones legendarias en la conquista (1994); Leonard rastrea el influjo de las novelas de caballería en dichos procesos (1964: 13-74).

7Según Leonard, «los astutos nativos, comprendiendo a medias las preguntas de los españoles y deseosos ante todo de librarse de sus molestos huéspedes, respondían afirmativa y vagamente las consultas de los blancos» (1964: 58-59).

8De las crónicas escritas por integrantes de la expedición de Ursúa (Custodio Hernández, Gonzalo de Zúñiga, Pedro de Monguía), la más famosa es la de Francisco Vásquez, en la que se basan luego Pedrarias de Almesto (escribano de la expedición) y otros cronistas (fray Pedro de Aguado, fray Pedro Simón). En su estudio sobre Aguirre, Galster dice que «Uslar Pietri sigue de cerca la relación de Vásquez con las modificaciones de Almesto, tanto en los sucesos principales y los diálogos como en los episodios más breves, que constituyen la sustancia narrativa» (2011: 436).

9Según Husserl, el «mundo circundante de la vida» es el mundo de la experiencia sensible cuya realidad se impone a cada grupo humano con evidencia y que está arraigado en las prácticas cotidianas compartidas y en una historia común: «Este entorno, junto con sus tradiciones, sus dioses, sus demonios, sus potencias múltiples, vale para cada nación como un mundo real, comprendido sin dificultad y sin crítica» (1987: 49). Pese a las penalidades que vivieron en la selva, la percepción distanciada de los españoles y su desajuste con respecto a las costumbres y la historia de los pueblos selváticos les impiden entablar un diálogo genuino con ese mundo que los abruma.

10Deleuze y Guattari definen los espacios lisos —intensivos, rizomáticos, vectoriales, heterogéneos— por oposición a los espacios estriados —extensivos, arbóreos, métricos, homogéneos— (1980: 592-625). Las selvas tropicales son espacios lisos que, desde la época de la conquista, se oponen a la compartimentación y al control estatal. Las primeras entradas de los españoles al Amazonas, aparte de establecer el vínculo entre los Andes y el Atlántico, no lograron estriar el espacio selvático; esto explica en parte por qué, después de los fracasos de Orellana y Ursúa, ninguna expedición se aventuró de nuevo por el río durante casi un siglo.

11Este tipo de recorrido espacial replica el modelo fijado en el primer viaje de Orellana. En su análisis de la crónica de Carvajal, Pérez muestra que para los españoles «los lugares se suceden con una rapidez casi cinematográfica, desde el alejamiento real que les impone el bergantín. El narrador es un observador que mira desde la lejanía… Esta vista panorámica apenas si se detiene en detalles»; en suma, lo que le interesa a Carvajal es «subrayar la hostilidad de la naturaleza, convertida en obstáculo» (1989: 199 y 203). También en la película Aguirre, la ira de Dios (1972) de Werner Herzog la mirada distanciada de los españoles es el eje de la representación fílmica del viaje por el río.

12Magasich-Airola y de Beer (1994: 110-118) enumeran diversas empresas partidas en busca de El Dorado mucho tiempo después del fracaso de Ursúa, incluyendo los trabajos de las compañías inglesas que, a finales del siglo xix e inicios del xx, basándose en datos suministrados por el barón de Humboldt, desecaron buena parte de la laguna de Guatavita.

13En opinión de Galster, el propósito de Otero Silva era «la desmitificación y rehabilitación» de Aguirre «mediante la reconstrucción de su historia individual». Ese objetivo solo se logra en escasa medida porque, como dice la autora, Otero Silva «suprime a sabiendas la contradicción que habita en la figura histórica de reclamar para sí una libertad a costa de la libertad de otros, a fin de crear un héroe positivo» (2011: 605 y 619).

14Según Pastor, los mitos inspiradores de las empresas de conquista «no fueron creaciones individuales», sino el fruto «de una intensa tendencia quimérica y mitómana entre los españoles del siglo xvi». Dichos mitos «entroncaban con leyendas y noticias… que provenían o bien de la tradición occidental y asiática o bien de tradiciones indígenas». A veces, los españoles «identificaron los pocos datos y las noticias vagas y contradictorias que recibían de los indígenas… con los objetivos míticos que constituían el fin de su expedición, sin que, en la mayoría de los casos, hubiera la menor base real para tal identificación. En otras ocasiones, se dio una coincidencia real entre un mito indígena y una leyenda europea». Y hubo también casos «en los que la certeza en la existencia de determinado objetivo mítico en el continente americano se dio como resultado… de invenciones y mentiras que contaban los propios guías y cautivos indígenas por motivos muy diversos» (2008: 198-199).

Capítulo 3

Crítica de la empresa conquistadora y de sus mitos movilizadores en dos novelas de William Ospina

Por la misma época en que Uslar Pietri escribía su novela sobre la expedición de Ursúa, dos autores destacados, el venezolano Enrique Bernardo Núñez y el cubano Alejo Carpentier, se preguntaban por el sentido profundo de El Dorado. En una serie de crónicas de 1943 publicadas bajo el título de «Orinoco: capítulo para una historia de este río», Núñez repasa documentos históricos relativos a las expediciones de sir Walter Raleigh a la Guayana y constata el dinamismo de la leyenda: la ciudad de oro se desvanece una y otra vez en la distancia, burlando los esfuerzos de sus obstinados buscadores. En opinión de Núñez, la persistencia de esta situación resulta enigmática. ¿Se trata simplemente del oro o hay algo más, surgido de un malentendido entre los europeos y los nativos? Las flotas sucumbían a las tempestades, la fiebre y las flechas diezmaban las expediciones, y al cabo «los caciques señalaban siempre en dirección de las más impenetrables montañas. El hombre blanco introdujo en el Nuevo Mundo la superstición del oro. Y acaso en las ciudades de El Dorado hay algo más que oro. Acaso sus tesoros son de otra naturaleza, fuera del alcance de nuestros groseros sentidos» (1947: 127). Allí donde los europeos creían vislumbrar el resplandor del precioso metal, los caciques quizá hacían referencia al resplandor de algo distinto, algo difícil de traducir, algo que solo podía percibirse a condición de considerar el horizonte desde una perspectiva diferente.

 

En las reflexiones de Carpentier durante su viaje a la selva venezolana, consignadas en varias crónicas de 1948 agrupadas bajo el título de Visión de América, se plantea una idea similar, aunque no en el contexto del choque entre europeos y nativos, sino tres siglos después, en el encuentro de un colono mestizo con la selva. La cuarta crónica cuenta la historia del explorador venezolano Lucas Fernández Peña, que llega a la Gran Sabana en 1924 y funda en la selva el poblado de Santa Elena de Uairén. Fernández Peña, después de haber hallado yacimientos de oro y diamantes, deja pasar la ocasión de enriquecerse porque, según Carpentier, ha comprendido «la inutilidad del oro para todo individuo que no aspira a regresar hacia una civilización que no solo inventa la bomba atómica, sino que halla, además, justificaciones metafísicas a su empleo» (1999: 50). La aventura de este insólito buscador de El Dorado que desdeña el oro culmina con el descubrimiento del verdadero sentido de su búsqueda: «La Utopía tangible en obras, sensible de recuerdos, de una vida lograda, de un destino impar, de una existencia afirmada en hechos, de un desprecio total por las deleznables facilidades». Fernández Peña prefiere por ello internarse de tiempo en tiempo en el riñón de la selva y dedicarse a ver lo que otros no han visto, a explorar las maravillas que encierra esa región a la que llegara un día atraído por la leyenda. Carpentier cierra la crónica contrastando el caso de Fernández Peña con el de los buscadores renacentistas de la piedra filosofal: «“Solo serán dignos de hallar el secreto de la transmutación de los metales, aquellos que no saquen provecho del oro obtenido”, reza una de las leyes fundamentales de la alquimia —ley oculta que es, probablemente, el verdadero gran secreto de El Dorado» (53).

El replanteo del tema de El Dorado, tal como lo proponen Núñez y Carpentier, abre una vía para reexaminar la herencia de la conquista y la colonia. La pregunta por el eventual sentido de El Dorado entre las poblaciones amerindias es inquietante en la medida en que su planteamiento remueve la espesa capa de olvido que recubre la mayor catástrofe histórica desencadenada por la conquista y la colonización del continente: la desintegración lenta pero sistemática de las culturas autóctonas. Esta dimensión clave del asunto, que con todo es la menos visible, no es desarrollada en las crónicas de Núñez y solo está insinuada en las de Carpentier, pese a la denuncia que el primero hace de la «superstición del oro» de los europeos y a la noción carpenteriana de la selva como refugio donde sería posible escapar de la civilización occidental decadente, cuyas hazañas incluyen la invención y el uso de armas atómicas. Ello no es óbice para que, dando un paso más allá y ahondando en las consecuencias implícitas en las tesis de Núñez y de Carpentier, a El Dorado mítico que los europeos no encontraron le opongamos un Dorado real que los europeos habrían encontrado sin darse cuenta, pero el cual no podían o no sabían ver —aunque lo tenían ante sus ojos— y cuyo testimonio ignoraron porque no podían o no sabían traducirlo. Si la imagen que deslumbraba a los conquistadores reflejaba lo más valioso de la selva, ¿qué podía significar eso para las tribus selváticas? ¿El oro, o más bien los bosques, los ríos, los suelos? O, quizá, ¿sus propios, únicos, insustituibles mundos de la vida, inscritos en el vasto territorio que se extiende de los Andes hasta el Atlántico? La persistencia de los españoles en apoyarse en datos aportados por las tribus que hallaban a su paso fue sin duda una muestra de sentido común (¿quién, después de todo, podía conocer mejor que los nativos las riquezas existentes en la espesura?), pero su mezcla con el impulso fabuloso en busca del oro dio lugar a una nefasta ceguera que exacerbó el malentendido instaurado entre los participantes en aquel choque de visiones del mundo.

En los años cuarenta, cuando Núñez y Carpentier escribieron sus crónicas, la antropología amazónica apenas daba sus primeros pasos, y el deterioro de la selva tropical no era todavía la cuestión apremiante que empezó a ser dos décadas después. El foco de atención de Núñez por aquel entonces era político; lo que pretendía demostrar era que, en la disputa entre Venezuela e Inglaterra por el control de la Guayana a fines del siglo xix e inicios del xx, el interés de los ingleses por ese territorio se alimentaba aún, además de otros factores geoestratégicos, de la idea de que allí estaba El Dorado. La postura de Carpentier era más compleja; en Visión de América, la revalorización de los grupos aborígenes y la exaltación de la geografía americana coexistían con la reiteración de los imaginarios coloniales. Carpentier escribía por ejemplo que el río Caroní mantenía, desde la época de la conquista, «una rabiosa independencia —más que independencia, virginidad feroz, de amazona indomeñable» (1999: 26), y que el tiempo de la Gran Sabana seguía siendo «el tiempo de la tierra en los días del Génesis» (41). Tales descripciones reafirman la percepción de la selva como territorio al margen de la historia y rubrican el tópico eurocéntrico que le da su nombre a la región. Aunque Carpentier es consciente de los riesgos que implica el empleo de un lenguaje tan cargado de resonancias coloniales, el entusiasmo que le suscita el espectáculo de la selva no encuentra todavía en estas crónicas un contrapeso crítico suficiente: «Y no se me diga que hablar de la virginidad de América es lugar común de una nueva retórica americanista. Ahora me encuentro ante un género de paisaje «que veo por vez primera», que nunca me fue anunciado por paisajes de Alpes o de Pirineos; un género de paisaje […] del que no existe todavía una descripción verdadera en libro alguno» (32-33). Esta insistencia en el carácter prístino de la selva —en contraste con Europa— se ve compensada en parte por el reconocimiento del protagonismo de los nativos en la modelación y la representación de su entorno ambiental. Así, la Gran Sabana es también «el mundo primero del Popol Vuh» (24), y el culto que los taurepanes y los karamakotos de esa zona rinden a la memoria de sus ancestros caribes desmiente las imágenes de una selva intemporal, aún no tocada por la mano del hombre:

Se sabía que aquella peña de perfil vagamente humano había sida erigida por los caribes; se sabía que aquel salto de agua se debía a su industria, y también este paso entre dos ríos, y también los dibujos hechos sobre las piedras que hablan. Porque los Grandes Caribes habían sido capaces de abrir túneles en la masa de los cerros, de arreglar los bosques a su antojo, de meter las corrientes en pasos subterráneos. (46)

La visión de la selva detallada aquí por Carpentier es la de un escenario que a los ojos del visitante ocasional parece naturaleza virgen, pero que en realidad ha sido transformado por la actividad de culturas históricas asentadas en la región muchos siglos antes del arribo de los europeos. El texto muestra que el tiempo genésico y la apariencia virginal de la Gran Sabana no son —como parece creerlo el autor— la revelación de un mundo anterior al comienzo de la historia, sino la de uno posterior al fin de la historia: al fin de la historia de sus antiguos pobladores caribes. ¿Cómo explicar tal inconsistencia en la visión de Carpentier? Paradójicamente, ella brota del mismo impulso reivindicativo que le opone la autenticidad de lo «real maravilloso» americano a la viciada civilización europea. Cuando Carpentier sitúa el tiempo del Génesis en la Gran Sabana, eso no refleja su desconocimiento de las culturas aborígenes, sino su intención de hacer del tiempo selvático —que «no era el que miden nuestros relojes ni nuestros calendarios»— el contrapunto crítico del tiempo progresista de la modernidad: «El tiempo estaba detenido ahí, al pie de las rocas inmutables, desposeído de todo sentido ontológico para el frenético hombre de Occidente, hacedor de generaciones cada vez más cortas y endebles» (1999: 41). El caso ilustra uno de los riesgos que se corre al afirmar la especificidad de América por contraste con Europa y con base en los atributos supuestamente maravillosos de su geografía: el de pasar por alto la historia local sedimentada que, oculta bajo un manto de naturaleza, torna a ser invisible.1

Una inconsistencia similar acecha a la hipótesis según la cual los nativos interrogados por los conquistadores habrían interpretado la noción de El Dorado a partir de su propia experiencia selvática. Dicha hipótesis es plausible, pero tiene el inconveniente de no ser verificable: la reconstrucción histórica de las incursiones españolas en la selva en el siglo xvi se enfrenta a un agujero negro en lo que atañe al punto de vista autóctono, ya que no contamos con documentos que revelen cuál fue la impresión que les causó a las comunidades que poblaban la Orinoquía y la Amazonía en esa época la aparición de los hombres blancos en sus tierras, ni a qué se referían exactamente cuándo respondían preguntas sobre El Dorado. Por otra parte, aunque los etnógrafos han constatado el inmenso valor que los grupos indígenas sobrevivientes le atribuyen a la red de interdependencias en la que se sustenta su vida en la selva (por ejemplo, Kohn 2013, Viveiros de Castro 2009, Correa 1990, Descola 1986), no es seguro que ese haya sido también el caso de las comunidades del siglo xvi. Pese a estas dificultades, la hipótesis resulta útil como herramienta heurística para explorar el vínculo entre el valor de la selva y el de la forma de vida de sus pobladores. La crisis ecológica que vivimos, agravada por prácticas extractivas agresivas, nos invita a considerar seriamente la posibilidad de que el sentido de El Dorado se cifre, más que en la selva tomada aisladamente —cual si fuera una mercancía valiosa— o en alguno de sus productos —el oro, el agua, la fauna, las plantas medicinales, la madera—, en la relación a la vez simbiótica e histórica que sus pobladores vernáculos establecen con ella. En este orden de ideas, una adecuada reapropiación del sentido de El Dorado —ya no como leyenda o mito, sino como metáfora de las riquezas socioculturales y ambientales del trópico— implica reconocer el valor de la perspectiva local, cuyo conocimiento de la selva ha sido menospreciado por tanto tiempo.

Pero, ¿acaso es posible recuperar las trazas de esas visiones del mundo que, por haber sido ignoradas, nunca pudieron darse a conocer, como pasó con las comunidades amazónicas del siglo xvi? Y aun si ello fuera posible, ¿qué sentido tendría ese trabajo de recuperación cinco siglos después? Al volver sobre las heridas dejadas por la empresa conquistadora, ¿no se corre el riesgo de reabrirlas, impidiendo su cicatrización? Estas preguntas, que ponen en cuestión la relevancia de escribir ficciones históricas sobre la conquista, hallan respuesta en las vicisitudes del presente latinoamericano. En efecto, el sentido de volver a contar eventos históricos terribles ampliamente conocidos a sabiendas de los irreparables vacíos causados por la inclemencia del paso del tiempo no es otro que el de iluminar el presente espinoso derivado de ese pasado infausto. Así lo entiende el escritor colombiano William Ospina cuando aborda dicho espectro de problemas en su trilogía novelesca integrada por Ursúa (2005), El país de la canela (2008) y La serpiente sin ojos (2012), las cuales narran la conquista de diversas regiones de la actual Colombia, así como las primeras incursiones de los españoles en la cuenca amazónica, profundizando la crítica de los imaginarios de la selva emprendida por autores como Uslar Pietri, Carpentier y Aguilera Malta.2

 

Las dos últimas novelas de la trilogía de Ospina tienen especial interés para mi trabajo, pues retoman las expediciones de Orellana y Ursúa desde una perspectiva que hace aparecer los hechos a una nueva luz. Si bien han sido elaboradas respetando los moldes de la novela histórica tradicional y los eventos narrados se basan en una copiosa documentación, estas novelas se apartan de la narración en tercera persona empleada en las obras que comenté en el capítulo anterior; la tarea de contar la historia recae ahora en Cristóbal de Aguilar, soldado hijo de padre español y madre indígena cuya condición mestiza lo sitúa en la intersección del punto de vista de los conquistadores y el mundo de la vida de las poblaciones nativas. La voz de estas últimas sigue ausente, pero el testimonio de Aguilar subraya esa ausencia, haciendo que el lector sienta el peso de su silencio y la gravitación del vacío histórico que ella ha dejado, encubiertos durante siglos por la trama discursiva colonial.3

La lectura que propongo de las novelas de Ospina ambientadas en la Amazonía se articula en torno a dos ejes íntimamente imbricados: 1) la caracterización de la selva amazónica como lugar cuyas dinámicas ambientales y humanas han sido deformadas desde hace casi quinientos años por una espesa capa de mitos, prejuicios y malentendidos y 2) la reconstrucción de la memoria histórica como ejercicio terapéutico contra la espiral de violencia y de exclusión que azota a las sociedades latinoamericanas desde la época de la conquista.

3.1. Las amazonas: los europeos extraviados en la selva de los mitos

Uno de los rasgos centrales de El país de la canela y La serpiente sin ojos es el interés por la faceta ambiental de las primeras incursiones españolas en la selva amazónica. En estas novelas, la selva no se limita a ser el escenario o decorado de las acciones humanas: ella es uno de los factores determinantes de la acción, sobre todo el río, cuya fuerza y empuje resultan decisivos para el destino de las expediciones y cuyo influjo constante marca el ritmo de amplias partes del relato de Cristóbal de Aguilar, protagonista y testigo de los hechos que al mismo tiempo hace las veces de narrador. La ambivalencia que distingue la descripción de la selva en estas obras se deriva, en parte, de la variedad de facetas del entorno amazónico y de las novedades que esto implicaba para los forasteros; en parte, de las experiencias de Aguilar durante sus viajes por el Amazonas al lado de Orellana y Ursúa, de la evaluación que él hace de esos viajes mucho tiempo después y de sus reflexiones sobre la conquista de América.

En El país de la canela, Aguilar cuenta su partida de La Española siendo joven, movido por la ilusión de recuperar la parte del botín que le dejara en herencia su padre, quien le había confiado en una carta su participación en los hechos de Cajamarca al lado de Francisco Pizarro. Aunque nunca logra obtener esa herencia, una serie de circunstancias llevan a Aguilar a sumarse a la expedición de Gonzalo Pizarro al País de la Canela, y luego a participar en el primer viaje de los españoles por el Amazonas. Decidido a olvidar esa aventura azarosa, Aguilar se instala en tierras europeas, pero al cabo de los años retorna a América en calidad de secretario del marqués de Cañete, cuando este es nombrado virrey del Perú. Solo en los últimos párrafos de la novela el lector descubre que el narratario de El país de la canela es Pedro de Ursúa, quien, próximo a partir en busca de El Dorado, le ha pedido a Aguilar que le refiera los pormenores de la incursión pionera de Orellana, desde la cual ya han pasado veinte años. Los amores de Ursúa con Inés de Atienza y el fracaso rotundo de la empresa en la que ambos mueren son a su vez el hilo conductor de La serpiente sin ojos. En ambas novelas, Aguilar juzga retrospectivamente lo ocurrido a medida que lo cuenta y hace comentarios que forman una especie de balance de la conquista.

Lo más llamativo de los hechos narrados en El país de la canela es el foso que separa la perspectiva de los europeos de la de los nativos, en el marco de un choque cultural funesto para estos últimos. Un componente decisivo de ese foso son las diferencias geográficas y ambientales que alimentan el desentendimiento mutuo. Al comienzo del recorrido por la selva (2008: 129), el relato opone los espacios mediterráneos a los que están acostumbrados los españoles (olivares, robledales, pinares) al espacio selvático, rezumante de humedad y poblado por una vegetación densa. Para los conquistadores, sus lugares de origen están alejados y solo pueden ser objeto de evocaciones nostálgicas. Los lugares presentes, en la selva tropical, contrastan con la uniformidad de las alamedas de su península natal y, de hecho, les resultan desconocidos e inhospitalarios. El mestizo Aguilar, aunque nacido en una isla del Caribe, experimenta con la misma intensidad que los españoles de pura cepa el choque con el universo vegetal amazónico; sus palabras se hacen eco de la extrañeza vivida por los demás soldados cuando habla de una «selva oscura y húmeda» (131), de una «cárcel de árboles y de agua» (133), de «tierras quebradas y traicioneras» (137) en las que orientarse es una tarea ardua. Tampoco los indígenas que acompañan la expedición están a gusto en la selva. «Creíamos llevarlos como guías», dice Aguilar, «pero se veían tan extraviados como nosotros, porque eran incas de la cordillera» (107), habituados al frío y al viento de las montañas mas no al clima selvático, caliente y húmedo, que, aunado al duro trabajo de cargar las provisiones, consume poco a poco sus fuerzas. Su lengua es el quechua, así que pocos entre ellos pueden entablar comunicación con los nativos amazónicos.

En principio, podría creerse que la oposición entre la naturaleza europea domesticada y la densa espesura selvática se inscribe en el marco del dualismo: «civilización/barbarie», con el primer término ligado a las ciudades europeas y el segundo a la naturaleza americana indómita, reiterando un tópico bien anclado en las formas de percibir la selva. Empero, a medida que el texto avanza, aparecen elementos que subvierten esa oposición y reducen su plausibilidad. El texto muestra, sobre todo, que la inclinación de los forasteros a percibir la selva como un lugar lóbrego y enmarañado no se debe solo a su ignorancia del terreno, sino también a tres factores conexos: 1) su actitud poco receptiva ante la región que están recorriendo, 2) su dificultad para describir la multiplicidad de seres que les sale al paso y 3) el influjo de diversas leyendas y mitos. Lo primero se hace notorio durante el avance de la expedición de Pizarro en busca de los caneleros (2008: 95-98). De entrada, el tamaño y la composición del grupo eran inadecuados para cruzar la cordillera y descender hacia las tierras bajas de la selva: cuatro mil indios cargueros, cien jinetes, ciento cuarenta soldados a pie, dos mil llamas, dos mil cerdos, dos mil perros de presa. La inconveniencia de los medios desplegados se debe en parte a que los españoles desconocían las características de las regiones que iban a atravesar, pero indica además el talante agresivo de la expedición, concebida para provocar miedo y decidida a abrirse paso a toda costa. Como nota Aguilar, todos esos animales y hombres formaban un tropel bullicioso de ladridos, gruñidos, gritos, relinchos; un insólito ejército cuya marcha «era demasiado amenazadora y en lugar de disimularse se anunciaba sin cesar» (103). Uno de los problemas que se derivan de ello es que los expedicionarios no tienen ocasión de explorar el terreno, de detenerse en sus particularidades. Toda la energía de los españoles se concentra en una idea fija: la riqueza que los espera más adelante. Esta situación, en vez de favorecer una percepción matizada del territorio, hace que este se convierta en un obstáculo formidable, una fuente incesante de fastidios y fatigas: