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La bordadora de sueños

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Francisco

Diantre de chamaco. ¿Pos en qué estabas pensando? Mira namás como quedaste. Te he dicho mil veces que le pares a la brincadera, de plano estás hecho una desgracia, pero eso sí, te haces el que no oyes cuando te estoy hablando.

¿Cuántas veces te tengo que decir que no puedes volar? Pero tú terco con lo mismo, «mire, mamá, de más alto». Y ahí me viene la vecina con el chisme de que ya andas trepado en la azotea, y como si no tuviera otra cosa que hacer, voy con el Jesús en la boca para ver qué hiciste. No tienes remedio, Pancho, siempre te sales con la tuya. Seguro ya se me quemaron las tortillas, dejé a tus hermanos solos en la casa.

Antier, me asomé a la ventana y te grité que te amarraras las agujetas, pero ya ni me escuchaste, saliste como alma que lleva el diablo a hacer de las tuyas, y ahora me sales con esto.

De nada te sirvió la nalguiza que te puse ayer por andar trepado en los andamios de la obra, si pareciera que estás sordo, canijo. Pero verás, con este pañuelo y tantita saliva te quito lo chamagoso que estás y te llevo a la casa, a ver si ora sí me obedeces.

—Señora, no es necesario que lo limpie, en la funeraria se encargan de arreglarlo.

Olvido

El mero día del Santo Patrono se escucharon las campanas, los cohetes y se encendieron los cirios. Estaban por comenzar la oración para obtener lluvia y buenas cosechas, cuando el Principal olvidó qué decir. Todos voltearon a mirarse. Los músicos no recordaban las notas, los danzantes no supieron qué hacer.

Parecía que se hubiera roto el cántaro de la memoria, cuenta doña Trini y todos amanecimos con el olvido:

—Ni siquiera recordaban sus caras, los chamacos llorando buscaban a sus mamás, sentadas junto a ellos.

Como si sus corazones se hubieran secado, los lazos de armonía estaban rotos.

El Santo enojado anunció «La aldea entera será víctima de mi justa ira».

Entonces se hincaron a sus pies y le juraron ayuno. No pudieron volver a sus casas porque no sabían el camino de vuelta, así que permanecieron en el atrio.

Cuentan que la cazuela de barro en donde se cocería la vaca se rompió y con ella la historia de los antepasados. La anciana recordó que había que celebrar la fiesta, si no, el sol se detendría y los vientos y el hambre se harían presentes.

Tomaron tierra roja, y mojándola con agua bendita, formaron un gran perol, y una vez en el horno lo depositaron con la intención de recordar. Al cabo de dos días, poco a poco, la música dio inicio, las plegarias comenzaron a fluir y el Santo se puso feliz.

Los capitanes emprendieron el baile y la armonía fue restaurada.

Guía para ver un fantasma

1. Ansiar verlo.

2. Reunir sus objetos favoritos sobre la cama.

3. Abrir el clóset y oler su aroma.

4. Leer el libro que dejó en su buró.

5. Ponerte el pijama del difunto, tomar su cepillo de pelo y recostarse sobre su lado de la cama.

6. Tener miedo.

7. Apagar las luces.

8. Llamarlo por su apodo.

Una vez recostada la persona boca arriba, cierra los ojos y repite diez veces la invocación inhalando y exhalando. Por ejemplo: Tito, ¿estás aquí?.

Una mezcla de temor y curiosidad invadirá tu cuerpo.

Deberás soltar el miedo, ellos, los fantasmas, lo sienten, como los animales.

Un hormigueo en la yema de los dedos indicará su presencia, acompañado de calor.

Algunos se atreven a tocar.

Hay testimonios que afirman haber hecho el amor con ellos.

Existen fantasmas celosos, que no permiten a sus vivos volver a relacionarse.

Algunos son metódicos y sólo aparecen a determinadas horas.

Otros se aburren de la tristeza que dejaron y se dedican a visitar a personas alegres.

Los que son melancólicos deambulan en las funerarias, a veces fungen como parte del comité de recepción a los recién muertos.

Hay fantasmas tan irresponsables que ni siquiera asisten a su velorio.

Después de la última orgía que tuve con mis diferentes muertos, decido ser monógama con la vida.

Espejo

«En la luz del rostro real está la vida»

(Proverbios 16:15)

De niña le dijeron que no se mirara en el espejo, porque el demonio se le iba a aparecer, el pecado de vanidad era grave. Luego, cuando murió la abuela, se cubrieron las lunas de la antigua casa para que no se reflejara el alma de la difunta y no se vieran las caras tristes de los deudos. Así pasó el tiempo, el gran cristal quedó cubierto y fue motivo de más curiosidad.

Yo heredé el espejo de mano de mi antepasada, y en él se proyecta su alma. Busco en el fondo su imagen y no aparece.

Se lo entregué a mi hija sin la leyenda del pecado. Cuando Ana se asoma a descubrir la belleza de las que no pudieron mirarse, de golpe nos manifestamos todas. Orgullosa se reconoce. A Ana se le revela un ángel de grandes alas que le muestra el vuelo y todas reunidas partimos hacia el infinito. En la transparencia del sueño fluimos hermanadas.

Gota de agua

Cuando se casó Cándida, amiga de Itzel, siguió a su esposo a tierra caliente, llevaba su vestimenta de lana y no tenía más que ponerse. Cruzó las cordilleras con el cuerpo perlado en sudor. La noche que durmió con su marido por primera vez estaba tranquila, su madre le había explicado lo que acontecería, pero lo que sucedió fue mucho mejor. Recuerda a Calixto bien bañadito, con su camisa de manta nueva, cómo le puso flores en la cama y le habló bajito; la pareja de su boca, la pareja de su corazón, le fue sahumando el cuerpo con su aliento.

Esa noche se juró acompañarlo al fin del mundo, y parecía que hasta allá llegarían. El primer año tuvieron una buena cosecha, pero a partir del segundo, por más que le rezaron al dios lluvia, éste no escuchó.

Su marido le dijo que se contrataría en la hacienda por unos meses para pagar las deudas y que ella se quedara para cuidar la siembra, su viejo la apoyaría. El tiempo no mejoró, los animales comenzaron a morir de calor, los ríos se fueron secando y ella se sentía igual.

Una tarde al despedirse de su suegro, se dirigió al arroyo seco y se puso a hablar con la madre agua para que fuera buena y regara sus parcelas. Le ofreció sus lágrimas, le pararía la lloradera a Calixto, pero a cambio les ordenaría a las nubes juntarse y hacer florecer la tierra.

El manantial la escuchó y se reunió con el cielo para llegar a un acuerdo.

En la madrugada comenzó a llover, la tierra recibió el agua como mujer enamorada y volvió a sonreír. Las semillas hicieron lo suyo y los grillos cantaron.

Cuando Calixto volvió, se sintió orgulloso de ella. Le traía a regalar un vestido de algodón que le costó dos quincenas, y que había dormido abrazándolo para recordar el cuerpo húmedo de su mujer.

La mordida

Esta herida que ves en mi mano me la hizo Cande, mi sobrina, y gracias a ella se salvó, cuenta Micaela, prima de Itzel.

Esa mañana granizaron balas sobre nosotros, hasta el tronco se cayó, fue cuando agarramos hacia la cañada para protegernos. Se oían como caballos corriendo, eran ellos.

Nosotros estábamos en la ermita, haciendo oración y ayuno por la paz.

Mi papá agarró a mis hermanitos, que son tres: de doce, diez y siete años que tenían y se echó a correr, yo me quedé con mi hermana enferma, no se podía mover, tenía mareos, y le dije: «cállate, hermana, ahí vienen los paramilitares» y ella no escuchaba nada, hasta que la bala pasó rozando por mi cabeza, las dos nos tiramos al suelo y empecé a llorar quedito, y salimos corriendo rumbo al arroyo. Me encontré a mi papá tirado, entró un palo en su pie y me dijo «pues ni modo, hija, esperamos aquí, a ver qué pasa, no hay que desanimarse, nosotros estamos limpios del corazón, no le hemos hecho daño a nadie».

Fueron llegando los demás, había mujeres embarazadas, una comenzó con los dolores. Le insistí a mi padre que nos fuéramos más para allá, pero él como estaba herido, me recomendó:

—No, mejor esperamos aquí, sin miedo, estamos ayunando, no tenemos armas, nuestra única defensa es la palabra de Dios.

Yo me bajé como tres metros y mi papá gritó:

—¿Dónde estás, hija?

—Pues aquí estoy, más mejor, papá, ven acá vamos a escondernos, voy a ir donde están las demás mujeres.

Mi papá subió y se trajo a mi sobrina, como pudo me la pasó, seguían tirando balas y vi cómo llegaron cuatro personas con sus máscaras.

Luego ya no escuché a mi papá, como mi sobrina comenzó a llorar, la agarré bien fuerte, la puse en mi regazo y le metí la mano en la boca para que se callara, fue ahí cuando me mordió. Yo me hice la muerta y sentí cuando nos aventaron el primer cuerpo, estaba mojado, luego otro y otro, hasta que se me entumió todo, ya no sentía las piernas. Cuando pude ver, reconocí a mi comadre Catarina, estaba con cinco meses de embarazo, sus ojos bien abiertos ya no te miraban. A un lado Ignacio Pukuj, también muerto y a los demás ya no quise verlos.

Sentí el cuerpecito de mi sobrina húmedo, pegajoso y frío, se confundía el lodo con la sangre.

Cuando ya no escuché nada comencé a quitarme a mi gente de encima, aventé a la niña y salimos huyendo, pobrecita criatura tenía miedo, pero como es retelista entendió que más valía estar en silencio.

 

Subimos la montaña, la tapé para que no viera a los muertos y con los pies descalzos llegamos a la orilla de la carretera. A las horas de caminar se paró una ambulancia, bajó un doctor que hablaba nuestra lengua, pensó que estábamos heridas por nuestros trajes llenos de sangre, nos preguntó de dónde veníamos y con mi mano ensangrentada le señalé Acteal.

Nos subimos al carro y nos limpió. Eso me cuenta él, yo apenas recuerdo, porque andábamos como almas en pena.

Cande perdió a sus papás y cuatro de sus hermanos, yo perdí a siete familiares. Fueron cuarenta y cinco en total.

Recién la masacre no los podía perdonar y me preguntaba «¿por qué pasó así?», ahora que veo a mi sobrina con su corazón en paz, decido hacer como ella.

Y con la mano mordida sigo bordando, gracias a Dios.

Ambos

Yo creo que porque nací en año par las cosas siempre me llegan de a dos.

La Bruja mayor me tiró las cartas hace catorce meses y con sus dos ojos negros, primero sobre las imágenes y luego viéndome sentenció:

—Veo a la muerte y no vendrá sola.

Con una sonrisa nerviosa intenté ignorar el conjuro, seguimos la velada hasta terminar la botella de tequila.

Pasaron dos días y recibí la noticia de que había muerto mi padre, así de golpe, como cuando tiró la baraja sobre la mesa.

Dos semanas después se fue mi hijo muy lejos, a dos continentes de distancia, y yo sentí clarito cómo las dos penas se me anudaban.

Lloraba en las tardes, me iba al patio con mi perra y ella me miraba con sus dos ojos tristes para acompañar mis dos ausencias.

Dos meses después mi perra murió.

Las alegrías, penas, amores, desencuentros, hijos, oportunidades, renuncias, hermanos, hermanas, fantasmas y cuentos siempre me llegan de a dos.

La visitante

No tenía claro a lo que iba, durante el trayecto en el camión me lo pregunté varias veces.

Miraba a través del cristal y el horizonte no me daba respuestas. Incluso al llegar a Escuinapa bajé a estirar las piernas y compré un cucurucho de guasanas.

El vestido se me pegaba al cuerpo y el viejo de junto alborotado me miraba.

Al pararme jalé el resorte del calzón y el pinche vestido que se ceñía a su voluntad.

Cuando comenzó la oscuridad abrí la ventana, el viento enredó los pensamientos junto con mi negro cabello.

Metí la mano entre mis senos para cerciorarme que traía la dirección que las monjas del orfanato, con su letra picuda, me habían entregado.

Oía la voz de la madre superiora diciéndome por milésima vez «Te bajas en la estación, caminas a la derecha y a dos cuadras vas a ver la iglesia, ahí preguntas por don Demetrio, y él te lleva a la misión. Pórtate bien, chamaca, recuerda todo lo que te hemos enseñado. Eres lista, lo que pasa es que te distraes siempre, pareciera que quieres seguir en la ignorancia».

Llegamos al pueblo, apenas eran cinco calles. Nomás de pensar en que ahí viviría con los Padres, quesque pa que se me quitara lo burra y me hicieran una mujer de bien, me dio miedo.

Cuando me levanté para agarrar la caja de cartón que estaba sobre el asiento, el mirón se acomidió y me dijo «¿Aquí te bajas preciosa? ¿Qué va a hacer una niña tan bonita en un lugar tan feo?».

El olor era como de establo, las moscas subieron por docenas apenas se abrió la puerta del camión. La atmósfera era inmunda. Dudé por unos momentos, giré la cabeza y el señor, con una gran sonrisa, insistió «¿No te gustaría trabajar conmigo? Vivo en una casa retebonita, te voy a tener como a una reina».

Volví a subir mi equipaje, me senté junto a él como toda una emperatriz.

Emparentados

¿Sabes por qué usamos estos trajes?, no creas que así se vestían nuestros ancestros; lo que sucedió es que cuando llegaron los del otro continente, al darse cuenta de que éramos tantos y que no entendían nuestras voces, como ahora les sigue pasando a todos, decidieron qué ropa debíamos usar para así diferenciarnos de las otras poblaciones y para impedir que nos juntáramos unos con otros, no fuera a ser que un día nos entendiéramos y se tomara la decisión de convertirnos en una sola comunidad. Los trajes de antes eran mucho más bonitos, los colores los hacíamos con base en lo que los ojos miraban de la selva, a los cantos de las aves, y a las sonrisas que recogíamos. Creyeron que si nos uniformaban sabrían quienes éramos, pero nunca pensaron que aun cuando las lenguas suenan diferentes, los corazones hablan el mismo idioma. Así como los vestidos, así es la palabra nuestra. Por más que la quieran hacer invisible, los abuelos nos cuentan cómo fue y cómo está siendo ahora.

Dice la vieja Macaria, que estando en el río para lavar la ropa, vio clarito la imagen de una mujer con el traje de antaño, que le dijo que fuera a donde estaba la pirámide escondida y buscara debajo de la estela maya, ahí vería cómo se adornaban las mujeres antiguamente. Fue, pero ya habían robado todas las piedras. Pasó un tiempo y estando otra vez en el río, ya cuando tenía el canasto lleno en su cabeza, vio en la orilla flotando una tela de colores, y se agachó para encontrar una blusa como la que traía puesta la de la aparición. Dicen que hace muchos inviernos, cuando aún no llegaban los caxlanes, ella lanzó su prenda bordada de sueños al agua para que sus hermanas contemplaran la historia convertida en realidad. Entonces se hablaba la misma lengua y se compartía el mismo corazón; habrían de pasar por muchas noches de inframundo, hasta que la luz iluminara de nuevo el origen. Esto cuenta la tradición, y como dice Macaria, si hay alguien que sepa más de lo sucedido, por favor que lo diga.

Oventic

Arribar a Oventic, Chiapas, en medio de la niebla, es confluir a otra dimensión.

El primer acceso es la cafetería en donde mostramos las identificaciones. Pasado el tiempo, un compañero te da la señal de bienvenida.

Dos columnas de casas de madera divididas por una calle, al fondo una cancha de futbol; rodean al paraje las montañas que protegen con su señorío ese mágico espacio.

A la derecha se ubica la cooperativa de mujeres artesanas, del otro lado está pintada en la puerta una mazorca de maíz. Cada grano es una cara cubierta, enmarcada en alegres colores, ahí es la Junta de Paz y Buen Gobierno. Atravieso el umbral, hay unas bancas de madera rústica, frente a ellas una mesa, tres sillas y, sobre la pared, la fotografía del Che Guevara.

Aparecen por una entrada lateral tres personas con el rostro cubierto, dos hombres y una mujer. Sólo puedo mirar sus ojos, que elocuentemente hablan, tocan.

Me detengo a observar a la mujer, el paliacate rojo le cubre la boca. Sus negros ojos sonríen. Expresa con su voz en tsotsil, como si fuera un suave canto, mueve sus manos al compás.

El traductor, con todo respeto, interpreta sus palabras, ella habla en poesía.

¡Qué ganas de grabar este instante!… Mejor lo disfruto.

No conozco su nombre, se dice «compañera», no imagino su edad, sólo me abandono a sus ojos y abrazada, me dejo llevar por la emoción.

Comienza a llover, los techos son de lámina. Se detiene la conversación. El ambiente cambia, la humedad logra que la tensión se desvanezca y de pronto la formalidad se pierde.

Sentados en la segunda fila, frente a mí, unos amigos con sus trajes típicos tsotsiles, el sombrero con listones de colores. Juego con ellos, trenzo mis manos a sus raíces.

Visten camisa de manta, sobre ésta un saco de lana negra que les cubre hasta arriba de las rodillas las piernas desnudas, lampiñas, vigorosas.

Miro con detenimiento sus pies que me llaman la atención son fuertes, resistentes, amigos de la tierra que cultivan.

Al terminar escucho unas voces, no comprendo el idioma, miro hacia el final y leo «Junta de los Caracoles».

Me distraen las carcajadas, son los niños que corren a mirarme con los dientes desgranados, como si la alegría se pudiese tocar.

¿Hay música más hermosa que la risa? Cae desparpajada como la cascada de Misol-Ha, salpica a cualquiera que la mire y pringa de colores el corazón.

Se acercó uno que habla castilla y me dijo al oído: «mi mamá es la compañera Candelaria, ella es quien organizó a las mujeres para salir vivas de Mahomut».