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–Yo nunca usaría botas negras –dijo Eleanor.

Negarse a usar botas negras era algo que le había quedado de la escuela católica, dijo. Y esa es también la razón por la que nunca le conté nada del embarazo: seguía teniendo extrañas e irresueltas ataduras con el catolicismo. Se ponía sentimental. Una vez me contó sobre una frugal tía católica no practicante que cuando murió dejó dos misteriosas cajas en el ático: una llena de artilugios maritales y anticonceptivos y otra rotulada “Cuerdas demasiado cortas para ser usadas” que contenía una enorme colección de pequeños trozos de cuerdas de distintos colores, enrollados en grandes bobinas y nidos. Me di cuenta de que precisamente esa era la relación tanto de Eleanor como de su tía con el catolicismo: cuerdas demasiado cortas para atar nada y por eso almacenadas en una caja secreta y enorme. Pero a Eleanor claramente le gustaba arrastrar su caja por ahí, exhibir sus cuerdas como un mercader ambulante.

–Realmente no puedes ser una protestante en desgracia –dijo–. ¿Cómo es posible que siquiera exista la culpa?

–Puede haber culpa –dije–. Es mi devoción, puedo llorar si quiero.

–¡Pero ser una católica caída… es como hacer paracaidismo! Ser una protestante caída es como robarle la cartera a una anciana, tan fácil que no vale la pena molestarse.

–Sí, pero piensa qué mal te sentirías después de robarle a una anciana.

Eleanor se encogió de hombros. Le gustaban los católicos no practicantes. Creo que la única razón por la que lograba que Gerard le cayera bien era que había sido católico. A veces cuando Gerard se ponía al teléfono para preguntarle cosas sobre Virgilio terminaban hablando de Dante y después de monjas que habían conocido en la escuela católica. Los dos habían ido a escuelas parroquiales llamadas La Asunción, donde, decían, habían aprendido a asumir muchas cosas. Más de una vez, me senté en la mesa de la cocina de Gerard y lo escuché hablar por teléfono con Eleanor, exaltado y divertidísimo mientras intercambiaban chistes sobre sacerdotes. Yo nunca había conocido a un sacerdote. Pero era extraño y encantador observar a Gerard tan compenetrado con su propia infancia, tan cercano a Eleanor gracias a las anécdotas, tan contento con su propia huida a una adultez que le permitió estos chistes de sobreviviente; me sentaba ahí y flotaba subyugada como una luna, y me reía a la par de él, de ellos, aunque no supiera con precisión de lo que estaban hablando.

–Pedí un turno –le dije a Gerard.

Estábamos en mi departamento. Había venido a buscar sus llaves que pensaba estaban allí.

–Dios, Benna –dijo–. Me miras fijo con esos ojos de vaca que tienes… ¿Qué esperas que diga? En media hora tengo que salir para un show y dices “Pedí un turno”. Es igual a lo que hiciste la noche de la fiesta del elenco: ojos de vaca y luego “Creo que estoy embarazada”.

–Pensé que querrías saber –no dejaba de pensar en ese espantoso dicho de las madres respecto a tener la vaca atada.

–Me haces sentir como si estuviera en una tienda diminuta y solo quisiera relajarme, mirar y disfrutar, pero como soy el único cliente potencial, no paras de acercarte y presionarme.

–No te presiono –dije. Tengo un bulto en el pecho, es lo que quería decir pero no dije. Quizás me muera.

–Sí lo haces. Eres como esas mujeres que no paran de acercarse para preguntar “¿Puedo ayudarlo?”.

Miré su barbilla cuadrada, su imposiblemente hermosa barbilla sin afeitar y después miré la lámina de Mary Cassatt sobre la pared, madre bañando a niño, por qué poseía yo una cosa como esa, y fue en ese momento que realmente entendí que Gerard estaba enamorado de Susan Fitzbaum.

Las cosas, sin embargo, raras veces sucedían de la forma en que las entendías. La mayor parte de las veces, tan solo emergían paralelamente a lo que pensabas que estaba pasando y luego se hundían azarosamente en alguna otra dirección.

Gerard no paraba de repetirse.

–Eres como una de esas mujeres que no paran de acercarse: “¿Puedo ayudarlo?, esto es lindo, avíseme si lo quiere”. Una y otra y otra vez. No me dejarás nunca en paz.

Pensé sobre lo que me había dicho. Finalmente, dije en voz muy baja:

–Pero estás dentro de la tienda, Gerard. Si no te gusta, sal de la maldita tienda.

Gerard tomó una revista y la arrojó hacia el otro lado de la habitación, luego, sin buscar sus llaves, partió antes de lo necesario hacia su show en El Helecho de Humo.

Yo no era lo suficientemente grande para Gerard. Yo era pequeña, burda, estaba llena de preocupaciones, había colapsado. No me quería a mí, quería una tienda del tamaño de Macy’s; como Eneas o Ulises, él quería el anonimato y la libertad de vagar de isla en isla sin comprar nada. Yo era demasiado poco mundo para él. Ninguna mujer podía ser mundo suficiente, pensé, aunque eso fuera lo que un hombre deseaba de una mujer, aunque ella moviera frenéticamente sus brazos intentándolo.

Eleanor había dicho que se iba a quedar en casa mirando La novicia rebelde, entonces yo también me quedé en casa y leí el capítulo sobre aborto en mi libro de salud femenina. En la televisión, miré un documental sobre la naturaleza. Era sobre especies animales que, debido a un cambio en el paisaje, comienzan a producir huevos inviables o son perseguidas y se refugian en los cerros.

Caminé hasta el departamento de Gerard y recogí algunas cosas mías que habían quedado allí: zapatos, platos, revistas, cubiertos. Era como un principio de la física: las cosas iban y venían de forma natural entre los dos departamentos hasta que se alcanzaba el máximo nivel de caos. Yo tenía su abrelatas y él tenía mis cubeteras. Era como si nuestras posesiones estuvieran embarcadas en algún intercambio osmótico, conyugal, un gigante beso de efectos personales, que de algún modo nos había dejado atrás a nosotros.

El lunes me encontré con Eleanor para desayunar en Hank’s. Quería hablar de cosas esperanzadoras: el trabajo en Nueva York, cómo se sentiría ella acompañándome. Tal vez podría empezar un grupo de lectura allí. Le prometería no morirme de la enfermedad de Globner.1

–Deberíamos dejar de fumar cigarrillos. ¿Quieres dejar de fumar cigarrillos? –dijo Eleanor apenas me senté.

A pesar de mi salud en proceso de degeneración, los disfrutaba demasiado. Eran parte de nuestra relación sorora.

–Pero nos hermanan en los quistes –dije y me levanté un pecho con la mano. Ninguna idiotez era demasiado indigna para mí. También podría haberme sentado en un rincón y aplicar Winstons a mis nódulos linfáticos mientras me reía y contaba chistes malísimos.

La boca de Eleanor formó una sonrisa pequeña y fragmentaria.

–Tengo algo que decirte, Benna.

–¿Algo relacionado con lo sororal y quístico? –dije–. ¿Qué?

–Benna, le pedí a Gerard que se acostara conmigo.

Yo seguía sonriendo inapropiadamente y mi pecho todavía estaba un poco levantado.

–¿Cuándo fue? –dije, volví a acomodarme el pecho, enderecé el torso. Algo entre nosotras se había vuelto de repente pálido y gris, como un pequeño trozo de carne que no se saca de entre los dientes horas después de comer. Encendí un cigarrillo.

–El sábado por la noche. –La cara de Eleanor parecía organizada por la ansiedad, la misma cara que usaba cuando leía el discurso de Romeo a Paris, a quien acaba de matar: ¡Dame la mano tú que, como yo, has sido inscripto en el libro funesto de la desgracia! Lucía rosada y suplicante, aunque esencialmente se veía igual, como lo hacen todas las personas a pesar del hecho de que han comenzado a convertirse en monstruos y están por decirte algo que necesitaría que además tuvieran cuernos y colmillos o cejas abovedadas, pero nunca los tienen.

–Pensé que habías dicho que te ibas a quedar en casa mirando La novicia rebelde –dije con la misma voz que usaba siempre para arrojar humo de cigarrillos por mis fosas nasales.

–Yo, eh, finalmente no hice eso. Fui a ver a Gerard tocar. Me dijo que ustedes habían tenido una pelea, Benna.

Y de repente supe que esa era solo una parte de la verdad. De repente supe que había más cosas. Que siempre las había habido.

–Benna, al principio pensé que solo estábamos bromeando –continuó. No paraba de repetir mi nombre–. Me senté junto a él y le dije: “Ey, arruinemos una linda amistad…”.

–Pero ustedes se odiaban –insistí.

–...y él dijo: “Seguro, ¿por qué no?”. Y, Benna, estoy convencida de que él al principio pensaba que estaba bromeando…

¿Bromeando? ¿Cómo se le puede llamar bromeando a eso? Broma era mi lámina de Mary Cassatt. Mujer con niños.

–Benna, estoy segura de que no…

La piel de Eleanor era suave y sin poros. Tenía el cabello con reflejos dorados, como una madera costosa. Quería que dejara de decir mi nombre.

–Pero no se acostaron, ¿no? –pregunté, aunque sonó patético, como un personaje diminuto de Hans Christian Andersen.

Eleanor me miró fijo. Sus ojos empezaron a llenarse de agua. Se sentía mal por mí. Se sentía mal por ella misma. Pude sentir cómo mi corazón se marchitaba como una flor. Pude sentir cómo el bulto en mi pecho subía hasta mi garganta, donde tal vez hubiera estado al principio.

–Oh, Benna, él es una mierda. –Ellos sí se odiaban mutuamente. Es por eso que ella me estaba contando esto: todos nos odiábamos mutuamente–. Lo siento, Benna. Él es una mierda. Sabía que jamás te lo contaría.

Eleanor era gorda. No sabía nada de música. Era una niña. Seguía recibiendo dinero de sus padres desde el país de los médicos. Ningún animal es tan problemático en cautiverio como el elefante, pensé con maldad, como una profesora de aerobics que mira demasiada televisión pública. Todos los años, al menos un cuidador de zoológico es asesinado en algún lugar del mundo.

 

Algo en Eleanor empezó entonces a desmoronarse y morder.

–¿Cuánto tiempo crees que yo podría haber seguido siendo una caja de resonancia de ustedes dos, Benna?

Esto era espantoso. Era la clase de cosas que lees en las columnas de consejos de las revistas. ¡Dame la mano tú que, como yo, has sido inscripto en el libro funesto de la gracia!

–…yo merecía un romance, y en lugar de eso estaba pasando todo mi tiempo envidiándote. Y tú nunca me notabas. Nunca notaste siquiera que había bajado de peso. –Ella no sabía nada de música. No conocía ninguno de los temas de Momento de decisión.

–No te das cuenta de que la hermandad entre mujeres tiene que ser redefinida –dijo–. Hay demasiados pocos hombres en el mundo. ¡Hay una escasez de heterosexualidad allá afuera!

Lo que finalmente logré decir mientras miraba un póster que explicaba la maniobra de Heimlich fue:

–¿Entonces, esto es lo que se llama sociobiología?

Eleanor sonrió débilmente, con esperanza, y yo me largué a reír, y después las dos estábamos riéndonos con los ojos llenos de lágrimas y hundiendo la cabeza entre nuestros brazos apoyados sobre la mesa. Y fue en ese momento que tomé la botella de ketchup y se la partí sobre la cabeza. Y después me paré y salí tambaleando, mi alma entumecida como una pierna cruzada, y Hank me gritó algo en griego y dejó su puesto detrás de la barra para ir a socorrer a Eleanor que lloraba en voz alta y seguramente iba a necesitar puntos.

Durante nueve días, Gerard y yo no nos hablamos. A través de las paredes, yo podía escucharlo entrar y salir de su departamento, y seguramente él podía escucharme a mí, pero no hablamos. Desde el principio yo me negué a responderle cuando me golpeó la puerta.

Por la noche, salía a ver todas las películas malas en Fitchville y me quedaba sentada en el cine. A veces, llevaba un libro y una linterna.

Lo extrañaba. Me di cuenta de que el amor era algo que la columna vertebral recordaba. No había nada que se pudiera hacer al respecto.

Desde el otro lado del pasillo, podía escuchar cómo sonaba el teléfono de Gerard, entonces prestaba atención y esperaba que él respondiera. Las palabras siempre se escuchaban apagadas. A veces, lo oía reírse como si ya estuviera listo para volver a ser feliz. Un par de veces, en que no volvió en toda la noche, su teléfono sonó hasta las tres de la mañana.

Dejé de tomar sedantes. Los días eran todos falsos, de un color gris cálido. Días de monóxido. Alfombra de baño sucia. Suela de zapato. Cuando iba al centro, los colores de todas las tiendas se derretían ante mis ojos como revistas húmedas. Había un ruido en el aire que cambiaba con el viento y que podría haber sido música, o rugidos, o voces de niños. Las personas miraban hacia arriba buscando algo en los árboles y yo también alcé la vista y vi lo que era: no lejos de la calle Marini, miles de pájaros oscuros habían aterrizado, habían descendido de sus nidos; geometría resuelta en la confusión del vecindario, esparcían sus graznidos complicados entre los árboles y sobre los techos, en busca de la mancha negra e iridiscente de un derrame de petróleo. Yo sabía que había científicos que estudiaban eventos como este, que afirmaban poder discernir patrones en este tipo de caos. Pero esto requería distancia y un estudio que no tenía en cuenta ninguna de las partículas individuales en el desorden. Las partículas no tenían valor. La mirada de cerca no tenía ningún uso particular.

A cuatro cuadras, pude ver que la bandada tenía una especie de vida grupal, una inteligencia reconocible, era indudable que había patrones en su aleteo azaroso, pero solo, cualquiera de esos pájaros negros no hubiera tenido idea de lo que estaba pasando. Solos, como vive la gente, se habrían roto la cabeza contra las paredes.

Me alejé lentamente de la calle Marini, y comprendí este pequeño fragmento: entre lo grande y lo pequeño, entre lo cercano y lo lejano, no había sabiduría ni tregua posible. Estar cerca significaba estar ciego, ser uno entre tantos equivalía a no poseer forma ni voz.

“¡Debe haber cosas que puedan salvarnos!”, quería gritar, “pero no están aquí”.

Me hice un aborto. Después sufrí de una breve depresión heterosexual y tuve problemas para dar mi clase: sin darme cuenta, me salteaba el número tres al contar y gritaba: “Al frente, dos, cuatro, cinco; costado, dos, cuatro, cinco”. En realidad, eso pasó solo una vez, pero más adelante, cuando estaba viviendo en Nueva York, se volvió una historia divertida para contar. (“Benna”, dijo Gerard el día que me fui, “mi amor, lo siento mucho”).

Gracias al embarazo, el bulto en mi pecho desapareció, se retrajo, fue absorbido y nunca volvió a aparecer.

–Una flor nocturna para nada seria –le dije a la enfermera. Ella sonrió. Cuando me palpó el pecho, me dieron ganas de invitarla a cenar. Hubo una semana en mi vida en que ella fue la única persona que realmente me gustó.

Pero yo creía en recomenzar. Sabía que, finalmente, solo había rupturas e insatisfacción y dolor entre las personas, pero, Shirley, la mejor venganza era la de transformar tu vida en un pequeño conjunto de milagros.

Si no podía ser estable y profunda, trataría, al menos, de ser amable.

Entonces, antes de partir, llamé por teléfono a Barney y lo invité a tomar un trago.

–Eres una chica dulce –dijo, hablando con el volumen de un comentador deportivo–. Siempre lo he pensado.

1 Enfermedad imaginaria inventada por el grupo de teatro experimental The Firesign Theatre durante la década de 1960. [N. de la T.]

3. VENTA DE GARAJE

He notado que hay personas en el mundo que nacen vendedores. Saben cómo realizar transacciones, cómo disponer. Saben cómo abrirse paso de forma fascinante y cautivadora hacia un acuerdo, un descuento. Luego se suben a su auto y conducen a toda velocidad.

–Cada vez que me mudo a un lugar nuevo –dice Eleanor–, me compro un estante para la ducha. Me da la sensación de estar empezando de nuevo. –Esboza una gran sonrisa mordaz.

–Sé de lo que hablas –dice Gerard, sentado en una silla de jardín, mientras se agacha para atarse los cordones. Estamos en el patio de la casa, liquidando nuestros afectos, intercambiando nuestras vidas por efectivo: hemos organizado una venta de garaje. Gerard se endereza. El cabello le cae sobre la cara, lo hace lucir demasiado joven, luego demasiado apuesto cuando se lo corre hacia atrás. El corazón me duele, se expande y se pliega sobre sí mismo como un omelette.

Son dos contra uno aquí.

Eleanor está tratando de vender su antiguo estante de ducha por veinticinco centavos a pesar de que los restos de un horrible jabón se han secado y han formado una cera verde sobre toda la superficie del accesorio. Eleanor es una buena amiga y ha venido a nuestra venta de garaje este fin de semana con todos los artículos desagradables que no pudo vender en su propia venta de garaje la semana pasada. La invité para poner su propio puesto, pero ahora me pregunto si no estará profanando nuestro jardín. Gerard y yo estamos vendiendo cosas lindas: una bicicleta de diez velocidades, un decantador de vino de vidrio tallado, algunos discos de jazz raros, plantas saludables que necesitan un hogar saludable, suéteres de buena lana, dos sillas antiguas con el respaldo alto. Eleanor ha traído basura: ruleros de goma con pelos todavía enredados en ellos, un body de encaje color lavanda con una antiestética mancha, dos bolsas de placas de aislamiento de fibra de vidrio, tres vasos viejos y grasientos de jugo que venían gratis con el cóctel de camarones y que Eleanor quiere vender ahora por setenta y cinco centavos. También trajo una caja entera de tops sin mangas y una antigua banda sonora de la película Millie, una chica moderna. Extendió la mayor parte de estos objetos en una de las mesas bajas que Gerard y yo habíamos armado con ladrillos y dos puertas viejas traídas desde el cobertizo. Magdalena, nuestra perra, tiene una etiqueta de precio púrpura pegada en la parte trasera (“parece popó”, dice el eternamente joven Gerard). Olfatea los vasos de cóctel de camarones y tira uno. Gerard le alisa con la mano el pelaje negro, le acaricia el lomo, le dice que se calme. Una vez, Eleanor describió a Magdalena como un perro que se veía exactamente igual que el dibujo de un perro de un niño de primer grado. Ahora, sin embargo, con su parte trasera ornamentada, Magdalena parece un poco incorrecta: disfrazada, gitana, como un bebé con las orejas perforadas. Su trasero dice “43 centavos”. Magdalena tiene el porte de una duquesa, siempre lo pensé.

Eleanor ubica algunas prendas de vestir en las ramas de los abedules junto a nosotros: algunas faldas, una chaqueta raída, el body de encaje herido. Ahora somos realmente un tugurio.

–Eso es adorable, Eleanor –dice Gerard señalando los abedules. Magdalena se ha acercado y se ha puesto a ladrarle a la ropa de Eleanor.

–Oh, desaparece y sé una cachorrita yuppie –le dice Eleanor a la perra. A veces, como en un terrorífico acto de ventriloquía, Eleanor supone que estoy enojada, e incluso exagera en su suposición. Gerard es un pianista de cafetería cansado que partirá en dos días hacia California para empezar la carrera de derecho. Se lleva con él a Magdalena, a mí no. Dice que necesita hacer una publicación de leyes para conseguir un trabajo maravilloso en alguna parte. A Eleanor le gusta definir a los yuppies como personas que compran la mostaza cara y el ketchup barato, mientras que el resto del mundo lo hace al revés.

–Gerard, eres demasiado viejo para transformarte en un yuppie –dice, aunque se equivoca. Gerard es un año más joven que Eleanor y casi dos años más joven que yo.

Eleanor se acerca con una bolsa de papel y se sienta.

–¡Un punto de inflexión! –anuncia y saca de la bolsa una caja abierta de tintura aclarante para morochas y la ubica en la mesa junto a mi hermosa aglaonema y mi decantador de vino, que fue un regalo de mi hermano. Me es más fácil de lo que pensaba deshacerme de las cosas.

–Todo mi pasado aquí y solo pido diez centavos –dice Eleanor con una sonrisa socarrona. Hace poco se ha teñido el pelo de rojo. Ella y su esposo, Kip, se mudan en diez días a Fort Queen Anne, Nueva York, donde Kip encontró un mejor trabajo y Eleanor quiere comenzar desde cero–. Esta es una ciudad muerta –dice–, pero no puedes ganar el dinero solo con críticas.

Clavo la vista sobre la caja de tintura. Las letras están en proceso de borrarse y tiene marcas de tazas de café, como los anillos de la insignia olímpica, en el frente.

–Eleanor –digo lentamente. Pasan algunas personas que miran la ropa colgada en los árboles, sonríen y siguen caminando. Estoy a punto de decirle que su concepto del comercio no es el mismo que el nuestro pero, en lugar de eso, saco diez centavos de mi taza con monedas y se los doy.

–¿Me quedará bien? –Sonrío y sostengo la caja de tintura frente a mi cara como en una publicidad. Soy la única de nosotros que no se muda, aunque pronto me iré de vacaciones a Cape Cod por dos semanas para pensar en mi vida.

–Serás la sensación de Truro –dice–. Deslumbrarás. Gerard llorará de arrepentimiento.

Son dos contra uno aquí.

Gerard se vuelve a sentar a mi lado. Eleanor, que sospecha que él la escuchó, se acerca y le da un golpecito en el muslo. Vuelve a hablarnos de la mostaza y el ketchup.

Gerard no sonríe. Mira los árboles. Magdalena se ha echado a sus pies.

–Da la impresión de que alguien hubiera sido asesinado con eso puesto, Eleanor –dice Gerard y señala el body de encaje.

Me estiro hacia un costado, debajo de la mesa, y le aprieto la mano a Gerard para advertirle, para rescatarlo. Son dos contra uno aquí; simplemente seguimos turnándonos.

–No, no vamos a casarnos. Él se va a California y yo me quedo aquí –le dije a mi madre por teléfono cuando preguntó. Normalmente nunca llama. Normalmente hace cosas como enviarme notas con garabatos histriónicos que dicen “Bueno, sabes, yo no los puedo usar”, y junto con la nota, en el sobre, hay cupones de descuento de tampones y analgésicos para los dolores menstruales.

–Bueno –dijo mi madre–. El consejo que escucho de mis amigas últimamente es no te cases hasta los treinta. Tómate tu tiempo. Diviértete conociendo gente mientras seas joven. No te quedes con las ganas de nada.

 

Conocer gente es una frase que mi madre ama.

–Mamá –dije lentamente, alzando la voz–. Tengo treinta y tres. ¿Con las ganas de qué crees que no debería quedarme?

Esto pareció dejarla boquiabierta.

–Sabes, Benna –dijo finalmente–, no todas las mujeres piensan como tú y yo. Algunas simplemente quieren establecerse. –Esta alianza entre madre e hija era algo que mi madre había empezado a hacer tarde: de forma arbitraria, sin prestar atención–. Definitivamente, tú y yo somos excepcionales en ese sentido.

–Madre, él me dijo que pensaba que iba a ser un infierno vivir conmigo mientras estuviera estudiando derecho. Dijo que ya era una especie de infierno. Eso es lo que me dijo.

–Yo era como tú –dijo mi madre–. Estaba decidida a estar soltera y divertirme y salir con muchos hombres. No me importaba lo que pensaran los demás.

La gente no para de preguntar por Magdalena. “¿El perro está a la venta?”, dicen, o: “¿Cuánto piden por el perro”, como si fuera un chiste especial y divertido. Luego se ríen y se ponen a revisar nuestras pertenencias.

Lo primero que se va es mi bicicleta de diez velocidades. Está casi nueva, pero es incómoda y nunca la usé.

–¿Cuánto? –pregunta un hombre vestido con un rompevientos rojo que se enteró de nuestra venta por los avisos clasificados.

Miro a Gerard para que me ayude.

–¿Cuarenta y cinco? –digo. El hombre asiente con la cabeza, se monta a la bicicleta y da unas vueltas por la vereda.

–La próxima vez –me susurra Gerard– pide sesenta y cinco. –Pero no hay próxima vez. El hombre vuelve con la bicicleta. “Me la llevo”, dice, y me pasa dos billetes de veinte y uno de cinco. Gerard se encoge de hombros. Yo miro el dinero. Me siento mal. No lo quiero.

–No soy buena para estas cosas –le digo a Gerard. El hombre de rojo carga la bicicleta en su camioneta Dodge, se sube al vehículo y arranca.

–Era una buena bicicleta, pero no te sentías cómoda con ella. El tipo hizo un buen negocio –dice Gerard. La camioneta se aleja y desaparece de nuestra vista. Ahora ya no poseo una bicicleta.

–No te preocupes –dice Eleanor. Me rodea el hombro con el brazo y me conduce hacia los abedules–. Es como la vida –y señala con el pulgar hacia atrás, donde está Gerard–. Vende al joven y elegante, y consíguete un viejo achacoso y te sentirás mucho más feliz. El viejo achacoso es cómodo y nunca te lo robarán. Mira a Kip. Al viejo achacoso lo tienes de por vida.

–Cuarenta y cinco dólares –digo y sostengo el dinero frente a mi cara, como si fuera un abanico.

–Ya aprenderás –dice Eleanor. Ahora, una pequeña multitud está congregada alrededor de los tops de Eleanor, los discos de Gerard, mis plantas. Las plantas no, me digo. No estoy segura de que deba venderlas. Son cosas vivas, mucho más que los tops de Eleanor.

Eleanor es toda una vendedora junto a los abedules. Señala la falda negra.

–Esta es marca Liz Claiborne –le dice a una mujer cuyo interés en la prenda no es seguro–. ¿Sabes quién es?

–No –dice la mujer, fastidiada, y se pone a mirar los discos de jazz.

–Queremos las plantas –dice una adolescente con su novio–. ¿Cuánto?

Hay un ficus pequeño y una aglaonema.

–Ocho dólares –digo, improvisando un número. El sentimiento de incomodidad me invade nuevamente. La aglaonema me mira sin poder creerlo, traicionada. La parejita junta los ocho dólares, me los dan, y luego toman las plantas en sus brazos, como si fueran los bondadosos salvadores de unos niños.

–Gracias –dicen.

Las ramas del ficus me dicen adiós, pero la aglaonema chilla: “¡No eres apta para ser la madre de una planta!”, o algo así, mientras es conducida hacia el auto de la pareja. Pongo los ocho dólares en mi taza. Me pregunto cuán lejos se podría llegar en una de estas ventas de garaje. “Por supuesto”, podrías decirle a un desconocido total, “llévate a la perra, llévate a mi novio; las madres y los dedos tienen una oferta especial: dos por uno”. Si lo único que quisieras fuera llenar tu taza de efectivo podrías dejarte llevar. Un resto de uña o un bebé, las dos cosas bien podrían tener un precio escrito sobre cinta adhesiva. El ímpetu de vender podría apoderarse de ti, como el alcoholismo o la religión.

–Estoy mal –le digo a Gerard, que acaba de vender algunos discos y pone alegre el dinero en su taza.

–¿Qué sucede? –Otra vez, he vuelto amarga su felicidad, me he interpuesto en su camino, da la impresión de que eso es lo que hago.

–Vendí mis plantas. Me siento mal.

Me rodea la cintura con un brazo.

–Es dinero, podrías usarlo para algo.

–Gerard –digo–, huyamos a New Hampshire y solo usemos bolsas de dormir como ropa. Seremos principiantes durmiendo en tiendas.

–Ben-na –dice separando mi nombre con tono de advertencia. Saca su brazo de mi cintura.

–Tuvimos una buena vida aquí, ¿verdad? Comimos mucho arroz y muchos porotos. Toma tus ocho dólares, Benna. Cómprate un bistec.

–Ya sé –digo–. ¡Podríamos abrir un puesto de limonada!

La aglaonema sigue chillando a la distancia, como un pájaro. Entre los abedules, la mancha en el body de Eleanor es una suerte de spin art orgánico, una flor o un blanco; un ojo menstrual aplastándome.

Sé lo que pasará: él me prometerá escribirme día por medio, pero cuando resulte ser una vez por semana, me prometerá escribirme una vez por semana y cuando resulte ser una vez por mes y aunque solo sea una postal, llamará por teléfono, dirá: “Benna, te lo prometo, una vez por mes te escribiré”. Empezará a decir cosas falsas con tono de abogado, cosas como: “Sabes, estoy extremadamente ocupado” y “hago mi máximo esfuerzo”. Será el primero en sacar el tema del costo de las llamadas de larga distancia. De repente, palabras como res ipsa loquitur y no nos beneficia aparecerán en su lengua como forúnculos. Hablará sobre lo que “otras personas dijeron” y lo que él “y otras personas hicieron”, y cuando nunca mencione específicamente a ninguna mujer será como las agencias de noticias soviéticas que nunca publican nada que contenga los nombres de las ciudades donde están las nuevas bombas.

–No hay problema, puedo aceptar un cheque –dice Eleanor–. ¿Por qué no lo aceptaría? –Milagrosamente, alguien está comprando Millie, una chica moderna. Un hombre con una gran barriga y con chequera pero sin camisa. El pelo en su pecho es parecido al de Gerard: un territorio muy diferente al de su cara, algo exótico y prestado, como un disfraz de Halloween. El hombre toma el decantador de vino. Es un objeto feo, un regalo caro y equívoco de mi hermano solitario y con sobrepeso.

–Puedes llevártelo por un dólar –digo. Una vez, encontré un libro de poesía bastante bueno en una tienda de libros usados, y en la portada alguien había escrito: “Para Sandra, la única mujer que amé”. Me sonrojé. Me sonrojé por la perra de Sandra. Las traiciones, incluso las que tú misma llevas a cabo, pueden tomarte por sorpresa. Te das cuenta de que eres capaz de ciertas cosas.

El hombre nos hace cheques a Eleanor y a mí.

–¿El perro está a la venta? –dice riéndose entre dientes, pero ninguno de nosotros le responde–. Mi mujer ama con locura a Julie Andrews –dice, sosteniendo el disco en alto–. De niña, quería crecer para ser niñera y cantar las canciones de Julie. “Doe a deer” y todo eso.

–¡Ja, yo también! –digo, una niñera ridícula, una Julie Andrews con un sapo en la garganta. El hombre hace el gesto de brindar con el decantador de vino, después se aleja por la vereda.

–El gusto de un abrelatas –murmura Eleanor.

Y en el teléfono, en California, en un último y acorralado estallido de sentimiento erótico, susurrará: “Buenas noches, Benna. Guarda tus senos para mí”, pero la conexión de la línea no será muy buena y sonará como: “Guarda tus sueños para mí”, y yo diré “Estás loco, mi amorcito”, y cortaré golpeando el teléfono.

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