La teoría de la argumentación en sus textos

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Ahora bien, esos errores estupendos de observación, ¿saben ustedes por qué se cometían? Por la siguiente razón: En aquella época, muchos biologistas, naturalistas, filósofos, etc., seguían el movimiento “materialista”, contrario a las explicaciones teológicas. Ahora bien, el instinto, hasta entonces, se había explicado por la intervención del Creador: Dios habría dado a cada animal los instintos necesarios para guiarlo y no se conocía otra explicación: todavía no habían surgido, o no estaban bastante difundidas, las de los evolucionistas: la explicación natural de los instintos por medio de la evolución, la selección natural, la adaptación, la herencia directa, etc. Por consiguiente, había que combatir el instinto: este no podía existir, puesto que solo se podía explicar entonces por causas teológicas, y como no existía Dios, o como había que probar que no existía, no podía existir el instinto. Entonces, todos aquellos hombres, algunos de ellos naturalistas que se pasaban la vida observando animales, no veían el instinto, no veían la herencia, y la negaban en sus obras. Y, muy probablemente — seguramente— eran sinceros: hoy se nos ocurre que habría allí insinceridad científica; no: es que en ese estado nos ponen los sistemas.

Y les mostraré otro ejemplo. Tipo de los sistemas, en cuanto a sus efectos, son, indudablemente, los sistemas religiosos dogmatizados: son los más cerrados de todos, los que más esclavizan la mente. Voy a hacerles algunas lecturas de un filósofo español que tiene precisamente el mérito de haber sido el primero que emprendió —y que realizó en alguna parte— lo que nosotros estamos contribuyendo a hacer aquí, esto es, crear una lógica viva, una lógica sacada de la realidad, con ejemplos de la realidad y con prescindencia de los esquemas puramente verbales de la lógica tradicional. Me refiero a Balmes, y a su obra “El Criterio”.

Es un libro que, para nosotros, sobre todo, tiene mucho interés. De su tendencia, informa el siguiente párrafo:

Cuando los autores tratan de esta operación del entendimiento… [se refiere al raciocinio] amontonan muchas reglas para dirigirla, apoyándolas en algunos axiomas. No disputará sobre la verdad de éstos; pero dudo mucho que la utilidad de aquellas sea tanta como se ha pretendido. En efecto: es innegable que las cosas que se identifican con una tercera, se identifican entre sí: que de dos que se identifican entre sí, si la una es distinta de una tercera, lo será también la otra; que lo que se afirma o niega de todo un género o especie, debe afirmarse o negarse del individuo contenido en ellos; y además es también mucha verdad que las reglas de argumentación fundadas en dichos principios son infalibles. Pero yo tengo la dificultad en la aplicación; y no puedo convencerme de que sean de gran utilidad en la práctica.

En primer lugar, confieso que estas reglas contribuyen a dar al entendimiento cierta precisión que puede servir en algunos casos para concebir con más claridad, y atender a los vicios que entrañe un discurso: bien que a veces esta ventaja quedará neutralizada con los inconvenientes acarreados por la presunción de que se sabe raciocinar, porque no se ignoran las reglas del raciocinio. Puede uno saber muy bien las reglas de un arte, y no acertar a ponerlas en práctica. Tal recitaría todas las reglas de la oratoria sin equivocar una palabra, que no sabría escribir una página sin chocar, no diré con los preceptos del arte, sino con el buen sentido.

Esta sola lectura revela un pensamiento bien dotado de justeza, aplicado a una útil tarea, e interesante por esa tendencia a pensar sin exageraciones, teniendo en cuenta una y otra cosa, deteniéndose en el grado justo: no quitando, por ejemplo, en absoluto toda importancia práctica a las reglas de la lógica, dándoles la que más o menos le parece que puedan tener; no exagerando tampoco esa importancia. Y bien: este libro tiene una estructura curiosa. El autor va haciendo reflexiones sobre muchas cuestiones teóricas y prácticas, reflexiones por lo general sumamente sensatas, que indican, sobre todo, muy buen criterio; esas reflexiones, en seguida, se le aparecen como peligrosas para el sistema religioso que él profesa, y entonces se detiene habitualmente, antes de concluir, para hacer salvedades y procurar probar al lector, con razonamientos que en ese caso se vuelven lógicamente horribles, que lo dicho antes, no se aplica, como podría habérsele ocurrido a algún lector de espíritu crítico, al catolicismo.

Por estas consideraciones es preciso andar con mucho tiento en declarar un fenómeno por imposible naturalmente. Conviene no olvidar: lº, que la naturaleza es muy poderosa; 2º, que nos es muy desconocida: dos verdades que deben inspirarnos gran circunspección cuando se trate de fallar en materias de esta clase. Si a un hombre del siglo XV se le hubiese dicho que en lo venidero se recorrería en una hora la distancia de doce leguas…

Sigue en este espíritu, bien razonable. Pero, antes de terminar, no dejará de hacer su salvedad:

De estas observaciones surge al parecer una dificultad, que no han olvidado los incrédulos. Hela aquí: los milagros son tal vez efectos de causas que por ser desconocidas, no dejarán de ser naturales; luego no prueban la intervención divina; y por tanto de nada sirven para apoyar la verdad de la religión cristiana. Este argumento es tan especioso como fútil.

Y en seguida viene la refutación, que, como les digo, es lógicamente, y a veces hasta moralmente, muy inferior al resto del libro.

Pues bien: yo les voy a hacer ver solamente algunos pasajes, entre tantos característicos. Vean, ante todo, los siguientes, que son la sensatez misma. Hace el autor dos observaciones: la primera es esta (sin duda, algo que habría que repetir constantemente):

Así como en matemáticas hay dos maneras de resolver un problema, una acertando en la verdadera resolución, otra manifestando que la resolución es imposible, así acontece en todo linaje de cuestiones: muchas hay cuya mejor resolución es manifestar que para nosotros son insolubles. Y no se crea que esto último carezca de mérito, y que sea fácil el discernimiento entre lo asequible e inasequible: quien es capaz de ello, señal es que conoce a fondo la materia de que se trata, y que se ha ocupado con detenimiento en el examen de sus principales cuestiones.

Otras reflexiones (que también habría que repetir de continuo):

Preocupación en favor de una doctrina. — He aquí uno de los más abundantes manantiales de error; ésta es la verdadera rémora de las ciencias; uno de los obstáculos que más retardan sus progresos. Increíble sería la influencia de la preocupación, si la historia del espíritu humano no la atestiguara con hechos irrecusables.

El hombre dominado por una preocupación no busca ni en los libros ni en las cosas lo que realmente hay, sino lo que le conviene para apoyar sus opiniones. Y lo más sensible es, que se porta de esta suerte a veces con la mayor buena fe, creyendo sin asomo de duda que está trabajando por la causa de la verdad. La educación, los maestros y autores de quienes se han recibido las primeras luces sobre una ciencia, las personas con quienes vivimos de continuo, o tratamos con más frecuencia, el estado o profesión, y otras circunstancias semejantes, contribuyen a engendrar en nosotros el hábito de mirar las cosas siempre bajo un mismo aspecto, de verlas siempre de la misma manera.

… Si así no fuera, ¿cómo será posible” [atiendan esto, que es notabilísimo] explicar que durante largos siglos se hayan visto escuelas tan organizadas como disciplinados ejercitas alrededor de una bandera? ¿Cómo es que una serie de hombres ilustres, por su saber y virtudes, viesen todos una cuestión de una misma manera, al paso que sus adversarios no menos esclarecidos que ellos, lo veían todo de una manera opuesta? ¿Cómo es que para saber cuáles eran las opiniones de un autor, no necesitábamos leerle, bastándonos por lo común la orden a que pertenecía, o la escuela de donde había salido? ¿Podría ser ignorancia de la materia, cuando consumían su vida en estudiarla? ¿Podría ser que no leyesen las obras de sus adversarios? Esto se verificaría en muchos, pero de otros no cabe duda de que la consultarían con frecuencia. ¿Podría ser mala fe? No por cierto…

Y bien: ahora ustedes no van a creer que leo al mismo hombre. De la apología del catolicismo (tomo alguno entre varios argumentos más o menos de la misma fuerza. Entre paréntesis, les hago notar que solo cito estos argumentos como documento lógico, y no quiero dejar de decir que creo que una defensa de la religión hubiera podido intentarse con argumentos infinitamente superiores):

Además, los católicos sostienen que fuera de la Iglesia no hay salvación, los protestantes afirman que los católicos también pueden salvarse; y así ellos mismos reconocen que entre nosotros nada se cree ni practica que pueda acarrearnos la condenación eterna.

(¡Atención ahora!)

Ellos, en favor de su salvación no tienen sino su voto; nosotros en pro de la nuestra, tenemos el suyo y el nuestro; aun cuando juzgáramos solamente por motivos de prudencia humana, ésta nos aconsejaría que no abandonásemos la fe de nuestros padres.

¡Siéntase lo horrible de una argumentación de esa especie! No me refiero ya a su carácter lógico: se trata aquí de argumentos tan amorfos, diremos, que ni siquiera es posible criticarlos; pero noten hasta el estado de espíritu en que se ha puesto; cómo este hombre ha ido a buscar precisamente un punto en que su religión sería inferior a la otra, y de esa inferioridad quiere hacer una superioridad. Si el protestantismo ha permitido a sus adeptos la amplitud de criterio necesaria para no creer condenados a los tormentos del infierno a los que por ignorancia o por error no profesan su religión; si el catolicismo, desde este punto de vista, le es inferior, para todo espíritu bien hecho, en cuanto considera (según el autor, aquí) que serán condenados los que no lo siguen, de todo eso, cualquier cosa podría sacarse, menos un argumento a favor del catolicismo contra el protestantismo. ¡Sin embargo, este es el mismo autor que nos ha descrito tan bien el estado de espíritu en que se pone el adepto de un sistema!

 

Otro caso:

En el examen de las materias religiosas siguen muchos un camino errado. Toman por objeto de sus investigaciones un dogma, y las dificultades que contra él levantan, las creen suficientes para destruir la verdad de la religión; o al menos para ponerla en duda. Esto es proceder de un modo que atestigua cuán poco se ha meditado sobre el estado de la cuestión.

En efecto: no se trata de saber si los dogmas están al alcance de nuestra inteligencia, ni si damos completa solución a todas las dificultades que contra éste o aquél puedan objetarse: la religión misma es la primera en decirnos que estos dogmas no podemos comprenderlos con la sola luz de la razón; que mientras estamos en esta vida, es necesario que nos resignemos a ver los secretos de Dios al través de sombras y enigmas, y por esto nos exige la fe. El decir, pues, “yo no quiero creer porque no comprendo” es enunciar una contradicción; si lo comprendiese todo, claro es que no se hablaría de fe. El argumentar contra la religión, fundándose en la incomprensibilidad de sus dogmas, es hacerle un cargo de una verdad que ella misma reconoce, que acepta, y sobre la cual en cierto modo, hace estribar su edificio.

Y bien: este es el mismo hombre que nos ha dicho hace un momento que hay cierta clase de cuestiones cuya verdadera solución es no resolverlas; es el mismo que nos ha hecho sentir que a veces las dificultades de pensamiento son tan grandes, que hasta la misma dignidad humana exige no pronunciarse; y es el que hubiera debido decirnos, y hacernos sentir, que si hay un caso típico de cuestiones de ese género, son las cuestiones sobre las realidades primeras, en las cuales caben la hipótesis, la posibilidad, la suposición, y el sentimiento, y la esperanza, pero no la convicción absoluta y cerrada.

Y no les hablo de los sistemas metafísicos. La Metafísica tradicional ¡cosa curiosa!, la rama de los conocimientos que más ignora, es la que ha procurado presentarnos el conocimiento con un mayor aspecto de claridad y de precisión; y ha sido siempre la más preocupada de disimular y de disimularse su ignorancia.

Ya comparamos los conocimientos humanos a un mar, en el cual lo que ocurre en la superficie puede verse y describirse con claridad: a medida que aumenta la profundidad, se ve menos claramente: allá en el fondo, se entrevé, cada vez menos, hasta que deja de verse en absoluto. De modo que, si el que quiere describir o dibujar esas realidades nos presenta las cosas del fondo con la misma precisión, con la misma claridad, con la misma nitidez de dibujo que las cosas de la superficie —estoy queriendo decir: si alguien nos da una metafísica parecida a la ciencia1— podemos afirmar sin cuidado que nos da el error, en vez de la verdad parcial de que somos capaces.

Y el espíritu humano todo lo completa, todo lo simetriza; es como esos caleidoscopios de los niños, en que cada piedrecilla de colores se multiplica varias veces, por todos los lados, simétricamente, y donde es imposible, por más que se agite la arena, obtener una figura asimétrica o incompleta…

Yo escribí una vez lo siguiente (dándole tal vez una forma, quizá debido a preocupaciones literarias, un poco sibilina, de lo cual se me ha pedido cuentas; y aprovecho esta oportunidad para hablar al respecto más clara y más llanamente):

Un libro futuro

“Parece de filosofía. Me es imposible leerlo, a través de tanto tiempo. Pero entreveo algo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

. . . . . . . . . . . . . . Al llegar a este punto del análisis, ya no puedo pensar con claridad . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

La simetría me inclinaría aquí a sostener que . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . ; pero . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Ahora, sobre la otra cuestión sí me parece evidente . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . De los dos argumentos que se me han hecho sobre este punto, el primero me parece completamente improcedente. En efecto . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . En cambio, el segundo es muy serio y me inclino a abandonar la opinión que expuse, puesto que . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Punto es este sobre el cual no tengo una opinión fija. A veces me parece que . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . porque . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . otras veces, en cambio, pienso más bien . . . . . . . . . . . .

No podría expresar por ningún esquema verbal mi psicología a propósito de ese problema, y recurriré al artificio, ya tan corriente hoy, de transcribir anotaciones, en parte complementarias y en parte contradictorias, que he hecho en distintos momentos y en distintos estados de espíritu: el lector fundirá, combinará y —no, comprendiendo eso, sino comprendiendo a propósito de eso— encontrará tal vez alguna ayuda en las transcripciones que siguen, para formarse sobre la cuestión un estado mental amplio y comprensivo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . En este punto debo confesar que la manera de discutir de mi crítico me trae el recuerdos de las antiguas épocas, cuando . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . la vanidad. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Es cierto que la humanidad no había acabado de comprender todavía que, desde los tiempos de Aristóteles, había estado confundiendo durante más de veinte siglos el lenguaje con el pensamiento. Pero, aun así, parece imposible que a los autores de aquel tiempo no se les ocurriera, por lo menos, comparar sus obras con las anotaciones que les servían para prepararlas; notar cómo, en el paso de éstas a aquéllas, se habían desvanecido todas las dudas, las oscuridades, las contradicciones y las deficiencias; y cómo, por consecuencia, un libro de los de entonces, esto es: sistematización conceptual cerrada, con una tesis inconmovible, argumentos ordenados como teoremas, un rigor de consecuencia y una convicción que parodiaban artificialmente el pensamiento ideal de un ser superior que jamás ignorara, dudara o se confundiera, era un producto completamente falso y ficticio . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Además, a pesar de que los químicos de aquellas épocas ya sabían utilizar los residuos de preparación de las sustancias, a los escritores no se les ocurría hacer otro tanto: no se les ocurría utilizar los residuos de fabricación de sus libros, un fermento riquísimo, y desperdiciaban lo más precioso de su pensamiento. Y como lo que expresamos no es más que una mínima parte de lo que psiqueamos, resultaba que cada escritor, y la humanidad toda, daban una producción muy inferior a sus propios alcances, y muchísimo menos profunda de lo que . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

¡Empezaba a ponerse interesante!”.

¿Qué quería decir yo con esto, que puede parecer no muy cuerdo? Pues lo siguiente: que tendrá que venir alguna vez una época en que los filósofos sabrán que no lo saben todo y lo dirán; que del mismo modo que un hombre de ciencia, al hablar, por ejemplo, de los satélites de Neptuno, puede decir, como la cosa más natural del mundo: “He observado un satélite, pero no sé si habrá otro”, o puede decir: “En tal época me pareció que observaba un satélite; pero después en otra observación me pareció que había sido una ilusión de óptica”; que alguna vez los filósofos puedan también hablar así; que se les ocurra hacerlo y que se decidan a ello; que nos den su pensamiento, no artificialmente falseado, sino tal como realmente es. Que un filósofo pueda, por ejemplo, decir: “Al llegar a este punto de análisis, ya no puedo pensar con claridad” y nos dé su pensamiento confuso cuando sea realmente confuso; que pueda decir: “La simetría me llevaría aquí a sostener que…; pero…” —¿comprenden?—. Sin perjuicio de tener sus convicciones a veces (“sobre la otra cuestión, sí, me parece evidente…”). Que pueda también cambiar ante una objeción, ceder ante un argumento, que pueda hacer lo que hace un hombre de ciencia cuando otro hombre de ciencia ve el satélite que él no habían visto: confesar que existe. Que pueda decirnos que hay puntos sobre los cuales oscila, sobre los cuales no tiene opiniones hechas.

E indicaba, en el resto de esta fantasía, la conveniencia también de otra cosa. Muchas veces, comparando los apuntes que sirven para la preparación de las obras, los cuales son hechos sincera y naturalmente, se ve que hay algo, sin duda, que se gana, de los apunes a la obra; pero que hay también algo que se pierde: toda esa parte de sinceridad, de dudas, de ignorancia; las oscilaciones del autor, sus mismos cambios de opinión, los argumentos contra ciertas opiniones, aun cuando él se decida por los argumentos favorables; todo eso se pierde de los apuntes a los libros (y ya se habrá perdido en parte de la mente a los apuntes).

Y pensaba yo que la filosofía será completamente distinta, habrá nacido de nuevo —o habrá nacido, sencillamente— el día en que los filósofos sepan darnos toda su alma, todo lo que piensan y hasta lo que sienten, todo lo que psiquean, diré, para emplear un verbo más comprensivo.

Imagínense ustedes que un Kant no nos hubiera dado solamente su sistematización: imagínense que pudiéramos hoy saber no solo de las divisiones que hizo Kant, cómo separó el espíritu en compartimientos, cómo puso tabiques y dijo que A era esto, que B era lo otro y que C se dividía en primero, segundo y tercero, sino que hubiéramos sabido lo que Kant dudaba y lo que Kant ignoraba; y, sobre todo, cómo ignoraba; cuán provechoso nos sería esto para fermento pensante. Las teorías de Kant han hecho su bien; han hecho también su mal; y ha llegado un momento en que han dejado tal vez de ser útiles a la humanidad; pero aquel fermento pensante habría sido de utilidad eterna. Si pudiéramos ver la franja psicológica, la penumbra, el halo, lo que hay alrededor de lo absolutamente claro; si pudiéramos saber hoy, por ejemplo, cómo piensa un Bergson, qué dudas tiene, en qué contradicciones se ve a veces envuelto (de las que se salva con tal o cual artificio de lógica…). Ese era el “libro futuro”; y eso ha de comprender la filosofía futura…

Pero solo he hablado incidentalmente de los sistemas; mi interés era sobre todo hacer estudiar el proceso psicológico por el cual el espíritu va cayendo en ciertos estados. Sobre todo, no quería tratar de los sistemas clasificados, sino, como se diría en la terminología jurídica, de los sistemas innominados. En derecho, además de los contratos que tienen nombre, hay otros: los contratos innominados. Pues, en la Psico-lógica, hay los sistemas innominados: esos que, en cada espíritu, flotan vagos, imprecisos, y se forman a cada momento, como nebulosidades mentales, e impiden ver y pensar con justeza.

Noten quizá lo más importante que hay que observar a este respecto. Cuando se piensa como yo les he recomendado, por ideas para tener en cuenta, no por sistemas, aparecen, en la inmensa mayoría de los casos, las cuestiones de grados. Mientras se piensa por sistemas, no: se tiene un sistema hecho y se lo aplica en todos los casos, porque solo se tiene en cuenta una idea y se piensa con esa idea sola; pero cuando se piensa con muchas ideas, cuando se piensa con todas las ideas posibles, entonces surgen inmediatamente las cuestiones de grados.

 

¿Es bueno (un ejemplo sencillo de la vida corriente), es bueno elogiar a los escritores incipientes, aun cuando lo que hacen valga poco? ¿Es bueno, al contrario, criticarlos severamente?

Fíjense con qué facilidad podría yo hacer un pequeño sistema para probar cualquiera de esas dos tesis. Razonaría así: “Es bueno elogiar a los escritores que recién empiezan; cierto es que lo que producen a veces vale poco, pero lo que importa en estos casos es, sobre todo, el estímulo; la mayor parte de los grandes escritores han empezado por producir obras débiles; quizá si se los hubiera criticado con severidad, se los hubiera inhibido y se los hubiera interrumpido en su carrera, tal vez…”. Por aquí puedo seguir indefinidamente. Ahora, puedo hacer el razonamiento opuesto, también con igual facilidad. “Se debe criticar con la mayor severidad posible a los escritores que se inician: de esta manera impedimos que, en esa época de la juventud irreflexiva, se extravíen muchos por sendas erradas, o se figure cualquiera tener una vocación que realmente no tiene, o se adquiera una facilidad excesiva o viciosa, o tendencia a no observarse, a no concentrarse; es conveniente que sean corregidos en la edad en que la corrección puede todavía producir efectos…”. Puedo seguir razonando todo el tiempo que quiera.

En realidad, ¿cómo hay que pensar? Hay que tener en cuenta todos esos efectos posibles, buenos y malos, de la crítica benevolente o de la severa, para apreciar, en los casos y los momentos, según el juego libre de estas dos ideas, los efectos del elogio.

En seguida, pues, surge la cuestión de grados; y la cuestión de grados no se puede resolver de un modo geométrico. Lo único formulable es esto: “En pro, hay tales razones; en contra, hay tales otras; hay que tenerlas en cuenta, a unas y a otras; pensar y proceder sensatamente según los casos”.

Se nos ocurre cualquier otro problema práctico análogo: Los Liceos, ¿deben ser muy exigentes en los exámenes de ingreso de los alumnos o, al contrario, deben ser benévolos?

Pensando con una sola idea, yo puedo probar aparentemente cualquier cosa. Con gran facilidad probaría que es bueno ser rigurosamente exigente en esos casos: “Resultarían inconvenientes para todas las clases, si las instituciones de enseñanza recibieran alumnos mal preparados: esos mismos alumnos, en primer término, estorbarían a todos los demás, impedirían que las clases siguieran su curso regular, harían retardarse al profesor en explicaciones inútiles; en segundo término, los mismos alumnos sufrirían un grave mal, nunca podrían aprovechar la enseñanza en las condiciones en que la aprovecharían normalmente, etc.” —y sigo así todo el tiempo que quiera—. Con igual facilidad podría probar lo contrario: “En esa edad, las aptitudes que se manifiestan poco tiene que ver con las reales que se manifestarán más adelante; sería sensible que una institución de enseñanza rechazara, porque no ha sabido bien o porque no ha sabido algo, a un niño que tal vez puede ser infinitamente más inteligente que otro niño que en ese momento lo parezca. Además, hay que tener en cuenta que en esa edad el niño está indefenso, depende de la expresión del rostro del examinador, de un gesto de este, de la manera como se le hable, de la manera como lo interroguen: si no se le plantean las preguntas en la forma en se las planteaba su maestro, no contestará; no es como un alumno de años superiores que sabe defenderse; el miedo produce mucho más efecto en el niño pequeño…” —también puedo seguir indefinidamente—.

En realidad, lo que hay hacer, y esto es lo difícil, es equilibrar esas ideas; y para esto nadie es capaz de dar una fórmula; la solución más o menos justa, más o menos sensata, se encuentra, en los casos de la vida práctica, tomando en cuenta todos los razonamientos; por ejemplo, los que hicimos en uno y otro sentido en el caso general anterior. No puede eximirse nadie de la tarea de pensar; no se puede dar un sistema hecho donde hay cuestión de grados.

Y estas cuestiones de grado tienden siempre a tomar parecida forma: ¿Es conveniente bañarse, por ejemplo, enjabonándose el cuerpo? Yo me puedo poner a razonar en esta forma: “Los poros son utilísimos…” (explico la función de los poros); “la transpiración es utilísima…” (explico la función de la transpiración. “Por consiguiente, es necesario quitar a la piel todo lo que en ella se acumule e impida que sus funciones se verifiquen de la mejor manera posible; hay, pues que bañarse lo más frecuentemente que se pueda”. Pero ¿no podría llegarse a la exageración, aun con esta idea tan razonable? Sería posible, sin duda, que ciertas sustancias que segrega la piel desempeñaran una cierta función protectora; sería posible que, si las quitáramos demasiado frecuentemente, si una persona se bañara o se friccionara demasiadas veces…”. Llegará, pues, un grado en que esa práctica tan razonable podrá hacerse exagerada; pero, ¿cuántas veces son esas “demasiadas”? Cuestión de grado, para la cual no hay fórmula.

¿Se debe proceder siempre de acuerdo con lo ideal? Es un problema, y un gran problema: si se ha de obrar siempre teniendo en cuenta lo que debería ser o si se han de tener en cuenta las circunstancias reales. Aquí hay dos exageraciones temibles: Yo puedo hacer un sistema: “Siempre y en todos los casos debo proceder como si todos los hombres fueran buenos y como si todos los hombres fueran inteligentes. O pidiendo siempre lo mejor que se puede obtener. Supongamos que un pueblo, por ejemplo, quiere reformar su sistema electoral: debe pedir el sistema más perfecto; prescindamos de si las circunstancias lo permiten o no lo permiten, de si los hombres están o no dispuestos a darlo”. Esta es una teoría sistemática; con ella voy a dar una exageración puesto que, a veces, por pedirlo todo, no se consigue nada. Ahora podemos hacer la teoría contraria: “No, no pensemos en ideales; lo que hay que pedir es lo que se puede obtener en un momento dado; hay que tener en cuenta solo las circunstancias prácticas y la psicología de los hombres”. En este caso, me voy a otra teoría, aún peor que la primera, porque el pedir y el buscar y el ansiar los ideales es lo que modifica la misma práctica; y en muchísimos casos si no se pidiera todo, no se conseguiría siquiera algo. ¿Qué hay que hacer, pues? Sin duda, tener en cuenta los ideales y tener en cuenta también las circunstancias prácticas; y equilibrarlos. Pero ¿en qué grado? ¿De acuerdo con qué fórmula? Nadie la puede dar: eso se piensa y se siente en cada caso.

Ahora, ¿qué se deduce de aquí?

Se podría deducir una especie de apología del buen sentido; pero no del buen sentido vulgar o, mejor dicho, del buen sentido entendido vulgarmente, sino de otro buen sentido más elevado: del que yo llamaría buen sentido, no infralógico, sino hiperlógico. El sentido común malo, ese que con tanta razón ha sido objeto del estigma de la filosofía y de la ciencia, el que ha negado todas las verdades y todos los descubrimientos y todos los ideales del espíritu humano, es el sentido común inconciliable con la lógica; el que no admite el buen razonamiento. Pero hay otro buen sentido que viene después del razonamiento o, mejor, junto a él. Cuando hemos visto y pesado por el razonamiento las razones en pro y las razones en contra que hay en casi todos los casos; cuando hemos hecho toda la lógica (la buena lógica) posible, cuando las cuestiones se vuelven de grados, llega un momento en que una especie de instinto —lo que lo llamo el buen sentido hiperlógico— es el que nos resuelve las cuestiones en los casos concretos. Y sería bueno que la lógica no privara a los hombres de esa forma superior de buen sentido.