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La bordadora de sueños

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Arcoíris

La primera vez que Itzel vio el mar se quedó arrobada, nunca había imaginado que hubiera tanta agua y mucho menos que ésta fuera salada; se sentó en la duna y preguntó: «¿Quién mueve el agua?». Le dije: «son las olas, el viento, quizás, la luna, no sabría decirte…».

Se quedó acechando con esos ojos de mil preguntas. «Olas», repitió entre dientes.

En ese viaje antes de salir de su pueblo se le acercó su enamorado Ángel, y no pude evitar escuchar lo que le decía: «mira, Itzel, como te vas tan lejos, te vengo a regalar un arcoíris; disculpa si está descolorido de tanto verlo con la mirada fuerte cuando abría la caja, mi mano áspera y el suspiro cargado, pues tú has de disculpar que se haya gastado un poco. Espero que te guste, lo hice especialmente para ti».

Cárgalo en tu valija, y cuando te sientas solita, triste, ojerosa, cansada, pos nomás sácalo un tantito y aviéntalo para arriba, él solo se extiende, se acomoda y se enciende. Funciona a cualquier hora, en cualquier parte. Nomás no le quieras escarbar en sus bordes, no te vayas a llevar una sorpresa. Disculpa si salpica un poco, lo hice de la orilla del Salto, pero es agua buena, agua pura, como tú». Se despidió Ángel y salió corriendo.

En el mar observé que Itzel acariciaba la caja que le había regalado su enamorado, ella tenía mucha curiosidad. Abrió el arcoíris, lo extendió bien y éste se comunicó directo con los cielos y el mar; también le habló a la luna y ella le dijo que tomara una caracola marina y la escuchara, ella le explicaría de qué están hechas las olas y después hablarían, como acostumbran, en sueños.

Silencio

Y no es que me dieras la espalda, simplemente mirabas cómo se vuelve a construir una comunidad cuando la desgracia se presenta. En silencio esperas respuestas, no quieres que te den consuelo, lo buscas acechando las aguas mansas que un día despertaron llenas de ira hacia los hermanos. Te remontas en el paraje donde mataron a tu familia, esperando que sus voces te devuelvan la armonía que te fue robada aquella mañana de diciembre, mientras hacían oración. Ellos ya están reunidos, tú deseas estar con ellos para no sentir tanto dolor.

Silencio.

La fe se cayó de tu corazón y ya nada tiene sentido. Aun así debes levantar los pedazos, recoger las cenizas, velar a tus difuntos y mantenerte en pie.

Los sueños se han secado y los colores no brillan más en tus manos, las voces no dicen nada.

Sacudes tus alas morenas, remontas el vuelo hacia la montaña que conserva el sonido de los disparos y los gritos de miedo.

Vuelas hacia la nube que se llama perdón.

Nómada

Itzel extraña la milpa, el pueblo donde creció y en donde están sus muertos, ésos que regresan cada dos de noviembre. ¿Ahora quién los va a recibir? Sus almas andarán en pena, como ellos después de que tuvieron que salir de la comunidad por las amenazas de los militares. Su madre anunció que volvería, ella, que cuando enfermó y la trasladaron a la capital, tardó mucho en curarse. Hubo que vender las gallinas y el marrano que habían engordado por dos años para pagar las medicinas, y luego se turnaban los hermanos para no dejar que la cosecha se pudriera. Fueron meses de angustia. Y para cuando salió de la clínica ya no tenían nada guardado, pero los del pueblo le hicieron su recibimiento, como ella se lo merecía, los musikeros no cobraron nadita, las comadres se afanaron con la comida. La fiesta de bienvenida estaba mezclada con un desasosiego que era nuevo para ella. Decían que andaban echando bala, que eran tiempos de guerra, pero el aguardiente y la alegría de volver a verla fueron apagando las voces del miedo. Así pasó la primera semana, hasta que una noche Itzel soñó que el sol entraba a su casa y comenzaba por incendiar el techo. A la mañana siguiente, frente al río la saludó su vecina como es la costumbre. «¿Cómo amaneció su corazón?», y ella le contestó: «mi corazón está dividido, hay algo que soñé y no me da paz». Una vez en casa, tomó la aguja y fue desbordando el sol que empezaba a iluminar aquella hermosa blusa, al hacerlo, ponía la intención de que éste no se incendiara, cada despunte era una plegaria.

Los militares llegaron de noche, quemaron las casas, robaron sus pertenencias y ellos tuvieron que salir huyendo para salvarse. Llegaron a la casa de su hermanita y fue allí donde la madre volvió a enfermar. En tres días murió. Las mujeres comenzaron a dar gritos fuertes y muy agudos, según la tradición, a fin de guiar su alma al más allá. Luego las ancianas lavaron el cadáver. Lo vistieron y lo colocaron sobre una tabla, mientras el carpintero hacía la caja. La gente comenzó a llegar para acompañar a la difunta, a la que nunca hay que dejar sola.

Cuando tuvieron la caja, la depositaron en ella junto con todos sus objetos personales para que su alma no regrese a casa, a buscarlos. Le pusieron una vela para que se la entregara a Dios, porque sería mal visto llegar ante Él sin un regalo. También le colocaron una calabaza llena de café para que bebiera en el camino y unas monedas para que comprara lo que quisiera en ese viaje.

Itzel sabe que fue la tristeza la que la mató, los doctores de la ciudad les dijeron que ya estaba bien sanita, si no fuera por tantas penas, seguro estaría contándonos sus historias de antaño a la orilla del comal.

Mariposas

Candelaria reunió a las mujeres artesanas y con los telares en la cintura decidieron que a partir de ese día el tiempo sería medido en mariposas. Podría ser mucho más fácil, porque eso de tener el horario de Dios y del gobierno las confundía.

Se levantaban de noche a preparar el comal, últimamente los gallos ya no cantaban, estaban cansados, habían decidido que dormirían un poco más, a ver si ahora las gallinas flojas hacían su trabajo; hasta ellas se rebelaron, comentaban los machos.

Ahora resulta que estas viejas quieren ser iguales, decían, nomás eso les falta, déjenlas, a ver qué hacen.

Los viejos resolvieron hablar con sus antepasados y muy molestos llegaron al siguiente acuerdo: «durante la noche nos reuniremos con ellos».

El sol les escuchó y por ser solidario eligió no salir esa mañana, la luna se enteró y brilló hasta el mediodía. Las luciérnagas también apoyaron y se concentraban en la madrugada para iluminar a las mujeres.

Para eso era la junta, había que tomar decisiones, los hombres estaban de brazos cruzados muy enojados, con el cambio de lo que antaño tanto admiraban en las mujeres: su docilidad, obediencia y sumisión. ¿Y qué habían ganado a todo esto?, nada, era hora de participar.

Las mariposas les mostraron el camino. Ellas, una vez cada determinado tiempo, discutían la forma de trabajar.

El fuego se apagó y fue entonces que le llamaron a la hermana lumbre para calentar sus cocinas, ella accedió de buena gana. El calor se puso bravo y llegó la lluvia para aplacarlo. Así pasaron varias temporadas de mariposas, hasta que comenzaron a ver a sus hombres flacos, desencajados, pero eso sí, muy ufanos.

Después de la asamblea las mujeres hablaron con los ancianos para proponerles una solución. Aceptaron de mala gana y en medio del salón Candelaria alzó la voz: «Hace muchas mariposas que nuestras voces no se escuchan, quizás tengamos algo que decir, los hemos oído por siglos y regresamos a lo mismo, conflictos, distancias, hasta llegar a la guerra, que lo único que logra es pisotear unas voces por otras. Escuchen lo que tenemos que decir, no es cosa de tomar sus lugares, sabemos cuál semilla nos dio la vida y lo aceptamos, siempre y cuando se pueda aprender a caminar juntos, a ser compañeros. La división no nos lleva a ningún lugar, ya lo vimos y tan sólo nos desgasta a lo tarugo, hagamos un ejercicio para cambiar, y con nuestros hermanos y hermanas podremos ver juntos un nuevo camino.

Cuentan que a partir de ese día el Señor y la Señora Respeto se quedaron a habitar esa comunidad, reinventándose cada temporada. Si pasas por ese lugar, verás una nube de mariposas.

¿Se te ofrece algo, María?

Pues sí, señora; si me lo pregunta, se me ofrece un marido que me saque de trabajar, me quiera y me haga el amor como el suyo a usté. Que me abrace cuando tenga miedo y me proteja de mí, de la soledá, del vacío, del sinsentido de esta vida, que aún no entiendo pa’qué me tocó.

Se me ofrece también un padre pa’m’hijo, que me ayude a mantenerlo, que le dé su ejemplo.

Que se lo lleve a ratos, p’acordarme cómo era yo antes de embarazarme con sus mentiras, dejándome luego pa’ volver con su mujer.

¿Por qué? Pos eso de verlo retratado en m’hijo a veces me da coraje y me desquito con el inocente, pos estoy llena de enojo.

Me gustaría vivir mi vida, que no sea a través de ustedes.

Se me ofrece saber por qué usté manda y yo obedezco, si la quiero reteharto, a veces no tanto.

Aunque sus hijos me maltraten yo los cuido, y más que al mío.

Y cómo le explico a mi criatura que no puede andar por la casa como todos, si usté le dice que ésta es su casa.

¿Por qué no puedo darle lo mismo que a sus chamacos?, si yo sí trabajo remucho y usté no.

Cuando usté se enferma, yo la cuido y me preocupo, pero si yo caigo mala y usté me atiende, de pura pena hasta las gracias le doy.

Aunque he dejado mi vida en sus manos.

 

Y mi chamaco tiene que cuidarme y se aburre, y pos yo le pego, por no entender. Ya tendrá que aprender que así nos tocó, y no se lo puedo explicar.

Se me ofrece preguntarle a usté, ¿por que está triste? ¿Qué le hizo el canijo de su marido? Si usté es retebuena y el señor no la aprecia, pero no me atrevo.

Y luego la juzgo, ¿qué la agobia?, si lo tiene todo, hasta quisiera ser usté a veces.

Se me ofrece que me traiga tantito entender pa’qué me toca vivir esto si yo no lo escogí.

—No, señora, no se me ofrece nada.

Adelaida

No es el miedo a la soledad ni el mentado síndrome del nido vacío lo que tanto me duele, en realidad es que no he resuelto el abandono que sentí en mi niñez. Y repito la misma sensación que me da miedo y paraliza mi espíritu, es como encontrarme en un cuarto oscuro.

Lo mío es la luz, lo sé y siempre lo he sabido, ¿de qué tengo miedo?

Sola he estado y sigo viva.

Las decisiones importantes las tomé sin consultar la opinión de los demás. Y he acertado en mis amores, que sigo cultivando sin querer retenerlos; ahí están, Lía, no se han ido.

No necesito más de la opinión ajena para sentirme amada, segura y una palabra que no encuentro (¿adecuada?), digna soy de ser valerosa.

Adelaida y yo nos sentamos en el andén y vemos partir a nuestros quereres. A veces, cuando nadie nos ve, nos subimos de polizontes a los recuerdos y convivimos con ellos, ahí están, nosotras también.

Duelos***

Y es que hay días y días, por ejemplo el de hoy; tú estás haciendo lo tuyo, retomando la rutina y de pronto ¡zas!, sin previo aviso aparece de nuevo ese malestar al que le llaman duelo. Por más arabismos que hice para espantarlo, el méndigo se instaló tan a sus anchas, mordiéndome los recuerdos que aún no sanan. Se deleita en hacerme sentir mal, con miedos extraños, ideas negativas, dolor de panza, nudos en el cuello, en fin, abarca mi persona. Y lo invito a retirarse de buen modo, pero nada, se sienta cómodamente y exige atención.

—¿Qué tal, cómo te sientes? —Reconozco una leve ironía de su parte, le contesto grosera:

—Mal, ya estarás contento, ¿no?

—Pues no, verás, yo me alimento de penas de verdad, no pierdo el tiempo con los negadores, los espero pacientemente hasta que los agarro agotados, tratando de distraerse de mil maneras y, en un descuido, me les voy directo a la yugular hasta que los dreno, les doy un leve descanso, porque ya agotados no saben igual. Y vuelvo al ataque. No hay prisa. Existen algunos que son más sabrosos cuando se les empalman los duelos, ahí sí que me doy vuelo.

Percibo la pena disimulada, me llaman y cuestiono suavecito:

—¿Cómo te sientes? Así, te pregunto de nuevo a ti.

—Me siento mayormente de la chingada. ¿Ya estás satisfecho?

—No todavía, pero regreso después.

*** Abril de 2006, a 6 años de la muerte de mi hermano y 6 meses de la de mi padre.

El juereño

Hasta mi palapa llega el olor a mar, aquella noche la nave nadó huérfana de sueños hasta la playa más cercana.

No reconocí tu voz que se guindó en las cuevas que cantan.

Me asomé descalzo para no despertar a la luna, que nos contó de tus manos de hiedra; las imaginé enormes protegiendo nuestra aldea, como un gran abrazo riendo, lleno de besos en gotas.

Los ancianos dijeron que venías del otro lado del mar, doña Feli dijo que llegaste en la tormenta de estrellas, yo no sé a quién creerle.

Cuando caminas en la playa no dejas huellas, ¿será porque la lluvia se columpia bajo el atardecer contento?

Dice María que trajiste la sonrisa al pueblo, yo le digo que la salud, que no se olvide de cuando le pegó el ataque a Juan y tú sólo lo tocaste y se aplacó, nunca más se puso malo.

Hasta don Beto dejó de tomar, por eso le pido al cielo que nomás que venga el eclipse no te quiera llevar.

Favorcito

—Por favor, por favor dame ese gusto, vientecito lindo.

—Ta bueno, nomás dime la travesura.

—Verás, cuando salga la vieja mocha de la iglesia, sóplale bien fuerte al copete cardado, que se despeine todita.

El viento con sonrisa cómplice responde:

—¿Y por qué te cae tan gorda?

—Porque la oí en el mercado hablando mal de mi mamá, me dolió mucho y al salir de misa la malvada me pellizcó.

—Ora verás, Tomasito, la que le voy a hacer, ¡no se vale! Escóndete en el parque y a la salida la esperamos.

El viento se instaló sobre el templo. Llegaron dos nubes a solicitarle aventón, iban hacia el norte y les dijo que lo esperaran.

Al salir la doña, hinchó los cachetes y sopló y sopló. Las enaguas volaron y el peinado también.

—Viento jijo de tu madre, mira nomás cómo me dejaste.

Tomás, doblado de la risa, alzó la cara para agradecer:

—¡Qué bueno que somos amigos, viento, muchas gracias por el favor!

—Ahí cuando gustes, nomás me chiflas y aparezco. Si estoy de buenas, porque si me agarras encanijado hasta los desaparezco. Nos vemos, amigo, que a estas nubes guapas les voy a dar un ride.

—Adiós, viento, cuando des la vuelta no me dejes de visitar, pa’ jugar venciditas en la ventana del carro o volar el papalote.

Frontera

—Mira bien y dime si no es extraño. Yo creo que si se fija en ti, es sólo cuestión de que te animes a ofrecer tu fruta y él caerá rendido a tus pies. No tengas miedo, yo me acerco primero, coloco las flores, tú me sigues y escucha su mirada.

—¡Ay, hermana! ¿Y si nada más lo estoy imaginando?

—No creo que sean figuraciones tuyas.

—¿Y si la que le gusta eres tú?

—Por supuesto que no.

—¿Nadita?

—No, a mí me agrada otro, sólo tengo ojos para él, pero no estábamos hablando de mí.

Recordó esa mañana: al levantarse se dirigió al río a bañar, con coquetería se alisó el cabello y envolvió su cintura con el enredo. Las mariposas revoloteaban en el vientre cada vez que pensaba en el extranjero y ya la madre le había dicho que su caminar era diferente.

—Mira, hija, cuando una se está enamorando, las caderas nos traicionan, comenzamos a andar muy derechitas y se nos ve el amor por todos lados, no hay manera de esconderlo.

Ella guardó silencio, temía que el fuereño no sintiera lo mismo. Pero esa mañana tomo la sandía y se atrevió a cruzar las fronteras.