De mujeres y partos

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Este no es, sin embargo, un trabajo de historia oral, sino un texto en cuya elaboración hemos contado con fuentes orales, y la distinción no es banal, como se podrá comprobar más adelante. Trabajamos, como hemos dicho, con unas informantes que son matronas jubiladas en la actualidad y que desarrollaron su actividad profesional durante la segunda mitad del siglo pasado y con matronas, unas jubiladas y otras en activo, que tuvieron relevancia en la conformación de la atención al parto en el hospital durante el tiempo que abarca nuestro trabajo, bien por su participación en la gestión –donde pudieron plantear cambios en la organización y la forma de trabajo de las matronas–, bien porque ejercieron su profesión en el ámbito asistencial, o bien porque se implicaron en la docencia de las personas que más adelante se convertirían en sus relevos. Los testimonios de la muestra elegida de informantes han tenido para nosotros el carácter de documentos primarios. Nuestras hipótesis de trabajo han sido fundamentalmente tres: la primera, que durante estas décadas asistimos a una pérdida de autoridad de las matronas en el proceso de ayuda y colaboración con las mujeres de parto. Y ello, en beneficio de los médicos varones y del desarrollo de la tecnificación hospitalaria, a nuestro parecer utilizada abusivamente. La segunda, que los protocolos asistenciales de los paritorios también diluyen el peso efectivo de las mujeres en las decisiones de su propio parto en beneficio de una comodidad médica, mejor o peor emboscada en la seguridad asistencial.

La tercera hipótesis atendía a la tipología de la respuesta de las matronas ante el nuevo escenario. Nos preguntábamos si se habría dado una cierta resistencia por parte del colectivo ante esta pérdida de autoridad y autonomía. Una resistencia a su pérdida de centralidad como profesionales de la asistencia al parto y a la disolución de la voluntad de la mujer parturienta en beneficio de su consideración como enferma hospitalaria. En este sentido, podemos avanzar, como después veremos, que hemos encontrado una cierta resistencia de las matronas, pero en cualquier caso esa respuesta se produjo mediante estrategias de no confrontación.

Dicho lo anterior, podemos concluir esta breve introducción señalando que nuestra intención ha sido la de analizar los cambios que se produjeron en la asistencia al parto en la segunda mitad del siglo XX como consecuencia de las transformaciones políticas y sociales del período. Si éste era el objetivo general, otros eran los específicos. Entre ellos debemos señalar los más significados: uno, analizar las reacciones de los obstetras del Hospital Maternal La Fe ante la implantación del nuevo Plan de Estudios de la especialidad de matrona en las tres primeras promociones; dos, averiguar las consecuencias resultantes para las matronas en el tránsito de pasar de atender los partos en los domicilios a realizarlos en una institución sanitaria; tres, explorar los cambios producidos en la gestión del Hospital Maternal La Fe de Valencia desde 1971 hasta 2000; cuatro, reflexionar sobre las modificaciones que supuso la presencia de las matronas en los equipos de Atención Primaria; cinco, demostrar que la pérdida de poder que experimentaron las matronas tras su incorporación al hospital, sin embargo, mantuvo el reconocimiento de su saber por parte de las mujeres atendidas; seis y último, averiguar las estrategias utilizadas por las matronas para mantener su dignidad profesional y la de las mujeres que atendieron.

Quien lea estas páginas va a encontrar que el fruto de nuestra investigación se estructura en tres capítulos, a los cuales añadimos uno final de conclusiones.

En el primero de los capítulos, el que titulamos De teoría y metodología, hablamos de la categoría género y de sus implicaciones y repercusiones en la historia de la ciencia. Exponemos las distintas aportaciones desde la teoría feminista al campo de la salud de las mujeres y argumentamos la pertinencia de la utilización de fuentes orales para la investigación histórica.

En el segundo capítulo, entramos de lleno en los descriptores fundamentales de este texto: matronas, mujeres, partos, memoria, testigos, historia. Lo hemos titulado Mujeres, matronas y partos. De casa al hospital. Hemos abordado en él los antecedentes más próximos de lo que constituye nuestro interés investigador fundamental. Dotamos de raíces a nuestra propuesta académica para centrarnos como historiadoras en 1959. Una fecha, como sabemos, emblemática: el Plan de Estabilización franquista marca el inicio del llamado desarrollismo que es, como hemos avanzado páginas atrás, la puerta de acceso a nuestra investigación. Los cambios sociales, políticos, económicos y culturales que se inauguraron en la década de los sesenta del siglo XX, todavía en plena dictadura franquista, tuvieron su continuidad con la rotura del corsé que el régimen victorioso en la guerra civil parecía querer perpetuar. El franquismo ya no podía sintonizar con una España que experimentaba unos acelerados cambios sociológicos. Los sectores más dinámicos de la empresa y las finanzas, cobijados de mayor o menor grado a la sombra del régimen de El Pardo, entendían que el futuro de España era Europa, y que en ella no cabía un sistema anacrónico y antidemocrático. La oposición antifranquista, por su parte, mantenía un pulso cada vez más atrevido con el régimen. Todo ello abocaría al país hacia la reforma democrática, que no a la ruptura, en la que la correlación de fuerzas determinó el resultado final.

En el tercer capítulo, con el título Mujeres, matronas y partos. Evolución y cambios en el parto hospitalario. Los últimos treinta años del siglo XX, ahondamos en la forma de asistir el parto en un gran centro hospitalario: el Hospital Maternal La Fe de Valencia. Pero lo haremos a partir del testimonio de las matronas, tanto las que tuvieron la responsabilidad de la gestión como de las que promovieron cambios, con una visión transformadora de la realidad existente y teniendo que mantener una resistencia activa ante posiciones más inmovilistas. Este capítulo abarca desde los últimos años del franquismo –que contemplan hechos tan relevantes como el asesinato de Carrero Blanco en 1973 a manos de ETA, en los cuales se producen reuniones entre personas relevantes de la política y de la economía que gestarían la denominada Transición a la Democracia, la promulgación de la Constitución de 1978 que constituiría el texto legal que orientaría, no sin sobresaltos ni sin fuertes fricciones, la conformación de la democracia española–, hasta 1996, cuando finaliza el último gobierno de Felipe González (PSOE) y llega José María Aznar (PP) a la presidencia del gobierno.

El segundo y el tercer capítulos los hemos desarrollado en tres planos que, solo a efectos de análisis diferenciamos: el de la historia general, el de la historia de las mujeres y el de la historia de la sanidad. Hemos subordinado nuestro análisis de los tres niveles a las necesidades de la investigación sobre las matronas y el cambio social. En ambos capítulos hemos recopilado la información suministrada por nuestras informantes como documentos primarios. Son esos documentos a los que hemos interrogado, como sugería el maestro Bloch (2001); son ellos con los que hemos entrado en diálogo desde las fuentes bibliográficas.

En cuanto al límite final, tal y como establece el título de esta investigación, el marco cronológico es el de la segunda mitad del siglo XX, aunque ello debe ser entendido sin rigideces. Arrancamos en los años cincuenta, y nos movemos en torno a las profundas modificaciones que comienzan a producirse en la España del franquismo desde 1953 y, con más contundencia, desde 1959. La baliza temporal final es, igualmente, bastante flexible. Por una parte, el punto final de nuestra investigación puede datarse en los años 1995/1996. En estos momentos se produjeron dos situaciones de enorme trascendencia para el tema investigado. En el sentido de cambio social fue el año de la victoria del Partido Popular en las Elecciones Generales, con lo cual las directrices políticas se inclinaron hacia una tendencia conservadora que en el tema sanitario empezó a tender las bases de la privatización del sistema público de la asistencia sanitaria a la que estamos asistiendo en la actualidad. En el plano académico, 1996 fue el año en que obtuvo su titulación la primera promoción de matronas del nuevo sistema de formación homologado por la Unión Europea.

No obstante, determinados procesos han seguido siendo motivo de nuestro interés, incluso hasta entrado ya el siglo XXI. Ha sido, creemos, tan necesario como enriquecedor el no detenernos en los cambios que estaban en marcha con la llegada al poder, autonómico y central, del Partido Popular. Las grandes decisiones que se fueron tomando tanto por parte de los gobiernos de José María Aznar, como por parte de los responsables del Consell de la Generalitat Valenciana comenzaron a surtir efecto de manera no automática ni simultánea con la toma de las riendas por ambos ejecutivos, hecho éste que avala nuestra decisión de no finalizar nuestra investigación de forma abrupta.

Finalmente, en el capítulo de conclusiones, vamos a retomar nuestras hipótesis de trabajo, para enunciarlas como tesis, matizarlas o descartarlas.

1 En este texto al hablar de parteras nos referimos a mujeres que a lo largo de la historia han asistido los partos sin tener una formación académica. Utilizaremos indistintamente los nombres de matrona o comadrona para referirnos a las mujeres que se han dedicado profesionalmente a asistir los partos tras haber recibido formación y después de obtener un título por parte del tribunal competente tras haber superado un examen.

CAPÍTULO 1

 

DE TEORÍA Y METODOLOGÍA

1.1. EN TORNO A LOS FUNDAMENTOS TEÓRICOS

Como es sabido el varón ha sido durante mucho tiempo el sujeto histórico por excelencia y, por analogía, las mujeres han sido incluidas en la generalidad en los documentos escritos. A pesar de que las periodizaciones admitidas por la historia tradicional no funcionaban cuando se tomaba en consideración a las mujeres y de que existían pruebas de que ellas habían influido directa o indirectamente en los acontecimientos de la vida pública, durante siglos fueron las eternas olvidadas (Morant, 2005) y hubo que esperar hasta finales de los años setenta del siglo XX para que, con el desarrollo de la segunda oleada del feminismo como movimiento social y político de transformación de las relaciones de poder entre hombres y mujeres, se planteara la necesidad de intervenir en el discurso científico desde una perspectiva crítica y reflexiva sobre los modos de elaboración del saber. Surgieron diversos enfoques historiográficos que bajo el epígrafe de La historia de las mujeres (Hernández Sandoica, 2004) tenían el propósito de rescatarlas de la invisibilidad a la que habían estado sometidas, dotándolas de la relevancia que tenían como sujeto y como objeto histórico, en función de su peso demográfico y de su participación en el crecimiento y en el desarrollo de las sociedades de las que habían formado parte: “...no podrían añadir un suplemento a la Historia para que las mujeres pudieran figurar en el decorosamente? (Morant, 2005)”.

Fue a partir de la polémica suscitada por el ensayo filosófico de Simone de Beauvoir El segundo sexo, publicada en 1949, cuando se inicia el debate que culminaría con la construcción de la historiografía feminista. Beauvoir empezó cuestionando determinados presupuestos heredados de la Ilustración. Los historiadores del momento aceptaban de buen grado la doctrina roussoniana que afirmaba que las mujeres pertenecían por naturaleza al ámbito de lo privado y por ello estaban ausentes del mundo público y de la política. Ante el esencialismo determinista que justificaba la superioridad y el dominio del varón y el sometimiento de la mujer a causa de su biología, Beauvoir planteaba que habían sido las normas y leyes sociales, la cultura y el poder de los hombres, los que a través de los siglos habían puesto límites a su acción social y política, ubicándolas en una condición de subalternidad.

El otro tema que –a pesar del poco interés que suscitó entre los intelectuales de su tiempo– sería fundamental para las disciplinas humanistas es el de la construcción cultural e histórica de las identidades de los sujetos. Beauvoir negó que la vocación natural de la mujer fuera la maternidad y se opuso a los presupuestos del psicoanálisis que afirmaban que el hijo representaba para la madre lo mismo que el pene para el varón. También manifestó su disconformidad con el denominado instinto maternal apoyándose en testimonios de la literatura y en historiales clínicos. En ese sentido, treinta años después, la historiadora feminista E. Badinter realizó una investigación sobre el amor materno desde los siglos XVII al XX demostrando que no se puede hablar de instinto y sí de la influencia de los usos y las costumbres en cada momento histórico, que son los que marcan los comportamientos sociales (Badinter, 1981).

Los antecedentes de la historia de las mujeres hay que buscarlos, como sabemos, en la relación entre las diversas ciencias sociales, cuestionando planteamientos tradicionales sobre la consecución científica de la verdad. Se ha partido de los trabajos de la antropología social centrados en el estudio del otro –otras sociedades, otras culturas–, de la profundización en el tema de la familia, o de la historia de las mentalidades con su interés por el ámbito privado y por la vida cotidiana de las personas, tomando en cuenta su faceta individual y subjetiva. Surgieron las primeras intervenciones en cuanto al concepto de etnocentrismo, cuestionando la creencia generalizada en el mundo académico de la superioridad de los propios valores y creencias que había contribuido a la legitimación de la desigualdad entre poblaciones y grupos sociales1. En cuanto al debate historiográfico, las principales aportaciones realizadas por el feminismo han ido en el sentido de reformular dos términos: lo considerado político y lo tenido por cultural, admitiendo la subjetividad como mecanismo cognitivo y proponiendo una reescritura de la historia que incluya la reflexión profunda sobre el sujeto histórico consciente, como plantea Borderías (1990) (Hernández Sandoica, 2004, p. 36).

Otra aportación importantísima es la introducción del concepto de política dentro de la historia de las mujeres, superando los planteamientos antes comentados de “esferas separadas” en las cuales se situaban los conceptos binarios de sexo o política, familia o nación, mujeres u hombres, haciendo imposible una interpretación de los hechos relacional o multicausal. En ese sentido, nos sumamos a la reflexión de E. Hernández Sandoica cuando afirma que “la historia de las relaciones de género resulta ser por tanto la aplicación historiográfica de un planteamiento alternativo en las ciencias sociales” (2004, pp. 42-43). La utilización del término política se había realizado hasta entonces, casi exclusivamente, cuando se hablaba de la relación entre el feminismo y el sufragismo. Colaizzi afirma que hacer teoría del discurso de las mujeres es una toma de conciencia del carácter histórico-político de lo que llamamos realidad y, además, es “...un intento consciente de participar en el juego político y en el debate epistemológico para determinar una transformación en las estructuras sociales y culturales de la sociedad” (1990, p. 20). En definitiva, se trata de introducir las experiencias de vida y la subjetividad de las mujeres en la reflexión histórica con la misma categoría que las actividades públicas y políticas, sin olvidar la legitimidad que ha proporcionado el discurso científico, político o religioso a las actividades realizadas por los varones.

Desde el feminismo se planteó el paralelismo que se producía con la disciplina antropológica en cuanto al concepto de androcentrismo, que había generado una serie de sesgos relacionados con el sujeto que estudia –selección y definición del problema–, con la sociedad observada y, en tercer lugar, con las categorías, conceptos y enfoques teóricos utilizados en una investigación. Para resolver estos problemas se incluyó la perspectiva de las mujeres en dichas investigaciones, adoptando el género como categoría de análisis (Maquieira, 2001, pp. 128-129), procedente del debate feminista americano. Como sabemos, J. Scott (1990) definió el género como un modo de pensar y analizar los sistemas de relaciones sociales como sistemas también sexuales y una manera de señalar la insuficiencia de los cuerpos teóricos existentes para explicar la persistente desigualdad entre mujeres y hombres: “...una construcción cultural y social que se articula a partir de las definiciones normativas de lo masculino y de lo femenino, la creación de una identidad subjetiva y las relaciones de poder tanto entre hombres y mujeres como en la sociedad en su conjunto” (Scott, 1990, p. 43).

Inmediatamente se presentó el problema de clarificar si existía una uniformidad que permitiera escribir una historia común de las mujeres, haciéndose necesaria la elaboración de un concepto de género que pusiera de manifiesto el carácter cultural y social de las diferencias sexuales, superando las explicaciones biológicamente deterministas y filosóficamente esencialistas (Morant, 2000, p. 295).

Coincidimos con quienes defienden que ello permitió avanzar en el camino para desvelar el origen de la construcción de las relaciones de poder y la desigualdad entre los sexos, así como para pensar los procesos por los cuales se había construido –y todavía se mantiene– la diferencia sexual y las formas cambiantes que ésta adopta, vinculando directamente lo personal y lo social, el individuo y la sociedad, lo material y lo simbólico, la estructura y la acción humana, situando la experiencia vivida en el centro mismo del orden cognitivo (Hernández Sandoica, 2004, p. 35).

La pregunta a resolver era, en nuestra opinión, ¿son tan marcadas las diferencias biológicas entre varones y mujeres que justifican los distintos papeles y responsabilidades que ambos desempeñan en la sociedad? Ya desde los clásicos se había argumentado que las diferencias entre los sexos –y entre las clases sociales– venían determinadas por la naturaleza. Este determinismo biológico ha sido reelaborado hasta nuestros días, tomando fuerza esta teoría a partir de los estudios de Darwin sobre el origen de las especies, justificando las diferencias genéticas como un mecanismo para adaptarse al medio. Tanto desde la biología como desde la psicología se han realizado críticas a la sociobiología, porque apoyándose en la selección natural se justifican algunos comportamientos que generan desequilibrios de poder entre las personas –xenofobia, homofobia, dominación masculina o estratificación social–. Como ha señalado la bióloga (Bleier, 1984) habría mayor justificación científica para explorar y tratar de entender la gran variedad entre los individuos que la engañosa supuesta diferencia entre los sexos. También desde la antropología, Verena Stolcke afirma que “el estudio tanto de la diversidad como de las semejanzas entre los seres humanos y las sociedades es una tarea irrenunciable” (Maquieira, 2001, p. 165).

La sociedad victoriana, en la cual las ideas de Darwin rompieron con siglos de superstición, fue la que se propuso crear un modelo de relaciones de género basado no en cómo eran las mujeres en la realidad, sino en cómo ellos, los hombres, consideraban que debían ser: el varón se tenía que desenvolver en el mundo público y la mujer en la esfera doméstica. Esta dicotomía que se pretendió universal y ahistórica en la experiencia vital de los seres humanos, ha sido criticada desde el feminismo por diversas autoras que desde la antropología plantean la toma en consideración del contexto, es decir, el conjunto de características ecológicas, históricas, sociales, económicas y culturales que combinadas de una manera particular, configuran las prácticas, los procesos y las relaciones sociales (Maquieira, 2001, p. 146). M. Rosaldo afirma que existe –contrariamente al supuesto modelo homogéneo y universal– una gran diversidad por cuanto hace a los papeles desempeñados por las mujeres y por los hombres, ya que en función de la sociedad observada son realizados por unas u otros. Sí que existe, sí que se constata, esta vez sí con carácter universal, que en todas las sociedades las actividades atribuidas a los varones gozan de mayor consideración que las efectuadas por las mujeres. De esa valoración diferenciada se deriva que sean ellos quienes detenten el poder y la autoridad (Maquieira, 2001, p. 148).

Esta división del trabajo que genera desigualdades solo tiene un hecho biológico incuestionable y es que tanto la gestación como el parto se producen en el cuerpo de la mujer. El que a partir del nacimiento de los hijos, la mujer se haya dedicado no solo a la alimentación y al cuidado de sus crías, sino que también –por extensión– al del resto de los miembros de la unidad familiar, es una construcción cultural y socialmente aceptada.

Del mismo modo que se elaboró la dicotomía entre el espacio público y el doméstico, este planteamiento se extendió hasta otros conceptos de manera binaria, con valoraciones positivas y negativas de los mismos en función de que representaran categorías que se asimilaban al varón o a la mujer. Nos referimos a los binomios cultura/naturaleza, trabajo/hogar, razón/sentimientos o producción/reproducción, como simplificaciones realizadas para representar la vida de los hombres y de las mujeres. Uno de los primeros planteamientos de la crítica feminista fue revisar cómo dichos dualismos formaban parte del esquema conceptual de la ciencia moderna y cuáles eran las posibilidades de modificar dichas herramientas conceptuales. En cuanto a las atribuciones otorgadas a la privacidad, cuando se refieren al mundo masculino hacen énfasis en la individualidad; por el contrario, cuando se habla de la privacidad femenina se refiere a todo lo contrario, una especie de negación de la propia individualidad para dedicarse a los demás.

Uno de los problemas derivados de los planteamientos dualistas ha sido la preeminencia otorgada a la producción sobre la reproducción, con la consiguiente devaluación e invisibilidad de las actividades realizadas por las mujeres, ya que éstas se han realizado principalmente en la esfera doméstica, donde no se intercambia un salario. Diversos trabajos como los ya citados de Maquieira y Borderías, o los de otras autoras, han cuestionado dichos modelos teóricos proponiendo una redefinición del concepto de trabajo a partir de las actividades y aportaciones sociales y económicas efectuadas por las mujeres, y no desde la lógica de los planteamientos hegemónicos.

 

Como avanzábamos al principio, desde los años setenta y ochenta del siglo XX se empezó a trabajar con el concepto de género, con el objetivo de desentrañar ese complejo proceso de construcción de la diferencia entre hombres y mujeres que la convierte, rotundamente, en desigualdad. En un primer momento la tendencia que se siguió estaba relacionada directamente con los procedimientos de la historia social (Bolufer, 1999, pp. 531-550), haciendo énfasis en aquellos aspectos tradicionalmente significativos en las vidas femeninas como la maternidad o el parto, el trabajo y la riqueza o la pobreza, procesos entre los cuales discurrían sus vidas. Posteriormente, las historiadoras reconocerían el valor de las fuentes narrativas donde se escribía sobre lo que eran y lo que debían ser las mujeres, casi siempre por manos masculinas. También se rastreó en la literatura, incluso la considerada menor, como es el género epistolar donde se encontró la palabra de algunas mujeres. Se investigaron pequeños documentos relacionados con la vida privada y documentos judiciales donde algunas mujeres planteaban sus quejas ante los abusos de las autoridades, de sus maridos o de sus familias (Morant, 2005, p. 11). El análisis de estos textos ha puesto de manifiesto que las mujeres no siempre fueron críticas con el pensamiento y las actitudes que las sometían. Sin embargo, se ha podido reconocer que en muchos casos trataron de modificar las cosas a su favor, actuando desde los espacios que les eran más favorables como la casa, la familia, la religión o la educación de otras mujeres.

El siguiente paso consistió en distinguir entre sexo y género, ya que esta nueva dualidad se derivaba de otra más amplia: naturaleza y cultura, con la pretensión de trasladar a las mujeres desde el eterno mundo de la naturaleza al otro más elaborado de la cultura, del cual eran sujeto y objeto al mismo tiempo. Se define el sexo como el conjunto de características genéticas, hormonales, genitales y cromosómicas que se visualizan en los cuerpos de las personas. El término género se utilizó para detallar la construcción cultural de lo femenino y lo masculino2 (Hernández Sandoica, 2004, p. 40) (Bock, 1991, p. 51). En ese sentido, es fundamental la aportación de la antropóloga feminista Gayle Rubin, que ya en 1975 publicó un artículo que ha servido de referencia en posteriores teorizaciones feministas, en el cual afirmaba que entre los hombres y las mujeres son muchas más las similitudes que las diferencias, por tanto, “la idea de que hombres y mujeres son dos categorías mutuamente excluyentes debe surgir de algo diferente a una oposición natural inexistente” (Rubin, 1986, pp. 95-145).

Coincidimos con las autoras que plantean que al utilizar el género como categoría analítica se hace necesario dividir el concepto en diversos componentes para dotarlo de operatividad y, posteriormente, entender las relaciones entre los mismos. Dentro de la categoría género, entendida como un proceso multifactorial, formarían parte conceptos como la división del trabajo, que consiste en una asignación estructural de tipos particulares de tareas a categorías particulares de personas; la identidad de género, entendida como el complejo proceso elaborado a partir de las definiciones sociales y las autodefiniciones de los sujetos; las atribuciones de género, que se refieren a los criterios sociales, materiales y/o biológicos que las personas de una determinada sociedad utilizan para identificar a los hombres y las mujeres a partir del conocimiento de las diferencias anatómicas; las ideologías de género, que se definen como sistemas de creencias que explican cómo y por qué se diferencian los hombres y las mujeres; símbolos y metáforas culturalmente disponibles que son representaciones simbólicas y a menudo contradictorias; normas sociales, entendidas como expectativas ampliamente compartidas que prejuzgan la conducta adecuada de las personas que ocupan determinados roles sociales. Otro elemento a tener en cuenta son las instituciones y organizaciones sociales en las cuales se construyen las relaciones de género, como la familia, el mercado de trabajo, la educación y la política, que son capaces de crear normas de comportamiento que se transmiten de una generación a otra.

En el ámbito de la sanidad uno de los conceptos más interiorizados es el de estereotipo. Un estereotipo de género es una creencia u opinión, sin base científica, según la cual algunas actividades, profesiones o actitudes son más propias de un sexo o del otro. Uno de los estereotipos más generalizado en el sistema sanitario es aquél según el cual las mujeres se dedican a cuidar mientras que los hombres se centran en la tarea de curar. La jerarquización en las instituciones sanitarias recuerda el reparto de papeles en la familia tradicional, donde el maridovarón –y en este caso médico–, es quien toma las decisiones y la esposa-mujer –y en nuestro ejemplo enfermera o matrona–, tiene una posición subalterna. Subyace una concepción evidente, que atribuye al sexo masculino el dominio de la técnica y de la ciencia, mientras que las mujeres cuentan con una serie de destrezas y capacidades innatas que las convierten en mejores cuidadoras. La presencia o la ausencia de las mujeres en puestos de responsabilidad en el ámbito de la salud está asociada a varios factores, entre los que cabe destacar uno que está relacionado con otro de los estereotipos de género: el que niega la capacidad de ejercer autoridad a las mujeres. La autoridad es una cualidad que se vincula con lo masculino –tal y como hemos argumentado anteriormente– mientras que, tradicionalmente, el papel de las mujeres ha sido asociado al de la sumisión. Tanto es así que –a la hora de acceder a responsabilidades de dirección– a las mujeres se les exige mayor demostración de conocimientos, saberes y habilidades profesionales que a sus compañeros hombres.

Además, el peligro de naturalizar el cuidado como algo propio del sexo femenino es que se tiende a percibir el cuidado como algo vinculado a lo doméstico aunque se desarrolle en el contexto hospitalario. La propia naturalización de los cuidados implica una desvalorización de éstos, ya que lo natural es innato, no conlleva esfuerzo y, por lo tanto, no es valorado.

Finalmente, la categoría más trascendental de la que vamos a ocuparnos en este texto es la del prestigio, entendido como un valor y un reconocimiento otorgado a partir de las relaciones sociales que, en contadas ocasiones, tiene una relación directa con el poder material.

Este último concepto es de especial relevancia en el caso de uno de los oficios realizados tradicionalmente por mujeres. Nos referimos al hecho más trascendente para el mantenimiento de la especie, como ha sido desde tiempos inmemoriales la asistencia a las mujeres en el momento de su parto. Este trabajo ha sido durante siglos, doblemente devaluado; en primer lugar, sencillamente, por ser realizado por mujeres y en segundo lugar por ser un trabajo manual. Sin embargo, fue a partir del siglo XVII, con la llegada de los cirujanos –varones– al mundo de la obstetricia, cuando ésta se convirtió en un trabajo de enorme prestigio porque la dirección del mismo iba a ser ostentada por varones y porque ellos iban a aportar el conocimiento científico que, como sabemos, hasta el siglo XX estuvo monopolizado por éstos.