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La bordadora de sueños

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Luz

Cuando la música calló, Sofía por fin se dispuso a dormir. Cerró los ojos y el sueño la vino a buscar.

La llevó hasta una pradera y suavemente la recostó. Le colocó una flor sobre el cabello y al oído le narró la leyenda de la gallina del sur. Ella temió que fuera la historia de Horacio Quiroga. Tranquilizándola, el sueño hizo aparecer en su regazo una hermosa ave que podía comunicarse con Sofía.

Le relató cuando los ancestros pasaron una semana sin ver la luz del día. Los dioses se habían molestado por la ignorancia de los hombres y el castigo fue dejarlos sin amanecer, para que aprendieran a adorarlos.

El reino animal pagó sus culpas y Sol-ha intercedió por ellos.

Los hombres comenzaron a temer y pidieron perdón a los cielos, querían volver a ver la luz.

Acordaron las deidades brindarles otra oportunidad a través del gallo, quien anunciaría desde entonces la salida del sol.

Sofía abrazó al sueño y terminaron haciendo el amor.

Cuentan que lleva tres meses en coma profundo.

Miedo

—¿Cuándo conociste el miedo, Juan?, ¿lo recuerdas?

—Sí, fue cuando recién llegamos a vivir a Guadalajara. Las tormentas son famosas por sus truenos. Mi madre estaba sola conmigo y fue hasta la recámara para llevarme a la suya. La sentí temblando, ahí supe que el miedo existía y era tan poderoso que hasta mi mamá lo respetaba. Y tú, Marina, ¿cómo lo conociste?

—La primera vez que lo sentí fue en una borrachera de mi padre. Mis papás habían discutido, seguro por la adicción de él. El caso es que me subí al coche con papá y comenzó a manejar fatal. Terminamos arriba del camellón. Esa noche llovía. Para mí, el miedo huele a alcohol.

—¿Y ahora a qué le temes?

—A las cucarachas que habitan mi estómago, por eso las ahogo en alcohol. Salud.

Noticia

El procurador azotó el periódico contra el escritorio y llamó de muy mal modo al comandante de averiguaciones previas, el compadre Delfino.

Llegó volando y enfrentó la pregunta del jefe:

—¿Y ora éste?

Se rascó la cabeza y no atinó a contestar. Sabía que cuando el jefe estaba así, no había compadrazgo ni nada que le hiciera entrar en razón.

Esperó pacientemente a que se desahogara y escuchó la perorata.

—A ver, ¿qué le digo al gober? Que si el narco, que si los tiburones… Si serán tarados, cuando menos ¿saben si era gringo?

—No, jefe, pos si no tenía cabeza la osamenta.

—A ver, pendejo, ¿era güero o prieto?

—Pos al parecer era moreno, pero no negro.

—Pos ojalá sea nacional, compadre, porque otro gringo y nos lleva la fregada con los medios. ¿Seguro no era de los springbrais?, sabe cómo se diga.

—Parece que no, el único reporte de un gabacho ya apareció, estaba ahogado, pero de alcohol.

—Explícame el informe.

—Verás, en la playa Marlín andaba un deportista corriendo con su perro, éste se metió al mar y sacó un cacho de pierna en el hocico, con la rodilla y un pie ya bien descompuestos.

—¿Y tenía zapato?

—No, jefe, ¿por qué la pregunta?

—Digo, pa’ ver si por ahí averiguamos de dónde era.

Delfino pensó: «Nomás porque es mi amigo, pero este cuate es rependejo», y le contestó:

—Ya está el forense aplicando las pruebas pa’ determinar cuándo se peló y mis agentes andan revisando la lista de los desaparecidos. ¿Qué quieres que diga el informe?

—Déjame le pienso y te aviso. Hay que poner algo bonito, pa’ que no se espanten los turistas.

Sueño eterno

La luz del museo no me permite dormir, aún no me acostumbro a las miradas de los visitantes.

Yo estaba plácidamente enterrado en la tumba de mis patrones, custodiando sus viajes al inframundo; habíamos cruzado los siete infiernos y cuando estaba en el sueño infinito, apareció una pequeña luz que profanó nuestro descanso.

Escuché unas lenguas desconocidas, sentí cómo unas enormes manos me tomaron de en medio y, con una especie de brocha, comenzaron a hacerme cosquillas hasta dejarme desnudo, casi ciego.

Me llevaron a una habitación y fui depositado sobre la mesa principal.

Vi a algunos de mis compañeros y apenas pude reconocerlos, la mayoría estaban rotos.

Sacaron los huesos de mis entrañas y los distribuyeron junto a mí.

Entonces para lo que fui hecho dejó de tener sentido.

Yo debía protegerlos hasta siempre.

Los observaban sin el menor respeto. Hablaban de ellos sin tener idea de quiénes eran.

De pronto, la atención se centró en mí. Yo, con la humildad de una vasija vacía, permanezco inmóvil en esta gran sala llena de miradas, dentro del insomnio de la eternidad.

Sospecha

No sabía cuánto tiempo había pasado desde el último desmayo. La cabeza le daba vueltas, su cuerpo tirado junto al escusado, los brazos alrededor de la taza.

Totalmente desnudo, miró sus pies azules, hasta llegar a las rodillas.

Tenía frío, estaba sobre el tapete de baño, mojado en sus desechos.

Comenzaron las náuseas de nuevo, inclinó la cabeza dentro del baño y las arcadas no se hicieron esperar.

Intentó arrastrarse hasta la regadera, se daba asco. Abrió la llave y el líquido no salió, se escuchó un ruido como de estertor.

Con la poca fuerza que le quedaba, reptó hasta alcanzar el otro maneral. Un chorro de agua hirviendo le quemó el rostro. Lo cerró de golpe, se hizo bolita y permaneció en la esquina, sujetando sus piernas.

Las lágrimas comenzaron a rodarle, sintió otra punzada en el vientre y sospechó por un instante el estar envenenado.

El último pensamiento lúcido que cruzó por su memoria fue un refrán que había leído: «No hay peor enemigo que una mujer herida».

Sounds of silence

Hay sonidos que me traen paz. Despertar con el canto de las aves, el ronquido de mis huéspedes y la escoba, haciendo su trabajo en las manos de Zenaida, provocan que el orden de la vida me dé los buenos días.

El radio a lo lejos, la regadera y tu voz en mi oído, junto con el beso, crean equilibrio.

Esos sonidos fueron lo que más extrañé durante el secuestro.

Despertaba lejos de casa, con el miedo clavado a mis huesos, y hacía un enorme esfuerzo por imaginar una mañana cualquiera, en la seguridad de nuestra habitación.

Más de una vez creí haberte visto cruzar la celda, aunque mis ojos estuvieran vendados. Sentía tu aroma y cómo acercabas tu cara a mi mejilla diciéndome: «esto también pasará, mi amor».

Llegué a sentir tu beso de despedida. Con esa imagen bastó para sobrevivir los dos meses de cautiverio.

Bendigo los ruidos caseros que me devuelven la paz, incluyendo el ritmo pausado de los latidos de la rutina.

Te soñé

Te acercaste con tu paso ligero, esbozando una sonrisa. Tomaste asiento al borde de la cama.

Tus dedos nerviosos buscaban un remanso. Acomodaste tu mechón rubio que caía sobre la cara y desde el mar de tu mirada hablaste:

—Los sueños son un punto de encuentro, en donde el intelecto depone sus murallas. Es el acceso directo del corazón, donde habita la esencia del yo verdadero. La primera estancia que se cruza es donde se depositan los juicios. Pasas a la siguiente y el humo que cruzas desvanece la razón. Al llegar al puente y extender el aliento, unas finas alas se apoderan de tus brazos. La materia se disuelve y comienzas a flotar. Existen vientos suaves que conducen al recuerdo. Es aquí donde concertamos la cita.

Tomaste mi mano y en ese momento, convencida de la seguridad en el tacto, me abandoné al vacío.

Recuerdo tu camisa a cuadros azul y blanca.

Recostada en tu hombro dije: «Te extraño mucho».

Respondiste: «Aquí estoy, te acompaño en silencio, a veces sin que lo percibas, pero sigo aquí con ustedes».

Caminamos juntos hacia un cementerio. Nos sentamos bajo un árbol y observamos a todos los que iban a visitarte.

Me dijiste: «Míralos, ellos no han sabido llegar hasta acá, no se animan a cruzar el umbral, por eso es que sufren».

Acaricié tu cara, nos abrazamos y sentí un alivio al mirarte.

Quedamos dormidos bajo el árbol.

Desperté con la certeza de haberte visto, feliz de reencontrarte.

Agradecida por aquel sueño, me levanté a lavarme la cara y fue allí donde descubrí un fino vello blanco en mis brazos.

Hace dos semanas del encuentro y aún hoy, por más que me tallo, no logro quitarlo de mi cuerpo.

Engrandecer el corazón

En la tradición tsletal el saludo es: «¿cómo amaneció hoy tu corazón?».

Las diferentes respuestas van desde tranquilo, fuerte, sincero, animado, en casa, alegre, gozoso, abierto; hasta desanimado, desconfiado, indeciso, caído, enfadado, sediento, arrepentido…

Los que participan en estas comunidades no tienen ningún empacho en decir sinceramente cómo amanece su corazón.

Si existe alguna pena, los habitantes estarán dispuestos a participar en el ritual que se denomina yip o’tan, con la intención de brindarle consuelo.

 

Una vez reconocida la pena que embarga al hermano se acercan a él o a ella y con mucho respeto y cuidado le van diciendo al oído palabras muy sentidas, imponen sus manos sobre el compañero y pasan uno a uno para devolverle la armonía de su corazón.

La catarsis es inmediata y los resultados no se hacen esperar. Imagina que un día que amaneces con el corazón caído llegara a ti un grupo de amigos a decirte lo importante que eres en sus vidas ¿verdad que no habría depresiones?

Todos necesitamos de los demás para armonizar nuestros corazones, con esa intención podremos iniciar esta sección. Si a las personas que queremos les decimos frases amorosas, les estaremos engrandeciendo el corazón.

Un beso spisil o’tan (con todo el corazón).

La leyenda de las lunas

Cuentan los abuelos que había dos lunas en invierno hasta antes del famoso huracán.

Fue entonces que los viejos se reunieron en la selva para cultivar los puntos cardinales.

Al norte sembraron a la Ceiba, que comió besos y glifos de anís. Al sur encendieron una fogata de humo para alumbrar vestidos de luz. Al oeste quedó el mar, que goza bordando sueños; y al este se erigió la pirámide mayor, que acecha descalza de amor.

Ofrecieron después de la tormenta reunir en el caparacho de la tortuga de trece cuencos las diferentes voces.

Cada quién habló desde su corazón a las lunas, ambas agradecieron sus palabras y la petición de la menor de la aldea Azul impactó a una de ellas, que fue hasta el Sol y allí permanece, del otro lado del mar, custodiando las sabias voces mayas de los caxlanes.

Cuentan que se revelará el secreto en un año par y será entonces que la otra luna volverá a aparecer.

De oráculos, caracoles, corazones

Me adentré en esas aguas transparentes, vestidas con toda la gama de azules, el cielo lo mira envidioso, se ve pálido a su lado. Hoy eran tibias como las manos de un recién nacido, de un amante.

Busqué en el fondo la estrella marina que me había guiado sin encontrarla, me acerqué al arrecife más cercano y pregunté por ella; me respondió un pez rayado que si no lo sabía, lo miré con humildad y le dije que ni idea, se acercó a mí y dijo: «las estrellas vuelan, caen del cielo y se funden en el mar; son ellas quienes nos comunican que lo que sucede arriba es lo mismo de abajo, una vez que se apagan se integran al fondo para olvidar la sed de brillar». Lo escuché atenta. Son sabios estos seres marinos, por eso cuando uno se sumerge en su territorio deja de lado la carga de lo que pretende conocer y con todo el respeto se prepara para ir más allá.

De pronto miro un caracol, su textura es deliciosa, lo alzo a los cuatro vientos como lo hacen mis hermanos tseltales y, una vez que su voz retumba en los corazones, escucho su canto, llega desde lejos, late, vibra y susurra mi nombre en su lengua original. Lo reconozco, así me ha llamado desde siempre.

Sonrío y dejo que las tortugas escuchen mi canción.

Mi otro yo

Tiemblo con cada rayo y mi cuerpo queda como cable pelón. Al mirar por la ventana observo que primero es una descarga de luz, le sigue el sonido para quedar vibrando en mi sistema nervioso, le llaman esquizofrenia.

¿Soy yo o es ella?, ¿primero lo leí y luego lo soñé?, ¿o fue al revés? ¡Ah, ya recuerdo!, la pesadilla fue antes y el relato coincidía, sólo faltaba la perfecta descripción de «El coche se convirtió en un ataúd».

Tuvieron que pasar tantos años y vivir en completo estado de amnesia para dar paso al encuentro traumático de mi otro yo. ¿O es que no lo recordaba?

Esta nueva realidad me hacía sentir viva. Mis raíces no me engañaban.

Sentada en posición de loto, frente al mar Caribe, viajo en la meditación.

Regreso poco a poco con la respiración acompasada y percibo cómo el sol me habita, el viento acaricia los recuerdos y el mar me revela secretos.

¿Qué extraña semilla llevamos dentro las mujeres, que nos hace dudar de nuestros logros? ¿La habrán manipulado genéticamente? O ¿ya somos así por naturaleza?

Arranco la raíz y, con los pies bien plantados, esbozo una afirmación.

Y cuando no hay brillo artificial, es que las estrellas cobijan mi alma. Y sólo así mi voluntad da a luz. Un pedacito de la creación escurre por mis dedos. La luna invoca mi nombre.

Naufragio

Cuando encalló nuestro amor, nos vimos rodeados de medusas/recuerdos que palpitaban.

Inflando el pecho tomaste el timón, capitaneando nuestros rumbos.

Yo, marinera sumisa, miraba al cielo buscando guía; me abrazó el azul de las mareas.

En alguna isla enterramos nuestras risas, zozobraron los sueños y perdimos nuestro idioma.

Tiré el cabo en tu corazón, hice un nudo marino en tu pecho y eché el ancla en tu cuerpo turquesa.

Una noche sin luna, tirada en la cubierta, hice un conjuro con la Osa Mayor.

Me convertí en tiburón ballena, llegué a medir catorce metros, salí de las claras aguas para sumergirme, lejos de tu mirada.

Conocí otras especies, fui vagabunda marina. Aprendí a cuidarme de los depredadores de almas.

Tuve un amor platónico con un faro, entoné nuevos cantos que se escucharon hasta lejanas mareas.

Enfrenté varias tormentas refugiada en un pálido arrecife, que se convirtió en un gran amigo con sonrisa de coral, hasta que una noche plateada las constelaciones me recordaron mi esencia humana.

Pregunté si sabían de mi navío, el delfín me indicó la ruta. Ahí lo vi, estaba solo en la popa mirando al cielo.

Me impulsé y, con fuerza, tiré el barco, lastimando mi cuerpo. Tomó mi aleta y lo acerqué a la orilla.

Llegó a la isla donde habíamos perdido nuestras voces, desenterró los sueños compartidos y encendió una fogata de estrellas en la playa.

Aparecí vestida de agua y así fue como naufragó nuestra historia.

Refugio

Mi refugio han sido las voces y abrazos de mis amigas. Allí soy libre de ataduras; al cruzar, suelto las amarras y nos abandonamos en risas y complicidades de mil colores.

Han existido días en que cada una guinda la red para que otra se apoye y flote en nuestras diferentes mareas.

Nunca olvidaré los días en que he sido pasajera y el corazón da para mirar por sus ventanas, abiertas de par en par.

¿A, B, C? Alguien dijo una vez que la copa champañera se había hecho sobre el busto de una mujer ideal. ¿Ideal de quién? ¿En la época de Twiggy o ahora que los implantes están de moda?

Cuando la camiseta con su moño al frente no fue suficiente, le pedí a mi amiga Silvia que juntas resolviéramos el problema.

Y mientras mi madre tejía historias y custodiaba seis hijos, mis senos decidieron crecer fuera de su alcance.

Recuerdo que cortamos la punta y con un hilo oscuro, sobre la tela blanca, acondicionamos lo que sería mi primer brasier.

Y así, las sacerdotisas llegamos a la iniciación.

Las voces se escucharon en los cuatro puntos cardinales.

Las caracolas sonaron, levantando los brazos hacia el cielo ofrecimos la esencia de lo que somos.

Vestidas de blanco, cavamos la tierra y ésta engulló nuestros miedos.

Ahora las huellas de nuestros pasos se desdibujan, andamos mucho más ligeras.

A veces levantamos el vuelo.

O nos adentramos a las aguas. Caminamos sobre ellas, en ellas, y nos siguen a todas partes.

Desde y para siempre.

El agua danza en mi cuerpo, se pinta de rojo para llegar coqueta hasta el corazón.

A veces llora vestida de transparencia, para no manchar mi cara.

En una ocasión, nos entregamos todas; Luz, Agua y yo. Juntas rozamos el origen del principio y el final.