En el nombre del mar

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Sari: Nan-Shan #80
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Después de ascender una escala, Buñuelo se detuvo y mostró a Jim una enorme ballesta en forma de cañón.

—Aquí la tiene, señor Bow. Desde aquí disparará sus arpones; le aconsejo que mantenga el equipo engrasado y listo para cuando llegue el momento. Recuerde que sólo podrá hacer un disparo.

Jim pasó los dedos por la caña. Se trataba de una reliquia, un Ludock de muelle único capaz de lanzar los arpones de hierro más pesados, aunque ahí se terminaban sus virtudes ya que su alcance efectivo no pasaba de las quince o veinte yardas, por lo que se trataba de un arma que había que disparar prácticamente a bocajarro y todo ello con puntería dudosa.

—Este es Queequeg.

Jim Bow estaba tan absorto en el arma que no escuchó a Buñuelo, el cual volvió a insistir tirándole de la manga.

—Señor Bow, le presento a Queequeg, su ayudante.

El arponero se giró y se encontró frente a frente con el indio, sintiendo un estremecimiento. Jim era un muchacho alto y de brazos fuertes, pero aquel tipo le sacaba una cabeza y parecía una estatua de bronce. Tenía el cuerpo cubierto de tatuajes, de sus orejas colgaban una docena de aros y otro de tamaño mayor pendía del apéndice nasal. El rostro estaba cruzado por pequeños surcos bajo los ojos y en las mejillas, y su barbilla apuntaba una perilla rala y poco consistente.

—Usted quitar ropa. No poder trabajar así —dijo el indio con un mohín de desprecio en la mirada.

Jim se miró a sí mismo y acarició su pelliza. Había escuchado cientos de supersticiones y aquella no le era ajena. Cualquier vestimenta a bordo relacionada con el mal tiempo era sistemáticamente rechazada por los marineros, por el simple hecho de que sugería la posibilidad de tormentas en la navegación. Él respetaba las creencias de cada uno y jamás se le hubiera ocurrido desafiar una superstición, y, si verdaderamente estaban navegando, el indio tenía razón en su queja. Por la popa observó de reojo los últimos destellos mortecinos del faro de Brant Point, mientras que por la proa unos relámpagos anunciaban el temporal que había advertido el vuelo de los vencejos. Decididamente, y por algún extraño conjuro, se encontraba a bordo de una nave que buscaba el ancho mar. Prefirió no darle más vueltas y se quitó la pelliza, a pesar de lo cual el rostro del indio no se alteró.

Los días volaban como las aves del cielo y el barco avanzaba resueltamente sin rumbo conocido y con un objetivo que se iba haciendo cada vez más nítido. Nunca el sol ni ningún otro astro se hizo visible a la tripulación; una bruma compacta mantenía a la nave a salvo de las indiscretas miradas de otros buques. Los marineros se ocupaban en sus labores habituales: maniobraban velas, manejaban la caña del timón, adujaban cabos y maromas que la mar se empeñaba en volver a desmadejar, baldeaban, limpiaban aquí y allá y arranchaban la larga colección de toneles destinada a almacenar el aceite que habrían de extraer de la grasa hervida de los cetáceos que encontraran en su rumbo.

Supieron que habían cruzado la Línea cuando las aguas sucias procedentes del baldeo cambiaron el sentido de giro en los imbornales. En el cielo, la estrella Polar que guía al navegante en el hemisferio norte debía haber sido reemplazada por la Cruz del Sur, que lo hace en la otra mitad del globo, pero eso era algo que sólo podían imaginar, pues la vaporosa nube que cubría el buque desde la salida de puerto les acompañaba celosamente en todo momento.

Jim Bow dedicaba los días a preparar el arpón para el momento supremo, menester en el que siempre se veía acompañado de Queequeg, que, si bien al principio sólo era capaz de expresarse por medio de algún gruñido aislado, cada vez se mostraba más abierto y comunicativo; eso sí, siempre en su particular forma de entender el lenguaje.

—Tú explicas ese mar que no se mueve...

—¿Otra vez, Queequeg? Te he contado esa historia docenas de veces. El que debería explicarse eres tú. Aquí pasan cosas que escapan a la razón.

—Tú explicas...

Y de nuevo Jim le contaba que aunque unos decían que se trataba de una leyenda, otros daban como cierta la existencia en el centro del océano Atlántico de una corriente que se desplazaba espiralmente hasta un punto en el que cesaba todo movimiento, y donde, según decían, se acumulaban cientos de algas llamadas sargas, razón por la que ese mar era conocido como el de los Sargazos.

—Muchos —remataba Jim su explicación—, aseguran haber navegado ese horrible mar estático del que cuentan que es la entrada al infierno de los barcos, pues se dice que las naves atrapadas por aquella corriente malvada quedan estancadas como un animal en las arenas movedizas, y que esas sargas no hacen sino disimular el tesoro de ese mar, el cual consiste en cientos de buques cuyos marineros mueren de pura desesperación al no poder sentir el brío de sus naves saltando de ola en ola y de uno a otro mar.

Indefectiblemente, al llegar a este extremo del relato, Queequeg se giraba y señalaba al joven arponero con el cuchillo, conminándole a interrumpir la narración. A continuación el indio daba un salto y se asomaba a la borda donde se tranquilizaba al ver las aguas correr en sentido opuesto al avance natural del barco, entonces regresaba junto a Jim, volvía a comprobar el funcionamiento del gatillo de la ballesta y continuaba modelando su pequeño ídolo, ocasión que el californiano aprovechaba para intentar ganarse su confianza.

—¿Dónde vamos, Queequeg? ¿Qué sucede a bordo de este buque fantasma?

—Tú saber cuándo llegar momento...

Y en esa frase quedaba encallada su lengua, como aquellos buques legendarios que gustaba arrebatar al resto de los mares aquel otro estático llamado de los Sargazos.

Al atardecer los marineros solían reunirse en la cubierta, donde, al tiempo que tallaban pequeñas figuras con huesos de cachalote, se escuchaban historias a caballo entre la realidad y la fantasía y en las que los protagonistas eran siempre las ballenas y su ancestral y desigual lucha con el hombre, que pretendía arrebatarles la energía de sus entrañas para llenar aquellos barriles que permanecían vacíos desde la salida de Nantucket. Como a cualquier marinero, a Jim le gustaban aquellos cuentos, aunque era consciente de que la mayoría eran puras fabulaciones que al saltar de barco en barco y de taberna en taberna se iban enredando, haciéndose cada vez más descabelladas. Extraña paradoja, pensaba el arponero escuchando los cuentos de labios de marineros rudos y curtidos: en tierra todos creían a pies juntillas aquellas historias de los balleneros contadas siempre en primera persona, aunque a bordo se escuchaban unos a otros con tanto interés como desconfianza, sabedores de que en el fondo todos aquellos cuentos no eran otra cosa que patrañas sin ningún sentido del rigor:

—Yo era remero en el Betwawoo —aseguraba un viejo marinero de Boston—, cuando arponeamos aquel animal que luego seguimos durante tres años. El capitán McKenzie se volvió loco y no quería saber de ninguna ballena que no fuera aquella jorobada que había escapado con su arpón. Al cabo de ese tiempo volvimos a encontrarla en el mismo lugar en que la habíamos arponeado, aunque sólo Dios sabe cuántas vueltas habría dado a la Tierra. Estaba exhausta y se entregó sin resistencia, aunque quedó tan escuálida que apenas obtuvimos media docena de barriles.

—A ningún capitán le gusta perder un arpón, mucho menos si es escocés —replicó otro marinero despertando la risa de todos.

—Dices bien —sonrió el bostoniano mostrando unas negras encías desprovistas de dientes—. Y vaya si lo recuperó, no sé cómo aquel animal pudo vivir tanto tiempo con aquel hierro oxidado en las entrañas, pero a los pocos días el arpón estaba de nuevo reluciente y listo para ser usado

Tras un breve silencio, otro marinero alzó la voz.

—Yo fui grumete en la goleta Unukhalai. A pocas millas de Cape Cod capturamos una gris y al descuartizarla encontramos un arpón perteneciente al Sockshire. Nada extraño si no fuera porque luego supimos que ese hierro había sido disparado en aguas de Alaska tan sólo diez días antes.

Los menos versados en geografía se abstuvieron de hacer comentarios, pero Elías, un marinero que había sido maestro en Connecticut protestó:

—Eso es imposible. Ninguna ballena podría recorrer esa distancia en diez días y menos aún con un arpón en las costillas.

—Sí es posible —sentenció otra voz—. Utilizan el paso del Noroeste. El hombre ha buscado durante siglos la forma de unir los dos grandes mares por el norte, pero no lo ha encontrado por la sencilla razón de que está debajo de los hielos, lo que no representa ningún problema para las ballenas...

A menudo se escuchaban también historias de los cachalotes negros, el animal más fiero que esconden los fondos abisales; había marineros a bordo que decían haberlos visto en Nueva Zelanda o en Timor. Sostenían que la razón de su extraordinaria agresividad residía en su desequilibrio mental, ya que al parecer son animales que al sentirse heridos se vuelven literalmente locos. Un marinero de Po’o Nan Poah, que decía haber tropezado con uno de ellos muerto y a la deriva, aseguraba que en su cuerpo habían encontrado hasta catorce arpones.

A Jim le resultaba extraño que en aquellas reuniones se hablase exclusivamente de ballenas, cuando en todos los barcos se escuchan historias referidas a otros animales fantásticos que hacen siempre la delicia de la marinería, como el monstruo de Savally Point, que seguía a los pesqueros a vapor, o la sirena de Halifax o el gran calamar de Cape Hope, que cada noche arrastraba un barco distinto a las profundidades del Atlántico. Sin embargo, a pesar de que en alguna ocasión trató de intervenir con ese tipo de historias, no tardó en darse cuenta de que no contaban con ningún tipo de predicamento entre aquellos extraños hombres de mar, que únicamente querían oír hablar de ballenas y de arpones.

 

Jim aprendió a escucharlos en silencio mientras masticaba los alimentos secos que él mismo había traído en su saco siguiendo las instrucciones de la carta. Aquel era otro de los misterios del buque; en los días que llevaba a bordo, que ya comenzaban a ser una cantidad considerable, nunca vio a los marineros alimentarse, ni tampoco a Buñuelo, teórico cocinero, preparar alimento alguno, dedicándose a cumplir funciones de grumete muy alejadas de las que supuestamente le correspondían.

Otra de las razones de su perplejidad era que a pesar de la afición de los marineros a las conversaciones de ballenas, en sus tertulias evitaban sistemáticamente referirse a Mocha Dick, a pesar de que la noche de su llegada a la posada habían mostrado un extraordinario interés en conocer de sus labios los detalles del encuentro en Malvinas con aquel leviatán de las profundidades.

Más allá de las charlas de corrillo, Jim no había conseguido ganarse la confianza de ninguno de los marineros, excepción hecha de Queequeg, que le escuchaba en silencio mientras se hacía en la cara aquellas horribles muescas con el mismo cuchillo que usaba para tallar la madera y la ayuda de un trozo de espejo que guardaba como un tesoro. Sin embargo, cada vez que Jim quería arrancar una confidencia de sus labios que diera luz a alguno de aquellos misterios, el indio se ponía siempre a resguardo de las explicaciones, amparado en aquella frase lapidaria tan mal construida que parecía constituir su único vocabulario:

—Tú saber cuándo llegar momento...

Y el momento se presentó pocas fechas después, precisamente durante una de esas tertulias al atardecer, cuando en uno de esos silencios impenetrables que a veces caían como una pesada losa sobre la reunión, una voz se dejó oír claramente en las proximidades de la nave.

—¡Ah del barcooo, capitáaaan...!

Como un resorte, Buñuelo dio un respingo, echó a correr y se perdió en el interior de la nave, regresando al poco acompañado del oficial Stubbs.

—Ha sonado por allí, señor Stubbs.

El cocinero acompañó sus palabras con un dedo extendido señalando un lugar impreciso invisible a los ojos de todos, rodeados como navegaban de aquella inexplicable penumbra.

—Nombreeee del barcooo —gritó el oficial acanalando la voz con las manos en la dirección que señalaba el dedo de Buñuelo.

—Pentzoil, ballenerooo, con base en Terranovaaa. ¿Cuál es el nombre del suyooo?

—Soy Mortenseeeen, capitán del Grains, navegando desde la alta Noruegaaa. Venimos siguiendo una franca blanca heridaaaa. ¿La han vistoooo?

—Hace cosa de un mes se nos acercó una con esa descripción. Llevaba tres arpones en el lomooo y no nos dio tiempo a cargar. Cuando disparamos ya estaba demasiado lejooos.

—¿Cuál es el nombre de su arponerooo principaaal?

Transcurrieron unos segundos sin que nadie contestara, sin duda a bordo del buque canadiense consideraban aquella una pregunta extraña.

—Se llama Bastien Gouvaaaain, es francés, de Saint Maloooó.

—¿Dónde vieron esa francaaaa?

—En los Rugientes, cien millas al este de Mar del Plataaa. Dígame capitáaaan, ¿qué clase de niebla es esa que les acompañaaa?

Inesperadamente una voz seca y grave se dejó oír tras el grupo de hombres que trataban de reconocer algún barco en el lugar del que procedían las voces.

—¡Ocupad los puestos! ¡Dad todo el aparejo! ¡Timonel, rumbo a los Rugientes!

Era el capitán, el mismo individuo de la posada se erguía ahora frente a Jim dando unas órdenes que todos los marineros se aprestaban a cumplir. Era alto y delgado como un ciprés y, además de una barba espesa y descuidada, en su rostro destacaban unos ojos oscuros y profundos que se encendían como teas con cada orden.

—Bow, vaya a preparar el arpón y, por las llagas de Cristo, no falle.

Dando media vuelta el capitán se agarró a un obenque y de un salto ascendió los dos escalones que conducían al alcázar. Fue entonces cuando Jim reparó en su pierna artificial, hecha de blancas barbas de ballena. Repentinamente una idea se abrió paso en su cerebro y corriendo como un poseso alcanzó la canasta de proa, donde el indio le esperaba junto al arpón.

—Queequeg, amigo, dime qué está pasando. Que me aspen si este navío no es el Pequod y ese el mismísimo capitán Ahab.

En ese momento el joven arponero cayó en la cuenta de que el nombre del barco no estaba escrito en ninguna parte y tampoco se lo había oído mencionar a ningún marinero, lo mismo que el del capitán; era evidente que el nombre aquel de Mortensen que había gritado Stubbs era un engaño, pero en ese momento Queequeg decidió comenzar a hablar y el joven Bow le dedicó toda su atención.

—Momento de saber ha llegado, Jim.

—¿Es Ahab, verdad?

—A bordo de esta nave ninguno ser quien fue. No ser nadie ni ser nada, sólo espíritus errantes en busca del consuelo del descanso eterno. Esa ballena tener la llave de nuestra dimensión definitiva.

Las palabras del indio sobrecogieron a Jim, que no acertaba a hacer una pregunta concreta, siendo muchas las que se abrían paso en su cabeza.

—¿Espíritus errantes? De modo que ese es el misterio; por eso os alimentáis exclusivamente del odio a Mocha Dick. Seguramente ella hundió vuestra nave y os envió a todos al infierno, pero entonces, ¿qué hacéis aquí? ¿Qué pinto yo en esto?

—Tú conocer a Moby, haberla visto y ella haberte visto a ti a través de su único ojo. Nosotros no importarle, pues ya ser suyos, sin embargo ella venir a por ti y tú tener oportunidad de conseguir lo que ya ninguno de nosotros poder. Tú recordar: sólo un disparo —concluyó acariciando la caña de la ballesta.

—No he oído nunca hablar de esa Moby, aunque conozco la historia del capitán Ahab y la ballena blanca. Es un cuento antiguo; todos los arponeros que saben hacerlo han leído la novela de Melville.

—Tú no olvidar, Jim: sólo un disparo —contestó Queequeg ignorando las quejas del joven—. Necesitar mucha sangre fría. Importante dejar que se acerque para asegurar puntería. Pero antes tener que escribir carta.

—¿Y por qué no haces tú ese disparo? ¿Qué tengo yo que ver? Yo no soy espíritu y vosotros tampoco me lo parecéis, más bien creo que sois una pandilla de locos sacados de algún manicomio. Dime, ¿qué carta es esa? No sé de qué me hablas.

—Nosotros no tener materia, Jim. Todo ser ilusión para alcanzar propósito del descanso definitivo. Poder movernos a bordo de este barco porque también él pertenecer a mundo espiritual, sin embargo, no poder relacionarnos con mundo real. Por eso tú aquí, por eso tú enviar carta y por eso necesario tú disparar a Moby.

Un tropel de pensamientos se abrió paso en la mente del muchacho. Se decía que para escribir su novela sobre la ballena asesina Herman Melville se había basado en un caso real, y ahora entendía que el animal que le había inspirado debía ser Mocha. Entonces recordó el letrero a la entrada de la posada en el que una enfurecida ballena blanca con tres arpones clavados en el costado atacaba un barco. Se lamentó de su estupidez al no haberse dado cuenta entonces y recordó el día, meses atrás, que encontraron un barco en mitad del mar envuelto en una extraña bruma y, al saludarse los capitanes siguiendo las normas de cortesía en el océano, les preguntaron por Mocha y el nombre del arponero que la había tenido a tiro. Las cosas comenzaban a encajar y, cuando Jim se disponía a seguir interrogando a Queequeg, Buñuelo se presentó a su lado y le rogó que lo siguiera. Se disponía a hacerlo cuando el indio le agarró del brazo y le entregó el idolillo que había estado tallando a lo largo de la navegación.

—Amigo Jim, tú favor de enterrar bajo árbol en montañas de Rokovoko. Ayudar mi alma a alcanzar paraíso guerreros.

La insólita petición de Queequeg desconcertó aún más al muchacho, pero entonces el indio hizo algo que le dejó más perplejo todavía.

—Tú afeitar —dijo entregándole el cuchillo y su espejito—. Moby reconocerte.

Mientras seguía a Buñuelo por la cubierta del barco, la preocupación de Jim se hizo aún mayor. Hasta ese momento no había reparado en el detalle pero, pobladas o ralas, a bordo todos se adornaban con largas barbas que nunca se afeitaban. Llevándose la mano a la mejilla el chico acarició la suya propia, crecida y cerrada. Se preguntó si el hecho de tener barba como el resto de los marineros del buque le convertía en uno de ellos y un escalofrío le recorrió de arriba a abajo como un fuego de San Telmo.

Buñuelo le condujo a presencia del señor Stubbs, el cual le esperaba sentado en una mesa ante un pergamino y una pluma de ave cargada de tinta.

—Hola Jim —saludó el oficial señalándole el asiento vacío—. Supongo que tienes muchas preguntas y pocas respuestas, pero ahora no es momento para una conversación, debemos actuar con rapidez. No pasará mucho tiempo hasta que encontremos a la ballena salvaje, en ese momento deberás concentrarte y poner tu corazón en alcanzar el suyo. Eres un buen arponero y un buen muchacho, pero esa ballena encarna el mal, de modo que hará lo imposible por hacerte suyo como ya se ha hecho con todos nosotros. En fin, sé que cumplirás honradamente con tu obligación, pero recuerda que si fallas te convertirás en uno de nosotros y, lo mismo que el resto de almas a bordo, penarás errante por los mares hasta que encontremos al hombre capaz de vencer a esa dichosa ballena; y ahora, antes de que regreses a la proa a preparar el arpón, quiero que escribas una carta a Bastien Gouvain, arponero del Pentzoil que tiene base en Terranova. Deberás puntualizar que debe traer sus propias provisiones y le ofrecerás el doble del salario que perciba actualmente.

Jim Bow se sentía apesadumbrado y nervioso, pero deseaba acabar cuanto antes con aquel enojoso asunto, de modo que redactó la carta y la llevó a su camarote, dejándola sobre una mesa junto al muñeco de madera de Queequeg. De forma apresurada se rasuró la barba utilizando el cuchillo del indio y, cuando el espejo le devolvió su imagen habitual, respiró tranquilo. Por unos instantes temió haber podido convertirse en uno de aquellos espíritus ambulantes y, para alejar más esa posibilidad, y dado que, como espíritus que eran, no sentían la necesidad del alimento, comió con ansias las últimas provisiones del saco, tranquilizándose al sentir el pellizco del hambre que tan ajeno era a las almas que le rodeaban.

Recuperado de su pesadumbre al sentirse mortal, se disponía a dirigirse al puesto del arponero para enfrentarse a la ballena cuando al salir a cubierta se encontró con una algarabía inesperada. Por fin el capitán había abandonado su cubículo y, moviéndose con dificultad sobre su blanca pata de barbas de ballena, arengaba a los hombres al combate contra el cetáceo con unas palabras que le helaron la sangre:

«—Todos los vigías me habéis oído dar una orden acerca de una ballena blanca. Pues bien, ¡atención ahora! ¿Veis esta onza española de oro?

E hizo relucir la moneda al sol.

—Vale dieciséis dólares, muchachos. ¿La veis? Señor Stubbs, deme un martillo.

El primer oficial fue a recogerlo, mientras el capitán, silencioso, frotaba la moneda como si quisiera sacarle más brillo. Stubbs le entregó el martillo y el capitán se acercó al palo mayor, lo alzó y exclamó con voz chillona:

—Aquel de entre vosotros que descubra esa ballena que tiene tres agujeros en el cuerpo, aquel que la descubra, se llevará esta onza de oro, hijos míos.

—¡Hurra! —gritaron los marineros, arrojando al aire sus sombreros mientras el capitán clavaba la moneda en el palo mayor.

—He dicho una ballena blanca —continuó el capitán tirando el martillo—. Cien ojos, hijos míos. Tan pronto, como veáis una burbuja, ¡avisad! Porque os aseguro que ella nos está observando a nosotros en estos momentos.»

A partir de aquel instante se desató la locura. Jim volvió a sentirse sobrecogido; aquellas eran las mismas palabras atribuidas por Herman Melville al imaginario capitán Ahab en el momento sublime de su novela y, aunque tenía muchas dudas de que en un mundo de almas aquella moneda de oro pudiese tener algún valor, quiso ver en ella el anhelado descanso eterno, objetivo único de aquellos espíritus errantes, así que decidió poner toda su ciencia y energía en doblegar la férrea voluntad de la ballena asesina.

Con ayuda de Queequeg consiguió llevar el muelle hasta su última muesca. El hierro estaba listo, e incluso una vez encajado en la ballesta continuó afilando sus puntas, hasta que una voz en las alturas hizo saltar todas sus alertas.

 

—Por allí resoooplaaaa...

En ese momento la bruma que había venido acompañándoles durante todo el viaje se disipó como si alguien hubiese alzado el telón del gran teatro del mar, el cual aparecía muy agitado, del color de la pizarra y coronado de grandes penachos de blanca espuma ocasionados por los fuertes vientos que acostumbran a soplar en los Rugientes, a pesar de lo cual, no tardó en divisarla.

A bordo todo eran carreras y prisas, unos izando velas o tensando drizas y otros alistando el bote para rematar a la ballena si por fin el nuevo arponero alcanzaba su corazón; repentinamente, como si un imaginario director de orquesta los hubiera puesto de acuerdo, todos comenzaron a cantar al unísono la más feliz de las salomas de los marineros, la que se entona a bordo de los balleneros cuando se llena el último barril de aceite y el rumbo señala el camino a casa.

Cuando zarpó Cristóbal Colón,

no sabía dónde iba...

Cuando llegó Cristóbal Colón,

no sabía dónde estaba...

Cuando volvió Cristóbal Colón,

no sabía dónde estuvo...

Cuando murió Cristóbal Colón,

no se sabe a dónde fue...

Al llegar a la última estrofa los hombres volvían a acometer la saloma con mayor fuerza cada vez, como si quisieran evitar pensar en el momento trascendental que estaban a punto de vivir.

A Jim tanto trapo en las alturas le dificultaba mucho el tiro, pues con aquel ventarrón el barco se acostaba a sotavento dejando la ballena al otro lado, lo que obligaba al muchacho a bajar el arpón hasta su límite inferior con grave perjuicio de la puntería; sin embargo, veía acercarse a Mocha despacio, como muy confiada en ese hacerle suyo que ya parecía haber ganado al resto de aquellos espectrales marineros que cantaban con tanto brío.

Una vez hecho el cálculo del tiro, Jim se alzó para seguir mejor el movimiento de la blanca y determinar con la mayor precisión el momento del disparo, ya que con aquel viento portentoso y los vaivenes del barco sabía que tenía que ser muy preciso si quería llevar el hierro hasta el corazón del animal, que presentaba libre de arpones la parte del lomo sobre aquel ojo único que no tardó en encontrar los del arponero.

Duró sólo un segundo, un instante fugaz en el que, con su mirada, la ballena hizo llegar al chico un mensaje de subyugación que le heló la sangre; en ese momento Mocha se giró y se lanzó contra el barco a la mayor velocidad a la que podían propulsarle sus viejas aletas mientras Jim esperaba con la respiración encogida el momento del disparo, escuchando a lo lejos la tonadilla de los marineros y a su lado una cuenta atrás nacida de los labios de Queequeg, el cual trataba de ayudarle a decidir el momento exacto de lanzar el hierro.

Fue como si la ballena tuviera la capacidad de razonar, pues en el momento justo en que Jim lanzaba su arpón, Mocha efectuó un cambio de rumbo y lo recibió junto al ojo inservible, muy cerca de donde tenía alojado otro. Inmediatamente a continuación su cabeza impactó con la madera del barco, que quedó escorado en una postura agónica mientras los hombres dejaban de cantar y gritaban presos del pánico.

El barco se hundía y Jim saltó a cubierta siguiendo a Queequeg en dirección al alcázar, donde los hombres se lamentaban, lloraban o rezaban. Únicamente Ahab no parecía tocado por aquel espíritu fatídico y, agarrado a un obenque, agitaba el puño en dirección a la ballena que se alejaba ignorando sus gritos, dejando tras de sí un rastro de sangre sobre la blanca espuma.

—Te atraparé, hija del demonio, a Dios pongo por testigo de que un día me comeré tu negro corazón...

Sobrecogido por las palabras del capitán, Jim no se dio cuenta de que el señor Stubbs le agarraba del brazo, agitándole.

—¿Era Moby Dick? —preguntó el chico preso de gran nerviosismo.

—Corra, no tenemos tiempo que perder —contestó el oficial ignorando su pregunta.

El arponero no entendía qué quería decirle, hasta que Buñuelo vino en su ayuda.

—La carta, señor Bow, es nuestra única salvación...

Ignorante de qué uso dar a la carta, Jim corrió al interior de la nave que se hundía irremisiblemente. Al llegar a su camarote vio el ídolo de Queequeg en el suelo partido en dos pedazos y la carta sobre la mesa. En ese momento recordó que en lugar de llamarla Mocha, su nombre real, se había referido a la ballena como Moby Dick, igual que los espíritus del barco y, temiendo convertirse en uno de ellos, decidió buscar un resto de comida en el saco para sentirse mortal; sin embargo, el barco se giró con un estertor de muerte y el camarote se convirtió en un amasijo de muebles, ropa y madera. Atrapando la carta consiguió salir al pasillo. Todo estaba a oscuras. El barco debía haberse dado la vuelta y estaba desorientado, pero siguió la dirección de las escaleras deseando poder escapar de la oscuridad. Entonces vio un hilo de luz y corrió hacia él con toda la fuerza de sus jóvenes piernas, hasta encontrar que la claridad entraba a través de una pequeña oquedad en lo que parecía ser una puerta atrancada.

Echando mano al bolsillo descubrió el cuchillo y el espejo de Queequeg y trató de abrir la puerta, pero no encontró dónde hendir la hoja, de modo que acercó el espejo a la pequeña abertura por la que entraba la luz y lo que vio estuvo a punto de hacerle perder la razón: reflejado en el espejo pudo ver el cartel que daba nombre a la posada en el cual aparecía la gran ballena blanca, esta vez con cuatro arpones en el lomo. Visto a través del espejo, el nombre de la posada se leía al revés que aquel «Douqep» con el que él la había conocido.

Por algún capricho del destino estaba en el «Pequod» y formaba parte de la pesadilla. Entendió que aquella abertura por la que penetraba la luz era el buzón y depositó la carta a través de ella. En ese momento pensó en su saco y en los alimentos, los cuales podían darle la clave de su esencia material o espiritual, pero se dio cuenta de que ya no sentía el aguijón del hambre. Entonces se giró y los vio.

Buñuelo daba lustre a la barra de madera sobre la que el barbudo capitán Ahab clavaba los codos, concentrado en la contemplación del cuadro que mostraba la escena de la caza de la ballena. El resto de marineros, tocados todos de largas barbas, ocupaba las mesas del local entretenidos en sus conversaciones. En la chimenea ardía un fuego que iluminaba tenuemente la sala arrojando a las paredes sombras espectrales y, acuclillado frente a ella, sumido en el más profundo de los silencios, Queequeg tallaba un ídolo de madera con un cuchillo de grandes dimensiones. Un pensamiento fugaz iluminó su mente y se llevó la mano al rostro, sintiendo el tacto áspero de su propia barba. Asumiendo su condición espiritual, se acercó a la barra y se unió al capitán y a Buñuelo, preguntándose cuánto tiempo llevaría allí. Entonces sucedió algo que llenó su corazón de esperanza.

La puerta se abrió y el viento hizo agitarse las llamas de la chimenea. Los hombres cesaron en sus conversaciones y Buñuelo detuvo la bayeta sobre la barra. El capitán se mantenía observando el cuadro indolentemente y, además del crepitar del fuego, sólo se escuchaba el sonido del cuchillo del indio tallando la madera. En la puerta, un individuo de anchas espaldas, tocado con un gorro marinero, empapado por la lluvia y con un saco blanco al hombro se dirigió tímidamente a la concurrencia.

—Buenas noches —se descubrió saludando con un fuerte acento bretón—. Me llamo Bastien Gouvain, arponero del Pentzoil. Vengo de Terranova. Recibí una carta...

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