Instantáneas en la marcha

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1 https://www.bbc.com/mundo/noticias-america-latina-50190029.

21https://www.elmostrador.cl/noticias/pais/2019/10/27/sigue-sumandose-gente-a-masiva- marcha-en-vina-del-mar-con-destino-al-congreso-en-valparaiso-ya-van-mas-de-cien-mil/.

3 Como ejemplo de este proceso, el 18 de enero de 2020 se reúnen en la Usach de Santiago, 1.200 personas provenientes de distintas asambleas territoriales de la Región Metropolitana, en la autodenominada Coordinadora de Asambleas Territoriales (CAT) que busca comenzar a construir un pliego unificado de demandas. Ver https://ciperchile.cl/2020/02/14/yo-me-organizo-en-la-plaza-las-cientos-de-asambleas-que-surgieron-tras-el-estallido-social/.

4 A pesar que esta juventud-adolescencia ya se hizo ver en los movimientos estudiantiles de los años 2006 y 2011, aunque con intensidades y énfasis distintos.

5 Kant señala que “lo que constituye la única condición bajo la cual puede algo ser fin en sí mismo no posee simplemente un valor relativo, o sea, un precio, sino un valor intrínseco: la dignidad” (148).

6 Nos referimos a actos de violencia callejera como la quema de las estaciones de metro.

7 No estamos identificando las distintas formas de violencia que tuvieron lugar: violencia defensiva de los manifestantes, violencia represiva de las fuerzas policiales, violencia política como manifestación de rabia y malestar, violencia delicuencial, etcétera, sino estamos únicamente señalando que la experiencia callejera también involucró formas de violencia, entre ellas formas de violencia como forma de protesta con contenido político específico: mostrar un malestar, frente al sistema, frente al gobierno, frente a la democracia, etcétera.

8 Para una perspectiva histórica de la violencia callejera, como un elemento recurrente en distintos episodios de estallido social que se suceden en la historia de Chile, ver Salazar 2006, 2012, 2019.

9 Agradezco a Eduardo Fermandois hacerme ver la importancia de esta leyenda callejera, en un análisis distinto al que aquí propongo, pero muy iluminador. Esto en el contexto del seminario: Estallido social y democracia en Chile, celebrado el 10 de enero de 2020 en Centro de Estudios e Investigación Enzo Faletto, Universidad de Santiago.

10 Las limitaciones de la democracia no solo se reflejan, entonces, en instituciones insuficientes, o en élites desconectadas, sino también en ciudadanos incompletos, que no saben o no pueden conducir y dar curso democrático a su malestar.

11 “¿Qué es, en fin, la democracia, sino la sanción, la garantía, el ejercicio mismo de la verdad, la salvaguarda de los derechos, el espíritu del mundo gobernándose?” (103).

12 “La democracia griega, en efecto, nace en la calle; y queda ligada a los espacios abiertos de la plaza, del mercado, espacios que permitirán el encuentro socrático y la convergencia ciudadana. Luego, con el andar del tiempo, la libertad de desplazamiento, la libertad de expresión, la libertad de reunirse, son conquistas no solo ganadas en la calle, sino además, ganadas esencialmente para ella” (51).

El otro octubre: huellas chilenas en el Wallmapu

Juan Carlos Skewes

Que en la estatua del general Baquedano en la Plaza Italia —o de la Dignidad— se enarbolara la wenüfoye (canelo del cielo) o bandera mapuche, que además sirviera de soporte para la exhibición de esculturas indígenas y particularmente de los chemamull (personas o gente de madera) y que la imagen de Camilo Catrillanca, comunero mapuche asesinado un año antes por las fuerzas policiales, proyectada ahí mismo, sobre la fachada de los edificios Turri, son acontecimientos que no pueden sino evocar la retoma al menos simbólica de la porción septentrional del Wallmapu o territorio mapuche en medio de una movilización generalizada del pueblo chileno.

La protesta recupera para el país la memoria de la usurpación de tierras y maltrato crónico hacia el pueblo mapuche y lo hace a través de la movilización de los símbolos más emblemáticos de sus reclamos. La plaza, a su vez, es el corazón de la divisoria social entre el arriba y el abajo, es el sitio de encuentro donde confluyen personas, reclamos y símbolos para dar cuenta de la injusticia con que el país se ha construido y el hambre de dignidad que a todas y todos une.

Octubre es cuando tal vez por primera vez en la historia republicana la multitud se reconoce a sí misma si no como mapuche al menos como hermana de la causa indígena. Marca, en este sentido, una oscilación mayor en el complicado entretejido de Estado, pueblo chileno y nación mapuche. El punto de encuentro entre lo mapuche y lo chileno no podía ser sino el de la Plaza de la Dignidad, allí en el corazón de las tierras usurpadas del Wallmapu. Las refriegas ocurren a pocos metros de la ribera sur del río Mapocho y de la Chimba, a la vista del Tupahue —el cerro centinela usado por los incas y convenientemente rebautizado como San Cristóbal— y al oriente del cerro Huelén trocado en Santa Lucía por los colonos. Y es, justamente, en la Plaza de la Dignidad donde el Taller de Escultura Mapuche levanta un chemamull, en este caso la figura de una mujer tallada en madera (mamüll).

Las oligarquías criollas despreciaron lo indígena y lo popular e impusieron la curiosa idea según la cual el modelo a seguir era el europeo y buena parte de la población así lo entendió. Edificaron la capital de la república en el extremo norte del Wallmapu, allí hasta donde el inca había alcanzado a llegar en su expansión. Y aunque lo mapuche se denotase en cada recodo de la provincia, en cada giro de la variante chilena del idioma español, en la piel de sus habitantes, en los nombres de los lugares y en su mitología, los wingka, extranjeros en la vastedad geográfica del Wallmapu, han volcado sus espaldas a su condición de origen y dieron una constitución a su país refractaria a los pueblos originarios. No obstante, el pueblo mapuche mantuvo encarnado un archivo de su memoria cultural el que generación tras generación encontró nuevas formas de desplegarse, incluido el cine, para incomodar, contradecir y tensionar el arco de la memoria colonial (Gómez-Barris 2016).

Octubre es descorrer el velo y evidenciar las confluencias culturales negadas por la construcción hegemónica de la nación. Lo popular y lo mapuche se encuentran en la lucha por la dignidad, en el clamor por el derecho a vivir en paz. Y es que, en realidad, la frontera chileno-mapuche es harto más permeable de lo que se la pretendió y, no obstante, es tan frontera como no se la quisiera. En este doble registro parecieran oscilar las relaciones entre Estado y pueblo y entre pueblo mapuche y pueblo chileno, tal como se advirtiera para la celebración del Bicentenario cuando la conmemoración de la Independencia se viera empañada por una huelga de hambre de prisioneros políticos mapuche cuyos ecos fueron globales. “Los presos y sus voceros, especialmente las jóvenes mapuches, expresaron una nueva imagen de los indígenas, firmes en sus posiciones, modernos en sus actitudes, valientes y con un programa de acción de enorme claridad y significado, no solo para ellos sino para el conjunto de la sociedad chilena” (Bengoa y Caniguan 2011: 28). Un decenio más tarde, en aquel octubre de 2019, las calles y avenidas del país se saturaron con los símbolos del pueblo mapuche, tres de los cuales cobran un especial significado: sus banderas, los chemamull (esculturas que honran a los difuntos) y la imagen de Camilo Catrillanca.

De seguro la wenüfoye fue la bandera más recurrente en las movilizaciones de octubre, reclamando la reposición de esta parte constitutiva de la sociedad chilena, incómoda para quienes, obstinadamente, han deseado ver menos mapuche de lo que hay. Pero no fue la única bandera de ese pueblo que recorrió las alamedas durante las protestas. La wünellfe (o guñelve), bandera de azul oscuro con una estrella blanca o celeste, de ocho puntas, en su centro, que representa al lucero del alba —el planeta Venus— acompañó a grupos en apariencia más radicalizados en cuanto a las demandas autonómicas. La wünellfe es una bandera antigua y reveladora de las contradicciones encarnadas en los sucesos de octubre. Fue blandida por Leftraru o Lautaro1, el más recordado guerrero en la resistencia contra la ocupación de Pedro de Valdivia en el siglo XVI, y en los tiempos de la Independencia, fue conocida como la estrella de Arauco. Bernardo O’Higgins la incorporó en el emblema patrio del país naciente, intentando integrar la tradición masónica con la mapuche. Durante algunas décadas se conservó la memoria de su significado original, pero cuando el Estado se proclama soberano hasta el sur austral, lo muta: “El alma de mi bandera /Banderita tricolor /Es una pálida estrella /Que del cielo se cayó”, según reza una tonada especialmente chauvinista (Cartes Montory 2013)2.

La wenüfoye, en cambio, fue creada en octubre de 1992, bajo la inspiración del movimiento independentista Consejo de Todas las Tierras. A pesar de su origen contestatario, esta bandera es

 

reconocida por el Estado como una manifestación cultural de “dicha etnia”, según reza el respectivo dictamen de Contraloría. Por esta vía, la wenüfoye simultáneamente “es aceptada y rechazada en las esferas institucionales, aceptación que muchas veces encierra una operación de vaciado político en aras de una aparente tolerancia” (Ancan 2017: 301).

Entre los significados atribuidos a una bandera u otra se desenvuelve la historia de la compleja relación entre el pueblo mapuche y Estado chileno, y la presencia de ambas enseñas es sintomática de la heterogeneidad de posiciones que convergen en la Plaza de la Dignidad. La una, el wenüfoye, conserva algo de la inspiración multiculturalista que animó la dictación de la Ley Indígena en Chile: la de un pueblo que avanza en la búsqueda del reconocimiento y para el cual la nueva promesa, suscrita en 1988 con quien sería el primer presidente de la transición política, albergaba la esperanza de finalmente encontrar un lugar en la república. La wünellfe, en cambio, fue la bandera de la estrella secuestrada. Es la bandera que transita desde su profundidad histórica, pasando por su cautiverio en la celda cuadrangular que ocupa en la enseña nacional, hacia la emancipación no alcanzada. Es Leftraru reclamando su Mapu y, por ello, tal vez exprese con mayor intensidad los reclamos autonomistas.

Menos conocidos, menos protagónicos quizá, los chemamull, estas esculturas conmemorativas de los antiguos hechas de una sola pieza de roble (pellin), se asocian a la dimensión más íntima de la recuperación simbólica de esta parte del Wallmapu. Vigías ancestrales que, a través de los ojos de Camilo Catrillanca, se interponen en frente a una chilenidad ciega respecto de su condición indígena. Estas esculturas conmemorativas llegan a alcanzar hasta tres metros de altura, destacándose la cabeza, los ojos, la boca, las orejas, las narices y los brazos. La figura honra a los difuntos quienes, a través de la madera, se tornan en vigías del tiempo presente y rectores del azmapu, esto es, del sistema normativo mapuche. Tradicionalmente se emplazan en los eltues o cementerios y son protagónicos en el nguillatún o celebración comunitaria de agradecimiento a los espíritus de la naturaleza. En tiempos recientes, estas esculturas se han prestado para intensos procesos de resignificación y de reivindicación política, pasando a ocupar lugares de cada vez mayor prominencia en espacios públicos (San Martín 2018).

Los chemamull dan testimonio de las figuras de ancestros importantes en la vida de la comunidad. La muerte, en este sentido, unifica la fuerza social en torno al recuerdo, y las esculturas levantadas en la Plaza de la Dignidad constituyen un paso más en la lenta recuperación de la presencia negada del pueblo mapuche. Tal presencia se denota a través de la ausencia más gravosa de todas en el escenario de la movilización social: Camilo Catrillanca, comunero de Ercilla, decimosexto muerto mapuche en democracia. Catrillanca fue víctima de un burdo montaje realizado por el Comando Jungla, creado a mediados de 2018 para reforzar la “seguridad en la Araucanía” y presentado por el presidente de la República el 28 de junio de ese año como un grupo “que ha sido preparado y formado para combatir con eficacia el terrorismo”.

La imagen de Camilo Catrillanca inunda las ciudades del país durante la protesta. Ella condensa no solo la dilatada historia de represión contra el pueblo mapuche, sino que, al mismo tiempo, testimonia el creciente descrédito en que la autoridad cae en el último decenio. Instituciones que, en su momento, fueron fuente de confianza para el país, ven esfumarse la fe que en ellas depositaba la ciudadanía. Los ojos de Camilo Catrillanca pasan a tomar el papel de los ojos de la gente de madera, de los chemamull, de los ancestros atentos al comportamiento actual de sus linajes, vigilantes respecto de la observación del azmapu. No ha de extrañar que inmediatamente, tras decretado el estado de catástrofe con motivo de la pandemia del Covid-19, las autoridades ordenaran retirar las esculturas de la Plaza de la Dignidad.

El rostro de Camilo Catrillanca proyectado por el DelightLab sobre la fachada de los edificios Turri —frente a la Plaza de la Dignidad— el 15 de noviembre de 2018, un día después del asesinato, es un presagio de lo que vendría en el siguiente mes de octubre, cuando la misma imagen luminosa adquiere dimensiones descomunales en el frontis del Parlamento en Valparaíso. La leyenda junto a la imagen —“Que su rostro cubra el horizonte”, tomada del Facebook del poeta Raúl Zurita— es signo inequívoco del giro que octubre encarna para las relaciones entre los dos pueblos: el chileno y el mapuche. En los ojos de Camilo Catrillanca se reconoce ahora también el pueblo chileno movilizado. El aluvión de la estética mapuche volcada a los muros, las calles, las performances es, en este contexto, un vuelco en los complicados entramados interculturales a cuya posibilidad el Estado se ha negado. Es un balbuceo apenas, es el inicio de un diálogo entre pueblos que comienzan a descubrirse de un modo diferente al que estuvieron acostumbrados.

La herida convertida en recuerdo y el recuerdo en identidad es lo que explica que la frontera dura no se desvanezca, que, por el contrario, se complejice y reaparezca en cada recodo de la historia, al tiempo que se multiplican las figuras tutelares de un pueblo que reclama su ser, su territorio. Ni la muerte de Camilo Catrillanca, ni la de Matías Catrileo, ni la de Macarena Valdés, ni la de ninguna de las figuras del memorial de víctimas del pueblo mapuche, han sido en vano. Todas ellas hablan de las nuevas urdiembres que emergen allí donde el poder produce ausencia y donde la ausencia produce fuerza. Los estertores de octubre pueden desvanecerse y la ciudadanía volver a la apatía rutinaria, si las condiciones así se dan. No obstante, en el Wallmapu, los meses estivales prepandémicos vieron multiplicarse las wenüfoye y las wünellfe, ya no izadas en monumentos nacionales ni llevadas en marchas multitudinarias sino alzadas en ocupaciones de tierra, en comercios locales, y en las ferias de los más diversos rincones del Wallmapu. Así, la presencia descomunal de lo mapuche durante el estallido se encarnó en el verano del año siguiente en múltiples fragmentos territoriales a través de los que se recompone la nación excluida. Y quizá esta sea la clave más relevante a la que prestar atención en lo sucesivo.


© Álvaro Hoppe

1 Como lo sugiere el óleo “El joven Lautaro”, de Fray Pedro Subercaseaux.

2 Letra de la canción “Mi Banderita Chilena”, de Donato Román Heitman e interpretada por Los Huasos Quincheros, grupo musical folclórico ícono del nacionalismo chileno.

Aguante (en) la Primera Línea

Roberto Fernández Droguett

El viernes 27 de diciembre del 2019 muere Mauricio Fredes, 33 años, mientras huía de la represión policial en las cercanías de la Plaza de la Dignidad. Las circunstancias de su muerte no han sido esclarecidas, pero se sabe que cae a una alcantarilla abierta llena de agua en la esquina de Irene Morales con la Alameda. Si bien ya habían muerto varias personas durante el levantamiento social, Mauricio es el primer muerto reconocido como mártir de la Primera Línea. De hecho, en la esquina en que murió se ha erigido un memorial en el que se le recuerda y rinde homenaje. Pese a que carabineros y funcionarios municipales lo han destruido en reiteradas ocasiones, la gente lo ha vuelto a levantar.

Desde las primeras semanas del levantamiento, distintos grupos de manifestantes comienzan a organizarse para resistirse a la represión y defenderse de los balines, los gases lacrimógenos, los carros lanza-agua y las golpizas. Este espacio pasa a ser conocido rápidamente como la Primera Línea, el cual se desarrolla principalmente para impedir que la acción represiva de las fuerzas de orden alcance al resto de las y los manifestantes. Este espacio ha convocado a una serie de personas bastante diferentes, algunas con algún tipo de militancia o activismo, y otras muchas sin participación política previa. De este modo, en la Primera Línea hay jóvenes estudiantes, feministas, ecologistas e incluso militantes por los derechos animales, pero también trabajadores y desempleados, personas pertenecientes a la disidencia sexual, dueñas de casa, etcétera.

Muchas participan en instancias sociales como barras de fútbol, organizaciones barriales, culturas urbanas como skaters, ciclistas y otras, o simplemente se suman desde su propia individualidad, todo lo cual no implica que este espacio sea apolítico, sino que más bien expresa otras formas de politización.

Pese a la muerte de Mauricio Fredes y a las denuncias de organismos nacionales e internacionales de derechos humanos, la represión se mantiene con la misma intensidad, dejando centenas de heridos y mutilados oculares. El 7 de marzo también muere Cristián Valdebenito, 48 años, debido al impacto de una bomba lacrimógena en su cabeza, a una decena de metros de donde había muerto Mauricio. Pese a todo esto, la Primera Línea hizo el aguante hasta el confinamiento producto de la pandemia del coronavirus, cuando las cuarentenas y las medidas de prevención del contagio implicaron el repliegue de la ciudadanía del espacio público que había mantenido ocupado desde el 18 de octubre. Como veremos a continuación, hacer el aguante, es decir, mantener la resistencia a la violencia de Estado llevada a cabo por militares y fuerzas policiales, fue una manera de nombrar el conjunto de acciones de la Primera Línea por parte de sus integrantes. Así, esta expresión permite aproximarnos al fenómeno de la Primera Línea, sus características, sus prácticas, sus sentidos y lo que expresa respecto del levantamiento social.

El aguante ha sido una palabra cada vez más utilizada en la cultura popular y juvenil que proviene de las culturas de barrio, del rock y del fútbol en Argentina y que ha sido apropiada por las barras locales e incorporada en la jerga juvenil, tal como ha sucedido con numerosas palabras y expresiones del lunfardo argentino que han sido adoptadas en Chile (Salamanca 2010). Probablemente en función de la importante presencia de jóvenes en la Primera Línea y en general en las protestas del levantamiento social, la expresión es usada frecuentemente y pasa a ser parte de las consignas de las y los manifestantes. Esta articulación que el aguante teje entre fútbol, cultura popular y política puede ejemplificarse en los mensajes de apoyo al estallido del futbolista Charles Aránguiz en sus redes sociales, como “Aguante Chile. Ni perdón ni olvido: la dictadura aún perdura” (Charles Aránguiz apoyó protestas en el país y envió “aguante” a Chile, biobio.cl 2019).

El aguante en la Primera Línea se configura como un concepto polisémico pero que en términos generales remite a manifestarse, enfrentarse con las fuerzas de orden y sobreponerse a las circunstancias propias de la represión policial. Durante el levantamiento social ha habido rayados y lienzos que usan la expresión, siendo “aguante la Primera Línea” uno de los más frecuentes. También es una proclama que se grita cuando los carabineros atacan y hay que resistir, “aguante cabros”. También “Aguante compañerxs” es lo que le dicen a quienes son heridos durante la resistencia. En este sentido, el aguante tiene que ver con “poner el cuerpo” (Alabarces y Zucal 2008; Moreira, Soto y Vergara 2013), lo cual en las barras de fútbol supone diferentes acciones como acompañar al equipo, participar de las distintas actividades de apoyo, y por cierto el ejercicio de la violencia, ya sea contra las barras rivales o contra la policía. En el caso de la Primera Línea, se pone el cuerpo lanzando piedras, haciendo barricadas, picando y transportando piedras, gritando consignas y entonando cánticos, soportando los gases lacrimógenos, estando varias horas en los lugares de enfrentamientos, todo bajo una lógica de compromiso y hasta cierto punto de sacrificio. Como señala un miembro de la Primera Línea en el Cabildo Plaza de la Dignidad, organizado y documentado por la Cruz Roja y Fundación Daya (Cabildo Plaza de la Dignidad 2019):

Estamos luchando por los que no pueden luchar, por los que quisieran estar aquí y ahora no pueden, porque ya perdieron la vista, perdieron una extremidad, están golpeados, tienen los tendones que ya no les dan, ya no pueden tirar más piedras, tienen los brazos con tendinitis, cansados, pero aquí estamos dando el aguante, y vamos a resistir, somos la última resistencia, y no nos vamos a cansar, vamos a seguir dando el aguante.

 

De este modo, dar el aguante es una suerte de ofrenda que se hace por lxs otrxs, en la que se expone el cuerpo y se asume ese compromiso hasta el final. Cabe precisar que si bien la cultura del aguante en el fútbol ha sido mayormente masculina (Alabarces y Zucal 2008; Moreira, Soto y Vergara 2013), su expresión contemporánea en la Primera Línea no es exclusivamente masculina, ya que tanto mujeres como miembrxs de las disidencias sexuales participan activamente de este espacio.

Cuando recordamos las primeras manifestaciones del levantamiento social o vemos los videos de esos días, las y los manifestantes llevan en el mejor de los casos pañuelos o capuchas para cubrir sus rostros y protegerse de los gases lacrimógenos. Con el paso de las semanas y como resultado de la violenta represión policial las personas comienzan a incorporar cascos, máscaras antigases, escudos, hondas y otros implementos para protegerse y enfrentarse a los carabineros. Al poco tiempo, este espacio va organizándose según las necesidades de dichos enfrentamientos. Frente a los carabineros están los escuderos, quienes protegen al resto de los proyectiles disparados por los policías con escudos de madera o de metal y que frecuentemente llevan escrito alguna consigna o dibujado algún símbolo. Atrás de ellos están los lanzadores de piedras, ya sea con sus manos o con hondas, y los bomberos o matalacris, quienes devuelven las bombas lacrimógenas o las neutralizan introduciéndolas en bidones con agua y bicarbonato. Y finalmente, a cierta distancia se ubican los mineros o picapiedras, quienes destruyen el pavimento con piedras, martillos u otros objetos contundentes para obtener de proyectiles y llevarlos hacia las zonas de enfrentamiento. Si bien estas posiciones son las más reconocidas de la Primera Línea, también tuvieron presencia fundamental los voluntarios de la salud, los fotógrafos y reporteros de la prensa independientes y los músicos que participaban de manera individual o en grupo tocando percusiones, bronces y otros instrumentos para apoyar a las y los participantes. En el caso de los voluntarios de la salud, se crearon varias brigadas que no solamente estuvieron presentes desde el comienzo del levantamiento en las manifestaciones, sino que luego desarrollaron acciones de apoyo a la población durante la pandemia, bajo la lógica de proveer servicios de primeros auxilios a quienes los necesitaran y de contribuir desde su labor profesional a los procesos sociopolíticos en curso.

En todo este conjunto de prácticas concurren repertorios de memorias políticas del pasado reciente, como el uso de capuchas, realización de barricadas o lanzamiento de bombas molotovs, prácticas recurrentes en manifestaciones estudiantiles y poblacionales. Pero también se recurre a repertorios novedosos disponibles gracias a los medios de comunicación y las redes sociales, como el uso de escudos y mascarillas, la neutralización de las bombas lacrimógenas introduciéndolas en bidones con agua y bicarbonato, el picado de piedras y el uso de punteros láser para dificultar la vista del personal policial, prácticas tomadas de experiencias de luchas en Hong Kong y de otras partes del mundo en años recientes.

El aguante de la Primera Línea supone sobreponerse al miedo. Es poco probable que alguien no sienta miedo estando ahí. Los gases lacrimógenos dificultan la respiración, el ruido de los disparos de las escopetas de los carabineros, las cargas de los carabineros a pie o en vehículos, las personas que son heridas durante los enfrentamientos, crean un ambiente tenso e intimidante en el que se sabe que es posible ser herido y/o detenido. Pese a esto, la convicción y compromiso de todos resulta contagiosa y un importante estímulo para sobreponerse al miedo. Además, hay otros aspectos de lo que ahí sucede que ayudan a hacer el aguante en la Primera Línea: la música, los gritos de consignas e insultos a carabineros, los chistes, los gestos de solidaridad y apoyo mutuo, las muestras de cariño y preocupación. Sin embargo, esto no implica que este sea un espacio exento de problemas, también hay tensiones y conflictos internos respecto de las formas de actuar, particularmente en relación al uso de la violencia como forma de resistencia y acción política, ya que, si bien esta es practicada y legitimada, no siempre hay acuerdo respecto de sus límites e intensidades. Sin embargo, la violencia política de la Primera Línea fue adquiriendo mayormente un perfil de enfrentamiento con las fuerzas represivas, diferenciándose de otras expresiones de violencia como los saqueos y destrucción de locales comerciales.

Las distintas dimensiones del aguante en la Primera Línea a la que me he referido dialogan con otras expresiones de protesta desarrolladas en el espacio público desde el 18 de octubre, como las diversas expresiones de manifestación en los territorios, como caceroleos, barricadas, marchas y concentraciones. En este sentido, el aguante no es exclusivo de la Primera Línea. Es por esto que más que hablar de estallido social, propongo más bien hablar de levantamiento, siguiendo los planteamientos de Didi-Huberman (2016) y Judith Butler (2016). Para estos autores, una revuelta social implica no solamente un rechazo al orden establecido sino también un movimiento individual y colectivo contra ese orden caracterizado por despliegue disruptivo de fuerzas físicas y psíquicas que literalmente y simbólicamente levantan a los sujetos, quienes se yerguen y “ponen el cuerpo” para seguir y retomar la idea planteada en un inicio respecto del aguante. Correr, gritar consignas, lanzar piedras, llevar una bandera, un lienzo o una pancarta, marchar, implican un desenvolvimiento colectivo y articulado de cuerpos que operan bajo una lógica compartida de “estar ahí” y resistir, ya sea violentamente para quienes se ubican en la Primera Línea, ya sea de otras formas para quienes no se posicionan directamente frente a las fuerzas policiales.

El fenómeno de la Primera Línea puede concebirse como un fenómeno de violencia política resistente a la violencia política de Estado que implica la represión policial, dado que una buena parte de las y los participantes conciben su acción como una forma de defender a quienes se manifiestan pacíficamente. Es justamente esa dimensión defensiva que ha contribuido a su reconocimiento y validación por parte de un sector de la ciudadanía movilizada, particularmente cuando existe una percepción generalizada de que la represión ha incurrido en masivas y sistemáticas violaciones a los derechos humanos, que además han permanecido en su gran mayoría en la más absoluta impunidad. De hecho, las muestras de agradecimiento hacia la Primera Línea son frecuentes tanto en las manifestaciones mismas como a través de redes sociales. Sin embargo, cabe precisar que también hay sectores de la Primera Línea para los cuales su acción no es meramente defensiva, sino que se inscribe en una concepción política más global que tiene como horizonte el derrocamiento del Gobierno y la transformación del sistema capitalista neoliberal.

En tanto expresión novedosa de violencia política resistente, que sin embargo se encuentra inscrita en una tradición histórica de resistencia a la violencia policial en Dictadura y en los gobiernos posdictatoriales, es necesario profundizar en las diversas dimensiones que se ponen en juego en la Primera Línea, como el género, las posiciones generacionales, las memorias políticas con las que dialogan o se construyen, las convicciones políticas, las reivindicaciones y demandas, y las formas de organización y ocupación del espacio público, entre otras. Como ya señalé en un comienzo, la Primera Línea es una de tantas expresiones del descontento y la organización social durante el levantamiento, que pone en escena prácticas en las que se articulan elementos novedosos con otros más tradicionales, la política con la cultura popular y de masas, la memoria con la imaginación, por lo que se hace necesario seguir investigando para comprender el momento actual de la sociedad chilena y sus proyecciones, ojalá desde una perspectiva dialógica que vaya más allá de los prejuicios y estereotipos sobre sujetos como las y los que integran la Primera Línea.