Anagramas

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Las mujeres me trataban como a una hija. Se ubicaban a mi alrededor después de la clase y me sugerían distintas cosas que tenía que hacer para conseguir un marido. La más popular era que me aclarara el cabello.

–¿No crees, Lodeme, que Benna debería aclararse el cabello?

Lodeme era algo así como la líder, tenía la malla más sofisticada (de color lavanda con rayas azul marino), estaba perfectamente en forma, podía permanecer en la posición de v corta por minutos, y hacía sin cesar el intento de exhibir una sabiduría dura y llorona:

–Primero el cabello, luego el corazón –bramó Lodeme–. Aclara tu corazón, y luego estarás bien. Nadie se enamora de un hombre de buen corazón, ¿verdad, Barn? –después le apretaba el brazo y a él se le caía el audífono. Al finalizar la clase yo tomaba un sedante.

Hubo un período en el que intentaba hacer anagramas con palabras que no eran anagramas: menopausia y menudencia; agallas y toallas; enamorados y entramados. Me encontraba con Eleanor para beber algo, o en nuestra escuela de Shirley, o para desayunar en Hank’s Grill, y si yo llegaba primero, garabateaba las palabras una y otra vez en una servilleta, buscando formar los anagramas como un niño que intenta dividir tres en dos sin poder encontrar el resultado.

–Buenas –le decía a Eleanor cuando llegaba, y daba vuelta la servilleta. Tenía las palabras enamorados y camaradas escritas con letras grandes.

–Estás enloqueciendo, Benna. Debe ser tu vida romántica. –Eleanor se acercaba y escribía enamorados y manoseador; siempre había sido la más lista–. Pide el jugo de tomate –decía–. Esa es la forma en que te deshaces del olor a zorrino.

Gerard era un hombre alto y de ojos verdes que olía a talco de bebé y estaba muy preocupado por la gran música. Yo podía estar acostada en la cama explicando algo terrible y personal y él me interrumpía diciendo:

–Eso es Brahms. Eres como Brahms.

Y yo contestaba:

–¿A qué te refieres, a que soy gorda, vieja y tengo barba?

Y Gerard sonreía y contestaba:

–Exactamente.

Una vez, cuando le conté diversas humillaciones que viví en la adolescencia, dijo:

–Eso es un poco como Stravinski.

Y yo dije, fastidiada:

–¿En segundo año Stravinski todavía no había tenido el período? Me consuela saber que todo lo que me ha pasado le ha pasado también a un compositor famoso.

–Al final, no te gusta la música, ¿no? –dijo Gerard.

En realidad, la música me encantaba. A veces, pienso que esa es la razón por la que me enamoré de Gerard en primer lugar. Tal vez no tuviera nada que ver con el olor de su piel o el largo de sus piernas o el ritmo particular de sus palabras (un ritmo de reggae de pradera decía él), sino solo con el hecho de que pudiera tocar cualquier instrumento de cuerdas –piano, banjo, cello–, compusiera óperas rock y poemas tonales, y cantara lieder y canciones pop. Yo vivía rodeada de música. Cuando me ponía a leer el diario, él escuchaba Mozart. Si miraba las noticias, ponía Madame Butterfly diciendo que se trataba de lo mismo que se veía en el televisor: estadounidenses de juerga en países ajenos. Solo tenía que cruzar la fosa del pasillo para aprender algo: Vivaldi fue un sacerdote pelirrojo; Schumann se lisió la mano con un expansor; Brahms nunca se casó, esa era la gran historia, la que a Gerard más le gustaba contarme. “Está bien, está bien”, le decía yo, o a veces, simplemente “¿Y?”.

Antes de conocer a Gerard, todo lo que sabía de música clásica lo había sacado del disco de la banda sonora de Momento de decisión. Ahora, podía tararear el vals de Musetta al menos durante tres compases. Ahora, poseía todos los conciertos de piano de Beethoven. Ahora, sabía que Percy Grainger se había casado en el Hollywood Bowl. “Pero Brahms –decía Gerard–, Brahms nunca se casó”.

No es que quisiera estar casada. Lo que yo quería era algo equivalente al matrimonio, aunque nunca había sabido exactamente qué podía ser eso y sospechaba que quizás no existiera nada de esa naturaleza. A pesar de todo, estaba convencida de que tenía que haber algo mejor que esa farsa solitaria de vivir del otro lado de la ciudad o del pasillo. Algo que pudiera surgir en muy poco tiempo.

Y eso me hacía sentir culpable y burguesa. Entonces me consolaba con los defectos de Gerard: era infantil; siempre perdía las llaves; era de Nebraska, como un horrible presentador de talk shows; había crecido cerca de una de las áreas de descanso más antiguas de las autopista I-80; contaba chistes que incluían las palabras salchicha y pedo; una vez se refirió al sexo con la expresión “esconder el salame”. También tenía el hábito de perseguir a pequeños animales para asustarlos. La primera vez que lo hizo fue con un pájaro en un parque y yo me reí pensando que era gracioso. Más adelante, me di cuenta de que era raro: Gerard tenía treinta y un años y la emprendía contra pequeños mamíferos que buscaban refugio en arbustos, en árboles, sobre muebles. Después de asustarlos, se daba vuelta y sonreía, como un maníaco poseído, un Puck con un título de maestría. También le gustaba mojarles la cara y el cuello a gatos y perros para pasarles después la mano como un peluquero y decir que los hacía lucir como Judy Garland. Me daba cuenta de que la vida era demasiado corta como para ser capaz de superar ciertas cosas de forma absoluta y sincera, pero estaba claro que algunas personas estaban esforzándose más que otras.

Cuando tenía poco más de veinte, me fastidiaban las mujeres que se quejaban de que los hombres eran superficiales e incapaces de comprometerse. “Los hombres, las mujeres, todos somos iguales”, decía yo. “Algunas mujeres son capaces de comprometerse, otras no. Algunos hombres son capaces de comprometerse, otros no. No es una cuestión de género”. Después conocí a Gerard y empecé a creer que los hombres eran superficiales e incapaces de comprometerse.

–No es que los hombres le teman a la intimidad –le dije a Eleanor–. Es que son hipocondríacos de la intimidad: siempre piensan que la tienen cuando no es así. Gerard piensa que estamos cerca pero la mitad del tiempo me habla como si nos hubiésemos conocido hace cuarenta y cinco minutos, me cuenta cosas de él que conozco hace años y me hace preguntas sobre mí cuyas respuestas ya debería conocer. Anoche me preguntó cuál era mi segundo nombre. Dios, no puedo ni hablar del tema.

Eleanor me miró fijo:

–¿Y cuál es tu segundo nombre?

Yo la miré fijo a ella:

–Ruth –dije–. Ruth. –El de ella era Elizabeth, yo lo sabía.

Eleanor asintió con la cabeza y corrió la mirada.

–Cuando estaba en la escuela católica –dijo–, me encantaba la historia de Santa Clara y San Francisco. Francisco fue canonizado a causa de su devoción por ideas vagas y generales como Dios y la cristiandad, mientras que a Clara la canonizaron a causa de su devoción por Francisco. ¿Lo ves? Eso lo resume perfectamente: incluso cuando un hombre es un santo, incluso cuando es bueno y devoto, no es bueno y devoto con nadie en particular. –Eleanor encendió un Viceroy–. Y de todas formas, ¿por qué se espera que estemos con hombres? Siento que alguna vez lo supe.

–Los necesitamos por sus destornilladores con punta Phillips –dije. Eleanor elevó las cejas.

–Es cierto –dijo–. Siempre me olvido que solo sales con hombres circuncidados.

El cortejo mío y de Gerard había consistido en música de cámara dominical, conciertos de rock y excursiones a los campos de maíz en las afueras de Fitchville para cantar “I Loves You, Porgy”, a todo volumen y con errores mirando al cielo. Después, íbamos a mi departamento, nos desvestíamos y nos metíamos la lengua en el oído mutuamente. Por la mañana, íbamos a un café. “Espero que no seas checoslovaca”, decía Gerard, siempre el mismo chiste, y apuntaba al cartel sobre la caja registradora que rezaba: NO SE ACEPTAN CHEQUES.

–Se vería genial sin piernas y ubicado sobre un carrito –dijo Eleanor.

En realidad Eleanor era muy agradable en presencia de Gerard. Incluso se mostraba seductora. A veces ella y Gerard hablaban por teléfono: él le hacía preguntas sobre la Eneida. A mí me gustaba que se llevaran bien. Después, en un rapto de originalidad, Gerard solía decirme: “Eleanor sería hermosa si bajara de peso”.

–Está en el costado de tu pecho –dijo el cirujano.

No sabía que los pechos tenían costados, y ahora tenía allí algo esperando.

–Oh –contesté.

–Supongamos por ahora que es un quiste –dijo el cirujano–. No desfiguremos inmediatamente el pecho.

–Sí –dije–. No lo hagamos.

Y luego, la enfermera me dijo que tener un hijo podía fortalecer un poco toda mi maquinaria interna. Ayudarme a prevenir las “enfermedades de las mujeres de carrera”. Los bultos suelen desaparecer durante el embarazo.

–¿Puedo extender mi prescripción de sedantes? –pregunté.

Con cada ciclo menstrual, procedió a explicarme, el cuerpo es como un boxeador golpeado que va tambaleando de su rincón al ring, y a medida que pasan los años, al cuerpo le cuesta más hacerlo. Su voluntad se quiebra. Se equivoca. El cuerpo de una mujer está tan ocupado preparándose para hacer bebés que cada año que pasa sin haber hecho uno es otro año de rechazo del que cada vez es más difícil recuperarse. Tarde o temprano, puede enloquecer por completo.

Tuve la sospecha de que fueron discursos como este que hicieron que las mujeres abandonaran las fábricas y comenzaran de inmediato con el baby boom.

–Gracias –dije–. Lo pensaré.

Un problema de enseñar aerobics era que no me gustaba Jane Fonda. Me parecía que era una persona inconstante y descomprometida, demasiado segura de sí misma, que sabía posar frente a la cámara y se había hecho rica y famosa aprovechándose comercialmente de la crisis espiritual de Estados Unidos. Y con qué aplomo lo había hecho.

 

–Lo que tú quieres es que la gente esté más insegura sobre sí misma –dijo Gerard.

–Sí –dije–. Pienso que algunas incertidumbres bien pensadas y prominentemente exhibidas siempre están bien. –Y la incertidumbre y la confusión eran por cierto mis espejos en aquel entonces.

Barney adoraba a Jane Fonda.

–Esa mujer –solía decirme Barney después de la clase–. Sabes, solo era una de esas reinas del sexo. Y ahora está ayudando a Estados Unidos.

–Querrás decir ayudándose a sí misma gracias a Estados Unidos. –Curiosamente, Jane Fonda era una de las pocas cosas en el mundo sobre las que me sentía segura, y ella me volvía propensa a las declaraciones rotundas, tan poco características en mí. Debería tener cuidado con esa asertividad, pensé. Debería pensar con evasivas, con vaguedad, como el resto de mi vida.

–Oh, no me vengas con eso –dijo Barney y luego me puso al tanto de las últimas novedades sobre Zenia, que había sido elegida directora de un comité de mujeres votantes contra el abuso infantil.

Guardé mi casetera, me tomé un sedante en el bebedero con forma de urinario en el pasillo y fatigosamente bajé las escaleras y caminé a casa. Entré al departamento de Gerard y me despatarré sobre su cama para esperar que volviera del trabajo. Contemplé una impresión en blanco y negro que tenía colgada en la pared frente a la cama. De cerca era un paisaje, un lago plasmado de forma onírica, un árbol y una montaña, pero de lejos era una cara macabra, vacía y hueca como una máscara de tragedia. Y desde donde yo estaba, ni lejos ni cerca, podía ver tanto el lago como la cara, los dos fusionándose y separándose una y otra vez, compitiendo por mi percepción, hasta que finalmente entorné los ojos, lo suficiente como para ver colores.

Me di cuenta de que amar a Gerard era como tener un gato macho sin castrar o un hijo adolescente. Salía cinco noches por semana y durante el día tenía sueño y hambre y se sentía deprimido y comía muchos cereales fríos y dejaba los bowls por todos lados. Los ensayos de Dido y Eneas se estaban volviendo cada vez más frecuentes, y las otras noches tocaba como solista en conciertos de jazz en la ciudad, casi siempre en bares de categoría (uno se llamaba El Helecho de Humo) con ventiladores de techo de cuatro aspas aletargados como insectos de invierno y helechos frescos y delgados que decoraban cada rincón. Gerard tocaba la guitarra en un escenario al frente, y siempre había un grupo de mujeres a un costado que soltaban risitas, aplaudían con adoración y le compraban tragos. Cuando iba a verlo a sus conciertos, me sentaba sola en una mesa lo más atrás posible. Me sentía como una fan descarriada, una vecina devota. En las pausas, venía a hablar conmigo, pero en realidad hablaba con todos los presentes. Todo el mundo recibía la misma cantidad de tiempo y atención. Era un personaje público. Dejaba de ser mío. Yo me sentía tonta y fóbica. Me sentía espermicida. Bebía y fumaba demasiado. Empecé a quedarme en casa. Hacía cosas como mirar programas especiales sobre ciencia o películas sobre la Biblia: Stacy Keach en el papel de Barrabás, Rod Steiger como Poncio Pilatos, James Farentino como Simón Pedro. Mi propio cuerpo se me volvió cada vez más extraño. Me volví muy consciente de sus bordes al espiarlo desde afuera, mis hombros, manos, mechones de cabello, invadían los límites de mi visión como ramas que están preparadas para proyectarse en una toma y de esa forma decorar y volver la imagen sentimental. La necesidad de las tortugas marinas de dejar sus huevos en la tierra, dijo el televisor, las hace vulnerables.

Solo en una ocasión, y muy tarde por la noche, corrí escaleras abajo y salí a la calle en pijama, jadeando y lagrimeando, esperando que algo (¿un auto?, ¿un ángel?) viniera a rescatarme o a matarme, pero no había nada, solo farolas y un gato.

En la escuela de Shirley nos hicimos preguntas sobre los machos cazadores y las hembras que hacen nidos.

–¿Crees que después de todo sí hay algo real en eso del macho como nómade? –le pregunté a Eleanor.

Ella se mandó todo un discurso. Dijo que podía comprar todo el diagrama social de la mujer como la constructora del nido (grande, redondo, ver ovum) y el hombre como nómade, invasor, desplazándose en bandas (ver spermatozoa), pero que si ella era la que tenía que cuidar el fuerte, quería algunos huéspedes, una caballería sonriente y a la carga. Su vida estaba mal alineada, dijo. La caballería la pasaba completamente por alto, como si los mapas viales estuvieran mal hechos, y ella se veía forzada a gritar detrás de ellos “¡Ey!, ¿a dónde van?”. O un par de desertores pasaban de casualidad por su puerta, pero solamente se sentaban en el cordón a hablar sobre lo difícil que era ahorrar dinero en estos tiempos. El ADN de ella estaba en riesgo de extinguirse. Los amantes que había tenido siempre la habían deprimido. Prefería estar con amigos.

–El sexo solía consolarme –dije–. Era mi coma anticoma.

Eleanor se encogió de hombros. Bebió un trago de vermut. Le gustaba gritarles desde la ventanilla de su auto a las parejas que se tomaban de la mano por la calle: “¡Córtenla, por favor, córtenla!”.

–¿Cómo está Gerard? –dijo.

–Creo que ya no me ama –me mordí el puño para fingir melodrama.

–Dale a ese hombre un bigote que torcer y una chica que atar a las vías del tren. Mira, vas a estar bien. Vas a terminar con Perry. –Perry era el hombre que ella había inventado para mi futuro. Había estudiado en Harvard, amaba a los niños y creía en los sucedáneos del matrimonio. El único problema era que padecía de epilepsia y había tenido ataques en dos cenas consecutivas–. Yo –dijo Eleanor– seguramente termine con un tipo llamado Opie que coleccionará material relacionado con Pinocho y dirá cosas como “¡Oh, caramba!”. Querrá que me vista en trajes de marinera.

En la clase de adultos mayores era difícil concentrarse. Una de las mujeres, Pat, se había teñido las piernas con loción autobronceadora o algo así. Barney seguía teniendo problemas con su audífono. Lodeme pasó mucho tiempo en la parte trasera de la sala tomándole el pulso a todo el mundo de la forma en que yo les había enseñado: con dos dedos ubicados al costado del cuello.

–¡Jesús santo! –gritó–. ¡Debes estar hibernando!

Ese era mi miedo: que alguien tuviera un ataque en el medio de mi clase y muriera.

–Okey –dije–. Comencemos con la rutina “locura de la danza”. Recuerden: es importante no tener miedo de parecer un idiota. –Ese era mi lema en la vida. Inserté el casete y empecé con algunas estocadas livianas, flexiones de tobillo y un Charleston lento.

–¿Estamos sanos ya? –gritó Pat por sobre la música, sus piernas eran como atardeceres sepia, su cara era como la cara de un búho: una manzana partida en dos–. ¿Estamos sanos ya?

–Déjame tocarte el pecho otra vez –dijo Gerard–. ¿Este es el bulto?

–Sí –dije–. Ten cuidado.

–¿No es muscular? –sus dedos presionaron el costado exterior de mi pecho.

–No, Gerard, no es muscular. Está flotando como un pedazo de fruta en gelatina. ¿Recuerdas la gelatina con frutas? No hay músculos en la gelatina.

Aunque, en realidad, sí los había. Me lo había enseñado hacía mucho una amiga en la secundaria que me había dicho que la gelatina estaba hecha de pezuñas de caballos y otros huesos y músculos disecados. Ella también me había dicho que las tetas eran solamente nalgas mal ubicadas.

Gerard retiró la mano de debajo de mi sostén. Volvió a reclinarse sobre el sofá. Estábamos escuchando a Fauré.

–Escucha las cuerdas –murmuró Gerard y su rostro adquirió una expresión de beatitud. El mundo, toda la materia, yo lo sabía, estaba hecho de cuerdas. Lo había escuchado en la televisión. Los físicos siempre habían creído que el universo estaba hecho de partículas. Pero hacía poco habían descubierto que habían estado equivocados: el mundo, sorpresivamente, estaba hecho de cuerdas delgadísimas.

–Sí –dije–. Son maravillosas.

Las mujeres de la clase me sugirieron que me exfoliara el cutis. Había tenido acné en la adolescencia, mi cara había parecido un trozo de pizza, y eso me había dejado cicatrices. Una vez, Gerard me dijo que le encantaba mi piel, que no lucía picada y vieja sino que las marcas le daban cierta sensualidad, una forma dura de ser sexy.

Coloqué todo el peso de mi cuerpo sobre una cadera y miré a Betty, a Pat y a Lodeme mientras pestañeaba.

–¡Caramba, pensé que mi cara tenía un aspecto más o menos rudimentario!

–Luces como un hombre de las cavernas –dijo Lodeme con una voz que sonaba mitad a grava, mitad a un mazazo–. Tienes que hacerte exfoliar el cutis.

En la cama, intenté ser simple y directa.

–Gerard, necesito saber lo siguiente: ¿me amas?

–Amo estar contigo –dijo, como si estar conmigo fuera aún mejor que amarme.

–Oh –dije. Y entonces él me tomó la mano debajo de las frazadas, levantó su cabeza hacia la mía y me besó; sus labios fuera de los míos, luego dentro, como pólipos. La palma de su mano se deslizó por el costado de mi cuerpo, debajo de mi camisón y me colocó, panza arriba, sobre él. Su pene se sentía suave sobre mi culo y me rodeó la cintura firmemente con las manos. No entendí qué se suponía que debía hacer, entregada al cielorraso como estaba. Entonces, simplemente me quedé acostada y dejé que Gerard se las ingeniara. Él se quedó muy quieto debajo de mí. Finalmente, murmuré:

–¿Qué se supone que estamos haciendo, Gerard?

–No me entiendes –suspiró–. No me entiendes en absoluto.

La clase de adultos mayores duraba solo ocho semanas, pero la sexta semana, el número reducido de personas de la clase y la intimidad provisional que había surgido allí se me volvieron repentinamente opresivos. Quizás estuviera volviéndome como Gerard. Deseé el anonimato enorme y con aspecto de dona de una clase grande donde los alumnos no tenían nombres, ni caras, ni problemas. En seis semanas, con Susan, Lodeme, Betty, Valerie, Ellen, Frances, Pat, Marie, Bridget y Barney, tuve la impresión de que habíamos llegado a conocernos demasiado o, más bien, habíamos llegado a los tercos límites de nuestra capacidad de conocernos; nos habíamos quedado con los abruptos raspones de nuestras diferencias, nuestra incapacidad de conocernos permanecía reluciente y despojada. Desarrollé una metáfora maderera: “Giros frente al pino”, le dije a Eleanor. Dar una clase de aerobics delante de un bosque requería de menos coraje que darla ante un par de árboles individualizados. Un bosque te dejaría solo, pero los árboles vendrían hacia ti. Eran testigos de cosas. Cuando tú podías verlos, ellos te podían ver a ti. Podían ver que tenías algunos problemas. No eras una persona seria. No eras una bailarina seria. Yo no quería que mi vida se viera. Estaba segura de que desde lejos eso no podía pasar.

Además, era difícil estar cerca de estas mujeres que tenían exactamente lo que yo quería: nietos, estabilidad, una gracia posmenopáusica, una tregua con los hombres, misteriosa y conseguida con esfuerzo. Tenían, finalmente, la única cosa que todo el mundo quiere en la vida: alguien que te tome de la mano cuando mueras.

Entonces, la tristeza empezó a rebotar a mi alrededor y a golpearme justo en el corazón, justo en el medio del casete de Michael Jackson. Yo no estaba a gusto conmigo misma, y lo sabía. Quería parar. Quería caerme muerta como una hoja. E intenté transformar ese sentimiento en un movimiento durante el resto de la clase: “Uno, dos, tres y me desplomo, uno, dos, tres y me desplomo”.

Una vez, en la clase de danza moderna en la universidad, durante una tarde soleada de septiembre, nos pidieron que fuéramos hojas dando vueltas por el patio del departamento de artes. Yo supe cómo poner en práctica la consigna de una forma que evitara la vergüenza y la indignidad: una se volvía una hoja muerta, una hoja de cemento. Una yacía sobre el pasto marchito del patio del departamento de artes y se negaba a flotar y girar. Una se desplomaba y nada más. Una no era una tonta. Una no escuchaba a la profesora. Una no quería ser vista aleteando por el campus, como los otros que eran claramente psicóticos. Una no quería estar en esta universidad. Una solo quería enamorarse y conseguir un sucedáneo del matrimonio. Una simplemente se acostaba y se quedaba quieta.

 

Alcé la vista y miré el espejo. Detrás de mí, Lodeme, Bridget, Pat, Barney, todos estaban rígidos pero se desplomaban obedientemente. De alguna forma, los amaba pero no los quería, sus caras llenas de manchas como pezones, sus consejos de belleza, sus voces viejas, bajas y rasposas. Deseaba que todos desaparecieran en alguna especie de borrón sin vida. No quería escuchar hablar más de Zenia o sobre cómo yo podía usar un buen par de caderas. No quería ser responsable de sus corazones.

Volvimos a ponernos en puntas de pie.

–¡Bien, bien! Golpeen el aire, tres, cuatro. Golpeen el aire. –En el espejo lucíamos como si nos hubiésemos derretido: charcos que resplandecían y se meneaban.

Después, Barney se acercó y me contó más cosas sobre Zenia. Intenté prestar el mínimo de atención mientras guardaba mis casetes y despedía a las mujeres que se retiraban. La voz de Barney parecía tener una nueva especie de graznido y de ronquido.

–Vi un programa sobre abuso infantil –dijo–, y ahora me doy cuenta de que yo fui un niño abusado.

Lo miré y él sonrió y negó con la cabeza. Yo no quería escuchar su historia. Cristo, pensé.

–Mi hermana Zenia tenía catorce años y yo seis y se metió en mi cama una vez, y nosotros no sabíamos que eso estaba mal. Pero técnicamente eso es abuso. Y lo gracioso es que… –Se moría de ganas de contarle esto a alguien. Me siguió por la sala mientras yo apagaba las luces y cerraba las ventanas– yo jamás habría visto ese programa si no hubiera sido por el comité que ella preside. Ella es mi hermana, tengo que quererla, pero…

–No, no tienes que quererla –le grité al anciano. El mundo era un carnaval de demonios y Zenia estaba ahí con todos los demás–. Buenas noches, Barney –dije. Cerré con llave la puerta de la sala y lo dejé en el comienzo de la escalera.

–Buenas noches –farfulló inmóvil.

Bajé los tres pisos a toda velocidad, los casetes repiqueteaban en mi bolso, y salí hacia la bebida fresca de la noche. ¡Si esta fuera otra ciudad, seguiría intentando conocer nuevos lugares! ¡Si este fuera un lugar nuevo en el mundo!, ¡si es que hubiera un lugar así!

En una sola semana pasaron cuatro cosas: Barney dejó de venir a clase; Gerard anunció que estaba pensando en pasar un año en Europa con una beca especial (“Suena como una buena oportunidad”, dije tratando de que mi voz no se interpusiera en su camino, como una madre); recibí una carta de una amiga en la que me preguntaba si quería ir a Nueva York para trabajar en un club de salud que ella y su esposo tenían juntos; y me hice un test casero de embarazo que resultó positivo. Intenté recordar cuándo había sido la última vez que Gerard y yo habíamos siquiera hecho el amor. Volví a revisar el test. Releí las instrucciones. Esperé, sin fe alguna, como había hecho a los doce años, que me viniera el período como por arte de magia.

–Nueva York, ¿eh? –dijo Eleanor.

–Sería para enseñarles a yuppies –me quejé. A pesar de las varias similitudes que teníamos con los yuppies (Eleanor era una esnob del vino, y yo poseía demasiadas zapatillas), los odiábamos. Odiábamos la palabra yuppie aunque la usábamos. Eleanor solía caminar por la calle mirando a la gente que pasaba cerca y decidiendo si calificaban o no para esa ignominia. “Yup, yup, nop”, decía en voz alta, como si estuviera jugando al “pato, pato, ganso”. Los yuppies, sabíamos, eran codiciosos, superficiales y egoístas. Hacían su propia pasta. Preferían jugar al ráquetbol antes que leer Middlemarch. “Ve a casa y lee Middlemarch”, le gritó una vez Eleanor a un corredor vestido de color pastel que miró hacia el costado para vernos a Eleanor y a mí pasar rápido en el auto de ella. Volvimos a bautizar a los siete enanitos: Pretencioso, Pedorro, Maniático, Ordinario, Bruto, Falso y Yuppie.

–Bueno –dijo Eleanor–, si estás en Nueva York, son yuppies o mimos. Eso es todo lo que Nueva York tiene, yuppies o mimos.

Dido y Eneas me encantó. Tenía guitarras eléctricas, pianos eléctricos, Eneas vestido de cuero y Dido con lentejuelas azules, sexy y metálica como una reina del disco. Toda la obra tenía un aire a MTV, repleta de solos de guitarra. Eneas se ponía la guitarra en el hombro e improvisaba y lloriqueaba detrás de Dido durante todo el show: “¿No ves por qué tengo que ir a Europa?/ Debo ignorar el sentimiento que tú alimentas”. En realidad me pareció horrible. De todas formas lloré cuando ella se suicidó y cuando le cantaba a Eneas: “¡Entonces ve! ¡Vete si debes hacerlo!/ Mi corazón sin dudas se convertirá en polvo”. Eneas efectivamente partía y yo, en mi asiento, pensaba: “Qué imbécil eres, Eneas, no tienes que ser tan literal”. Eleanor, sentada junto a mí, me dio un codazo y susurró:

–Shirley va a convertir su corazón en polvo.

–Dudo que sea Shirley –dije.

Gerard, como Eneas y como director, recibió un aplauso de pie y una rosa de tallo largo. En mi mente, le arrojé a Dido un puñado de lirios atigrados y un buqué de gárgolas florales.

Cuando terminó el show, Eleanor se fue a casa a ocuparse de su dolor de cabeza, entonces fui detrás de escena y saludé a Susan Fitzbaum. Se había quitado la corona y los brillos. Llevaba una falda a cuadros y mocasines. Tenía una cabeza grande.

–Encantada de conocerte –dijo con voz grave y cansada.

Besé a Gerard. Daba la impresión de que estaba ansioso por irse.

–Necesito una cerveza –dijo–. La fiesta del elenco es recién a medianoche. Vamos a tomar algo y regresamos luego.

En el auto me dijo:

–Entonces, ¿qué es lo que de verdad te pareció?

Yo le dije que el show era maravilloso, pero que Eneas no estaba obligado a dejar a alguien porque le habían dicho que lo hiciera, y él sonrió y dijo gracias, me besó en la sien y yo le dije que estaba embarazada y le pregunté qué pensaba que debíamos hacer.

Estuvimos sentados un largo tiempo en un bar cercano dibujando cuadrados y diagonales en la escarcha de nuestros vasos de cerveza.

–Voy a volver a la fiesta del elenco –dijo Gerard finalmente–. No tienes que venir si no quieres. –Se puso de pie y dejó dinero sobre la mesa para pagar la mitad de la cuenta.

–No, iré –dije–. Si tú quieres que vaya.

–Lo que yo quiera o no quiera no importa, es tu decisión.

–Bueno, sería lindo si tú quisieras que fuera. Es decir, no quiero ir si tú no quieres que vaya.

–Es tu decisión –dijo. Tenía los ojos saltones como nudillos.

–Tengo la sensación de que no quieres que vaya.

–¡Es tu decisión! Mira, si crees que tendrás algo que decir en una fiesta llena de gente amante de la música, bien. Quiero decir, yo soy músico e incluso a veces me cuesta.

–No quieres que vaya. Okey, no iré.

–Benna, no es eso. Ven si…

–No te preocupes –dije–. No te preocupes, Gerard. –Lo llevé en el auto hasta la fiesta y luego fui a casa, donde me puse el pijama en mi propio departamento y escuché la banda sonora de Momento de decisión, un álbum, me di cuenta, que siempre había amado.

Había una razón principal por la que no le había dicho a Eleanor que estaba embarazada, aunque una vez, cuando las dos habíamos ido juntas al baño de mujeres, una necesidad de descarga sincronizada que no era de rara ocurrencia y que nos permitía cuchichear de cubículo a cubículo, casi se lo digo.

–Sabes, creo que estoy embarazada.

No hubo respuesta, entonces cuando terminé, salí del cubículo, me lavé las manos lentamente, y mirando los pies de Eleanor que todavía no salía, le dije:

–Bueno, te veo de nuevo en el mundo real.

Me miré al espejo, la precisión de la imagen me dejó perpleja. Me vi con esa vieja mirada: esa mirada en la que luces… vieja. Cuando volví a nuestra mesa, Eleanor ya estaba sentada y encendía uno de mis Winstons.

–Demoraste mucho –dijo.

–Oh, Dios –me reí–. Acabo de contarle toda mi vida a alguien con botas negras.