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La bordadora de sueños

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Trueque

La primera vez que fui al mercado del pueblo acababa de llover, los toldos estaban a la altura de los lugareños y tuve que doblar la espalda para pasar a través de ellos. Las frutas con sus aromas y colores seducían mis sentidos, pero lo que más me cautivó fue la melodía de las voces que no podía comprender.

El guía me explicó que al final de la calle, pasando el puesto de doña Xel, nos encontraríamos con el famoso intercambio de mercancías. Las costumbres seguían vivas y los habitantes continuaban con el trueque.

Miré a lo lejos a un viejo con dos cabras, hablando en dialecto con el anciano que vendía herramientas para cultivar el campo. Aunque sus voces eran incomprensibles para mí, lo que sus ademanes comunicaban era fácil de adivinar. A un lado, una sabia mujer extendía una hermosa tela bordada y sobre ella había cientos de listones coloridos para vender. Me acerqué con una sonrisa como idioma y ella respondió algo. Me extendió un morral finamente bordado en tonos de la tierra, lo tomé, le dije: «¿Cuánto cuesta?». Y con sus dedos dijo que no, al querer pagar con moneda hizo un gesto de enojo, y yo seguía sin comprender. Señaló mi cuello, llevaba un collar que había sido de mi abuela y sus ojos se clavaron en él.

Le dije que no, busqué con la mirada al guía y éste había desaparecido. Volvió a insistir la marchanta en mi gargantilla y yo dudando se la extendí, más por pena, reconozco, que por voluntad.

Al despedirme, me tomó del brazo y algo como un conjuro salió de sus labios.

Me dirigí a los toldos que reconocí y me topé con el conductor que estaba enfrascado en una conversación, hizo una seña y nos fuimos a la salida del pueblo.

En el camino me comentó:

—¿Pos dónde andaba que se me perdió?

Le conté de la señora con la que había hecho el trueque y con los ojos pelados me respondió:

—¿Y desde cuándo usted ve a los fantasmas? La señora que me dice hace mucho falleció. A lo mejor tanto calor la hizo tener visiones.

Llegué al hotel a merendar, al entrar al cuarto con las bolsas de las diferentes compras que había hecho, recordé el morral. Me senté sobre la cama y tomándolo en las manos lo abrí con cuidado.

Estaba muy cansada y al otro día tendría que madrugar.

Durante el ensueño me pareció mirar a una mujer de gruesas trenzas con moños verdes, que desgranando su sonrisa me llevó de la mano a la que fuera su comunidad. Al ver mis pies, supe que andaba descalza, que el color de mi piel había cambiado y que era una más de ellas. Una sensación de felicidad me invadió y recordé claramente que ésa era y había sido desde siempre yo. Tan sólo lo había olvidado.

Santa Tierra

Con el bordado en las manos, lleno de colores, Itzel le cuenta a su sobrina:

—Verás, Toñita, así como la tierra es buena y de sus entrañas sale lo necesario para la vida, hay que cuidarla para que no se enoje y se devore todo. Ella puede causar el susto y apoderarse de una parte del alma de las personas que caen al suelo. Si tropiezas, tendrás que decir esta oración: Santa Tierra y Mundo Santo, no te enojes con esta alma.

También hay que alimentarla, por eso llevamos carne a las cuevas, que son sus bocas, y si un animal o persona cae allí, se la lleva la Santa Tierra.

Cuando tus padres construyeron la casa le pidieron perdón a la tierra porque la iban a maltratar, sacrificaron cuatro gallinas con la intención de apaciguarla y para que la choza fuera sólida y no recibieran daño sus futuros habitantes.

Y la plegaria dice así:

«Señor de los Montes y de los Valles, espíritu de la selva, trátame bien. Te hago esta ofrenda para que sepas que voy a molestar tu corazón. Permítelo. Voy a mancillarte, a labrarte para poder vivir. No permitas que ningún animal me persiga, ni dejes que me caiga encima un árbol, o que me corte hacha o machete. Con todo mi corazón voy a labrarte».

Y como la tierra es muy trabajadora, tiene que descansar, por eso la noche se hizo, para que al no ver la luz del sol, su alma repose y se alimente de las estrellas.

Si te fijas bien, los animales que pasean en la oscuridad, casi no hacen ruido, por temor a despertarla. Ella nos arrulla desde su vientre y espera que sus hijos descansen también.

Así, al amanecer, los pájaros le cantan alegres, deseándole un buen día y los hombres salen de sus casas, sin hacerle ruido.

Por eso, a la noche hay que quererla mucho y hablarle bajito a su corazón, para vivir juntos en armonía.

Ritual

En la fiesta del Nuevo Sol hubo diferentes actos, uno de ellos fue «Sembrar el cargo» entre los hermanos tseltales, que justamente se habían ganado el reconocimiento a través del trabajo y el valor de su palabra.

Ana María nos convidó a la celebración que llaman «Engrandecer el corazón», ésta consiste en conocer la pena que embarga al hermano o hermana y con mucho cuidado y respeto se le dicen palabras muy sentidas al oído, ellos imponen sus manos sobre el compañero o compañera abatidos y pasan uno a uno.

Porque las penas pesan y se hace más difícil cargarlas uno solo, la espalda se encorva y el corazón se apachurra.

Las lágrimas no paran de brotar, la emoción es enorme y el poder curativo es palpable.

Allí no conocen los antidepresivos, tampoco es motivo de vergüenza responder con la verdad al saludo tradicional de «¿Cómo amaneció tu corazón?» Si éste se encuentra desmayado, distraído, caído, enfadado, triste, preocupado o desconsolado, basta decirlo para que los hermanos participen en el yip o’tan que significa brindar consuelo.

Fui testigo de las propiedades sanadoras, ahora trato de practicar esta catarsis con mis seres queridos y la recomiendo de la siguiente manera:

Dosis: la que el corazón señale.

Vía de administración: oral.

Déjese al alcance de los niños.

Se puede usar durante la lactancia y el embarazo.

Consérvese cerca del corazón y en ambientes cálidos.

Su práctica no requiere receta médica.

Los efectos secundarios podrían ser: alegría, gozo, confianza, armonía, sinceridad, ánimo y paz.

El extranjero

El alemán salía cada tarde a pasear a sus cinco perros. Los vecinos lo saludaban con el clásico «¿Qué pasa, gringo?».

Y él decía para sus adentros «¿Cuándo entenderán que no soy americano?, bola de ignorantes».

Terminó por aceptar el apodo y las costumbres del poblado.

Carmen, una tica de voz cantarina, le hacía de ama de llaves al «gringo». Cuando entraba en su estudio y veía tantos libros y ninguna imagen religiosa, le daba por ir a la iglesia y regar el piso con agua bendita, diluida.

Una tarde entró el alemán a la cocina a tomar un café y se sentó a la mesa. Con curiosidad le preguntó a doña Carmen:

—¿Qué dicen de mí en el pueblo?

—¿De veras quieres saber?

—Sí, Carmen, dime por favor.

—¡Uy! Pos ya que preguntas. Al principio pensamos que eras el clásico gringo retirado, y como acá les rinde más su pensión, seguro eras alcohólico y solitario.

Luego que conseguiste a los perros, nos dio por pensar que eras buena gente.

¡Ah! Pero como dan guerra los malvados…

—Sigue, Carmen.

—Ya luego nos fuimos acostumbrando a tu persona, ya ni lo güero y gordo te vemos. Aunque nos seguimos burlando de tu español.

Hasta el padre dejó de criticarte.

—¿Me criticaba el padre?

—¡Ay! Si te contara. Me decía que esta casa estaba maldita, porque no eres creyente. No fueras a ser el mismísimo demonio.

—¿Y tú que le decías, Carmen?

—Ora verás, fue a principios de año, que me le enfrenté al curita ese, y le dije:

«Mire Padre, el gringo no es malo, si no cree en nuestro Dios por algo será, pero yo me he dado cuenta que su dios está en los libros que lee y en lo que escribe. Y pos allá él y su religión. ¿Qué no nos dice usted que seamos tolerantes con nuestros prójimos? Pos empiece a practicarlo».

El gringo soltó una carcajada y llamó a sus perros.

Acarició a Satanás, sentado a sus pies, y le dijo a Carmen.

—Tú sí me conoces, mujer.

Eternidad

Eternidad es cuando tu hijo llora de hambre y se te han secado los pechos.

La madrugada cuando los paramilitares nos hicieron la emboscada mientras ayunábamos por la paz.

El momento en el que buscas a tus muertos con la esperanza de no reconocerlos.

El lapso entre la conquista y el ahora.

Es ser niño y desear llegar a adulto, es ser adulto y cruzar a la vejez.

La distancia entre nuestra lengua y la de los ministerios públicos. El sendero para llegar a la armonía de nuestros pueblos.

El espacio entre la confianza y la duda.

El camino desde nuestras comunidades a la capital.

Es el hermano con tuberculosis hasta llegar a un Centro de Salud.

La brecha entre mis manos y tu sonrisa.

El corazón y la palabra sincera.

El puente que cruza las fronteras del racismo.

Es el momento puntual de llegar al cielo y ser recibido por tu nombre.

Padre

Tú tan sólo te moriste y a nosotros nos dejas huérfanos de sueños.

 

La ausencia se instala en lo cotidiano, se sienta en el sillón de orejas y fuma lentamente contaminando el espacio de la desazón.

Ya no abres tu casita feliz, vestido de sonrisa, extendiendo con tu mano la jícama de bienvenida, te llevaste contigo, los «¿qué te ofrezco, güerita?».

Cerraste el periódico sobre la mesa, ya tus ojos no lo leen.

El cajero del súper te extraña, nosotros también.

Y tu mujer come sola, se le atraganta la pregunta, «¿te tomaste tus medicinas, Fernando?», nadie le responde, el silencio se instala, habita el dolor que se apoltrona a sus anchas.

Eres una imagen más de las tantas de familia que con amor coleccionaste.

Se nos fue el padre, el marido, el hermano, el amigo, el abuelo de la selva impenetrable, el señorón a todo dar, a veces molesto de cargar con su vejez que nunca previó.

Te busco en las estrellas de la noche y te saludo «hola, papucho», en una ocasión nos respondiste y luego, la nada.

Mis piernas no saben apoyarse en la ausencia, mi hijo vuela a las dos semanas de tu muerte, nuestra muerte, algo en nosotros también murió y Arturo se lleva de equipaje la pena, para abrirla poco a poco en su nueva vida.

Y mi mascota fallece también, después de diez años de compañía, de recibirme feliz por el simple hecho de verme; y ya no la miro, se ha ido contigo, son tantas despedidas que apenas me reconozco en medio de tanto dolor. Ya no me cobijan tus ojos azules, ni volverán a leer mi libro inédito que tanto te gustó, se queda inmóvil en tu buró, esperando que regreses.

Siento que la muerte me observa de frente e intento darle la vuelta, pero reaparece, callada, fría, tiesa.

Mi hermana que vive cerca, está lejos, nos asusta tanto dolor y pasé a ser «la grande» sin desearlo.

No quiero ver a nadie, no soy buena compañía, algunos creen que mi pena es contagiosa y marcan sus distancias.

Me pregunto ¿qué será de mí cuando falte mi madre?, ¿quién me dará la receta del pavo de Navidad?, ¿quién nos dejará los mensajes escritos a mano?

Amores que se van, a no sé dónde. Y entre tantas pérdidas quisiera que se perdieran los recuerdos dolorosos, tirarlos al fondo del mar y encontrar una botella flotando que me indique hacia dónde seguir.

Mientras, sobrevivo atada a la fe, la niña abandonada se aferra a sus amores que la sostienen y que aún no se desilusionan.

Y me dejo llevar por la vida, ésa que fluye aun cuando siento que la mía está detenida.

Pesadilla

Durante las noches de invierno, la neblina habita el pueblo y en aquella ocasión las brazas del fogón tiritaban de frío.

Itzel, famosa por sus sueños, tiene la facilidad de trasladarse hacia otros y a nadie extraña que se aparezca en ellos.

Sobre su regazo descansaba el bordado.

Esa vez salió a perseguir una pesadilla, con la intención de capturarla en los oscuros tejidos de la noche.

Sobrevoló la choza de la comadre Valentina y fue tendiendo una fina red de hilos azules.

El sueño desobediente se escondió junto al río, Itzel, sigilosa, siguió sus huellas, que confundió con las de un coyote que venía a cuidar a su patrón.

Cuando estaba lista para atraparlo, el animal le peló los dientes y espantada retrocedió.

Se sintió perdida y comenzó a caminar alrededor de la aldea.

Quienes la vieron, dicen que estaba como ausente, parecía sonámbula y así han transcurrido varias lunas, sin dar con él.

Hace varias semanas que duerme con un hilo amarrado a la mesa, para sujetar sus alas, y la sorprende el amanecer con los ojos en blanco.

La fotografía

María le toma el hombro a su madre para recordarle que cuenta con ella. Ayer la había vuelto a escuchar llorando encerrada en la habitación de costura.

Esa noche cuando María se fue a dormir, no pudo conciliar el sueño, sabía que muy probablemente tendría otro hermanito, ya eran seis y los dos últimos que habían perdido.

El verano anterior, cuando comenzaron los dolores del parto, la madre la mandó llamar y le dijo «no hay tiempo, pon agua a hervir y saca las sábanas de lino que están en la parte alta del ropero».

Ella le dijo con voz asustada «¿le aviso a mi padre?».

La madre contestó «Ni se te ocurra, que en estos menesteres no es nada bueno, haz lo que te digo».

Corrió a la cocina y sobre la gran estufa de leña puso una olla de agua a calentar.

Se apresuró al armario y dispuso las sábanas, corrió a la habitación y vio a su madre que sudaba y el gesto de dolor apenas le permitía dirigir a su hija mayor.

—Cierra la puerta, que no entren tus hermanos.

María obedecía como autómata a la adolorida voz.

—Escucha bien, hija: corta un tramo de tela, mójalo con agua fría del aguamiel y ponlo en mi sien.

María así lo hizo, corrió a la cocina y con cuidado llevó la batea con el agua hervida y cerró con cuidado la pesada llave.

Su madre comenzó a pujar, abrió las piernas y de pronto brotó un mar de sangre.

María, aterrada, sólo acertó a ponerle un pedazo de lienzo entre sus extremidades.

De pronto, la madre dejó de forcejear, perdió el conocimiento y María, sin saber de dónde le venían esos conocimientos, comenzó por apretarle el abdomen y hablarle con tranquilidad: «Madre, no se apure, que aquí estoy yo».

Limpió las sábanas, le enjuagó el cuerpo, y de un débil quejido de la madre apareció una masa rosada. María la tomó en brazos, comenzó por limpiarla, sentía cómo la sangre de ella y su madre fluían sin parar.

Tomó a la criatura inerte, y de pronto otra masa apareció sobre las sábanas, era la placenta. Cortó con las tijeras limpias del costurero en forma de cigüeña, el cordón.

Volteó al niño, nada pasó, le dijo: «¿Madre, qué debo hacer?». No obtuvo respuesta.

Le dio dos nalgadas, de nada sirvieron.

Envolvió al pequeño cuerpo en la sábana y lo acomodó al pie de la gran cama de madera.

Llorando, comenzó a lavar a su madre, al poco rato, que le pareció eterno, la madre volvió en sí y le dijo «¿Qué es?».

María llorando contestó «Un angelito más».

Le cambió el camisón, le frotó las piernas y le acomodó los almohadones. Le puso al ángel en su regazo y la madre al verlo comentó: «No ha sido tu culpa, María, así lo dispuso el Señor».

Desde ese día María ha estado pendiente de las emociones de su madre, cuida de sus hermanos y por alguna extraña razón que no entiende, sabe que ese parto las unió de una manera importante.

No hay necesidad de hablar, ellas dos saben lo que la otra necesita.

Es sólo que la madre nunca ha vuelto a sonreír.

La fotografía la tomaron justo al mes de que el niño Fidencio fue enterrado. Ahora, veinticinco años después, María mira esa imagen y maldice por su exagerado sentido de responsabilidad.

Toma la foto en sus manos, frente al mar, la quema y se libera de aquel pasado que la ató.

Se frota el vientre y dice suavemente «no temas, amor, a nosotros no nos pasará».