A ver qué se puede hacer

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AMOS OZ

Amos Oz no podría haber elegido un nombre más poético: Amos, el primer profeta judío literario; Oz tierra del mago (y “determinación” en hebreo). En su mezcla de regaño y patraña, su unión de dios y la falta de divinidad, el nombre de Oz expresa perfectamente las paradojas de su país nativo. Hijo de un sionista, Oz nació en Israel y frecuentemente ha sido considerado como una de las pocas voces literarias estrictamente israelíes. Un sabra nacido y arraigado en el país: como tal, ha sido leído por sus compatriotas es busca de las ideas de nacionalidad literaria que puedan surgir de sus palabras. Se puede ser profeta en su tierra si se juegan las cartas correctas. Pero un profeta no escucha todas esas preguntas insistentes a su alrededor: ¿Qué hemos hecho? ¿Quiénes somos en realidad? ¿Qué es lo siguiente que este tipo va a decir de nosotros?

La undécima novela de Oz, No digas noche, está llena de personas que beben té helado; la bebida reaparece una y otra vez. La acción transcurre en Tel Kedar, una ciudad en el desierto, el libro es un intento modesto de revelar las vidas de Theo, un ingeniero civil de sesenta años y su amante No’a, una maestra de escuela, los dos cercados por su compromiso y el aislamiento. El desierto –“ ya no eran sierras, se parecía, más bien, a las notas de una canción amortiguada”– los ha secado. Su romance ya no está en la flor de la edad. Pero el libro de Oz está interesado en las formas en que estas dos personas luchan, sobre todo a través de sus rituales domésticos (los cafés, los tés, los baños y las cenas), y revela una creencia resignada pero romántica en que esos rituales no solo están llenos de belleza sino que también constituyen todo lo placentero que tiene la vida. Sin duda, en la prosa cuidadosa y lírica de Oz, estos rituales poseen encanto y verdad, y es posible que sean la sustancia primaria del libro. “Cualquiera que tenga algo de bien encontrará el bien en todas partes”, dice un viajero irlandés, y la frase se vuelve uno de los estribillos del libro.

La trama está hecha principalmente de una colección de circunstancias, pequeños retraimientos y retiradas. Es esencialmente una historia de buenas intenciones mal orquestadas. Un antiguo estudiante de No’a acaba de morir por sobredosis de drogas y el padre del muchacho, que está sospechado de ser un traficante de armas, se acerca a ella con la idea de formar un centro de rehabilitación dedicado a la memoria de su hijo. El padre donará la mayor parte del dinero necesario para fundarlo. No’a, sorprendida y halagada de que le hayan pedido ser la directora del lugar, avanza con el proyecto. Organiza un pequeño grupo para que la ayuden a planificar la clínica y su programa, y a juntar dinero. La idea de la clínica le da al novelista la oportunidad de mirar las angustias y los dramas mezquinos de la comunidad. Oz tiene un afecto particular por los excéntricos locales y escribe desde varios puntos de vista. Incluso elimina las comillas como diciendo: esta es toda una comunidad; no hay ninguna diferencia importante entre un miembro y otro, entre vida interior y exterior, entre voz y descripción, entre personas y terreno: todo es lo mismo.

Sin embargo, lo más interesante para el lector serán las partes de la historia que se centran en No’a. Ella es un personaje fantástico. Cuando la conocemos por primera vez, su voz es “joven y brillante, y abandona el final de sus oraciones”. La envuelve “un rastro de olor a madreselva” que dispersa por el departamento. Recientemente, la idea de la clínica la ha animado, a pesar de que el proyecto la ha alejado del viejo Theo, que observa sus idas y venidas y sus explosiones de entusiasmo con cierto escepticismo paciente. Después de todos sus años juntos, Theo sigue sintiéndose lleno de ardor por ella, aunque para describir su condición lo más acertado sería hablar de un deseo de bajo grado. Ella se ha alejado un poco de él (duermen en cuartos separados; el beso de él se parece cada vez más al de “un primo”), y él pasa su tiempo esperando que regrese. Cuando él intenta ayudarla (como planificador urbano está más conectado con los poderes municipales, especialmente con el alcalde de Tel Kadar, y la ayuda a No’a con el trabajo preparatorio para establecer algunas relaciones públicas centrales para la clínica), No’a también se aleja del proyecto, parece haber perdido la concentración. Como si Theo hubiera arruinado todo el asunto con su interés y su participación.

La verdad es que No’a se siente atormentada por las noticias que ha recibido de una joven mujer llamada Tali, quien le ha contado que el joven muerto estaba enamorado de No’a. Tali le dice también que el uso de drogas no está tan difundido y no es un problema tan serio. Esto hace que No’a pierda concentración y empiece a pasar demasiado tiempo yendo de compras o al cine con la joven. ¿Es Tali una hija sustituta, o la preocupación que No’a siente por ella es simplemente una negación de su propia edad, que se acerca a los cuarenta? Tal vez no importe. “No’a es humo sin fuego”, dice alguien sobre el repentino déficit de atención, y se nos pide que veamos que esta fue una vulnerabilidad que siempre tuvo, que siempre compartió la falta de calma y el carácter soñador con Theo.

Theo mismo es un personaje que es posible reconocer en otras novelas de Oz. Es posible que se asemeje a Fima, de la novela de 1993 con el mismo nombre. Los dos hombres sufren de cierta clase de insomnio, beben mucho café o té, hacen calistenia y les gustan las noticias de la BBC. Los dos tienen historias complicadas con las mujeres, llenas de detalles de huida e impulsividad que ellos sin embargo ven con cierta ceguera como generosidad y decencia. Los dos están casi completamente absortos en sí mismos, aunque con cierta suavidad. Su propia dulzura los esconde de sí mismos. Comparten también, con su autor, y el uno con el otro, un amor por el detalle absurdo y sobreestudiado, como este dato aritmético de Fima: “Dicen que al principio de esta pasión Fima pesaba 72 kilos y en septiembre, en el hospital de la prisión, pesaba menos de 59”. O la siguiente anécdota de No digas noche:

La esposa de Bozo y su hijo bebé fueron asesinados en un trágico evento hace cuatro años, cuando un joven soldado atravesado por el amor se atrincheró en una zapatería y empezó a disparar con una ametralladora y mató a nueve personas. Bozo se salvó solo porque de casualidad esa mañana tenía que ir a la oficina de seguridad social para apelar su evaluación. Para conmemorar la muerte de su esposa e hijo ha donado un arca hecha de madera escandinava a la sinagoga, y pronto entregará, en su memoria, un aire acondicionado en el vestuario de la cancha de fútbol para que los jugadores puedan tener un poco de aire en el entretiempo.

¿Dios está en los detalles? Definitivamente Dios –o el ingenio imprudente y la pluma pictórica de Dios– está en los detalles de Amos Oz. Como muchas de sus novelas, No digas noche –publicada en Israel en 1994 y traducida al inglés por Nicholas de Lange– se preocupa por los pequeños y extraordinarios asuntos de la vida cotidiana en Israel. Una narración como esta es invaluable, y en las manos de Oz es también vívida, convincente y emocionante. Aunque uno imagina que en un país tan nuevo y complicado como Israel, un escritor más indeciso a nivel político no escribiría un libro tan doméstico y pacífico. (Piensen en las brillantes y furiosas novelas del escritor sudafricano J. M. Coetzee, cuyas narraciones recientes son tan minuciosas y mordaces y, al mismo tiempo, antirrevolucionarias y antigobierno). A pesar de que entre sus personajes hay un posible traficante de armas, a pesar de la referencia a “un amplio valle lleno de instalaciones secretas”, y a pesar de las discusiones casuales de varias victorias y derrotas militares israelíes, No digas noche es en realidad una novela sobre “buganvilias mal cuidadas”. Es sobre tener la edad suficiente para vislumbrar la propia muerte, para ver el escenario de los años finales de la propia persona, y aceptar este hecho con la menor cantidad de peleas posibles, y con las peleas más breves y amables que se pueda. Esta novela es una pieza de música de cámara dulce pero melancólica; ligera pero no necesariamente insustancial. Pertenece a un género de novela sosegada que está gobernada por una estética de paz y un anhelo de paz. Si lo que se busca es política, también hay de eso, claramente, aunque en voz baja.

(1996)

NAVIDAD PARA TODOS

Ay. Las fiestas con nuestro hijo de dos años y medio. A pesar de nuestras costumbres anticeremonia, es el momento de hacer algo conmemorativo en casa. Existe, después de todo, la posibilidad de que, con dos años, recuerde estas como sus primeras “fiestas”. El hogar es invadido por la ansiedad de la performance. Si celebramos una fiesta, tenemos que celebrar todas; Janucá para mi esposo, Kwanzaa para mi hijo y, por supuesto, Navidad (pienso de forma gentil) para todos. Nuestra familia es una improvisación… “¿Realmente tenemos que celebrar Kwanzaa? En realidad es solo un invento”, dice mi esposo. “Es artificial”.

“¿No como Santa Claus que es tan natural?”. Tengo un libro sobre Kwanzaa. Una vez lo abrí y miré varias ilustraciones sobre artesanías para hacer en casa, luego lo cerré transpirada. Necesito más ayuda con esto. La indiferencia de mi esposo respecto a las fiestas ahora me parece pereza. No tiene la más mínima idea de cuándo empieza Janucá este año. De repente, me encuentro diciendo: “¿Por qué la shikse tiene que sacar la menorah todos los años? ¿Por qué la shikse tiene que encender las velas?...”.

Todo lo que nuestro hijo de dos años quiere para las fiestas es chicle. Vio un chicle en la boca de una niñera una vez, y desde entonces hace su propia campaña radial de niño de dos años. ¡Chicle, chicle, chicle! Estudia mi boca en busca de movimientos reveladores… si me muerdo la lengua o si la tengo contra la mejilla, dice, esperanzado, “Mami, ¿qué hay en tu boca?, ¿tienes chicle?”.

 

Este año –estamos en 1996– conseguimos un árbol de Navidad levemente deshidratado, lo ponemos cerca del radiador y lo decoramos de forma salpicada y loca. La mañana siguiente, se caen todas las agujas. El árbol ahora se parece a una antena gigante. La noche de Navidad, prendemos un fuego, después lo apagamos con una toalla vieja húmeda, al darnos cuenta, llenos de temor, de que no hemos limpiado la chimenea en cinco años. Luego se rompe la caldera. Enchufamos las estufas individuales. Pedimos comida china.

Solo entonces, cuando casi todo está perdido y me siento tan inesperadamente triste, me doy cuenta de que me enloquece la hermosa Navidad falsa que el comercio alemán estadounidense elaboró para nosotros años atrás. En realidad me gustan las compras, los envoltorios de los regalos, los villancicos… Me gustan los milagros inventados de las fiestas, la amabilidad y las transformaciones inesperadas… al menos como las muestran en los especiales de televisión. Y, cuando miro por la ventana y veo solo aguanieve, me doy cuenta de que incluso me gusta la nieve. ¿Dónde está ahora la perfecta y encantadora Navidad? ¿En las fogatas de quién están tostándose esas malditas castañas? Tengo una debilidad por la ficción, propia de una escritora de ficción. Es un riesgo profesional.

–Bueno –digo, mientras sirvo castañas de agua rebanadas, en lugar de las tostadas. ¿Acaso puedo servir también un poco de ánimo?–. ¡Feliz Navidad para ustedes! ¡Feliz, feliz, feliz Navidad!

Nuestro hijo de dos años observa mis labios y mi mandíbula. Levanta las cejas, los ojos cómplices y brillantes.

–¿Mami? –dice–, ¿tienes chicle?

(1997)

STARR-CLINTON-LEWINSKY

Oh, qué enfermedad autoinmune es el asunto Starr-Clinton-Lewinsky. Enemigos inadecuados –o de alguna forma, poco impresionantes– tienen a nuestro gobierno acelerado y atacándose a sí mismo. Estamos paralizados… y estremecidos de esa forma que da un poco de asco. Los terroristas, con sus bombas, no pueden hacer que el escándalo desaparezca; los aviones y los mercados no pueden derribarlo. JonBenét Ramsey y Neil LaBute no pueden asustarlo para que se vaya corriendo. Como dijimos en Chicago en 1968, “El mundo entero está mirando”, mientras nos desplomamos sobre nuestra silla de ruedas y tenemos un ataque de nervios.

No es confidencial: encuentro la posición moral de Linda Tripp intrigante y literaria. Creo que Paula Jones fue degradada por su jefe, y eso, seguramente, de forma ilegal. Y voté por Bill Clinton. (Aunque ahora lo siento por él, de la misma forma en que lo sentí por Pee-wee Herman cuando lo arrestaron en aquel cine de Florida). Voté en varias primarias y elecciones por Jesse Jackson, Jerry Brown y Ralph Nader. Clinton en el poder ha sido desalentador de formas predecibles: sus nombramientos en el poder judicial, su chapucero plan de salud nacional, su debacle de los gays en el ejército, su creación de políticas dubitativas, aparatosas, afectadas por intereses demasiado ambiguos. Lo que más he pensado es que era un tiburón encantador, un aprovechador, un yuppie, un mal actor y un tonto sexy y mentiroso. Esto último lo tiene en común con mucha gente (quizás incluso con el pobre Pee-wee Herman).

De todas formas, Bill Clinton no dijo en ningún momento de su vida: “No soy un adicto al sexo”. Aquellos que lo votaron conocían su desafortunada y compulsiva vida privada y decidieron que no les importaba. Ahora, de repente, ¿a los votantes les importa? (No creo). Ahora, de repente, ¿el Congreso está sorprendido? ¿Dónde están los verdaderos y los valientes? Ahora, los congresistas demócratas (y la misma primera dama) fingen estar sorprendidos, tristes o enojados, para lograr cierta distancia de este tipo y mantener sus patéticos trabajos improductivos. ¿De veras es tan bueno el sueldo?

Sin duda, son muchas las razones por las que el affair Lewinsky se ha apoderado de nuestra conversación a nivel nacional.

1. La vacuidad política de la Casa Blanca de Clinton. Tanto la naturaleza como el teatro político detestan el vacío: atrapada en una suerte de patrón de espera beckettiano, la presidencia de Clinton fue superada por una comedia sexual que la masa veraniega encuentra más entretenida.

2. El aspecto falso del matrimonio Clinton. Observamos la familia presidencial de la forma en que los niños lo harían: imaginándonos que somos parte de ella, poniéndonos siempre de lado de Chelsea y preguntándonos en qué diablos andan metidos papá y mamá. De todas formas, la extraña infelicidad de Hillary y Bill nos repele. La infelicidad rara nunca es tan atractiva como la diversión rara. Y lo que es todavía más interesante es la diversión rara financiada con el apoyo de los sindicatos, la confianza del gabinete, el testimonio del gran jurado, la humillación pública y los dichos sobre destitución.

3. Finalmente, está el extraño personaje de Ken Starr, que no debe ser boicoteado; futuro hombre del año según la revista Times. (¿Y dónde está el material sobre las transacciones inmobiliarias, señor Starr?) Que la falla poco caballeresca de nuestro presidente de jactarse de sus conquistas sea sometida a los legalismos de los procedimientos judiciales es, por supuesto, una locura total, una tortura y un regicidio, que solo podía haber sido realizado por Starr, el fanático alocado que la derecha ni siquiera sabía que tenía. Es, por supuesto, Javert de Victor Hugo. Pero Starr no ha perseguido a Jean Valjean. De hecho, en un momento de surrealismo intertextual financiado con fondos públicos (y ambición literaria reducida), ha dado un salto por completo fuera del libro y se ha puesto a perseguir a Candy de Terry Southern.

Para esto pagamos impuestos. ¿Vieron? Al final que el Congreso financiara el Fondo Nacional de la Artes no era algo tan terrible.

(1998)

NEW AND SELECTED STORIES, DE ANN BEATTIE

Siempre hay algo enervante en un libro de trabajos “nuevos y seleccionados”. Tiene un tufillo a homenaje, un uso fúnebre de las existencias, quizás la búsqueda ansiosa de un nuevo público, lo que puede indicar una ralentización del avance de la obra. Siempre hay algo de trabajo nuevo, pero eso no es lo que importa: los textos nuevos han llegado de forma errática, sin que se los solicite. No han sido seleccionados, son como vecinos que irrumpen en una reunión familiar.

Pero Park City: New and Selected Stories tiene algo de magnificencia. La colección está hecha de tres docenas de relatos escritos durante veinticinco años, y al leerlos, uno tras otro, sorprenden la confianza, la constancia y calidad del resultado. Sin duda, un libro como este señalará los hábitos y predilecciones de su autor, y eso hace que sea divertido y pedagógico para cualquier lector. Pero Park City es también un libro que debería ganarse la admiración de los escritores y lectores de cuentos de todas partes, pues nos recuerda de forma inequívoca la insuperable devoción, sólida, inteligente y amorosa, que tiene Beattie por la forma.

La primera colección de Ann Beattie, Distortions, fue publicada en 1976 y, rápidamente, la autora pareció un avatar de esa época en particular: sus secuelas y derivas históricas, su opulencia en aumento y su amigable narcisismo generacional. Ahora, por supuesto, se encuentra escribiendo en un tiempo que parece no tener avatares, y da la impresión que ni siquiera el final del milenio fuera un tiempo particular, entonces es interesante ver las maneras en que su trabajo se ha modificado y no se ha modificado a través de las décadas.

En Park City, Distorsions está representado por cuatro cuentos que hablan de matrimonios y divorcios. En “Vermont”, una pareja recibe en su casa al exesposo de la mujer, quien trae consigo no solo un poco de confusión leve, sino también una nueva y jovencísima novia. Todo el mundo es simpático. Todo el mundo se comporta. Y la nueva novia, de forma acertada, se pregunta si “cada vez que dormimos, morimos: si regresamos siendo otras personas a otra vida”. En “La casa de los enanos”, Tammy Wynette canta “D-I-V-O-R-C-I-O” en una rocola mientras un hombre casado bebe una cerveza con su secretaria. “¿Eres feliz?” comienza con un hombre diciendo: “Porque si eres feliz te dejaré en paz”. En “Sueños de lobos” una joven mujer se siente tan ansiosa la noche anterior a su tercer matrimonio que le escribe una enojada carta al presidente. “Comienza a pensar que es la culpa de Nixon… todo. Lo que sea que eso signifique”. En “Zapatos de serpiente”, como en “Vermont”, una mujer casada por segunda vez, llamada Alice, recibe la visita de su exmarido con quien tiene una hija. La razón del divorcio, según lo enuncia Alice, refleja la tendencia de Beattie por el evento sin declinar: “Él actúa como un loco con ese bote. Este año la dejó tres veces. Ha estado viendo a otra persona”. Al final del relato, la antigua familia, solo los tres miembros, da una caminata durante el atardecer, y Alice, insistiendo en su turno en un juego, dice “No me olvides”, y su exesposo le da un beso en el cuello.

En “Distorsiones” vemos los temas de casi todos los relatos de Beattie que seguirán: la infidelidad sexual como punto de partida de la trama, el divorcio como paisaje cultural, el deseo cómico de que lo personal sea de alguna forma político, y la gestión civilizada del pasado por medio de una creativa mezcla de olvido y recuerdo. Desde estas primeras historias hasta las más nuevas en el libro, incluidas en la sección titulada “Park City”, las parejas que se separaron y volvieron a enamorarse son asaltadas por un miedo constante a desaparecer. (“Pensó por un momento en personas que habían desaparecido: Judge Crater; Amelia Earhart; la señora Ramsay”. O: “Quería que ella supiera que él había estado allí, que era una persona real, alguien que ella necesitaba sumar al paisaje”). Como el mundo de estos personajes es blanco, culto, de clase media alta y tranquilo en base a fármacos (nadie luchó nunca con convicción en un trabajo, en muchas de las historias se mencionan herencias), la cosa que más pone en peligro su seguridad, el evento que precipita cualquier historia, es la perspectiva y la realidad de quedarse sin pareja. El “no me olvides” de Alice, que en “Zapatos de víbora” es expresado como un simple pedido de “ahora es mi turno”, se vuelve, por medio del arte sutil de Beattie, un llanto quejumbroso y lleno de dolor.

Es un llanto que, junto a las letras de Bob Dylan, resuena durante décadas en el trabajo de Beattie. En todas partes, sus personajes (padres e hijos) han sido confrontados con su propia insignificancia, no por alguna perspectiva cósmica sino a través del tosco lente espiritual del matrimonio roto. Hay que agregar que se trata de rupturas altamente literarias. Beattie no está interesada en ninguna disección real del divorcio. Los problemas habituales de las relaciones –asuntos de dinero, trabajo, energía y tiempo– no son examinados aquí. El divorcio se lleva a cabo raudamente –en gran parte a través de actos misteriosos, casi poéticos de egocentrismo e infidelidad–. En el mundo ficcional de Beattie, el divorcio es una crisis emocional transformada en herramienta narrativa, es el monstruo de la historia; el truco de sus personajes es desdramatizarlo, convivir con él a través del humor. Y es lo que hacen, con un sentimiento ambiguo, dulce y amargo al mismo tiempo. Estos personajes tienen buenos y entrañables amigos –la obra de Beattie es un incansable elogio de la amistad–, y eso ayuda.

En la década de 1970, cuando Beattie empezó a escribir y a publicar, el divorcio se volvió por primera vez epidémico. Al darles forma a narraciones sobre ese hecho social de manera insistente, Beattie, más que ningún otro escritor estadounidense, registró el evento. Lo hizo por medio de la aceptación: su reciente carácter de habitual, su naturaleza triste pero poco trágica, su capacidad para redefinir la forma y composición de las familias de maneras curiosas. También en los títulos de los libros de cuentos que escribió después (Secrets and Surprises, The Burning House, Where You’ll Find Me y What Was Mine), es posible escuchar las canciones y los suspiros de la silenciosa pero ineludible ruptura doméstica.

 

Decimos ineludible antes que inevitable, pues la acción de estas historias no se desarrolla desde ningún destino en particular, al que tampoco conduce. Un peñasco –generalmente, un secreto traicionero que involucra a un amante adicional– es puesto en medio del camino, la narración, como la construye Beattie, puede quedarse donde está o seguir adelante y dar con el peñasco. Como resultado, en un relato de Ann Beattie, hay muchas ruedas rodando, o mucha agua corriendo, y el tiempo presente, especialmente en los primeros libros, se usa para transmitir esa sensación de animación atrapada o suspendida. Una estrategia como esta resulta menos efectiva en una novela (por ejemplo en Postales de invierno de la misma Beattie), donde puede producir sentimientos de pánico en un lector atrapado en ese vítreo mar narrativo sin orilla. Pero es un dispositivo útil en los cuentos cortos de Beattie, donde hace las veces de una especie de papel matamoscas. Atrapa los pensamientos casuales y los detalles materiales que definen a la gente, los lugares y el tiempo, y lo hace sin frustrar el deseo del lector por compleción, el deseo de un arribo estético de algún tipo.

Beattie no tiene finales más bellos que los de los siete cuentos incluidos de The Burning House, la colección representada de forma más completa en Park City. “Lo que va a suceder no puede ser detenido. Busca la gracia”, así termina “Aprendiendo a caer”. Todo lo que Beattie hace bien está aquí exhibido en un escaparate lleno de luces: el teatro grupal de sus personajes; la parafernalia cultural como registro histórico; los adultos no del todo adultos jugando a la casita; los hombres encantadores y juveniles con sus expresiones hirientes. En “El vals de Cenicienta”, un hombre que finalmente deja a su esposa e hija por una relación gay se burla de su propia vida doméstica revolviendo los regalos de Navidad en busca de una tostadora gigante y canturreando: “¡Aparece, mi belleza de ocho tostadas!”. En “La casa en llamas”, cuando una esposa le dice a su marido infiel “Quiero saber si te quedas o te vas”, él le da un discurso:

–Todo lo que tú haces es encomiable… Pero toda tu vida has cometido un solo error: te has rodeado de hombres… Los hombres creen que son el Hombre Araña y Buck Rogers y Superman. ¿Sabes qué sentimos nosotros en nuestro interior que tú no sientes? Que estamos yendo a las estrellas… Estoy mirando todo esto desde el espacio –susurra–. Ya me he ido.

El talento de Beattie para los diálogos cáusticos rivaliza con algunos de nuestros más destacados dramaturgos vivos (especialmente Terrence McNally y Wendy Wasserstein). A pesar de que se suele hablar mucho de la mirada de Beattie –escribió una monografía sobre el trabajo del pintor Alex Katz, lo que ayuda al sentimiento general de que es una escritora “visual”–, es su oído lo que les da agudeza, fuerza y sorpresa a sus relatos. Las palabras y las voces de sus personajes son el tejido y la organización de su trabajo, y otorgan un gran placer, especialmente aquellas de los hombres juveniles bufonescos y con el corazón a medio partir que suele poner en el centro de escena. Se llame Jake, Nick, Frank, Freddy o Milo, este personaje masculino es invariablemente el espíritu y la fuerza de un relato que de otra forma permanecería inerte. El hombre juvenil de Beattie es como la Ada de Alex Katz (la esposa de Katz y un tema frecuente de su pintura): alguien cuya expresividad no puede ser reducida exitosamente a la ilustración plana que sería su destino y también el del cuadro. El afecto indulgente de Beattie por sus hombres encantadores y neuróticos anima su trabajo y sugiere una amplia simpatía autoral. Si están esperando que les curen una picadura de abeja corriendo por la playa mientras gritan “atrápame”, o haciéndose borrar finalmente un tatuaje que dice MAMI, estos exasperados objetos de amor son la inteligencia inesperada de cada uno de los relatos en los que aparecen. Son el compañero perfecto en la comedia (como lo son Arlequín y Polichinela) de las mujeres narradoras y protagonistas de Beattie que, en cierta condición purgatoria, son aptas para ser custodias de la historia antes que parte real de la acción.

En las colecciones que siguieron a The Burning House, notamos que Beattie experimenta: con la forma, con el ritmo, con el tema. Especialmente en What Was Mine, donde logra un escenario europeo, una metaficción, dos narraciones realizadas por voces masculinas, y una conmovedora nouvelle: “Un día ventoso en el embalse”. El maravilloso relato que da título al libro, de su última colección, “Park City”, hace gala de viejas y nuevas fortalezas. Un don para las escenas hilarantes, además de una voluntad de permitir que los personajes femeninos centrales luchen más contra sus propias poses de disponibilidad y pasividad (fortalezas evidenciadas también en las novelas más recientes de Beattie Nadie como tú y My Life, Starring Dara Falcon, ambas injustamente subestimadas). En “Park City”, una joven recolecta secretos de otras personas y se prepara para hacer algo con ellos, cuida a Lyric, la hija de catorce años del novio de su hermana que tiene que asistir a un congreso de escritura de guiones. Mientras descansa en la piscina del hotel, Lyric es la voz de la clarividencia aburrida, una versión adolescente de un típico hombre de Beattie, que dice cosas como la siguiente de Utah: “Beber está en contra de sus creencias religiosas, pero, al mismo tiempo, piensan cosas que piensa la gente con delirium tremens”.

Esto es lo que Beattie mejor sabe: cuando juntas a distintas personas en un mismo espacio, siempre serán divertidas. Un cuento típico de Beattie tiene como consciencia controladora a una joven apagada, con algo de estrés postraumático, en compañía de personas más animadas que ella; pero su sensibilidad, aunque tiene una parte de romanticismo magullado, también funciona como una suerte de equipo de grabación. La joven lo está registrando todo.

En manos de otro escritor, esta situación podría volverse una historia fría y poco natural: un estilo de prosa sobrio que en otros escritores puede falsificar y achatar la naturaleza humana al simplificarla; esa naturaleza que Beattie siempre ha utilizado para complejizar más las cosas. Ningún otro escritor logra esa calidez y frialdad simultáneas. En su obra no hay ruidos estridentes ni colores fuertes; hay poco sobre el duelo, la ira, la pesadumbre y el aturdimiento. La suya es una paleta de colores pastel usados con compasión, y sus relatos son acuarelas de la más alta calidad. ¿A veces hay personajes parecidos en relatos distintos? Lo mismo puede decirse de cualquier escritor de cuentos que haya vivido sobre esta tierra. ¿El rango imaginativo parece limitado? Es el mismo rango limitado que a los estadounidenses les encanta llamar chéjoviano.

¿Cada nuevo relato de este libro pasará a la historia?

Con un libro tan generoso de una escritora tan talentosa preguntárselo sería algo vulgar.

(1998)